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10 de abril de 2017

NO SE OLVIDEN EL PARAGUAS


Los días en que amenaza lluvia son un incordio. Y no solo por la lluvia misma sino porque, previsoriamente y por si acaso se cumple el pronóstico, acarreamos desde por la mañana con ese techo portátil que es un paraguas.
Aunque este techo olvidadizo y desplegable es abandonado a las primeras de cambio si el sol aparece. Como si un simple rayo entre las nubes tuviese el poder de hacernos abandonar a las primeras de cambio todo objeto añadido a nuestras costumbres. Solo así se explica que los paraguas, los guantes y las bufandas ocupen la mayor superficie entre los estantes de cualquier oficina de objetos perdidos.
Decíamos que esos techos portátiles son un incordio, pero improvisarlos, sabemos que resulta peor remedio: bolsas de plástico, papeles de periódico y hasta el subirse el cuello del abrigo son remedios insuficientes. Porque para estar a cubierto, resguardado, no hay nada mejor que un techo. Por eso un paraguas es una construcción tan hermosa como la cabaña de Laugier, si no más.
La forma de esos techos debe cumplir con una lógica relacionada con la materia y su impermeabilidad, también con el escurrir del agua. Si logran que el habitante no se empape los pies mientras camina o que el viento repentino no amenace su seguridad, el paraguas es un éxito.
Esos techos son, efectivamente, el primer refugio. Y una buena metáfora de como la gravedad y el desagüe son la primera amenaza ante la que la arquitectura debe ofrecer su primordial protección.


3 de abril de 2017

MEZZANINE NO ES UN NOMBRE DE MUJER


La palabra mezzanine es una deliciosa reliquia. Hoy apenas es empleada ni siquiera por los profesionales del ramo que la han sustituido por términos más sencillos de entender como “doble altura”, “entreplanta” o “entresuelo”. Sin embargo se trata de un término que por si solo es capaz de explicar muchas de las argucias de la arquitectura del pasado para ganar espacios y superficies. De origen francés y luego italiano, todos los significados de mezzanine remiten al latino “medianus” y es en lo intermedio y en lo intersticial donde encuentra su razón de ser. 
El espacio en mezzanine es el espacio inesperado desde el que asomarse, es el lugar del balcón interior pero también es el signo del espacio aprovechado al máximo de sus posibilidades. A pesar del lujo espacial que promete, la mezzanine siempre fue un espacio sin nombre. Tanto que ni siquiera entraba en el cómputo de las plantas nobles denominadas por números enteros. ¿Acaso era de recibo decirse viviendo en la planta tres y media o en el piso uno con setenta y cinco? Por eso mismo en la mezzanine se solían alojar el servicio, los almacenes o los usos despreciados. 
Si en la planta el mecanismo del “poché” es el signo del espacio ocupado por el muro y solo habitable en rincones e intersticios, la mezzanine es su equivalente en sección. Pero la mezzanine depende constantemente de un subalterno que la hace posible y sin el que sus espacios se harían inalcanzables: la escalera. A los espacios intermedios de la mezzanine siempre se sube o se baja y por ello se hace imposible no ver su carácter parasitario, ya que constantemente recibe en préstamo un suelo o un techo para poder existir. 
La mezzanine aun hoy conserva un carácter similar al que en el mundo de la gastronomía posee el cocinar con sobras. Con todo y a pesar de su papel secundario y de las connotaciones ligadas al aprovechamiento y la explotación extrema de la sección, la mezzanine parece el más legítimo progenitor del moderno espacio de “doble altura”. Tal es el cambio de mentalidad vivido en torno a la mezzanine, que se ha vuelto cada vez más un espacio transparente y exhibido como una conquista o un trofeo de caza. 
De la mezzanine hoy se presume, como se presume de un bolso de marca o de un coche último modelo. Pero no está mal recordar que, en ocasiones, nuestros lujos provienen de las desventuras y desprecios del pasado. A fin de cuentas, antes tampoco los percebes o un simple cocido eran considerados manjares. Y ya ven hoy.

17 de octubre de 2016

SI LAS PAREDES CALLARAN


Ahí, invisible, pervive un hombre apretando el barro con sus manos. Desde las huellas lo imaginamos amasando el muro de esa enorme vasija sobre la que va dejando rastros, como si además de levantar una tapia hubiesen estado peinando la vieja superficie húmeda en torno a la puerta y su dintel. Las manos modelaban el muro y a la vez lo acariciaban, como se acaricia a una bestia salvaje aun adormecida y tierna. 
La superficie del muro se ha resquebrajado con el paso del tiempo como un rostro con la edad. Así el muro conserva en su forma dos gestos solapados pero firmemente cosidos. El instante de la construcción del adobe húmedo y el del firme paso de los años, de los días. El reloj de ambos gestos es la humedad: la lenta pero irremediable pérdida de agua. 
Al otro lado del interior sombrío que procura el muro de entrada, otra puerta enmarca un tronco retorcido y nudoso que es la imagen misma de la sequedad. Ese tronco, misteriosamente, se encuentra emparentado con la falta de humedad que craqueló el primer muro, de modo que en el conjunto solo parece haber luz y sed. 
Pero hay algo más. 
La dignidad de unos pocos medios que han sido bien empleados. Una secuencia de luces digna. Un algo de coherencia que grita al otro medio mundo que, para la arquitectura, menos es más que suficiente.

19 de septiembre de 2016

BELLEZA


Hermosísima y ya eterna, asomada a nueva York, esta dama universal no ha dejado de maravillar a generaciones. Si hubiese que definir lo que es el encanto no se me ocurre mejor ejemplo que el que desprende la protagonista de esta imagen tomada desde el hotel Ambassador en marzo de 1955. 
Luciendo su exuberante juventud, en aquel Nueva York retratado a mediados de los años cincuenta, hasta el aire parecía recién inaugurado. 
Desde aquí su belleza no es solo la de la naturalidad: asomarse a la ciudad con gracia es un atributo nada fácil de lograr. Una vez que nos hemos acostumbrado el encanto parece cosa que cualquiera bien vestido puede adquirir, que basta con tener buena planta. Pero si observamos con detenimiento el modo en que mira, la postura o el preciso tejido con que se viste, basta para darse cuenta que han sido trabajados con un cuidado extremo. Y es que la operación de construirse como una figura capaz de imprimir carácter allí donde se está, la poseen apenas un puñado de elegidos. 
Así es como aparece la sexy Lever House, dama de acero inoxidable y vidrio, chispeante, como una estrella. Tan sexy que hasta hace palidecer a esa otra estrella del primer plano que era Marilyn. 
En un lugar bien situado pero irregular, el sabio Gordon Bunshaft, uno de los arquitectos más importantes del siglo XX - aun trabajando en una ingeniería que hacia arquitectura clasicista en la primera planta y moderna en la segunda- erigió esta belleza de vidrio ritmado. Inesperadamente para la tradición de rascacielos de Nueva York, la torre de oficinas de la compañía de jabones Lever era la primera modernidad de vidrio en la ciudad, su primer muro cortina. Sumado a eso, sobre un ligero basamento Bunshaft practicó una perforación que convirtió en jardín, “desperdiciando” costoso terreno edificable. La torre se apoya dulcemente en ese cuerpo que forma la calle, pero lo hace sin deformarlo. Las bandas de vidrio verdoso crecen desde allí sobre una estructura precisa y esbelta como un vestido de alta costura. 
¿Quién en su sano juicio no iba a quedar cautivado por una modernidad tan hermosa, tan brillante? El poder de convicción que emana de la belleza es aplastante. 
Con la belleza no se discute. Solo nos obliga a mirarla. Sin parar.

9 de marzo de 2015

LA VISITA DE OBRA


Retratar a Fidias de paseo por las obras del Partenón, enseñando los frisos coloreados a sus amistades, supone un notable ejercicio de imaginación histórica. Hoy lo victoriano y excesivo de su pintor, Lawrence Alma-Tadema, queda lejos del gusto moderno. No obstante, con todo el cargante pintoresquismo de sus escenas se salva por un raro sentido de lo cotidiano.
La imagen pervive no por soñar con un hecho intrascendente sino por mostrar lo consuetudinario y ancestral de una simple visita de obra: imaginar a Fidias expuesto a la mirada crítica de sus amigos, verle discutir la composición, el color y los detalles del Partenón, posee algo encantador. 
Fidias aparece sin aparente grandeza, interpuesto entre la obra y la mirada de sus visitantes. Y es que el arquitecto ha tratado más a menudo de lo necesario de explicarse, intercalado en la visión del espectador, de espaldas a la obra. Un poco molesto. Porque la obra reclama algo de soledad. Ser ella misma la que dé sus propias explicaciones, las reales. 
Con todo, esa visita de obra, los andamios y esos antiguos griegos son todavía cercanos, por mucho que hayan pasado siglos, polvo y pólvora por sus piedras. O dicho de otro modo, existen ciertas empatías a cultivar por aquel dedicado al noble oficio de la arquitectura: la empatía con los temas, la materia, los lugares o los habitantes, y luego una empatía no menor: la empatía con la historia.
Ponerse en la piel del tiempo, - y no tanto en la piel de quienes han proyectado la obra - es una tarea enriquecedora que dinamita la edulcorada distinción entre modernidad, vanguardia y pasado. Porque así entendido, todo está al alcance. Así, toda visita a una obra de arquitectura continúa siendo una “visita de obra”. Así, ponerse en el pellejo de la historia resulta más productivo que ponerse en la piel de Fidias, (que es tarea de historiadores y biógrafos). ¿A quién le importan los desvelos de aquel griego con su obra, sus amantes o la frecuencia de su menú a base de aceitunas?. 
Eso es lo que nos recuerda esta pintura sobre aquellos griegos de cogotes demasiado tiesos, paseando sobre frágiles tablones: “todo pasa y una sola cosa te será contada, y es tu obra bien hecha”.

12 de enero de 2015

LA ARQUITECTURA Y SUS FISURAS


Se equivoca quien piense que Roma es “la ciudad eterna” por sus monumentos, sus calles o su grandeza histórica. Roma es eterna por otra cosa, y de otro orden: por sus fisuras. Nadie en la historia de la humanidad ha cuidado con un cariño tan feroz sus fisuras, nadie las ha enmendado con tanta persistencia, nadie las ha curado y vigilado con tanta ternura como Roma. Roma es monumental porque lo son sus fisuras antes que sus monumentos. Y la fisura, como signo del tiempo, en justa reciprocidad, le ha dado la imagen de lo eterno.
Nadie duda ya que la arquitectura está destinada, desde su construcción, al derribo. Arreglar sus continuos desperfectos es una tarea tan ominosa como inevitable es que la ruina se precipite. Un revestimiento que se desprende aquí, una fisura por allá… Sin embargo el hombre ha aprendido que no importa el tiempo sino la posibilidad de hacerlo presente, palpable. Las fisuras nos hablan de ese tránsito, de ese caminar de la obra hacia la ruina.
Entre todas, cabe preferir las fisuras inteligibles, las que nos hablan en su particular lenguaje secreto. Las fisuras, además de signos del tiempo, lo son de los movimientos del mundo, de la obra y del suelo. Son signos de desgaste y de la vida de la arquitectura. Como las arrugas, las fisuras pueden llegar a ser bellas. (Todo hay que decirlo, la mayoría no alcanzan tal reconocimiento y se deben contentar con el miedo, el desprecio o la indiferencia del habitante diario. Y con motivo). A veces se colocan testigos de esas grietas y se vigilan con ahínco notarial. De ellas efectivamente depende mucho. Las fisuras son palabras de un lenguaje ignoto. Son caracteres y morfemas que hacen de cada desplazamiento y apertura en la materia un rico vocabulario por descifrar. Las fisuras hablan a través de sus direcciones de rotura incluso de los lugares enterrados e invisibles de la edificación. Las fisuras lanzan mensajes de los movimientos y de los esfuerzos de toda la obra. Son, pues, textos dignos de la mejor literatura.
Pero en concreto, y en esta fisura de la imagen, la eternidad parece asegurada. Los cuarterones de la bóveda del Pantheon romano se vigilarán para siempre por restauradores, estudiosos y millones de visitantes. Tras las fisuras del Pantheon se esconden sesudos tratados sobre su motivo y razón estructural. Beltrami, Lanciani, Litch, Rakob, Rasch, Lancaster, Taylor, Lucchini, Wadell y Macdonall... son solo nombres ilustres en esa carrera por comprender la obra y sus avatares. El debate sobre cómo trabaja esa cúpula incompleta sigue tan vivo como la propia obra. Sin embargo sus fisuras ofrecen un diagrama de esfuerzos tan irrebatible como un jeroglífico. El mismo trabajo que hizo Champollion con su piedra Rosetta es el de cada una de las grietas, ya invisibles, de la vieja cúpula romana. Por eso hay fisuras que se convierten en tratados de teología. Porque afectan a todos los dioses.
Y dan la medida del hombre.

5 de enero de 2015

LA ARQUITECTURA ESTÁ POR LOS SUELOS


La arquitectura está por los suelos. Aunque no es como para preocuparse, a fin de cuentas, siempre lo ha estado (y resulta productivo entenderlo en su sentido literal más que en el figurado).
Los ojos se deslizan sobre el suelo que pisamos buscando qué seguir. La superficie sobre la que caminamos lanza señales para la percepción del espacio haciendo de todo habitante un pulgarcito universal. Acostumbrados como estamos a circular por vías de tráfico en que las calzadas nos recuerdan donde es posible adelantar, girar o acelerar, el pavimento de la arquitectura, con frecuencia es olvidado como un indicador de recorridos y situaciones espaciales. Sin embargo el deslizar de los pies sobre una superficie no resta que también esos solados estén dedicados a la contemplación y al pensamiento.
La antigüedad nos ha legado enterrados mosaicos que eran pisados sin contemplaciones y que nosotros hoy veneramos, cuidamos y restauramos como cuadros de museo. En la residencia de la reina Eleuterylida descrita en la Hypnerotomachia Poliphili, Colonna dedica páginas enteras a describir suelos repletos de jaspe, cuarzo verde, calcedonias, ágatas... como prados en flor. Alberti recomendaba el uso de pavimentos de mármol incrustado como un sistema infalible para añadir riqueza a las iglesias. El oriente el suelo es una forma de encuadre, y cada piedra de algunas villas de Kioto, representa una ventana a un paisaje completo. Los ejemplos se extienden por el mundo entero desde que el hombre es hombre.
Proyectar un pavimento tiene su propia lógica, que se encuentra a medio camino entre los problemas de la pura geometría y la dificultad del resto de los despieces de una obra. Salvo por la diferencia de que en el suelo no juega ninguna fuerza gravitatoria que no sea la del agua tratando de embalsarse o de escurrir...
El problema del diseño del pavimento no consiste solamente en marcar las fronteras del espacio, en la mera señalización de recorridos posibles, ni siquiera se trata de un problema de pura topografía, sino de arquitectura con mayúsculas, aunque de modo no directo. Porque difícilmente el suelo por si mismo basta para constituir un proyecto de arquitectura pleno y suficiente. Sin embargo esa particular lógica de los suelos se puede extender y los hay que, venidos a más, que se convierten en proyectos.
El pavimento de la Piazza del Campidoglio romano parece ser un motivo tan poderoso como el mismo proyecto de Miguel Ángel (a pesar de que su ejecución real se llevó a cabo en 1940 a partir de uno de sus dibujos). El pavimento en damero, entre el círculo y el cuadrado, del Panteón romano es un ejemplo de habilidad y geometría. El pavimento de San Ivo de la imagen con que comenzábamos, de Borromini, es un ejemplo brillante de todo lo dicho…
Solo con el pavimento parece posible reconstruir lo que sucede encima. En ocasiones el pavimento es un poderoso refuerzo. En otras puede ser el resumen de todo el proyecto.

15 de diciembre de 2014

ÁRBOLES DE HORMIGÓN Y CUBISMO


Durante mucho tiempo el hormigón armado fue un material salvífico y maravilloso con el que no se sabía que hacer aparte de barcos, árboles y detalles de orfebrería fina. Con aquella pastosidad gris e ingobernable se llegaron a realizar incluso edificios, aunque, de todos, ese fuese el empleo que requería menor imaginación. 
Esta materia transformó la historia de la arquitectura. El nacimiento de la modernidad y la aparición del hormigón no fue una coincidencia, sino su causa. Desde entonces, la pituitaria de todo arquitecto, como lo sucedido con aquel aroma de Proust al inspirar el de su famosa magdalena, identifica el agrio perfume del hormigón con la modernidad. De modo insustituible. 
No obstante el hormigón armado no podía encarnar lo moderno puesto que no tenía forma propia. La nueva forma debía adquirirse de una fuente de mayor legitimidad. Y no puede olvidarse que en aquel comienzo de siglo XX, el otro signo de lo moderno era el cubismo. Así pues, cubismo y hormigón fueron capaces, por si mismos, de alimentar la nueva imaginación de lo veloz, lo limpio y lo sano y encarnarse en objetos que hoy nos parecen sorprendentes. 
Por eso cuando Robert Mallet Stevens se preguntó cómo hacer un jardín verdaderamente moderno, la respuesta para él era indudable: bastaba hormigón y cubismo. Los árboles plantados en aquella Exposición de Artes Decorativas de 1925, no daban sombra ni falta que les hacía, simplemente eran una representación de la modernidad. Árboles ante los cuales posaban modernas modelos con maravillosos tejidos diseñados por Sonia Delaunay, patrones que aun hoy están fuera de la moda como lo estaban por entonces los nuevos coches, aviones y paquebotes. 
Solo el que se alegra de ser moderno es auténticamente moderno dejo dicho más tarde Milan Kundera. Eso en arquitectura se tardó en descubrir. Precisamente hasta que la modernidad ya se había pasado.
Hoy que el cubismo ha dejado de ser moderno, al menos se puede seguir construyendo con hormigón. 

13 de octubre de 2014

ARQUEOLOGÍA DEL FUTURO


En Overton Down, en 1960, se llevó a cabo un experimento que no ha perdido interés, y no sólo para la disciplina involucrada. Se erigió un túmulo y una excavación de veintisiete metros de largo por siete metros de anchura y dos de profundidad para simular como se degradaba su geometría y las diferentes materias sepultadas en su interior. Pasados los años se realizarían diferentes seguimientos y catas con el objetivo de percibir la evolución del conjunto. La última de ellas se producirá en 2088. Ya en 1964 se obtuvieron los primeros resultados: la forma de todo variaba y los tejidos enterrados se decoloraban…
Hoy este experimento ha sido declarado patrimonio de la humanidad. Después de cincuenta y cuatro años todo ha sido retapizado con césped y aquel extraño agujero ha dado cobijo a una pareja de árboles.
Se podía haber adelantado su conclusión: el tiempo arruga el territorio a un ritmo indecente. Habría bastado observar la arquitectura. De hecho ésta y suelo están llamados a encontrarse nuevamente por mucho que se llame a eso ruina. Para la arqueología y para la arquitectura en realidad no existe la ruina como tal, sino sólo un ciclo abierto que redondea aristas, abre grietas y derriba todo.
Hay una continuidad real entre ambas disciplinas. Tanto es así que la arquitectura es una parte sustancial de una verdadera "arqueología del futuro" (más allá de lo promulgado por Jameson). Se manifiesta en cada edificación el espíritu de la verdadera "obra abierta". En todos los estados de la forma la arquitectura es siempre una valiosa transmisora de mensajes.
La continuidad entre obra y ruina se debe al maldito tiempo, al bendito tiempo, gran arquitecto, hacedor de formas y fabricante de sus significados.

28 de julio de 2014

CONTACTO FÍSICO


Pasar la mano por la arquitectura, como acariciar a un animal agazapado y expectante, hace percibir esa doble materialidad de que está compuesta.
Tras el paso por la puerta ese tal vez sea el único lugar dispuesto para la mano y sus caricias de todo edificio. Interruptores, manivelas y pomos de puertas y ventanas no son lugares donde se concentre igual intensidad. En verdad, el lomo del animal de la arquitectura se arquea en los pasamanos.
Aquí, como también en otras ocasiones, la caricia se detiene en el paso al siguiente tramo de escaleras y se descubre la falta de continuidad y la sección de la pieza queda expuesta. Como desnuda. Y se ven allí los grosores de la sección y el fondo, y como ha sido construida. Justo en ese instante, dejamos de tocar la arquitectura hasta que la vista nos guía hasta el siguiente tramo, donde se cambia de materia, ahora más cálida y menos hostil aunque de la misma dimensión. De acero a madera.
Todo ha consistido en una caricia fugaz. Sin embargo en el pasamanos, como en las escaleras de un modo menos visible, existe un acuerdo entre un cuerpo ausente del habitante y la arquitectura. El pasamanos es un lugar de encuentro, de contacto físico, entre el mobiliario y el recipiente general de la arquitectura. Del pasamanos hacemos depender la seguridad del habitante al cambiar de piso, pero también si el seno de la arquitectura que recorremos se ofrece a nosotros dura, hostil, o amable.
El pasamanos es una verdad tangible que no se percibe estáticamente sino en movimiento. Un pasamanos implica un cuerpo dinámico. También una mente que lo diseña sabiendo que se trata de un detalle que siempre se resiste. Es siempre el detalle difícil. Y a veces crucial.
Por ello es símbolo de todo buen “barandillero”.

PE: Con este escrito de hoy celebramos 400 entradas en este espacio. Gracias a todos por vuestro cariño y paciencia en este tiempo. Gracias por vuestra lectura.

12 de mayo de 2014

CÓMO DESTRUIR LA ARQUITECTURA


Como todo el mundo sabe basta poco más que un pico, una pala y tiempo para destruir la forma de la arquitectura. Sin embargo esta destrucción, que sería una cuestión trivial, inmediata y punible por las sociedades civilizadas de no mediar una orden de demolición y unos kilos de dinamita, traza un límite entre todas las arquitecturas: las sensibles y las blindadas ante la aniquilación.
Este hecho, radical y amenazante en apariencia, pretendería más que animar a una revuelta aniquiladora de arquitecturas peligrosas, nefastas o feas, utilizar la destrucción de un modo propositivo. Del mismo modo que operar un cadáver ha supuesto una fuente irrenunciable de enseñanzas para generaciones enteras de matasanos, destruir la arquitectura puede producir exactos beneficios para un arquitecto. Porque seccionar cuerpos ya sin vida, destripar mecanismos y destrozar vehículos es, antes que un ejercicio de nigromancia, uno de aprendizaje.
Como puede imaginarse no son pues éstas cuestiones de pura destrucción sino que requieren un necesario grado de comprensión sobre la forma sobre la que se opera. Demoler un edificio supone saber de cálculo estructural al menos tanto como para construirlo.
¿Cómo destruir la arquitectura con un mínimo de elegantes movimientos?, ¿que partes recortar, demoler y derribar para que una obra pierda lo que de más profundo posee?. ¿Cómo destrozar el Pabellón de Barcelona?, ¿bastaría un par de kilos de pintura roja sobre sus pilares metálicos para aniquilar toda su dialéctica antigravitatoria?. ¿Cómo destruir el Panteon romano?, ¿sería suficiente permitir la entrada de luz desde uno de sus ábsides para provocar una pérdida de sentido?, ¿dejaría entonces de ser una obra de arquitectura para ser simplemente una ruina?... ¿Eliminando el orden salomónico del baldaquino de Bernini, la rampa de la villa Saboya o el lateral de las escaleras de la Biblioteca Laurenciana sería suficiente para destruir su maestría y su espíritu?
En este antiproyectar de la destrucción fingida hay un aprendizaje profundo. Sublimar ese especial modo de destrucción implica proyectar. El especial desandar el camino del arquitecto que parió la obra implica un mágico descubrimiento: el de su gestación.

14 de octubre de 2013

CONCIERTO DE ARQUITECTURA

La ciudad es el instrumento musical por antonomasia de la modernidad. Esto ha sido probado antes incluso de que la modernidad existiese como tal. Los “intonarumori” (entonaruidos), fueron los inventos de Luigi Russolo y Ugo Piatti para recrearlos. 
Esto bastaría para probar la constante relación de la arquitectura con la música, más allá incluso de la equivalencia “congelada” entre ambas. 
Esa música arranca desde la construcción de la arquitectura, donde ya provee interesantes conciertos. El lento ascenso de la cubierta de la Galería Nacional de Berlín, fue atendida como una sinfonía por Mies Van der Rohe y toda una multitud que acudió a escuchar los quejidos de la estructura al elevarse. El esfuerzo de la losa negra de acero ascendida por majestuosos gatos hidráulicos fue un acto con más efectos musicales que constructivos o formales, pues en realidad a Mies sólo le importó siempre una precisa distancia del suelo a techo y no sus gradientes. 
El concierto allí presenciado debió estar a la altura de alguno de los mejores de Stockhausen. 
Toyo Ito, por su parte en la Mediateca de Sendai hablaba de los chasquidos de la estructura de acero al contraerse y retorcerse después de ser soldada. Chirridos nocturnos de parto, quizás mejor que ese prolongado ruido de fondo que es el 4,33´´, de John Cage. 
La propia arquitectura se encarga de emitir a diario los crujidos de suelos, los golpes de sus desagües y los de sus ascensores intempestivos. Los conciertos de la arquitectura son permanentes y son tanto mejores que los de sus habitantes. Los inaguantables ruidos, llantos y gemidos de las paredes vecinas llegan a nosotros a través de una arquitectura siempre demasiado débil. 
Porque puestos a elegir es preferible contar con la arquitectura como proveedora de música que sus habitantes (cuando no son profesionales): “En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde…” (1)

(1) CORTÁZAR, Julio. Un tal Lucas. Madrid: Ediciones Alfaguara, 1979. 

22 de septiembre de 2013

EL PRINCIPAL PROBLEMA DEL ARQUITECTO


El principal problema del arquitecto, - sin tratar el de su supervivencia-, tal vez sea el de evitar la tentación de juntar materiales para hacer una obra. Recuerda Sábato que fue Claudel quien dijo que no fueron las palabras las que hicieron la Odisea, sino al revés. En la obra, una placa de yeso, un paño de vidrio o un perfil de acero, de algún modo dejar de serlo, para descubrirse como yeso, acero y vidrio, en un sentido auténtico. Y se descubre ese estado aun más universal y profundo desde una disposición combinatoria precisa y no otra. Por tanto no importa la materia en bruto sino el proyecto que lleva a que en verdad aflore como sustancia densa. En realidad en la construcción los materiales deben dejar de serlo para transustanciarse en otra cosa mayor. El problema del arquitecto no es colocar un perfil de acero junto a otro, sino el que ese conexión, a la vez que responde a algo mayor, logre hacerse acero intemporal. (Y se dice no en su duración, sino en su sentido).
Podemos hablar de los problemas infinitos de la casa Farsnworth de Mies Van der Rohe, de sus fallos constructivos y de su pésima climatización, ya que en efecto es una obra plagada de problemas de todo orden. Se compara con la obra de un Philip Johnson sin problemas, y está bien. Dejando de lado el pequeño detalle de que el conjunto de toda la obra de Philip Johnson no equivale a un sólo pilar de aquella casa, se olvida que esas fallas son precisamente su fuente de vitalidad, su grandeza y su amplitud. Esos problemas son una puerta abierta a algo aun mayor respecto a lo que es el simple vidrio y el acero.
Ningún purista habría permitido en esa obra que el acero de un pilar y la losa de cubierta se encontrasen por su exterior con semejante falta de lógica constructiva y estructural. (Al igual que ningún purista vio con agrado que la torre del Seagram escondiese su estructura de acero en una camisa de hormigón para luego hacerla aparecer de bronce al exterior).
Llegados a un punto, el principal problema del arquitecto tal vez sea el bizantinismo de preguntar ante todo por el “cómo” y no por el “qué”, desligando unas preguntas que en realidad deben ser idénticas.

24 de junio de 2013

MONTAÑAS DE ESCOMBRO



En una ya olvidada propuesta, hermosa, de la bienal de Venecia en el Pabellón de España, de Lara Almarcegui, una montaña de escombros extendida como un poderoso paisaje dentro de una edificación, fue un signo no sólo de los tiempos sino de la capacidad significante de la materia aun cuando ésta adopta formas cercanas a la ruina y al desecho.
El atractivo de los escombros como tema es recurrente, pero no por ello pierde vigor. A aquel trabajo le anteceden otros al menos tan ilustres y nobles, montañas de restos que precisamente por hacer palpable lo invisible merecen ser recordados. Desde la mismísima Acrópolis griega, a esa pirámide que Le Corbusier erigió en un flanco de Ronchamp, a la montaña de juegos que existe entre las edificaciones de los Robin Hood Gardens, de los Smithson, y a muchas intervenciones del otro Smithson, -y llevo años intentando juntar a todos los Smithson, como una familia, en un párrafo-, todas han logrado extender la construcción más allá de sus propios límites físicos y temporales.(1)
Por mi parte, entre todas esas montañas de escombros siento predilección, quizás por menos famosa, por otra construida en Roma con veintiséis millones de ánforas rotas a lo largo de tres siglos: el Monte Testaccio.
Vasijas llegadas de toda Europa, fueron destrozadas y acumuladas con un preciso orden constructivo para dar forma a una montaña que alteró la orografía natural de Roma hasta ampliar el número de sus viejas siete colinas, a ocho. Esa montaña constituye una apasionante ruina capaz de informar sobre los usos y costumbres romanas casi mejor que lo hacen sus escritos e historiadores. Cerca del “puerto” de Roma, el Monte Testaccio ha llegado hasta nosotros con sus intactas capas de historia, aunque como arquitectos interesa ver su forma más que como historia, como una pregunta: ¿cuándo dejó de ser una montaña de cascotes y se convirtió en naturaleza?, ¿En qué momento puede una ruina construirse como tal?. ¿Cuándo desaparece la arquitectura?.
Vivimos días en que parece que hay quien quiere ver reducida la arquitectura a esos escombros. (Cómo si esos restos no fueran ya en si mismos objetos de la propia arquitectura). En el Monte Testaccio la fusión de construcción y tiempo hace que muchas de esas preguntas se vuelvan difíciles de contestar. Todas, salvo quizás una: ¿Cuándo desaparece arquitectura?. La arquitectura desaparece cuando desaparecen los hombres.

(1) Juan José López Cruz ha recolectado algunas de estas montañas en su recomendable libro, LOPEZ DE LA CRUZ, Juan José, Proyectos Encontrados, Arquitecturas de la alteración y el desvelo, Ed. Recolectores Urbanos, Sevilla, 2012, pp. 52 y ss.

15 de abril de 2013

SOBRE LOS TABIQUES


Los tabiques son como las cuchillas de afeitar, como una especie de maquinaria de trinchar espacios que el utilitarismo ha puesto en las desnudas manos del arquitecto para despiezar y deshuesar el magro del espacio. Aun a pesar de las lacerantes heridas que provoca. Aun a pesar de que en muchas ocasiones esas tabiquerías no son sino el relleno fundamental del mismo contorno edificatorio, el arquitecto no retrocede ante su uso indiscriminado.
Imaginen cuando la arquitectura no está sino saturada de esas cuchillas vacías, como un glorioso pavo de navidad relleno de esos filos cortantes. Y que descuidadamente uno se lleva a la boca un mordisco solo llamado a provocar daños. Pues ese es el empleo mayoritario de las particiones que se hacen a diario en las entrañas de cada proyecto. Dispuestos a separar espacios y usos, la arquitectura tiene mejores mecanismos: desde los pasillos, los forjados, las escaleras, la propia luz, el espacio y sus cualidades recónditas...
Los interiores de la arquitectura están repletos de matices aun antes de ser divididos por tabiques. Existen rincones, y zonas de sombra y penumbras latentes antes de que esa guillotina deje caer su brutal cuchilla de carnicero. Solo la tabiquería tiene verdadero sentido si en lugar de servir para trinchar, es costura y modo de unión y vínculo. Es decir cuando es un elemento conectivo.
Ese descubrimiento hace parecer toda tabiquería como algo de otro orden, ahora si más cercana a lo que es su profunda misión. ¿Acaso no deja pasar siempre del otro lado sonidos sordos?. ¿Acaso no suele compartir materia en sus caras y conducir energía eléctrica desde sus entrañas?. ¿Acaso no conocemos más de la vida de los del otro lado que de la nuestra gracias a los tabiques?.

25 de febrero de 2013

LAS ESPERAS DE LA ARQUITECTURA


En la arquitectura todo tiene su propio ritmo y el tiempo transcurre de un modo singular. Más que al finalizar la obra, hay una alegría en la coronación del edificio, que de siempre se ha celebrado con la solemne y comunitaria ceremonia de la “puesta de bandera”. Hay una satisfacción de los obreros, justa y callada, en el lento superar la cota del terrero y dejar atrás las amenazadoras cimentaciones. Atrás se ofició la ceremonia ancestral y esperanzada de la "primera piedra". Y previamente se remontaron tiempos y etapas señaladas, desde el proyecto de ejecución, líneas perdidas y tanteos, donde el dibujo se anticipó a la espera de todo un porvenir. 
En el proyecto de la arquitectura conviven los ritmos lentos y acompasados con una rápida sucesión final donde se agolpan y atropellan las últimas acciones. Existen en sus entrañas tiempos de impás, paradas, solapes y esperas. Y hermosos momentos en que lo realizado anticipa la obra por llegar. Por eso todo dibujo es provisional, del mismo modo que hay piezas que se constituyen en previsoras de otras en la obra. Y trazos y piezas temporales, puntales, andamios, que esperan la llegada de otros que los completen, y que se asoman y saludan al futuro. Como si el significado de la arquitectura y sus pasos estuviese arraigado en un tiempo por venir. 
De modo que, mirado con distancia, el proyecto de arquitectura es el resultado de una espera sucesiva y que cada instante conserva algo de provisional y está preñado de un tiempo anticipado y oculto. (Quizás incluso la terminación de la obra deje al edificio a la espera de ser habitado o incluso a la espera del paso del tiempo sobre ella). 
Como puede deducirse, tanta espera, tanto esperar, hacen de la arquitectura la encarnación de un ignoto “principio esperanza”. Y a uno le gusta pensar que exactamente por eso nada ha inventado el hombre que hable más del futuro, de su futuro, que la arquitectura.

3 de diciembre de 2012

CON SUS PROPIAS MANOS


De espaldas a la imagen, sin voluntad de pose, las dos imágenes son el simple y vacío testimonio de un hecho antiguo y orgánico. Es el reflejo de un pensamiento compartido, leve y casi animal, que poseen algunas especies acerca del colocar las cosas para construir, sean nidos o madrigueras. 
En la imagen se percibe el costoso esfuerzo para recoger un ladrillo. Contemplar el muro ya erguido y percibirlo en su totalidad, con su longitud y trabazón. Buscar el acomodo preciso para ese peso frío y concentrado en una mano, mientras la otra permanece resguardada, una mañana de obra. 
Un pensar directo, sin intermediarios. Y una pieza de barro a la espera de ser vivificada. Cobijado bajo un abrigo negro y un sombrero, Sigurd Lewerentz, parece demasiado elegante para la suciedad del cemento y el barro de una obra.
Un viejo arquitecto en una obra. Nada heroico ni digno de honores. Ninguna mitología. Ningún romanticismo. Solo la naturalidad de levantar arquitectura con las propias manos. Ni más. Ni menos.

22 de octubre de 2012

ENCOFRAR

Bien sea como objeto o como estrategia, guardar algo en un cofre es uno de los motivos más recurrentes y valiosos de la arquitectura. 
Los cofres son capaces de mostrar desde su forma y ornamento el valor del contenido. Como si el recipiente se constituyera en fachada de un interior que no debe ser sino insinuado. Porque todo cofre es cofre del tesoro, y sus herrajes, cerraduras y materia hacen referencia a un interior del que reciben sentido.
Todo cofre pone de manifiesto que existe algo a preservar de una latente amenaza exterior y que ese recubrimiento debe significarse inexpugnable y permanente. En el cofre podemos encontrar una teoría encubierta de la interioridad y del ornamento. Por eso resulta palpable la conexión entre la estrategia de encofrar y la tipología de la casa, de la biblioteca y del banco. 
El valor y la poética del cofre tienen una excepción, tan contradictoria como maravillosa. Sorprende siempre ver que para encofrar, es decir, para construir cofres que den forma al hormigón, siempre se hayan hecho tan costosos envoltorios. Solo cabe imaginar que tal vez de ahí provenga el secreto valor que concede la modernidad a esa descontrolada compota gris, y no al revés. 
Aunque puede que la profunda anomalía del encofrado y desencofrado del hormigón respecto a la propia idea de cofre, provenga más que de la emancipación del molde, de esa especie de infidelidad, premeditada y utilitaria, fruto de las segundas y terceras puestas de un encofrado, que del propio valor del hormigón como sustancia. Como si el acto de encofrar y desencofrar significase, de por si, algo tan vergonzante como lo que supone alquilar un vestido de novia. 
Dicho esto y una vez tanteados los fundamentos de la estrategia del encofrar y sus rarezas, solo restaría preguntarse por los objetos que cabe guardar en el interior. Si la arquitectura protegiera como material más precioso la luz, sus objetos, o el espacio, convertiría a cada uno de ellos en un tesoro. Si encontrara como mayor bien al habitante, renovaría la arquitectura como acto de civilización. 
Sobra decir que cuando sucede de otro modo, cuando se convierte en cofre de nada, cofre de si mismo, adquiere carácter de ataúd. (Cuya palabra inglesa, coffin, es, por cierto, de la misma raíz...)

17 de septiembre de 2012

CUENTACUENTOS


El ser humano es un ser del lenguaje. Esta evidencia, que aun hoy entre el gremio de los antropólogos suscita agrias polémicas, da de comer a la mayor parte de la humanidad. Gracias a la capacidad de comunicación, sobreviven cuentistas, políticos, traductores, sacerdotes y vendedores de todo tipo de productos, incluyendo entre los anteriores, a chamanes, literatos, profesores, y, por supuesto, arquitectos.
Este largo rodeo, que viene a subrayar en realidad lo específico de la arquitectura como acto de comunicación, no hace sino encuadrar este estudio dentro de la rama de las lenguas vivas. Porque, dígase cuanto antes, la arquitectura debería estudiarse en la facultad de lenguas aplicadas, dado que se trata de un lenguaje puro e intachable. (Y lo es, lo sigue siendo, a pesar de ser ya una afirmación ni novedosa, ni actual).
Entender la arquitectura como un ininterrumpido acto de comunicación, - más allá de lo estudiado en los años 60 en las escuelas de arquitectura de medio mundo relacionado con semiótica y estructuralismo-, es subrayar principalmente el valioso significado del dibujo como vehículo entre el manantial interior del que nace, hasta su fluencia como obra construida.
El explicar y explicarse del arquitecto por medio de ese lenguaje altamente codificado que es el dibujo, no significa que éste no deba poseer el garbo y la gracia que se exige a un buen contador de historias. Exige claridad, ritmo y congruencia. La supervivencia del arquitecto está en realidad condicionada a esa capacidad de construir un universo en que el habitante pueda sentirse inmerso, quizá, antes incluso de que la obra se encuentre concluida. A su capacidad de contar correctamente, coherentemente, una historia de arquitectura.
Imprescindible comunicación con la sociedad, con quienes van a ejecutar la obra, consigo mismo, hasta que por fin sea la propia obra la que continúe, en soledad, contando la suya propia.
Como un pedazo de lengua viva, que se altera y en cada interpretación introduce cuestiones de más calado que las planteadas en su origen por ese simple narrador, que a fin de cuentas, a fin de cuentos, es el arquitecto.

30 de julio de 2012

EL OTRO KAHN


En arquitectura, al igual que en la historia ha sucedido con Diógenes, Sedulio o Hipócrates, también hay nombres que encubren nombres. Tal es el caso de Kahn: Louis I. Kahn y Albert Kahn. Ambos judíos, extraordinarios dibujantes y arquitectos, pero sin apenas más coincidencias, y menos aun, lazos familiares.
Albert Kahn, hijo de rabino, tuvo que interrumpir estudios y juventud para ayudar al sostenimiento de su familia a los 15 años. Gracias a su talento como delineante pudo sufragar no solo su formación académica sino la de sus hermanos Julius y Moritz, que convertidos en notables ingenieros, apoyaron su empresa de arquitectura con un profundo conocimiento del hormigón armado y el acero.
En este contexto no es extraño que para Albert Khan la arquitectura fuera un curioso compuesto formado por “un 90% de negocio y un 10 % de arte”. Y que a alguien como Henry Ford esas palabras le fueran de una musicalidad tal que le encargara la mayor parte de las fábricas de automóviles de su empresa.
Kahn supo dar forma a la arquitectura entendida como un espacio donde se veneraba la religión del taylorismo y la producción en cadena. Sus espacios de hormigón, acero y vidrio son pura modernidad antes de la modernidad. Es decir, Kahn se hizo arquitecto especialista en uno de esos escasos momentos en que se hacen necesarios especialistas.
Su empresa no solo dominó el mercado del diseño industrial americano, antes, durante y después de las guerras, sino que construyó en dos años más de quinientos proyectos incluso en Rusia. Hizo arquitectura en cadena con la misma severidad y belleza que tenían los productos en serie que se fabricaban en las entrañas de sus proyectos.
La repetición de sus módulos estructurales hasta distancias inverosímiles y la optimización de espacio y materia producen el escalofrío del último infinito posible: el vértigo horizontal.
Todas sus obras, kilométricas, son una exhibición de pentagramas de acero y hormigón a la espera de un espectador que con su ojo fabrique la perspectiva irrevocable. Porque sus mejores obras contienen, incrustado, un ojo que convierte todo alzado en una fuga visual esclavizante.
Ante una obra de Albert Kahn todo ser humano es convertido en un polifemo. Como por otro lado sucedía con el paisaje desde las infinitas autopistas americanas contempladas al volante de un Ford T.