30 de junio de 2014

JUGÁRSELA


Antes, a veces, los arquitectos se la jugaban.
Encontrarse con semejante desprecio por la vida a Fernando Higueras allá cuando era una promesa de talento recién cumplido, es quizás un signo de lo que para la arquitectura es el riesgo.
Puede comprenderse una imagen equivalente en aquella otra de Charles y Ray Eames, como dos pájaros felices, posados sobre una viga en la Eames House en obras. Tal vez sospechaban con ese juego de equilibrio que nunca más volverían a construir otra cosa. También pueden recordarse también las imágenes en obra de los rascacielos de Chicago o Nueva York, donde inconscientes obreros se arriesgaban a falta de otra alternativa que la del roblonado como modo de supervivencia, sin embargo si en éstas últimas flota el hambre, en la de Higueras o de los Eames, lo hace la alegría del funambulista de circo.
En ese trampolín provisional en el que posaba Fernando Higueras cuando construía la casa del artista Lucio Muñoz, manos en los bolsillos, y sin llegar a asomarte al precipicio, está en juego otra cosa. Es el retrato de quien posa ante algo conquistado: entre la bravuconada, la inocencia y el ansia de posteridad, pero por encima de todo en esa imagen el riesgo y el símbolo están concentrados en otro lugar: en esas dos vigas en paralelo de la obra que todo sostienen.
El riesgo de la arquitectura no es otra cosa que buscar lo adecuado más allá de las propias capacidades. El riesgo para un arquitecto está en trabajar ligeramente fuera de su zona de confort antes que en la de los demás. "El riesgo aspira al deseo impersonal y al anonimato, mediante la fusión de subjetividad y objetividad. En última instancia, distanciándose progresivamente del Yo", dice Siza. Es ese el equilibrio a guardar y no otro. 
Como los toreros, al salir exitosos de cada lance, se debiera escuchar con alivio y entre murmullos también del arquitecto: “verdaderamente, se la ha jugado”. 

23 de junio de 2014

EL PAISAJE NO SE TOCA


El paisaje comienza a doscientos metros de nuestros ojos. En realidad el paisaje es ese defecto ocular que aplana la distancia y destruye el relieve de las cosas. A partir de ese momento la sensación de profundidad empieza a perder sentido y todo se convierte en bidimensional.(1) 
Porque dadas las limitaciones de la óptica humana, el paisaje es una cuestión, antes que nada, de distancia. De hecho, tanto es así que se trata del único elemento plano y no artificial de que dispone el ser humano desde su cuna como especie. Ese y la inconstante superficie del agua.
José María Sostres dejó dicho que el plano horizontal del suelo proveyó del pensamiento al hombre. El poder evitar ir andando con la vista atenta a sus tropiezos, al poder levantar la vista del suelo, pudo caminar y reflexionar a la vez y dar comienzo al pensamiento abstracto. Sin embargo gracias al paisaje sabemos que aquella lección era una falacia docente, por más que fuera hermosa. Y lo era porque todo plano horizontal es un plano anti-natura, y como tal debió ser replanteado y construido. Consecuentemente y en verdad, fue su hacedor el primer ser humano pensante, ya que nivelar un plano es exigente desde el punto de vista intelectual.
Sin embargo y por contra, de esa geometría de lo plano que es el paisaje si tuvo conocimiento el hombre aun antes de serlo. Ese plano de cuadro que aplasta, desde el aire acumulado hasta la retina, al mismo horizonte, permitió al hombre pensar en abstracto, libre de la prisión que es el tacto y la manipulación de los objetos cercanos. He ahí, verdaderamente, el comienzo de la historia del homo como sapiens.
“El paisaje no construye la casa Malaparte, sino la casa el paisaje”.
Eso si, para la aparición del paisaje el hombre tuvo que poderse configurar una geometría determinada: un aparato que aun hoy llamamos arquitectura. (Arquitectura que alguien a su vez pensaría para su construcción, deshaciendo de nuevo toda historia que vincula filosofía, antropología y arquitectura).  

(1) A 50 metros distinguimos diferencias de profundidad de 1 o 2 metros como máximo. A 500 metros no se pueden percibir distancias menores de 100 metros. Como puede comprenderse el paisaje así entendido dista mucho de ese exterior cercano y siempre verde que es el "landscape" anglosajón. Sobre la distancia a que comienza el paisaje y su discusión Dolores Palacios ha hecho interesantes descubrimientos. 

16 de junio de 2014

COPIAR HASTA EL EXTREMO


Copiar es un derecho. Un derecho aun de mayor antigüedad y peso que el copyright fundamentalista y mojigato de Occidente para preservar de modo encubierto un sentido de la autoría y su grandiosidad.
En este sentido, los seres vivos son una copia prácticamente indistinguible de su ADN precedente. El aprendizaje de los pintores desde tiempos inmemoriales proviene de la copia de directa de los modelos anteriores. Existe entre las estrellas, los planetas y las propias galaxias menos variedad que variedad de magdalenas en un supermercado medio europeo. El mundo de lo digital es el mundo donde la copia está instaurada en su propia razón de ser. Cortar y pegar, copiar archivos, duplicar y descargar son acciones que atacan de lleno y sin remedio el lacerante tema de los derechos intelectuales y de la patente. La copia en el arte goza de prestigio no solamente desde Duchamp y su urinario, o el Pop art, sino desde Laxcaux, donde ciervos y caballos se repiten sin fin. Incluso la propia cueva de Laxcaux se duplicará para su preservación, como ya sucedió en Altamira. La copia siempre ha sido garantía de preservación.
En otras palabras, nada queda ya que sea original. La clonación de la clonación es la realidad. La propia palabra original ha perdido sentido. Demasiado lejos de los orígenes, demasiado gastada la noción de autenticidad, ya solo la copia es posible. Salvo por un único problema, tal vez menor: el de su imposibilidad real. En el extremo, siempre los matices hacen la copia irrealizable.
Una infinitesimal e insignificante cadena de ADN diferencia en realidad unos seres vivos de otros hasta hacer parecer especies diferentes un padre de su progenie. El intento de copia, de falsificación y de plagio son vanos porque la materia, el tiempo y la vida se adhiere de modo distinto a cada objeto.
Copiar la Gioconda es imposible, porque la copia no estará nunca en el cuarto de baño de Napoleón. Porque la copia nunca será robada por Vincenzo Perugia del Louvre. Y acaso y también, aunque menos importante, porque incluso no existe ya aquel Da Vinci. Copiar el Pierre Menard que copiaba el Quijote, que copiaba Borges ha hecho de cada una, obras diferentes.
Copiar un templo griego, y tras el, otro, con diferencias aparentemente insustanciales hace que la cadena acabe variando levemente. Y que en esa variación se reconozcan diferentes generaciones y su tiempo. Copiar Grecia es lo que hacen Schinkel o Von Klenze. Sin esas copias no existiría Mies van der Rohe y las variaciones que el hizo de su propia obra…
La copia instaura una cadena de defectos, de errores, que hace que nada de las Vegas, o de China cuando se trata allí de fusilar en cartón piedra Roma, New York, París o un pueblo Suizo sea posible asemejarlo a lo precedente. Copiar, pues, Ronchamp, es tan imposible como imposible era copiar el Quijote o la Gioconda.
La copia puede ser un chiste, sin embargo será siempre diferente, (que no necesariamente valiosa).

9 de junio de 2014

TRASERO DE GAUDÍ


Gaudí es un enigma. Es un arquitecto  innacesible desde la razón y desde las mismas entrañas de lo romántico. Prueba de ello es la pasión que suscita entre el turismo oriental que ve en su obra y en el florecer de los cerezos en Extremadura dos ocasiones para justificar la sola existencia de todo un país.
Gaudí es un enigma por mucho que se haya empeñado la historiografía, los balbuceos académicos y gran parte de los concienzudos libros sobre su obra, porque nada logra traspasar el grueso recubrimiento que supone el derroche de su forma imaginativa.
Tal vez así esté bien. 
Tal vez incluso la supervivencia de mucha arquitectura se vincule a ese gazpacho que funde una especial incomprensión y cierta dosis de grandeza… El caso es que la obra de Gaudí obliga a cada generación a buscar una clave que permita posponer su interpretación hasta la llegada de la siguiente. Sin fin y sin descanso. Los estudios de Joan Bassegoda, de Ráfols y Folgera, de Carlos Flores o de George R. Collins más que aclararlo aplazaron nueva y sucesivamente el enigma… 
Gaudí es un enigma porque su obra es sabia e ingenua, porque es oriental, porque es posmoderna, “manierista y primitiva”. “Hay edificios que son verdaderos palacios encantados arrancados de un libro de cuentos, con rubias princesas, industriosos gnomos, feroces trasgos y un príncipe azul”, dice Chueca Goitia. En Gaudí convive la disneylandización y la sabiduría de lo que significa retorcer hasta el extremo una piedra que lo redime de la completa frivolidad. Gaudí nos deja pasmados ante lo inexplicable y obliga a preguntar si esa incomprensión es culpa nuestra o suya. Gaudí es un enigma porque es un espejo. 
Aplacemos pues nuevamente, como corresponde al deber del tiempo, la explicación de Gaudí. Empecemos a palpar sus formas a ciegas. Intentemos ver como bajo el trencadis aún se perpetúan parejas, sufren de celos jovencitas y desayunan familias empobrecidas. Corresponde hoy leer a Gaudí desde otros lugares, sin tocar su forma, desde sus elementos traseros y olvidados, donde persianas a medio subir, niños en balcones punzantes y una infinita variedad de ropa tendida dan fe de una obra que siempre tuvo la vocación de ser habitada. Corresponde leer a Gaudí superando la tentación de hablar de sus curvas imposibles, sus techos desvencijados, sus brillantes colores o su secreta lógica estructural. Corresponde hacerlo así porque tras ellos o en sus entrañas, habita antes que aquella “floreciente burguesía catalana”, simples perros, personas y geranios. Corresponde hablar de Gaudí no desde las tripas, sino desde el final de sus tripas.
Lo trasero en Gaudí nos espera para deleitarnos en fachadas donde aun se pueden leer salones y dormitorios, pisos en alquiler, siestas y desahucios. Donde hay pura vida.
Porque lo profundamente escatológico de Gaudí es esa vida. En eso si que era un maestro.

2 de junio de 2014

LOS PORMENORES DE LA ARQUITECTURA


La arquitectura es la mayor parte del tiempo cosa de pormenores. La vida y el habitar entran en lo minucioso y provocan que la arquitectura no sea otra cosa que un buen recipiente de una sustancia concreta, valiosa y líquida. Como el musgo hace con el agua.
Ese especial recipiente de pormenores es que Herman Hertzberger pensó, por ejemplo, en su comunidad de ancianos "De Over-Loop" en Almere Haven, y allí en su estructura, en el umbral de acceso a cada habitación y en los poyetes cercanos a las puertas como asientos de un zaguán. La vida fue más allá y dio pie a colocar allí jarrones y a sacar a ese espacio butacas retapizadas, pinturas y floreros, como sucedería en una terraza ante un jardín imaginado. Los habitantes, mágicamente, asimilaron ese lugar a un porche ante una calle y convirtieron los inestables límites de lo privado.
Allí se percibe la incesante interpretación en que consiste toda obra de arquitectura. El arquitecto interpretó por ver primera la materia y la forma del proyecto desde su nacimiento. En la obra se interpretaron los pasos y los procesos necesarios para que ésta tomara cuerpo. El habitante interpreta sin fin la obra habitando sus pormenores por medio de nimios actos cotidianos.
Así pues habitar es interpretar. Esto es posible gracias a la posibilidad siempre abierta de “entrar en pormenores”. (Y no es intrascendente que por los “por-menores” se entre a la arquitectura).
“La vida siempre lleva razón, es el arquitecto quien se equivoca”, dijo Le Corbusier. La anciana camina por el pasillo como si fuera una calle concurrida. Y cabe verla sentarse “a la fresca” de ese espacio, a ver pasar a los vecinos y a charlar del tiempo o de cosas, tal vez, trascendentes.