6 de mayo de 2019

NACIDOS PARA MORIR


Pocas veces somos conscientes que, al igual que los seres vivos, los edificios nacen para morir. Por el camino, como nosotros, sufren transformaciones que no hacen sino prolongar su existencia. De lo contrario es inevitable que tarde o temprano se conviertan en una pura ruina
Ser conscientes de eso nos evitaría algún disgusto, no solo como arquitectos. También haría que, cuando caminamos por una ciudad, sintiésemos su compañía y su envejecer como propio, aunque con un ritmo más lento e invisible, un poco como sucede con algunos árboles.
Cuando contemplamos un edificio, de hace siglos o solo décadas, por muy esplendoroso que se muestre, es habitual olvidar que dista mucho del que se edificó originalmente. Ver la catedral de Reims o de León con ojos embelesados en sus fachadas o sus interiores, pensando en los siglos transcurridos ante nuestros ojos, nos aleja de la realidad de que todo allí está retocado, modificado, reconstruido, ampliado y demolido. Hasta extremos que harían que ninguno de los viejos ciudadanos que las vieron erigirse, las reconociesen.Y lo mismo sucede con la más pequeña de las casas.
La arquitectura conserva su osamenta, apenas sus formas y proporciones, casi nunca sus interiores o sus decoraciones. Aparentemente no existen leyes inmutables en esa sucesión imparable de cambios. A veces se incorporan nuevas piedras. En ellas se perciben la riqueza recién adquirida pretendiendo dejar su huella en la obra. Otras veces se sustituyen partes porque sus remates provocaban goteras o hacían peligrar la estabilidad del conjunto. Algunas partes pasan a completarse, o incluso aparecen nuevas técnicas que son aplicadas sin pudor. En ocasiones existe incluso una secreta competición con un vecino o con el futuro, o incluso un plan de conservación que trata de congelarlo todo. Hasta el mal o buen gusto de una época o los cambios de modas o de sensibilidad, juegan su papel.
Pero esa sucesión de permutaciones no es sino el signo de su viveza. Y a ella debe la arquitectura su verdadero futuro. En esa poética de la supervivencia de la arquitectura hay algo que no deja de ser fascinante, porque sigue un patrón que ha sido poco valorado: todo se produce con un procedimiento de añadidos sucesivos, formado por capas y pasos como lo haría, digamos, un pintor cubista. Los cambios, en una casa particular, o en una catedral, se rigen por una ley que trabaja por fases y que en pocas ocasiones completa las cosas de una sola tacada. Las mutaciones que provoca la vida en la arquitectura se producen siguiendo una lógica que es capaz de ver el siguiente paso basándose en lo que ya se ha realizado. Pero, cabe insistir, casi nunca de una sola vez.
Si se piensa, se trata de un procedimiento muy conocido por los escolares de cuatro años, (y por los pintores desde principios del siglo XX) con el nombre de collage. El collage habla de ese modo de viveza de las formas de una manera tan escandalosa que extraña que apenas se hable de este raro y precioso fenómeno que une la vida y las obras. Tanto es así que en el collage se da hoy uno de los signos más claros de la vida de la arquitectura. Porque en el collage no hay estilo, ni autoría, ni alta, ni baja cultura. Ni una ética, ni un discurso. Solo una muestra de la vida que pasa dejando su huella.

2 comentarios:

Alberto dijo...


"El futuro no es más que lo obsoleto a la inversa". Vladimir Nabokov

Muy interesante, como siempre, tu genial punto de vista sobre estos "asuntillos" de la arquitectura, creo que en este caso nos enfrentamos a su gran debilidad, el problema del tiempo y el habitar, de lo permanente y lo efímero, cuando dices ruina también puedes decir basura, como hace Michael Thompson en su "Rubbish theory". Si bien los arquitectos podemos soñar con que nuestros edificios lleguen al mundo como elementos duraderos con un valor permanente, la realidad es que siempre ingresan en el ámbito social como objetos transitorios, sujetos desde el principio a una disminución de su valor y a un inexorable deslizamiento hacia el estado de basura, desperdicio o ruina. Algunas condiciones (tal vez edificios en circunstancias culturales relativamente estables o aquellos diseñados por arquitectos famosos) pueden retrasar este proceso, pero el argumento de Thompson es que al final llega a todos.
La cuestión aquí no es celebrar la ruina o los deshechos como una estética en sí misma, más bien, es para abordar dos cuestiones. Primero, la forma en que trastorna nuestros sistemas de clasificación y valores, y segundo, que introduce el tiempo en la arquitectura. La ruina nos pone frente al potencial destructivo del tiempo y la inevitabilidad del tiempo. Al igual que los leonianos de Italo Calvino, es más fácil alejarse de la sombra y seguir la luz del progreso, creyendo que nos alejará de la incomodidad del tiempo (y los arquitectos, esta claro, no están solos en este giro). Pero aprendiendo de la ficción y de Marco Polo, deberíamos saber la inutilidad de esta negación, para poder integrar el tiempo a la arquitectura.
De ahi, por ejemplo, la importancia de la obra de Robert Smithson como contrapunto a la teoría del presente eterno o "frozen present” de Giedion y la supuesta arquitectura "atemporal" del movimiento moderno, pues al dejar que sea el tiempo ( o a lo que tu llamas vida o collage) quien complete la obra, disfruta de la temporalidad que el desecho trae consigo, y en particular la noción de entropía, ese aspecto incierto e incontrolable del tiempo que perturba cualquier idea de rutas lineales hacia el progreso.
Algo contrario a los utópicos pensamientos del modernismo como la identificación el arquitecto Adolf Loos de la tumba y el monumento como los únicos verdaderos momentos de la arquitectura (todo lo demás es mero edificio), pues ambos escapan de la contingencia de lo cotidiano y funcionan en otra escala de tiempo, o a la capacidad de desterrar el tiempo, cuando Walter Gropius, en un viaje a Japón, describe una visita al jardín de piedra de Ryoanji como “una de mis experiencias mas abrumadoras ... la ausencia de un objeto hecho por el hombre, o de plantas, lleva al jardín fuera del reino de los valores perecederos ”.

Por otro lado, Philippe Boudon, en su meticulosa documentación de las viviendas en Pessac, argumenta que la combinación del diseño inicial de Le Corbusier y las tendencias irreprimibles de los habitantes en el bricolaje llevó a la inevitabilidad de que la pureza del original se viera superada por los impulsos de la vida cotidiana. "El hecho del asunto", escribe Henri Lefebvre, el filósofo de la vida cotidiana, en su introducción al libro de Boudon, "es que en Pessac Le Corbusier produjo una especie de arquitectura que se prestaba a la conversión y la ornamentación escultórica... ¿Y qué agregaron los ocupantes? Sus necesidades !!
Lefebvre en su crítica a la comercialización del espacio como bien de consumo ( se vende igual que un kilo de azúcar!), decía que en un futuro las ciudades desaparecerán ya que lo efímero va a sustituir a lo durable en todos los dominios …

un cordial saludo

Santiago de Molina dijo...

Alberto,
Muchas gracias por tu intensa lectura.
Pones sobre la mesa los referentes claves para este tema.
Poco puedo añadir salvo que el tiempo es un material ingobernable por parte del arquitecto y sin embargo seguimos soñando con controlarlo.
Un saludo cordial