24 de agosto de 2025

DE VUELTA A LA REALIDAD

Bonet, Vera Barros y López, Casa de Estudios para Artistas, Buenos Aires, Argentina,1939. Imagen Albano García
En las dos primeras décadas del siglo XXI, la arquitectura occidental ha vivido una suerte de vacaciones colectivas de la realidad. Coincidiendo con el momento woke, se suspendieron las leyes de la necesidad y del valor y se comenzó a hacer de sus muros, suelos y fachadas gloriosos gestos redentores, vehículos de emancipación o ejercicios de reeducación social. Sin embargo, como todo asueto, este paréntesis tenía que concluir. La arquitectura, como la vida, regresa siempre al territorio donde se ponen a prueba sus capacidades y limitaciones, y donde históricamente ha ofrecido lo mejor de sí misma.
El objetivo de esta disciplina, si es que aún puede hablarse de alguno tras la epidemia del buenismo, coincide con aquel que perseguía Braque: “acercarse lo más posible a la realidad”. Asumir el intrínseco desequilibrio afectivo de las relaciones y reconocer que la arquitectura no está aquí para convertirse en un juguete emancipador, sino para sostener vínculos entre la construcción y el cuidado del mundo. Confundir su función con la militancia ideológica supuso exigirle lo que no podía dar. La arquitectura no redistribuye la riqueza, ni resuelve el racismo, ni borra las injusticias.
Con cada obra cancelada, con cada arquitecto sobre el que se ejerció esa nueva forma de "damnatio memoriae", no solo se borró la mala conciencia de un pasado discutible, sino también la posibilidad de matizar y desarrollar otras facetas de la complejidad y la libertad futura. Una vez desmantelada toda forma de memoria, hoy solo quedan silencio y vacío. Por supuesto, y a estas alturas, no se trata ya de pedir paciencia a los oprimidos, sino de no sacrificar el pasado en nombre de la pureza moral del presente. Sobre todo cuando los más beligerantes abanderados de esa lucha construyen con idéntico hormigón y ejercen, desde sus puestos privilegiados, la misma forma de opresión. La arquitectura crítica deberá asumir, pues, tanto su innegable dimensión social como su autonomía como práctica cultural y técnica si quiere mostrar su utilidad. Y deberá atender a lo que sostiene la experiencia de la vida, lo común, sin la necesidad de histéricos aspavientos latourianos.
Tras la estrategia de campo quemado del sectarismo transpolítico, incapaz de tratar calmadamente con el pasado y con la exigencia de producir obras de calidad, ¿dónde encontrar una agenda para la arquitectura fuera de la tecnopolítica? Escuchar la vida ordinaria, sin negar sus sombras ni su valor como memoria y patrimonio, puede devolver algo de autenticidad al quehacer arquitectónico.
La prueba de esta arquitectura estará en su eficacia y en su significado, más que en su elocuencia. Entonces, por fin, la arquitectura estará sola. Felizmente sola.
Por ello vale la pena volver a gestos y ejemplos que remitan directamente a la realidad: una arquitectura que haga prescindible al arquitecto autosatisfecho por liderar un activismo de relaciones afectivas de dudosa calidad. Bastará con que un habitante viva un poco mejor. Al contrario de lo que pueda pensarse, la arquitectura no abdica de su responsabilidad social al concentrarse precisamente en lo real, reivindicando, sin ir más lejos, el derecho a la vivienda, tanto tiempo silenciado. Pedir a la arquitectura que resolviese aquello que excede su campo equivalía a pedirle a un cirujano que legislara sobre gastronomía o sobre derecho internacional. Una arquitectura basada en lo real será entonces la metáfora de que “esto es todo lo que hay”. Nada más. Y nada menos.
El regreso de la arquitectura a este territorio es inevitable. Se trataba en el fondo solo de una cosa: mejorar la vida, no el discurso de la vida.
 
In the first two decades of the 21st century, Western architecture has experienced something like a collective vacation from reality. Coinciding with the woke moment, the laws of necessity and value were suspended in the narrow field of architecture, and walls, floors, and façades began to serve as glorious redemptive gestures, vehicles of emancipation, or exercises in social re-education. Yet, like all holidays, this interlude had to end. Architecture, like life, always returns to the territory where its capacities and limitations are tested, and where historically it has offered the best of itself.
The goal of this discipline—if one can still speak of one after the epidemic of moral self-righteousness—aligns with what Braque pursued: “to get as close as possible to reality.” To acknowledge the intrinsic emotional imbalance of human relations and recognize that architecture is not here to become an emancipatory toy, but to sustain links between construction and care for the world. Confusing its function with ideological activism demanded from it what it could never give. Architecture does not redistribute wealth, resolve racism, or erase injustices.
With every canceled project, with every architect subjected to this new form of "damnatio memoriae", not only was the guilty conscience of a questionable past erased, but also the possibility of nuance and the development of other facets of complexity and freedom. Once all forms of memory were dismantled, today only silence and emptiness remain. Of course, by now, it is no longer a matter of asking the oppressed for patience, but of not sacrificing the past in the name of the present’s moral purity. Especially when the most belligerent champions of that struggle build with the same concrete and exercise the same form of oppression from positions of power. Critical architecture must therefore assume both its undeniable social dimension and its autonomy as a cultural and technical practice if it wishes to show its usefulness. And it must attend to what sustains the experience of life—the common—if possible, without the need for hysterical Latourian theatrics.
After the scorched-earth strategy of trans-political sectarianism, incapable of calmly dealing with the past and with the demand to produce quality work, where can one find an agenda for architecture outside the nowhere land of technopolitics? Listening to ordinary life, without denying its shadows or its value as memory and heritage, can restore some authenticity to architectural practice.
The test of this architecture will lie in its effectiveness and meaning, more than in its eloquence. Then, finally, architecture will stand alone. Happily alone.
It is therefore worth returning to gestures and examples that refer directly to reality: an architecture that makes the self-satisfied architect—who leads activism of dubious emotional quality—entirely superfluous. It will suffice for a single inhabitant to live a little better. Contrary to what one might think, architecture does not abdicate its social responsibility by focusing precisely on the real, vindicating, for instance, the long-silenced right to housing. Asking architecture to resolve what lies beyond its scope is like asking a surgeon to legislate on gastronomy or international law. An architecture based on reality will then become a metaphor for “this is all there is.” Nothing more. Nothing less.
The return of architecture to this territory is inevitable. At its core, it has always been about just one thing: improving life, not the discourse about life.

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