17 de febrero de 2010

CONTRACIUDAD

 

Italo Calvino, a quien tanto debe la arquitectura, observa en un fragmento de su Marcovaldo: “En la ciudad vertical, en la ciudad comprimida donde todos los huecos tienden a llenarse y cada bloque de cemento a compenetrarse con otros bloques de cemento, se abre una especie de contraciudad, de ciudad en negativo, que consiste en tajadas vacías entre muro y muro, distancias mínimas preescritas por las ordenanzas municipales entre una construcción y otra, entre las traseras de los edificios; es una ciudad de paredes medianeras, huecos de luz, canales de ventilación, entradas cocheras, patios interiores, pasos a sótanos, como una red de canales secos en un planeta de yeso y alquitrán”.(1)
Los huecos sin rellenar que nos descubre Calvino son una red de lugares inhabitables, de sobras de ciudad. Esos despojos que ni siquiera alcanzan la categoría de no-lugares, puesto que éstos no son territorios cuyo tránsito sea mudo como lo son las gasolineras o los supermercados de Augé. Los espacios de la contraciudad son los espacios que quedan entre paredes, las cámaras bufas, los restos medianeros y las parcelaciones. Los intersticios en los cuales el único habitante posible es el polvo.
Sin embargo esa ciudad en negativo es valiosa: Gracia a ella, lo habitable es límpido, ordenado y cargado de sentido. Esos espacios, que tan mala prensa tienen entre la modernidad y las aulas, y que se califican despectivamente como “residuales”, mantienen impresa una utilidad indirecta. La arquitectura los conoce bien: cúpulas y cubiertas diferencian entre el cierre exterior y el forro interior dejando intermedios invisibles. Igual sucede con los muros, que responden simultáneamente a las necesidades de la ciudad y su acomodo interior. Los ejemplos del óculo de Santa María de Brá o los lucernarios de Aalto en Imatra, recogidos por Venturi para hablar más de la complejidad que de la contradicción, debieran bastar como ejemplo. Esos espacios son también un fiel relato de la historia. La ciudad y la arquitectura ha crecido dejando islas y zonas que ya no se pueden destruir, ni utilizar. El pasado no se manifiesta tanto en los monumentos como en esos residuos.
Lo anterior no significa que todo espacio de la ciudad tenga valor. Igual que existe una contraciudad, existe también una ciudad-mugre superpuesta a las anteriores, sin ninguna significación ni trascendencia. Pero el espacio residual de la contraciudad del que hablamos es siempre útil, (aunque no necesariamente utilizable y menos desde el punto de vista de la utilidad arquitectónica). Gordon Matta Clark demostró que existe una posible redención para muchos de ellos por medio del arte. En 1973 compró una serie de propiedades en Queens y Staten Island, en Nueva York. Todas ellas habían salido a subasta por 25 dólares cada una. Un buen precio por unos terrenos si no fuera porque todos eran retales inaccesibles de ciudad: “Una o dos de las mejores eran una franja de unos treinta centímetros de un camino de acceso, y un cuadrado de treinta por treinta en una acera. Y las demás eran bordillos y desagües. Lo que quería hacer básicamente era designar espacios que no serían vistos y menos ocupados. Comprarlos era mi propia forma de destacar el carácter extraño de esas líneas de demarcación.” (2).
Los fotografió, y junto al título de propiedad y la parcela, fueron enmarcados y expuestos. Desde entonces vagan por las paredes los mejores museos de arte moderno del mundo.
Tiempo después aquellos solares fueron embargados de nuevo al no haberse pagado los tributos anuales que les correspondían. Volvieron así, a ocultarse de nuevo, como alimañas, en la contraciudad que nos rodea.
 

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