10 de agosto de 2020

ARQUITECTURA MALENTENDIDA


Vivimos un malentendido permanente. El cósmico margen de ambigüedad contenido en un “buenos días” da la dimensión del problema. Existe un acto creativo mayúsculo en la interpretación de la más simple frase, por muy cordial y bienintencionada que sea la emisión y recepción de la misma. Por muy dotados que sean los participantes, las segundas voces e intenciones del lenguaje son un abismo. Y ni que decir tiene si ese lenguaje no es el de las palabras. La arquitectura no es que navegue en las procelosas aguas de la interpretación sino que se maneja con una jerga voluntariamente excluyente. El binarismo de ceros y unos de las computadoras, es asimilable a los juicios de “me gusta” o “no me gusta” con el que se lee una obra por parte del público no entendido. A nadie se le escapa que hablar de “no entendidos” es reconocer la implícita y extrema codificación del mundo de formas en que se comunican los edificios con el mundo. Por eso mismo, ¿Hacia quien se dirigen sus mensajes? ¿Está obligada la arquitectura, como también le sucede a la música culta, a apelar solamente a una comunicación que tenga como centro receptor las tripas? 
Por si no fuese suficiente, el tiempo añade extrañas y ricas capas de significado a cada piedra. A pesar de la coincidencia formal, entre el capitel corintio de la Linterna de Lisícrates y el empleado por Palladio en la Loggia del Capitaniato media una distancia mayor que la existente entre un dialecto bereber y el lenguaje de Dante. No es una cuestión de mera escolástica o de oscura presunción académica. Hasta la obra más silenciosa y neutra debe recurrir a una interpretación que acaba expresándose en vacua palabrería. En el mejor de los casos, las obras hablan entre ellas. La casa de Cristal de Johnson responde antes de tiempo, igual a como lo haría un engreído adolescente ante el sabio de la tribu, ante la oscura y escueta sentencia de la Casa Farnsworth. La casa Robie se ve contestada por el Pabellón de Barcelona como harían dos intérpretes de jazz ante una misma melodía. Flota un cruce de diálogos entre edificios que no coincide con el que mantienen en un nivel mucho más pedrestre sus propios autores. Como si los caballos discutiesen de las intenciones de los jinetes que los montan, las obras avanzan hacia un horizonte mucho más lejano y con un lenguaje del que solo percibimos una ligera parte de la dosis de verdad que contienen. 
El resultado de este carrusel de malentendidos no tiene cura y está implícito en la propia gramática de la arquitectura. Pretender escribir un diccionario de las formas resulta tan banal como concebir su misma posibilidad por medio del lenguaje hablado. La historia de la arquitectura responde gustosa a la pregunta: ¿Qué significa tal forma?, pero no lo hace a la cuestión inversa: ¿Cuál es la forma que significa tal cosa? Porque la historia es un diccionario de traducciones directas pero no inversas. Del mismo modo, tampoco resulta muy útil preguntar a un buscador en red cómo hacer un proyecto de guardería en Macondo, en un solar en pendiente, ligeramente romboidal y con orientación sudeste. Porque lo específico de cada proyecto deshace el ansiado diccionario de recetas posibles. Se encuentra en el centro del ser arquitecto la renuncia a encontrar ese diccionario, e incluso su mera posibilidad. 
Desde el momento en que pensamos la arquitectura por medio del lenguaje hablado estamos condenados a no poder ampliar sus límites. Solo la propia poética de la arquitectura fuerza esos bordes cuando aparece una obra que empuja un poco “más allá”. Cuando las formas se disponen con un algo de magia inesperada, la interpretación se ve obligada a emplear un nuevo vocabulario, a inventar su propia poética de desciframiento, una nueva crítica. De inventar una nueva mirada. 
Los vínculos entre el lenguaje hablado y el de la arquitectura oscilan como dos péndulos imposibles de coordinar. Solo en pocas ocasiones el "periodo" coincide y se produce el espejismo de un entendimiento. De una explicación posible. Mientras la arquitectura será un enigma. Para algunos albatros de biblioteca o amantes de lo secreto, con la misma importancia que posee el averiguar el origen del universo.
El verano da para pensar en todas estas cosas. Culpen a la arena de la playa. 

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