29 de junio de 2009

ARMONICOS




“Trabajo una estrofa – no me quedo satisfecho diez veces, veinte veces, pero a fuerza de insistir me familiarizo no con mi texto, - sino con sus posibilidades, sus armónicos.
La idea inicial, las palabras utilizadas, todo eso importa poco. Y es precisamente esa libertad lo que es poesía y lo que hace de mi presencia una especie de materia plástica. Comunicar al fin ese estado de relación perfecta por medio de un sistema material verbal obtenido por él – o que DEBERÍA SERLO, y que al menos lo sugiere, invenciblemente – Tal es el objeto de la poesía.”(1)

Es sencillo parecer afectado cuando se describen los íntimos modos de hacer de cualquier artista. Por distintas razones, apenas Montaigne, Poe y Valéry merecen cierta consideración cuando se han enfrentado a esa dificultad. Estas líneas, del último de ellos, conservan algo de la extraña violencia que resulta de haber visto, involuntariamente tras el telón de lo privado, sus secretos modos de trabajo.
Al principio, curiosamente, el objetivo es el poema, pero en un instante deja de serlo por la aparición de una atmósfera de posibilidades que lo hace resonante. Resuena algo entre el poeta y esas palabras y se identifican. Convierte al poeta en una “materia plástica” del poema. Pero no es una identificación literal, sino una “relación perfecta”. Esa relación se consigue por medio de un sistema que lo hace palpable.
Ese camino indirecto, no buscado, es siempre el que se esconde en secreto cuando cualquier proceso de creación está presente. Esa paciente búsqueda que significa el trabajo sostenido e incansable, como el de cualquier artesano que se dirige hacia la consecución de la obra, encuentra su verdadero fin en la relación que surge entre obra y autor. En una relación casi física, como un abrazo, que hace percibir el objeto de una manera absoluta.
Si estás líneas son aquí traídas es por dos motivos: la identificación de poeta y poesía resultan terriblemente lejana y teatral para el arquitecto. Esa lejanía es su fuerza y sin embargo en algún momento, la aparición de ese espacio de relación es necesario.
El segundo motivo es el ejemplo de brevedad. Montaigne necesita 700 páginas para expresar lo mismo. La filosofía de la composición de Poe solo 20. Valery, en apenas un párrafo, consigue una narración completa que sigue el patrón más depurado de las vías místicas propias de San Juan de la Cruz, y también de cualquier buena road-movie.

(1) VALÉRY, Paul, Cuadernos, (1894-1945), Ed. Círculo de Lectores, Barcelona, 2007, pp 401.

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