Habitar es dejar huellas, dice Walter Benjamin. Las huellas de los habitantes en la arquitectura se muestran como restos de papeles pintados, sombras de muebles y marcas de la vida sobre medianeras. Por su parte, la arquitectura toca al habitante y deja rastro en él. Esas marcas son un acto de reciprocidad y circulan en doble dirección.
San Agustín habla del concepto de "pertenencia recíproca" entre la casa y el habitante. “La casa que en mi habita” dice el santo, contemplando la suya desde un huerto cercano.
Habitamos y somos habitados por la arquitectura. Pertenecemos a ella y tenemos sentido en cuanto que es receptáculo y presencia activa en nuestros actos. Nuestra vida da a la arquitectura, forma y sentido.
Sin embargo, esa pertenencia recíproca refleja una problemática: ¿A partir de que momento nos apropiamos de la arquitectura?, ¿Cuando colgamos el retrato de nuestros antepasados en sus paredes?, ¿Cuando se han ocupado todas las perchas de un armario?, ¿Cuando existe un conocimiento espía de las costumbres y ruidos vecinos? ¿Cuando se han pintado bellamente las paredes, acuchillado el suelo o colgado al gusto lámparas y cortinas?.
Y ¿Cuándo la arquitectura se apropia de nosotros?, ¿Cuando arroja la primera luz de otoño por sus ventanas?, ¿Cuando se ha abonado una letra bancaria?, ¿Cuándo subimos acaloradamente un mueble por sus escaleras?, ¿Cuando en ella hemos experimentado un amor exhausto, los temores de una espera o el tormento de un dolor?, ¿Cuando ha dejado que se acumularan los restos de nuestra historia en forma de billetes de transporte gastados, monedas de cobre y capuchones de bolígrafos secos por sus rincones inaccesibles?...