4 de agosto de 2014

LA ESPONTANEIDAD CONQUISTADA



La voz del arquitecto viejo es ronca. Tarde o temprano, cuando el autor madura y pierde la espontaneidad y la frescura de los comienzos, gran parte de su labor está en difuminar y hacer invisible esa pérdida. Se adivina en ese momento el conocimiento, la experiencia, los recursos, los apoyos y entonces se ve la trastienda del trabajo y se hace doblemente difícil disimular las huellas del esfuerzo cierto que supone hacer arquitectura.
Ser espontáneo toda la vida está sólo al alcance de unas cuantas almas angélicas o de algunos redomados farsantes. Esa pérdida de frescura sólo puede tener como contrapartida el trabajo. O dicho de otro modo, solo la generosidad sin límites del trabajo justifica la complicación.
Si la primera espontaneidad es la de la construcción intuitiva y quizás hasta un poco evidente, en esa segunda espontaneidad hay una conquista dolorosa. Una lenta decantación, tratando de borrar los signos de la idea perseguida. La espontaneidad es pues una conquista. Esa es la espontaneidad del Japón de la ceremonia del te y de Katsura. Por eso sobre lo liso, lo brillante, lo pulido y lo refinado se hace impensable hacer pervivir esa especial inocencia. No hay espontaneidad posible en lo refinado ni en lo extremadamente exquisito ni lo resplandeciente. Nunca. Salvo en Jacobsen.
Ahí le tienen. Frente al frío irregular de la naturaleza: esbelto, sereno. Una excepción. Una muestra de la recién conquistada segunda espontaneidad.

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