22 de febrero de 2016

MIRAR DESDE ARRIBA


En 1842, Gaspar-Félix de Tournachon, (que ha pasado a la historia con el pseudónimo de Nadar) tuvo la osadía de ascender ochenta metros en un globo aerostático, fotografiar los tejados del encantador pueblecito francés de Petit-Bicêtre e inventar así la fotografía aérea. Una década después de ese invento se propuso sacarle partido: a los oficios de periodista, escritor, y fotógrafo, agregó el de comandante de una compañía de globos aerostáticos. El objetivo de Nadar era descubrir con la fotografía aérea las posiciones de las tropas prusianas que por entonces sitiaban París. Desde entonces la mirada desde arriba no sólo ha pertenecido a la divinidad y a la arquitectura, sino también a la tecnología militar.
Mirar desde arriba nunca ha estado al alcance de la lógica, de la seguridad, ni del pueblo llano. Tal vez por eso las plantas de arquitectura son un documento tan anómalo e indescifrable, porque nos sitúa lejos de la mirada habitual de las cosas. Mirar desde arriba es hacerlo con una mirada irreal, que en arquitectura tiene sentido puramente instrumental: la mirada desde arriba permite organizar la relación entre las partes y las conexiones entre las personas y los usos que se hace del espacio. El arquitecto ha recurrido a la mirada en planta por el mismo motivo que Dios creo el mundo y lo contempló en planta, para cerciorarse que la creación había sido algo bueno.
El ser humano ha construido torres para elevarse del suelo y ver la globalidad de ese plano que deja atrás. Por eso el elevarse y mirar desde arriba es un procedimiento mágico que hoy, sin embargo, parece condenado a olvidarse.
El dominio del dibujo en planta parece solo pertenecer al campo de preocupaciones de los viejos artesanos de la arquitectura, que hoy queda como una reliquia. Cuando en la actualidad se proyecta el futuro edificio con intangibles modelos digitales, la planta acaba siendo el resultado de una simple sección horizontal. Sin embargo la planta siempre será otra cosa antes que una simple sección paralela al suelo: la planta es una forma de mirar.
Aparentemente el mirar desde arriba es un mirar desde la superioridad, pero en realidad no en una mirada que mantenga una relación jerárquica o de poder sobre lo contemplado, sino de puro orden. Mirando desde arriba se puede anticipar, efectivamente, la buena consecución de los humildes actos de la arquitectura diaria.

15 de febrero de 2016

SALIR


Tan importante como entrar bien en la arquitectura está el buen salir. Cuando se sale por la puerta de un edificio, es la arquitectura misma quien se despide de nosotros.
Las puertas se despiden por su reverso con una cortesía que desborda en muchas ocasiones la que tenemos los hombres entre nosotros mismos. Enfrentados al contraluz del exterior, dejamos nuestra sombra de espaldas, como si esa parte intangible fuese la última en salir del edificio, un poco desfasada de nuestro cuerpo que ya avanza hacia el exterior. Por eso las puertas son siempre diferentes en su envés, porque en el interior de la arquitectura dejamos algo nuestro, (igual que algo recibimos de ella), en un intercambio recíproco e inconcluso que nos transforma siquiera levemente a ambos.
Verdaderamente, entre el acto de entrar y el de salir atravesando la arquitectura, ya no somos los mismos. Lo allí vivido nos ocupa y es en la suma de esas mínimas cesiones mutuas donde se fabrica cada habitante y donde la arquitectura se vuelve intemporal. Es en el acto de salir cuando se completan esos ciclos infinitesimales. No hace falta entonces ya ver los primorosos detalles de la puerta que nos recibió. Al salir no cabe ya entretenerse más de la cuenta sino tan solo salir a buen ritmo. Presto.
Las puertas son las encargadas de cerrarse tras nuestro último paso. Fuera existe un “dromos” invisible hasta la próxima edificación. (Porque todas las obras de arquitectura están conectadas por un invisible y maravilloso cordón umbilical de entradas y salidas). La arquitectura mira entonces de espaldas y en silencio. El habitante mira al frente. Todo sigue igual pero no todo es igual.
En el futuro alguien debiera verificar la ley de la entrada y salida de las puertas - tan diferente de la ley de las puertas giratorias y de la ley de las alternativas puertas abiertas - y que sostendría que el número de veces que se entra y se sale por ellas en la vida es siempre impar. Como aquella ley útil para encontrar la salida de los laberintos. Igualmente debería enunciarse una ley del buen salir.
Mientras, benditas puertas que como navajas multiusos separan el dentro y el afuera y simbolizan un antes y un después en casi todo. En el envés de cada puerta está el pasado, de frente se extienden nuevas puertas por venir.

8 de febrero de 2016

OCUPAR EL LUGAR


Una de las pocas certezas que tiene hoy la arquitectura sobre el contexto es esta: si una obra no se ocupa del lugar, ya se encarga el lugar de ocuparse de la obra. 
Curiosamente, de tanto hablar del espacio donde se asienta la arquitectura parece que se trata de un tema gastado. Sin embargo cada generación tiene que reformular la pregunta y posicionarse respecto a su incesante problemática, sea entendiendo el lugar como algo despreciable, algo sobre lo que es imposible evitar que acabe como un espacio genérico, o por el contrario entender este tema como algo excelso, de lo que pueden extraerse muchas de las energías de la futura obra. 
La arquitectura con respecto al lugar es como una de esas piedras encontradas en la playa, que fruto de la erosión y de fuerzas olvidadas apenas dicen nada a nadie, pero que todos en algún momento coleccionamos. Esos cantos gastados atraen nuestra atención por motivos diversos y se guardan con el mismo amor coleccionista que se tiene con las estampas de los viejos familiares y de los recuerdos del verano. 
Tal vez nos atraen por su belleza o como objetos de “reacción poética”, (como hacía Le Corbusier con las que recogía el mismo y que tenían ante su mirada a la hora de pintar y proyectar). Tal vez se ve en esas piedras cierta utilidad como pisapapeles o incluso como instrumental de precisión para ablandar correosos filetes... O, tal vez, como Bruno Munari, esas piedras sean lugares ocultos, latentes, donde con un solo gesto, dibujado levemente con tinta negra, se es capaz de convertir un canto en otra cosa. Entonces una piedra se vuelve un paisaje completo, remoto, que abre una ventana a lugares inesperados y que estalla gracias a la mágica combinación de ingenio, tinta y los accidentes y rugosidades específicas de cada simple piedra. 
El lugar es eso que está antes que la arquitectura. Pero no es una mera preexistencia ni un soporte mudo, puesto que con la arquitectura es el lugar mismo el que se hace presente. La arquitectura, cuando interacciona con el lugar, igual que con esas piedras, de alguna manera lo inventa, lo recrea, lo rescata. Con la sorda exclamación de un pequeño “eureka”, la arquitectura nos descubre en el lugar otra cosa que no habíamos visto antes.

1 de febrero de 2016

EL ANDAMIAJE DEL PROYECTAR



El proyecto de arquitectura, a la hora de su formación, va dejando por el camino decisiones que se desprecian, unas que se transforman, algunas pocas que se fijan y a cada paso salen reforzadas y triunfantes, pero hay otras, de un extraño tipo, que se mantienen en un estado latente, perpetuamente aplazadas.
Sobre esas decisiones, situadas en el limbo de lo provisional recae la misma responsabilidad que sobre los ripios de un muro. Son decisiones que van como a trasmano de la forma. Si el proyecto se encuentra en un estadio intangible, entre lo gaseoso y lo líquido, esas decisiones aplazadas siempre permanecen en el estado más volátil. Son decisiones que toman cuerpo pero de una manera pospuesta respecto a la forma general y que se perpetúan en el hacerse del proyecto por una cuestión de tiempos, por una cuestión de toma de decisiones por venir. El factor de lo provisional, a veces, es parte de problemas que se posponen a la espera de que algún factor pueda darles solución más adelante. Se tienen presentes pero se mantienen en stand-by…”Quizás aparezca una solución mejor que esta mala solución que tiene por ahora”, se dice el arquitecto para sí mismo; medio engañando, medio confiado, porque sabe que aparecerán resquicios para acabar de un plumazo con esa malformación.
En otras ocasiones esos problemas se posponen hasta bien entrada la obra. Porque en el diálogo que supone la realidad de lo ejecutado, tal vez con el oficio concreto que lo llevará adelante, pueda alcanzarse un resultado más eficaz o útil. Limitar el número de estos momentos de lo provisional es limitar el riesgo de que todo colapse por el explosivo de la gratuidad.
Sin embargo hay que decir que no puede verse en esta extrañeza a la hora de tomar decisiones en arquitectura nada negativo, (al menos hasta que no terminan en un fracaso construido) porque permiten el progreso del resto de la forma. Constituye algo semejante a un andamiaje interno, como los rodillos puestos bajo una masa de piedra para que avance reduciendo el rozamiento y el esfuerzo. Un andamiaje que tiende a retirarse porque se entiende necesario para llevar la forma adelante pero no para sostener la forma final. Son los medios auxiliares del proyectar, que tarde o temprano desaparecen de la vista.
Porque en arquitectura las decisiones provisionales dejan siempre, en algún momento, de serlo.