22 de junio de 2025

ARQUITECTURA SIN PERMISO

Álvaro Siza, Museo de Arte Moderno, Santiago de Compostela, Imagen Santiago de Molina
Ni el musgo ni el liquen se proyectan. No aparecen en los renders ni en los planos. Llegan después, sin permiso, cuando la obra se ha dado por terminada. Se instalan en la cara norte, en las zonas menos vistosas, como si buscaran deliberadamente el anonimato. Se conforman con la humedad residual, con la porosidad del hormigón o con la distracción de una junta mal sellada.
Sin raíces, apenas se agarran a la superficie con diminutos tentáculos. Pero su abrazo con el hormigón y la piedra no es, ni mucho menos, del orden de lo parasitario. Son un modo de habitar mínimo, para el que basta algo de humedad, sombra y una superficie favorable donde quedarse a vivir.
A diferencia de otros habitantes infieles, ni el musgo ni los líquenes se van, sino que encuentran su sitio y se asientan de forma imperecedera. Son una forma humilde y persistente de colonización, presidida por la parsimonia, que no responde a la lógica de los usos ni a los programas funcionales, y que, sin embargo, indica que el tiempo ha pasado sobre la obra. Un tiempo al que cada edificación está llamada a responder, y no el de las prisas de los constructores.
Cuando el musgo crece, corrige la arquitectura y sus durezas. Un imprevisto terciopelo verde suaviza y calma las aristas afiladas como una venda lo hace con una herida. Si lo hace el liquen, sus colores impredecibles, del gris al naranja o el negro, rectifican la paleta de colores como un buen pintor. Ambos operan como una forma de crítica viviente: sin levantar la voz, sin alteraciones dramáticas, pero con una cruda eficacia, hablan de la debilidad de un edificio y de sus virtudes por medio de una enigmática gramática de constancia y silencio.
Ni el musgo ni los líquenes son propiamente manchas, por mucho que molesten a la pureza juvenil de lo recién acabado. En la arquitectura moderna esos nuevos colores actúan como una enmienda. Son habitantes que en su lenta ocupación amplifican las decisiones más dudosas, y aunque se intenten hacer desaparecer con capas y más capas de pintura, silicatos y fungicidas, su persistencia es tan grande como la de la propia arquitectura que los acoge. Quizás por eso incomodaron siempre a la limpieza blanca de la modernidad: porque recuerdan que el destino de la arquitectura es desaparecer, en el mejor de los casos como los buenos actores de escena, con dignidad y en silencio. Ni líquenes ni musgos discuten ese destino. No son, por tanto, enemigos, sino una forma alternativa de ser habitante. Inquilinos de hermosos y viejos nombres —Lecanora, Aspicilia, Rhizocarpon o Xanthoria— que no pagan alquiler, ciertamente, pero que resultan imposibles de evitar, como igualmente resulta imposible evitar el sol, la niebla o el clima que los invita a establecerse. Estas manchas preciosas no se enseñan en la escuela. Se aprenden. Álvaro Siza es un maestro de hacer casas para estos seres. 
 
Moss and lichen are never part of the project. They don’t appear in renderings or on plans. They arrive later, uninvited, once the work is considered finished. They settle on the northern face, in the less visible corners, as if deliberately seeking anonymity. They’re content with leftover moisture, with the porosity of concrete, or with a poorly sealed joint.
Rootless, they cling to the surface with tiny tentacles. But their embrace of concrete and stone is by no means parasitic. It is a minimal way of inhabiting, one that asks for nothing more than a bit of damp, some shade, and a hospitable surface to settle on.
Unlike other fickle dwellers, moss and lichen don’t leave. They find their place and stay, quietly and permanently. They are a humble and persistent form of colonisation, guided by slowness, indifferent to usage or function, yet unmistakably signalling that time has passed over the building. A time to which every construction is ultimately bound to respond—not the rushed timelines of builders.
When moss grows, it softens architecture and its harshness. An unexpected green velvet calms and soothes sharp edges like a bandage on a wound. If it’s lichen, its unpredictable colours—from grey to orange or black—revise the colour palette like a good painter would. Both act as a form of living critique: without raising their voices, without dramatic gestures, but with stark effectiveness, they speak of a building’s weaknesses and virtues through an enigmatic grammar of persistence and silence.
Moss and lichen are not stains—not really—no matter how much they offend the pristine youth of a newly finished surface. In modern architecture, these new colours behave like a correction. They are inhabitants who, in their slow occupation, amplify the building’s most doubtful decisions. And though one might try to erase them with layers upon layers of paint, silicates, and fungicides, their persistence is as enduring as the architecture itself. Perhaps that is why they always unsettled the clean white of modernity: because they remind us that the fate of architecture is to vanish—at best, like good actors—quietly and with dignity. Moss and lichen don’t resist this fate. They are not enemies, but an alternative way of being a dweller. Tenants with beautiful, ancient names—Lecanora, Aspicilia, Rhizocarpon or Xanthoria—who pay no rent, it’s true, but who are as impossible to avoid as the sun, the fog, or the climate that welcomes them. These precious marks are not taught in school. They are learned. Álvaro Siza is a master at building homes for such beings.
  

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