4 de mayo de 2025

MALDITA L

Johann David Steingruber, “Architectonisches Alphabet”, 1773
En arquitectura hay formas que están gafadas. En un mundo de geometrías posibles, donde el cuadrado y sus derivadas han terminado por ser las predilectas de los arquitectos (porque ya se sabe que los círculos son difíciles de partir y los triángulos resultan de una rigidez aplastante), las demás ofrecen escollos para los que hace falta oficio. Y no me refiero a los pentágonos, precisamente, sino a formas mucho más cotidianas y cargadas de matices.
La L es una de ellas. Con habilidad, funciona para edificios completos, pero a duras penas para sus componentes. Con raras excepciones, una escalera con forma de L es un claro signo de impericia del proyectista o de falta de espacio. Otro tanto cabe decir de un sillón o un mueble de cocina. Pero con todo, y llevado al extremo, la peor de las maldiciones respecto a las eles es la de tener un salón con esta forma. Porque, además de un incordio, es un inequívoco signo social de clase: igual que si tu sofá está pegado a la pared eres pobre, si tienes un salón en forma de L sucede lo mismo. (O, por el contrario, eres muy rico). Esta geometría infernal delata, en un caso, una carencia de espacio y una pésima distribución; en el otro, su exceso y la inevitable fragmentación.
El mundo de las relaciones que se producen en el gran salón en L obliga a que no sea un salón, en puridad, sino más bien un ser con dos alas, donde una está ocupada por un comedor y la otra acaba convertida en un espacio de reuniones familiares, en la que, en el mejor de los casos, una gran chimenea acaba interpuesta entre ambos. Son las alas de ese ser demoníaco las que implican la aparición de dos lugares diferentes que, por sistema, se niegan y no pueden ocuparse a la vez. Si Palladio o Letarouilly no se permitieron en sus grandes salones semejante despropósito, fue por algo.
El mundo de las formas no es inocente. La sociología, la antropología, la economía y la historia se asoman por sus puertas y se cuelan entre sus rincones, convocadas por el modo ancestral en que los seres humanos se juntan y se relacionan. Los mejores escenarios donde esto se produce, desde luego, no tienen forma de L.
  
In architecture, some shapes seem to be cursed. In a world full of possible geometries—where the square and its derivatives have become architects’ favorites (because, as we all know, circles are hard to divide and triangles unbearably rigid)—the rest pose challenges that require real skill. And I’m not talking about pentagons, but about much more ordinary, nuanced shapes.
The L is one of them. When used with finesse, it can work for entire buildings, but hardly ever for their parts. With rare exceptions, an L-shaped staircase is a clear sign of poor design or lack of space. The same goes for an L-shaped armchair or kitchen cabinet. But the worst curse of all, taken to the extreme, is having a living room shaped like an L. Because beyond being a nuisance, it’s an unmistakable social marker: just as if your sofa is up against the wall, you're poor, the same holds true if your living room is L-shaped. (Or, conversely, you're very rich). This infernal geometry reveals, in one case, a lack of space and a disastrous layout; in the other, an excess of it and inevitable fragmentation.
The kinds of relationships that unfold in a large L-shaped living room prevent it from being a true living room. It becomes, instead, a creature with two wings—one housing the dining area and the other turning into a space for family gatherings, ideally separated by a large fireplace. These wings of the demon spawn generate two distinct zones that, as a rule, deny each other and cannot be used at the same time. If Palladio or Letarouilly never allowed such nonsense in their grand halls, there must have been a reason.
The world of forms is not innocent. Sociology, anthropology, economics, and history peek through its doors and seep into its corners, drawn in by the age-old ways in which humans gather and interact. And the best settings for such encounters, needless to say, are never L-shaped.
 

27 de abril de 2025

HIPERMETROPÍA

Con el paso de los años, la llegada de la hipermetropía ofrece una oportunidad para pensar en esa forma de ver borrosa e incapaz de enfocar de cerca tan propia de los viejos y, por qué no decirlo, de la arquitectura. Ver mal de cerca, de hecho, debiera servir para elaborar una teoría alternativa sobre el significado del detalle en arquitectura.
Para el arquitecto la hipermetropía solo es un problema en su vida diaria de enhebrar agujas y leer sesudos tratados de construcción, pero no afecta a su disciplina, que por esencia no funciona en ese orden de magnitud de lo extremadamente cercano. En una edificación las cosas no llegan a rozarse con la punta de la nariz de los milímetros.
El detalle de la arquitectura, frente al del miniaturista, el neurocirujano y el relojero, funciona a una distancia que roza tanto la bastedad como la vastedad. Hace falta ser muy fino para que el detalle de una obra sea algo depurado y elegante, efectivamente, pero el grosor del grano de esos encuentros no entrará nunca en conflicto con cualquier posible hipermetropía porque se encuentra en un territorio donde el cuerpo se separa de la obra lo suficiente como para no resultar traumático. Este hecho hace que, frente a otras disciplinas, la arquitectura resulte un juego mucho más amplio (en términos de distancia, que no de profundidad vital) que el de la miopía que ofrece el beso del ser amado o sus olores y caricias. La arquitectura apela a la totalidad de la experiencia corporal pero se revuelve frente al puro ver de tan cerca.
Si el hipermétrope no puede dibujar sin gafas, al menos sí puede construir y disfrutar de la arquitectura en su plenitud. Tanto es así que la mirada hipermétrope puede llegar a ser una excelente metáfora del modo de ver de esta disciplina. Porque en arquitectura no se trata de ver más cosas de cerca, sino de verlas a esa precisa distancia del cuerpo que comienza en el metro de distancia de los ojos, a la que llega un brazo. Exagerando algo las virtudes de esta disfunción, finalmente, la hipermetropía nos evita la tentación de concentrar la atención en los detalles como objetos de adoración o de habilidad, a cambio de ofrecer una mirada más atenta al conjunto, y capaz de jugar con la sorpresa de una contemplación propia. Tras ese detenerse en esquinas, encuentros y relatos aparte del discurso general de la obra, el detalle de arquitectura logrado debiera permitir, consecuentemente, ver de cerca sin la necesidad de ver bien de cerca. Ahora que lo pienso, como hacen las gafas progresivas.
As the years go by, the arrival of farsightedness offers a chance to reflect on that blurry way of seeing, that inability to focus up close—so typical of the elderly and, why not say it, of architecture itself. Poor near vision, in fact, might serve as the foundation for an alternative theory on the meaning of detail in architecture.
For the architect, farsightedness is only a nuisance in daily life—threading needles and reading dense construction manuals—but it doesn’t really affect the discipline itself, which by its very nature doesn’t operate at the scale of the extremely close. In a building, things never quite brush up against the nose-tip realm of the millimetric.
Architectural detail, unlike that of the miniaturist, the neurosurgeon, or the watchmaker, operates at a distance that borders on both the brash and the broad. It certainly takes refinement for the detail of a work to feel polished and elegant, but the thickness of the grain in those junctions will never conflict with any degree of farsightedness. It belongs to a realm where the body stands far enough from the work to avoid trauma. This makes architecture, compared to other disciplines, a much broader game (in terms of distance, though not necessarily of existential depth) than the nearsighted intimacy of a lover’s kiss, their scent or touch. Architecture appeals to the entirety of the body’s experience, yet recoils from the act of seeing up close for its own sake.
If the farsighted architect can’t draw without glasses, they can still build and enjoy architecture in its fullness. So much so that the farsighted gaze may well be an excellent metaphor for how this discipline sees. Because architecture is not about seeing more things up close, but about seeing them from that precise bodily distance—beginning at one meter from the eye, where the arm can reach. If we stretch the virtues of this visual dysfunction just a little, farsightedness ultimately spares us the temptation to obsess over details as fetishes of skill or devotion, in exchange for a gaze more attuned to the whole, capable of entertaining the surprise of its own contemplation. After all that pausing at corners, junctions, and stories aside from the main discourse of a building, the successful architectural detail should, in the end, allow us to see up close without needing to see well up close. Come to think of it, just like progressive lenses do.  

20 de abril de 2025

EN TORNO AL NEO-CASTICISMO

toldos verdes
Lo castizo está de vuelta. Pero no como parodia ni como folclore de exportación. Lo castizo ha vuelto como refugio, como identidad y como gesto autoconsciente. Uno que aparece en los discos de C. Tangana, en las uñas de Rosalía, en la estética "Lazarillo de Tormes", en el bareto y en los toldos verdes.
No se trata de una vuelta literal al pasado, sino de una sensibilidad nueva que revaloriza lo local, lo propio, lo reconocible. Una especie de hartazgo generalizado ante la estética global, las ciudades intercambiables y la arquitectura sin acento ha dado como resultado un clima cultural, en el que la juventud y con ella su entorno físico empieza a mirar hacia adentro. Hoy más que nunca el pueblo de la infancia se ha convertido en un tesoro. Y su recuerdo aún lo es más.
El neocasticismo no es una corriente organizada. Es más bien una atmósfera. Se cuela en las escuelas de arquitectura, donde los discursos de lo transescalar y lo cosmopolítico, privados del valor de lo genuino y del aquí, se ven desplazados por referencias a Fernández del Amo, a una arquitectura que redescubre las periferias de las ciudades y los pueblos de colonización. Vemos aparecer proyectos que citan lo popular desde una distancia irónica, como si algún primo lejano de Unamuno o de Chueca Goitia hubiese rescatado la arquitectura vernácula de Castilla y los trajes abullonados de cuello alto de un viejo baúl.
Y sin embargo, si en Invariantes castizos de la arquitectura española Chueca Goitia identificaba ciertas constantes históricas - la sobriedad, los patios, la fructífera relación entre el mundo interior y el exterior, el ladrillo y la sombra -, hoy lo que vemos no es exactamente eso. Es otra cosa. Es más bien una relectura emocional de lo castizo, donde lo importante no es la fidelidad al modelo, sino su evocación.
Quizá no sea nada más que una nueva forma de reapropiación. O algo más serio: una respuesta cultural al desarraigo, un hartazgo de la globalización y de encontrarse siempre las mismas series de Netflix o el mismo sabor en Starbucks allá donde se vaya. Un deseo de anclar la experiencia estética en un paisaje que, aunque sea algo manido y casposo, al menos suena familiar y auténtico. La arquitectura se convierte así en algo más que un gesto: uno que dice “esto es mío”, aunque se haya hecho con gotelé.
No es casual que esta sensibilidad venga de los jóvenes. No se trata de una vuelta al pasado por nostalgia, sino por necesidad. Frente a una modernidad líquida, la arquitectura adopta rasgos sólidos y reconocibles. Frente a la globalización sin alma, aparece el adorno local, los churros con chocolate, el amor a las tascas y la Feria de Abril. Frente al algoritmo, la copla.
Por supuesto, esto no nos libra de contradicciones. Porque inevitablemente lo castizo, en algún momento, se convertirá en un cliché, en una excusa estética, y puede que en una marca. Pero incluso en su forma más superficial, este fenómeno revela un cambio: un modo de entender la identidad no como pasado cerrado, sino como herencia viva. Y eso, en arquitectura, puede ser mucho más instructivo y poderoso que cualquier formalismo pasajero.
Este neocasticismo que asoma no viene a salvarnos. Pero tal vez nos recuerde de dónde venimos, justo cuando más lo estamos olvidando.

The castizo is back. But not as parody, nor as an export-ready bit of folklore. No. Castizo has returned as a refuge, as identity, as a self-aware gesture. One that shows up in C. Tangana’s tracks, in Rosalía’s acrylic nails, in a kind of Lazarillo de Tormes aesthetic, in the local dive bar and the faded green awnings.
This isn’t a literal return to the past, but a new kind of sensitivity that reclaims the local, the familiar, the recognizable. A widespread fatigue with global aesthetics, interchangeable cities and accent-less architecture has created a cultural climate in which the younger generation—and the spaces they inhabit—begin to look inward. More than ever, the village of childhood has become a treasure. And its memory, even more so.
Neocasticismo is not a movement. It’s more of an atmosphere. It seeps into architecture schools, where discourses around the trans-scalar and the cosmopolitan—stripped of any real sense of place or authenticity—are giving way to references to Fernández del Amo, to an architecture that rediscovers urban fringes and forgotten colonization villages. We’re beginning to see projects that quote the popular vernacular with a hint of irony, as if some distant cousin of Unamuno or Chueca Goitia had pulled out the puffy high-necked dresses of old Castile from a dusty trunk.
And yet, if in Invariantes castizos de la arquitectura española, Chueca Goitia identified certain historical constants—sobriety, patios, the fruitful relationship between interior and exterior, brickwork and shadow—what we see today isn’t quite the same. It’s something else. More like an emotional rereading of "lo castizo", where fidelity to the model matters less than its evocation.
Perhaps it’s just another form of cultural reappropriation. Or something more serious: a response to rootlessness, a weariness with globalization and its endless stream of Netflix series and Starbucks coffee that tastes the same no matter where you are. A desire to ground aesthetic experience in a landscape that, even if a little dated or cringeworthy, still feels familiar—and real. Architecture becomes more than a formal gesture: it becomes a way of saying “this is mine,” even if it comes with textured walls and exposed brick.
It’s no coincidence that this sensitivity comes from the young. It’s not a return to the past out of nostalgia, but out of need. Faced with a liquid modernity, architecture leans toward the solid and recognizable. Against soulless globalization, we get local ornament, churros with chocolate, a love of the corner pub, and a spring fair. Against the algorithm, the copla.
Of course, this doesn’t spare us contradictions. Inevitably, lo castizo will become a cliché, an aesthetic excuse—and perhaps even a brand. But even in its most superficial forms, this phenomenon signals a shift: a way of understanding identity not as a sealed past, but as living heritage. And that, in architecture, might be more powerful and instructive than any fleeting formalism.
This emerging neocasticismo isn’t here to save us. But maybe it can remind us where we come from—just when we’re most at risk of forgetting.


13 de abril de 2025

FRÍO SIN TREGUA

Crystal Beach in Fort Erie, Ontario, Canada, on December 28, 2022, via Getty Images
El frío es una cosa seria. Acampa en el salón o en la punta de la nariz sin pedir permiso, como un habitante fantasmagórico que puede graduar su agresión desde la incomodidad hasta un asesinato azul y callado.
Encendemos la calefacción, la chimenea o un hornillo y sentimos el comienzo de una lucha sorda que emite sus propias señales en forma de humo o vapor exhalado, en la que el frío tiene siempre las de ganar. A la humanidad esta perpetua confrontación le salió siempre cara, ya fuera en términos de dinero o de salud. Repetida cada invierno, comienza en la epidermis y pasa al vestido y a la arquitectura en una cadena que, a lo largo de la historia del hombre, nunca ha manifestado una frontera clara, salvo para los quisquillosos tratadistas de la moda y de la arquitectura, tendentes a marcar fronteras rectas y artificiales como las fabricadas por el colonialismo en el siglo XIX.
El frío se puede medir de muchos modos, y no me refiero solo a los grados Celsius o Fahrenheit. No es exclusivamente una cuestión de pura física, sino que atañe a la cultura y a la vista. En arquitectura existen coeficientes que se relacionan con ese intercambio de temperatura y que son muy queridos por el gremio que pronuncia su nombre —coeficiente de transmitancia— como el que habla de ciencia aeroespacial. Sin embargo, a duras penas ese coeficiente, expresado en vatios por metro cuadrado y grado, ofrece una forma satisfactoria para la arquitectura, sino más bien el miedo a que su superficie sea o no permeable a lo que pasa fuera.
La arquitectura popular, ella sola, dio siempre una buena respuesta al problema de la forma en relación a cómo se exponía al frío exterior. Con todo, hoy la batalla contra el frío (e igualmente puede decirse de la batalla contra el calor) se libra más allá del campo de la termodinámica, la física y la pura economía, ya que se sitúa en el centro de lo energético y de nuestro derecho, o no, moral y social, de gastar recursos para estar a gustito en nuestros salones mientras fuera los carámbanos enseñan sus dientes como lobos hambrientos.
La temperatura, esos pocos grados de más o de menos, marcan la ética de una sociedad tanto como la atención sanitaria o la educación. Nuestro comportamiento con el frío (o el calor, que, llegados a un punto, tanto da) resulta un excelente termómetro para medir las desigualdades y hasta el compromiso de una civilización con esa, en ocasiones destemplada, casa que es el mundo. 
Cold is a serious thing. It camps out in the living room or perches on the tip of your nose without asking permission, like a ghostly inhabitant that can dial up its aggression from mere discomfort to a blue and silent murder.
We light the heating, the fireplace, or a small burner and feel the start of a muffled struggle that sends out its own signals in the form of smoke or breath vapor, where cold always has the upper hand. Humanity has always paid dearly for this perpetual confrontation, whether in terms of money or health. Repeated each winter, it begins at the skin and moves on to clothing and architecture in a chain that, throughout human history, has never shown a clear boundary—except to the fussy scholars of fashion and architecture, who tend to draw straight, artificial lines like those carved out by colonialism in the 19th century.
Cold can be measured in many ways, and I don’t just mean in Celsius or Fahrenheit. It’s not merely a matter of pure physics but something that touches on culture and perception. In architecture, there are coefficients that deal with this exchange of temperature, cherished by the trade as they pronounce their names—transmittance coefficient—like someone speaking of aerospace science. Yet, that coefficient, expressed in watts per square meter and degree, hardly offers a satisfying solution for architecture. It’s more like a fear of whether the surface is permeable to whatever is happening outside.
Popular architecture, on its own, always gave a good answer to the problem of form in relation to how it exposed itself to the external cold. Yet today, the battle against cold (and the same could be said of the battle against heat) is fought beyond the realms of thermodynamics, physics, and sheer economics, as it sits at the heart of energy concerns and our moral and social right—or lack thereof—to spend resources just to be comfortable in our living rooms while outside, icicles bare their teeth like hungry wolves.
Temperature, those few extra or missing degrees, defines the ethics of a society as much as healthcare or education. Our attitude towards cold (or heat, which, at a certain point, makes no difference) is an excellent thermometer to measure inequalities and even the commitment of a civilization to that often drafty house we call the world.