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18 de febrero de 2019

LA MAGIA DE ORDENAR LA CASA


Guardamos todo tipo de cosas. Almacenamos desechos y porque les atribuimos un valor sentimental. Y esto no solo sucede con viejos pantalones o unos apuntes del bachillerato. No nos desprendemos de los restos ni de la cultura.
¿Qué quedó de la modernidad una vez que fue usada? ¿Basta con reciclar sus envases? ¿Dónde buscar un punto limpio donde depositar los deshechos de la vanguardia?  
Al recorrer cualquier ciudad podemos ver los objetos de la modernidad triunfante desperdigados por doquier. Sus mejores piezas han hecho de nuestro paisaje diario un lugar memorable. Pero hay un lugar donde sus piezas rotas y sus restos menos útiles quedan abandonados y donde los conservamos por motivos semejantes a los que nos impiden librarnos de una vieja tostadora. Ese cuarto trastero de la modernidad es la casa
En la casa guardamos todo tipo de baratijas superadas por la ciencia y el arte. En la casa recolectamos técnicas abandonadas hace tiempo por la industria. Entre sus paredes acumulamos azulejos, plásticos y papeles pintados no solamente pasados de moda, sino ajenos al mismo concepto de moda. Tanto es así que la llegada de un invento a la casa equivale a certificar de su falta de actualidad. La casa es, pues, el final de la cadena trófica del futuro. Su retaguardia.  
Por eso lo que queda de la modernidad no es la posmodernidad, sino un residuo solido que se deposita en la casa de un modo parecido a como lo hace el polvo. 
La casa es el gran cubo de basura de la cultura de una época. La casa, por ser el lugar de lo insignificante y de lo invisible diario, se ha convertido en un lugar donde los restos de la modernidad se popularizan. Esa modernidad de la cocina optimizada de principios del siglo XX, está en las casas contemporáneas trasformada y digerida en islas cocina, muebles colgados y el mundo de los electrodomésticos. Mantenemos en la casa un bidé o una bañera, y hasta un tendedero cuando la vida ya ni los usa. Y así, todo. 
Por eso si la casa es un almacén de cosas, y clamamos por profetas que nos ayuden a librarnos de memorables calzoncillos, viejas sudaderas y vestidos sin estrenar, tal vez debamos pedir más bien que nos libren de esos otros objetos que lastran la casa.
Nos despediremos de ellos agradecidos. Con una leve y japonesa inclinación.

4 de febrero de 2019

EL AMARGO REGUSTO DE LO PRIMITIVO

Entre estos dibujos sólo median cuatro mil años. A la vista de los hechos, la arquitectura doméstica no parece haber avanzado mucho en este periodo. O lo que es más vertiginoso: lo sucedido entre ese paréntesis no parece haber supuesto más que un rodeo despreciable.
Sin embargo entre la vieja planta trazada sobre terracota y la planta contemporánea – que puede considerarse genérica por la multitud de proyectos actuales que tocan el mismo tema-, se hace evidente un entendimiento de la habitación como núcleo estructurante de la casa. Bueno, de la habitación y de su primitivo modo de unión. 
Porque si la habitación parece no haber pasado de moda como centro del habitar, ¿por qué volver, sin embargo, a una disposición de cuartos encadenados, cuando el pasillo era una solución óptima desde todo punto de vista? Precisamente en el gusto por la planta de habitaciones sin pasillo parece intuirse algo más que un mero problema compositivo en la arquitectura contemporánea. De hecho puede que sea un síntoma, un viraje, en el significado del habitar. 
Efectivamente si estudiamos las diferencias entre ambos dibujos podemos ver hay varios matices diferenciales, y no sólo por la colocación de sus puertas y el uso del espacio central. Las más notables tratan sobre el tamaño de las salas y sus modos de relación. Con todo, es posible su lectura en paralelo, lo que remite a un regusto actual por lo anacrónico. Las proporciones, los pasos y las relaciones entre cuartos permiten entrever seres humanos habitando rincones y una jerarquía de las privacidades. O dicho de otro modo, en esta arquitectura de habitaciones podemos intuir un gusto primitivo por lo funcional antes de que lo funcional existiese. 
En la planta contemporánea de habitaciones encadenadas, cada una se enhebra con la siguiente, pero en esa célula elemental, curiosamente, no se aspira a la jerarquía. Cada estancia vale para todo dependiendo de su posición respecto a las demás. En el discurso de una arquitectura de cuartos, cada uno es intercambiable a pesar del dibujo de sus muebles y sus usos. No es que sean habitaciones sin función sino que son estancias cuya disposición aspira a ofrecer privacidades alternativas. Es decir, la casa de habitaciones manifiesta un esfuerzo dirigido a fabricar espacios de reguardo, quizás porque se intuye una forma de vida en la que el habitante está sobre expuesto, sin posibilidad alguna de protección. 
Este fenómeno resulta clave para el entendimiento de multitud de casas que vemos en este comienzo del siglo XXI. Aunque lo importante de este fenómeno es que delata un cambio de sensibilidad: construimos rincones que simbolicen el ansia de resguardo, a la vez que exhibimos nuestra privacidad, sin pudor. Tiempos esquizofrénicos que tienen la casa como campo de batalla.

24 de diciembre de 2018

HUERFANOS DE OIZA


Tras lo sucedido durante el año del centenario de Francisco Javier Sáenz de Oiza, colmado de sentidos homenajes, y soberbios libros y exposiciones, se hace evidente que no podemos aun hablar de Oiza. 
Despedimos su año, pero increíblemente esa persona nacida en Cáseda y aficionado a las seguetas, Mallorca y el juego de la contradicción, acaba recluida en la frase “yo conocí a Oiza”. Continuamos siendo testigos sentimentales de Oiza, y a la mínima ocasión de hablar de su obra, acabamos balbuceando nuestra orfandad, incapaces de emitir juicios ponderados sobre su lugar en la historia de la arquitectura. Tal vez siga siendo así hasta que no desaparezca hasta el último de sus fieles, sus rendidos amigos y sus haters. Porque en un país donde todos conocimos a Oiza, y donde llegó a hacernos sentir la modernidad como un codiciado artículo de importación, todos le debemos, en realidad, una forma de entender la arquitectura. Porque Oiza marcó el rasero con el que se medía toda la profesión. Él era el nivel, (aunque no la brújula).
Hasta que llegue el momento de hablar de Oiza de otro modo, como autor de esas dos obras maestras que son sus torres madrileñas, seguirá confiscado entre las fronteras de alguna aduana desconocida hasta saltar a la historia. (Porque nadie dude que a Oiza nos lo descubrirá algún americano dentro de treinta o cuarenta años, mientras los que queden de nosotros nos miramos atónitos).
¿Qué murió con él? ¿De qué maravillas o naderías se despidió el mundo con su ausencia? “Hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre. ¿Qué morirá conmigo cuando yo muera, qué forma patética o deleznable perderá el mundo?”, se preguntaba Borges. Ese misterio está presente cuando se piensa en Oiza. De su obra podrá hablarse de otro modo cuando desaparezca la costra de su dimensión mítica, o quizás cuando sucumban los últimos oídos que oyeron su voz. Por el momento lo único posible es ser sus testigos...

***

Recién acabada la carrera, y junto con varios amigos, alquilamos un piso para empezar a hacer pequeñas obras y concursos en la calle General Arrando de Madrid. A veces, por la ventana, intrigados, veíamos pasar a Oíza. Por entonces, no sabíamos que a pocos metros tenía su estudio. Nunca cruzamos palabra con él. Oiza, aun anciano, era una presencia imponente.
Fue en el invierno de 1998 cuando apareció la oportunidad del encuentro. Un amigo algo más veterano, a quien había echado una mano haciendo algún concurso, Jokin Lizasoain, amigo a su vez de sus hijos, me había recomendado. Recibí una llamada para concertar una entrevista con Oíza. Puede imaginarse la alegría y la velocidad con la que crucé la calle.
Aquel encuentro fue inevitablemente un monólogo de Oiza minusvalorando su trabajo. Finalmente, más debido a mi silencio que a mis méritos, empecé a trabajar en aquel sótano espacioso y de techos altos. Se trataba de un concurso al que la empresa Telefónica había invitado a participar a Oiza y a un grupo de estudios, variopintos, pero todos importantes. Recuerdo los meses siguientes plagados de las anécdotas memorables y de los íntimos aprendizajes que todo aquel que ha tenido ocasión de su encuentro ha disfrutado.
El periodo pasado junto a aquel anciano Oiza fue un regalo. Abandoné mi propio estudio para dedicarme a ese trabajo con ganas. Pasó el tiempo y el concurso con él. Acabé la tesis al otro lado de la calle. A ratos cruzaba de nuevo...
"Denomino maestro", dijo Platón,"a aquel que puede efectuar un cambio en alguno de nosotros". Oiza podía. Increíblemente creo que aun hoy no ha perdido esa rara capacidad.

10 de diciembre de 2018

HARTOS DE RECIBIR GOLPES


Todo sucede aproximadamente en medio segundo. Sus primeras milésimas están invadidas por la sensación de sorpresa, pero, de pronto, algo estalla. Solo sentimos un gancho, que llega directo a la mandíbula, y que alude a la torpeza de esos mili-segundos sin entender que hemos sido noqueados. Entonces caemos en la cuenta. Pero desde el suelo. Ya es demasiado tarde… 
Cuando nos golpea una imagen, y somos conscientes de que es imposible, aquí por su falta de peso pero puede deberse a cualquier otro motivo, aparece un levísimo sentimiento de culpabilidad. Curiosamente, y por un momento, no acusamos al autor, sino a nosotros mismos... Pero, todo ha sucedido tan rápido. De hecho, nuestro dedo pulgar ya ha pasado a la siguiente imagen
Si hasta hace menos de diez años las imágenes de arquitectura llegaban a nosotros con cierta lentitud y las acusábamos de superficialidad, hoy los algoritmos que nos proveen de ellas han acelerado el proceso de noqueo hasta volverlo sistemático e invisible. El caso es que en este tiempo se ha basculado de la imagen seductora a la ultrapopular, por medio de estos mecanismos de sorpresa ininterrumpida. 
No hay en esas imágenes ni un ápice de humor, ni un golpe de ingenio que el fotógrafo quiera compartir de un modo cómplice con el espectador. Pero no porque el fotógrafo no lo desee, sino porque ya no hay tiempo para el ingenio, ni los matices. No importa siquiera que sean o no reales. El algoritmo funciona bajo la premisa de secuestrar la atención un instante más. Ya ni siquiera es un problema de superficialidad de lectura sino de otro orden. 
Sin embargo y si cada imagen ha perdido la capacidad de ser leída de modo individual, si es posible hacerlo con el conjunto, aunque desde fuera. Interponer un filtro entre ellas y nuestro dolorido cerebro resulta útil. Seguiremos viendo imágenes aceleradas y hasta produciéndolas a pesar de que en este tipo de ciclos no quepa encontrar la arquitectura más puntera, la que ofrezca novedades o verdaderos avances disciplinares. Pero mirarlas en sus gestos generales, en sus tonos, como con los ojos entornados, se ha vuelto el último modo de captar el espíritu de los tiempos.

26 de noviembre de 2018

LA CASA DE LA MEMORIA. LOS ALMACENES DEL TIEMPO.


Nuestra memoria se debilita. Ese órgano, antes soporte de todo conocimiento, se ha vuelto frágil debido a la facilidad de acceso a cualquier información en cualquier lugar y momento. Hemos delegado en dispositivos electrónicos los números de teléfonos de nuestros seres queridos y cómo llegar a los sitios. No intentamos ya recordar datos, ni fechas, ¿Para qué si están a un solo "click" de distancia? Tampoco poesía, ni canciones, a pesar de que intuimos que gracias a ellas construimos el tono del lenguaje y del pensamiento que habitamos. Parece que la memoria se ha retraído tanto que ha llegado a atrofiarse…
Y sin embargo y paradójicamente, la casa no ha dejado de ser un depósito creciente de objetos y de sus recuerdos asociados. Almacenamos cosas, sin cesar, entre sus paredes, en sus estantes y trasteros. Y no solo lo hacemos debido a la presión consumista de la sociedad contemporánea. La propia casa, en cada uno de sus rincones, gracias a sus luces o atardeceres, gracias a sus materiales o tamaños particulares, ha llegado a representar para nosotros momentos concretos del pasado y sirve para rememorarlos de una forma vívida. Gracias a la múltiple apropiación simultánea que representan la visión, el tacto, el olfato y los sentimientos asociados al espacio habitado, misteriosamente, hemos vinculado a ellos un pedazo de memoria. Gracias al espacio, recordamos el tiempo.
Lo digital ha sido capaz de anestesiar nuestra memoria, es cierto. Pero enredados en las redes y bajo un tsunami imparable de datos, no hemos dejado de ser organismos de carne y hueso que se cobijan en construcciones materiales cargadas de recuerdos. Ese quizá eso sea uno de los pocos signos de esperanza que quedan para una profesión que desde su nacimiento era ya anciana, y que ha estado siempre guiada por valores despreciados, como son la continuidad y la historia. Una profesión que, a pesar de todo, tendrá futuro siempre que sea capaz de fabricar un especial tipo de asperezas, de rincones o lugares, un tipo distinto de casas, que sirvan de recipiente de esa valiosa sustancia que son los recuerdos.
Porque no solo habitamos en el espacio, también habitamos el tiempo.  

17 de septiembre de 2018

LA CASA DEL CALOR


Cuando llega el estío las casas modernas se convierten en hornos. Hoy el único frescor de la casa se logra costosamente con aire acondicionado o bajando a la piscina de la urbanización. Ya ni la sombra caliente del pavimento permite salir a la fresca. (Tampoco es que la escala de las calles del extrarradio inviten mucho a ello). 
Dentro, el solazo atraviesa los cristales de las casas hasta tocar el suelo laminado y recalentarlo como una parrilla. Nada amansa la fiereza solar, porque ya no hay toldos, ni pérgolas, ni aleros, ni celosías que se interpongan en ese rectilíneo y lacerante recorrido. Todo se ha vuelto tan barato con la excusa de la limpieza formal que ya ni llevando sombrero y gafas de sol en el salón podemos protegernos de la calima sino es recurriendo al mando a distancia del split. 
Antes todo era más sucio, es verdad, y más lento y más sudoroso, pero los parrales, con sus enredaderas, o los jardines cercanos a las casas de gruesos muros atemperaban el ambiente. La casa de sombra y de huecos pequeños protegía con sus paredes encaladas al pobre habitante. Las paredes sudaban antes que nosotros, traspiraban. Cualquiera que haya vivido la sensación de una casa respirando sabe también del secreto funcionamiento de los botijos y de las fresqueras. Pequeñas sabidurías perdidas en la ciudad. 
Allí el frescor no solo se lograba por lo pesado de los muros sino que hasta los abanicos, las telas, y las velas colgadas de los patios atenuaban el bochorno.
Bochorno, bonita palabra. Hay arquitectura que evita el bochorno y otra que es bochornosa. Parece que todo esto no hace sino abrir la lata de la nostalgia. Pero es que en verano se echa tanto de menos alguna corriente de aire; algo de confort sin el zumbido insoportable del aire acondicionado; algo de piedad por parte de la arquitectura. Un gesto de protección es siempre tan bien recibido. Y más si es eficaz, y no solo postureo climático.

18 de diciembre de 2017

DEVORAR ESCALERAS


En las viejas escaleras los habitantes del pasado salen de entre sus peldaños a saludarnos. A través del desgaste, en huellas redondeadas y ahora informes, cada antiguo peldaño se asemeja al negativo de cuerpos ausentes. El desgaste de las escaleras constituye algo así como el molde de un gesto, repetido sin descanso, durante años. Un gesto quizás veloz, insustancial o furioso, pero un gesto convertido en hábito. 
Esa media de los cuerpos sobre la materia deja señales que pueden ofrecer una lectura romántica o ruinosa del pasado, pero llega a ser un signo aun más profundo si se contempla como tiempo hecho forma. 
Curiosamente la vida logra imantar la piedra allí donde ha sido desgastada, de modo que se hace difícil escapar al influjo de su campo magnético. Como si fuésemos por raíles invisibles, los tramos rozados nos conducen y arrastran por el mismo camino, ahondando aún más las huellas. ¿Cómo resistirse a no poner los pies en esos mismos lugares? 
Por los peldaños gastados han bajado y subido generaciones. Por eso la forma del desgaste de cada escalera emite mensajes a aquellos que presten oído a sus insignificancias. Porque existe una caligrafía del desgaste. Esas huellas marcan el camino secreto de su trazado de un modo evidente. Pero también si han sido usadas para ascender o descender: si predominantemente se ha bajado por ellas, sus aristas dejan de ser cantos vivos y su línea de borde original se comba y suaviza como una onda. Pero si por el contrario, han sido empleadas mayormente para subir, se forman pequeñas y extrañas bañeras en sus pisas. Es decir, cada modo de desgaste es un signo vivo de su dirección de uso. Incluso son capaces de contar si han invitado a ser usadas preferentemente con el pie diestro o el siniestro… 
Con todo, no puede olvidarse que esas piedras carcomidas no son el mero anuncio de una futura reforma. Aunque no tienen el prestigio del desgaste que sufre el pedestal del santo, ni la sencillez que posee la suave erosión de la naturaleza, son la imagen de un desgaste que también es el nuestro. Porque las escaleras se gastan y nos desgastan. La piedra de sus pisas y las suelas de los zapatos se devoran mutuamente, con el ansia de dos amantes furtivos. Aunque solo uno de ellos permanecerá en ese lugar, a la espera de un regreso que no se sabe si se producirá. 
Cada peldaño gastado nos recuerda, en fin, y como un espejo, que nosotros envejecemos con ellas.

6 de noviembre de 2017

EL COLOR BASURA


Hoy que asistimos atónitos a una exportación del uso del color como único remedio a la austeridad, lo invisible, lo cutre y lo pobre, se hace difícil apartar los ojos del hecho de que, en realidad, la pintura fue para la arquitectura siempre un remedio más bien austero, cutre y pobre, porque apenas tuvo nunca trascendencia sobre la forma
Las arquitecturas pintadas de encantadores tonos pastel, aguamarina o tintes rabiosamente fosforitos, son hoy deliciosamente chic. Sexy, incluso. Pero amenazan con durar lo que dura el breve aleteo de las páginas de una revista de decoración y, lo que es peor, no ser capaces de avanzar, ni un ápice, en ninguna dirección en el pensamiento de la arquitectura y menos en el progreso social. Son, en resumidas cuentas lo que puede denominarse como color basura, porque se trata de pigmentos que están destinados a rellenar pero sin añadir ningún contenido. Solo aparecen con la intención de ser molonamente instagrameables. 
Sin embargo las relaciones del color con la arquitectura no siempre fueron así. Por una discusión sobre el color en la que Fernand Leger sugería que mejor harían los arquitectos en dejar sus paredes de blanco, se enemistó con la mitad de la profesión. Fue tal el lio que incluso Alfred Roth se vio obligado a escribir un libro para tratar de rebatirlo. 
Para Le Corbusier sus dos colecciones de colores de 1931 y 1959, y que llamó con el pomposo nombre de Polychromie architecturale, suponían un compendio de posibilidades combinatorias, una historia del Purismo y hasta una auténtica biografía, más precisa aun que la de sus obras completas
Antes de que Lawrence Herbert se hiciera con la firma Panthone, la historia del color estaba plagada de muertos en combate. Los más recientes por tratar de obtener el “verde Scheele” a partir de una mezcla tóxica de cobre y el arsénico. Lo cual da idea de que se trata de un territorio con el que no conviene frivolizar porque está repleto de cadáveres. 
Pero hoy el color ha perdido el peso ideológico, el pasado y hasta su peligro. Este vaciamiento del color que llamamos el color basura, sirve en la actualidad, sin más, como sistema de datación y nos permite ver, como sucede en el mundo de la moda con las hombreras o las solapas exageradas, que son de otra época. Si cada color constituyó siempre una categoría intelectual y un conjunto de símbolos en arquitectura, en la actualidad solo es el registro de una fecha. O tal vez solo un instrumento más de marketing. 
En fin, ya no hay peso en el color basura sino solamente un esfuerzo por declarar el (buen) gusto. O su ausencia, es decir, la no pertenencia al círculo de lo que está de moda. 
El problema es que si se mira desde esa perspectiva, el mundo de color basura satura nuestra vista e impide que seamos capaces de apreciar el “Azul Jujol” o el “rojo Bo Bardi” como uno de los materiales culturalmente más sofisticados y ricos de que dispone la arquitectura.

4 de septiembre de 2017

JUNTAS DE DILATACIÓN


El frío y el calor alternativos revientan la materia que nos rodea con un poder mayor y más discreto que el de los superhéroes de película o cualquier explosivo pirotécnico. La arquitectura estalla donde menos se espera cuando dilatan cada uno de sus materiales sin haberlo previsto. Entonces aparecen fisuras y grietas que recuerdan, por un lado, como las arrugas en la piel, que el tiempo pasa por la obra de modo irreversible, y por otro, el carácter vivaz y dinámico de la materia. 
En el mundo de la construcción a esas franjas de nada longitudinal se las denomina con el prosaico término de “juntas” cuando se han planificado y a veces hasta con su apellido delator “juntas de dilatación”. 
Lo cierto es que no hay alternativa a la segura aparición de las grietas que no sea el anticiparlas, dibujarlas y planificarlas como se planifica la masa construida. Sin embargo el control de esas “nadas” han dado siempre un prestigio que no puede ni imaginarse. Y es que en esta profesión de la arquitectura, la historia trata bien a quien considera esos vacíos entre lo construido con cierto arte ya que invitan a cierta eternidad de las obras. 
Sin embargo la naturaleza no tiene estos problemas. En la naturaleza las juntas de dilatación no existen. Simplemente la materia se rompe y resquebraja sin dolor, aunque, a veces, con un ruido sordo o un leve chasquido. (En realidad solo hay dos materias en la concienzuda naturaleza que no se rompen por dilatación, la arena del desierto y el agua del mar. Bueno y luego otras aún más valiosas e inmanejables para la arquitectura: la luz y el aire). O resumiendo y como dijo el ronco filósofo Leonard Cohen: "Hay una grieta en todo".
Mientras, en cada obra, el lento e imperceptible baile de las cosas, con su encogerse y ensancharse, nos invita a pensar en esos vacíos como un principio inevitable y rico del arte de la buena construcción. Y ver en esos movimientos algo parecido a la lenta respiración de ese ser calmo que es la arquitectura.

24 de julio de 2017

RESTAURAR ES CONSTRUIR, Y QUE NADIE OS DIGA LO CONTRARIO


La escena debía ser dantesca. Ruinas y más ruinas, pedazos en un campo de batalla suministrado por el tiempo y las guerras a los pies del castillo Sforzesco de Milán. Entre los pedazos, tambores de columna de todo diámetro y altura, piezas de arcos que remitían a diámetros incompatibles, dinteles, trozos de perfiles, molduras… 
Aunque al contrario que con Frankenstein, que se buscaba construir el óptimo del ser humano a piezas, la reconstrucción de Luca Beltrami es un ejemplar ejercicio de pura construcción. Quizás lo hermoso, no es que lo que hizo sino precisamente la paradoja de su significado: toda restauración siempre es nueva construcción. 
A pesar de que esta noble disciplina es siempre defensora de la historia y de la fidelidad al pasado. A pesar de estudiar la documentación original y su contexto, el resultado siempre es lo que se llama, inmerecidamente, un “falso histórico”. En realidad, Beltrami, y con él toda restauración, hizo lo que hace siempre: un proyecto nuevo. Porque hasta apuntalar es construir de nuevo. A fin de cuentas, ante la aparición de nuevas piezas, nuevas evidencias y nuevos documentos, todos saben, hasta los restauradores mismos, que cambiarían el juego, nuevamente. He ahí la profunda razón de una intrínseca indecisión y el mar de dudas perpetuo en que navegan. Motivo por el que no hacen sino posponer el hacer, para no quedar en evidencia por un nuevo hallazgo que cambie y reordene la totalidad del pasado. 
Sin embargo a otras disciplinas les ocurre igual - y pienso por ejemplo en la antropología y la arquitectura - y no pasan tanta vergüenza. Quizás porque hay en ellas la alegría de saber que toda solución es siempre y sin remedio, provisional.

20 de marzo de 2017

¿POR QUÉ NOS ESTREMECEMOS ANTE LO CONTRADICTORIO?


Las alfombras son voladoras en los cuentos orientales porque explotan la simbología de la ligereza hasta convertirla en un objeto en sí mismo. Pero en realidad es verosímil que las alfombras vuelen porque son extremadamente ligeros sus más íntimos componentes: la seda y la retícula
La seda, sustancia intangible de hilos inmateriales, tela sin cuerpo, es el propio aire convertido en materia. Tanto es así que la seda necesita del soplido del viento o de la fuerza de la gravedad para tomar forma como tejido. Entonces percibimos como se ondula o vemos su “caída”. 
Por otro lado la retícula, con una urdimbre y una trama que se repite como un salmo, como un ejército de espacios vacíos, es la forma casi sin materia, es su orden más elemental, su grado cero. 
Por todo ello una alfombra hundida en el suelo es una paradoja ante la que se hace difícil no estremecerse. Porque nos enfrenta a una especie de magia inversa relacionada con el peso y con un latente fracaso. Cambiar el nivel del suelo, hundir lo civilizado de esa superficie de rojos y azules bellamente trenzados bajo un paisaje inhóspito y vacío, anuncia un enterramiento. Si se trastoca la ligereza misma como concepto aparece el juego de orden superior: el de lo contradictorio. 
Hay arquitectura que ha flirteado con este espíritu de lo contradictorio como su mayor baza. Operaciones de la forma que se esfuerzan frívolamente en provocar la sorpresa del espectador, o en el mejor de los casos, algo semejante a un respingo intelectual. Sin embargo en lo contradictorio, como en la vida de algunas moscas o mariposas, es imposible no pensar en lo efímero de su efecto. ¿Cuántas generaciones son capaces de percibir la contradicción sin que se agote su mensaje? ¿Por qué estos juegos barrocos no parecen estar llamados a la eternidad sino solamente al instante? ¿Por qué se han mostrado tan fugaces los periodos de lo complejo y lo contradictorio? 
Tal vez los instantes de lo contradictorio no sean tan efímeros, sino que permanecen agazapados, como hacen algunas flores en el desierto, esperando brotar al paso del Giulio Romano o del Robert Venturi de turno. Mientras, lo contradictorio permanece hundido bajo el suelo. Como esa alfombra.

6 de marzo de 2017

EL ÉXITO DEL AMOR AL FRACASO


Es bien conocida la historia de los Kintsugi. Desde el siglo XV, los japoneses cuando un recipiente querido se fracturaba, cosían los trozos con una materia más valiosa aun que el propio cuenco. Oro o materias nobles suturaban y embellecían la fisura, de modo que el resultado era aún más precioso que el objeto en su integridad. 
A ese arte de la dignidad de lo roto, que esconde una historia trasera de reciclaje bien entendido, siempre he notado que le faltaba algo. Porque el posar la boca sobre un metal no es lo mismo que sobre la calidez cerámica, porque hay un esfuerzo en el sostenimiento de la continuidad que es en realidad imposible. Es decir, siempre he visto latir en esa hermosa historia japonesa una especie de fracaso, porque al intervenir y coser lo roto, la verdad del objeto es en realidad muy distinta. Aunque la temperatura de ese material añadido sobre los labios o su rugosidad frente al del esmalte o la laca fueran solo ligerísimamente diferentes. 
El arte del Kintsugi, además de embellecer la catástrofe de la rotura, tal vez estaba despojando del uso a la pieza reparada. El arreglo usurpaba el cuenco de la vida diaria para hacerlo reposar en el estante de las cosas valiosas o de los recuerdos familiares. Indudablemente, el objeto sometido a tan hermosa cura deja de ser mirado con la misma complacencia y uso cotidiano que antes tenía. El objeto gracias a esa “carpintería de oro” pasa a un lugar algo más alto y alejado de la vida. Y para cualquier arquitecto, ese vértigo asusta. Porque el uso empieza a ser entonces el simbólico. Y en estado puro. Este objeto querido es parte de un particular pasado biográfico, se convierte en un recuerdo familiar, y por ello debe ser contemplado como un objeto puramente representativo. Y ya sabemos que los objetos simbólicos que no se llenan de la sopa diaria, mueren… 
Sin embargo, tal vez algún tipo de arquitectura pueda sortear ese fracaso parcial.
Algunos arquitectos saben de la pátina del tiempo, que en Japón llaman “saba”, y de esa arquitectura de la reparación que es el Kintsugi. Porque consciente o incoscientemente aplican en sus obras esta ancestral técnica: más que intervenir sobre un lugar de nuevas, actúan como si reparan el paisaje, el suelo, un bosque o una ruina... Carlo Scarpa, Sverre Fehn, o por ejemplificarlo en la pura actualidad, los recientemente condecorados con el premio Pritzker, Rafael Aranda, Carme Pigem y Ramón Vilalta, saben que lo reparado es aún más valioso con el añadido de su particular "carpintería del acero". 
Tal vez incluso la arquitectura exigente con el lugar siempre trabaje con el espíritu de esa técnica milenaria pero para nosotros incompleta del Kintsugi. Porque cuando lo logra, supera ese hándicap de la mistificación de la memoria y de colocar el resultado en el narcótico estante del museo. Porque devuelve bellamente el uso de las cosas y los lugares sin miedo a que haga su aparición una nueva fractura.

20 de febrero de 2017

IRRESISTIBLE RESISTENCIA


La arquitectura resiste hasta que deja de hacerlo. Hasta que sus entrañas se rompen por alcanzar un límite elástico fruto del cansancio que todo lo desmigaja. Algo semejante a la fatiga destruye los lazos internos que mantenían la integridad de las partes. Con una lenta deformación o con un repentino chasquido, todo se desmorona. La imagen de puentes y edificios cayendo bruscamente resulta inolvidable. Y atractiva, por apocalíptica. Sin embargo la mayor parte de las desapariciones de la arquitectura se producen de una manera más silenciosa e invisible. Como un anticipo de lo inevitable, cada vez que una obra deviene en ruina es el simple aperitivo de la frágil eternidad de todas ellas. 
A largo plazo, la vocación de permanencia de toda edificación se anula. Entre la fuerza de la gravedad y el inapreciable transcurrir del tiempo que todo lo desgasta, nada está destinado a permanecer en pie. La arquitectura actual, para más inri, trabaja con un horizonte no mayor de la centena de años. Con lo que ya solamente puede resistir más allá del siglo una idea de arquitectura, o si se quiere, incluso su propia representación
Así pues, ¿Por qué el hombre continúa aun empeñado en erigir todo tipo de construcciones para preservar su memoria, representarse u ofrecer una idea de la civilización, si todo va a acabar derruido bajo metros de lodo, arena o entre vegetación? ¿Por qué todavía se atribuye la arquitectura el heroico, simbólico e inútil empeño de resistir? 
Quizás porque la arquitectura es la única que se sumerge en ese río del tiempo con un placer inigualado. Y chapotea como un niño, feliz a pesar de todo. Porque esa sustancia en la que salpica es purificadora y la despojará todo de lo innecesario y lo superfluo. Empezando por la función o sus significados.
Y principalmente porque no hay mayor espejo inventado para tomar consciencia de nuestra frágil individualidad que la existencia más prolongada y mansa de la arquitectura.

13 de enero de 2017

LA HERENCIA DE LOS DESHEREDADOS


La arquitectura es un arte de toneladas más que de kilogramos. Por eso no es fácil hablar de la ligereza de una obra y menos aun conseguir que ésta ofrezca siquiera una sensación de liviandad semejante a las nubes, a la hoja de un árbol o a un cuadro de Turner.
El valor de la casa Guzmán, recientemente demolida obra de Alejandro de la Sota, estaba concentrada precisamente en haber logrado esa sensación grácil, como de casa de papel, apenas explorada en la arquitectura moderna española. Sólo por esa heroicidad merecía pervivir. Que su autor fuese Alejandro de la Sota parece significativo pero secundario. Alejandro de la Sota habría estado conforme con la apreciación. 
Sin embargo con esta pérdida late alguno de los dramas no solamente de la arquitectura sino del propio siglo XX. ¿A quien pertenece la Arquitectura cuando ésta es irrepetible? ¿No se convierte entonces en patrimonio del hombre? ¿Cómo ha podido destruirla alguien que la pudo vivir y comprender a lo largo de los años? ¿Acaso no tiene la arquitectura ninguna capacidad de mejorar la vida de quién ha podido disfrutarla? 
Las primeras preguntas pueden ser respondidas recordando la fabulosa novela “Billar a las nueve y media”, donde una saga de tres generaciones de arquitectos destruían la obra erigida por sus progenitores sucesivos. El freudiano asesinato del padre estaba presente en aquella Alemania de Heinrich Böll, como también estaba presente el intento del hijo por construir algo aun más memorable y mejor. Sin embargo el drama de la casa Guzmán es que no existe el legítimo intento que late en la catedral románica cuando es arrasada por la gótica o la renacentista... Simplemente existe con esta destrucción una puerta abierta al abismo de la barbarie. Cuando se abren esas simas, el ser humano, en su conjunto, es peor. 
Las últimas preguntas nos atosigan aun más. Porque dejan sin respuesta el sentido redentor de la creación estética. Y son semejantes a las que Steiner se hacía en otro contexto: ¿Cómo era posible que alguien después de tocar y entender perfectamente a Bach fuese capaz de cerrar la tapa del piano y aniquilar miles de seres humanos en un campo de concentración?. No tenemos respuestas para esa pregunta. Y si bien el interrogante de Steiner está planteado en un extremo, lo sucedido en la casa Guzmán pertenece a su órbita: el disfrute estético no nos exime de la barbarie. 
En la parábola bíblica del “hijo pródigo” la vuelta al hogar, aun a pesar de haber dilapidado la herencia paterna, fue recibida como una fiesta. En el mundo de la cultura no hay posibilidad de aplicación de esta parábola. Porque el camino de vuelta se ha destruido junto con la herencia. 
De la casa Guzmán solo quedan para nuestros hijos unas fotos y nuestros pesados comentarios. 
Ojalá no aparezca otra ocasión de asomarse a estos vértigos.

12 de diciembre de 2016

PROTÉGETE DE LA ARQUITECTURA PROTEGIDA


El espacio protegido en el siglo XX se ha multiplicado de modo exponencial. Clasificamos territorios enteros como reservas naturales, pueblos recónditos son declarados patrimonio de la humanidad, y arquitecturas marginales o de principios de la modernidad se convierten en museos intocables. Sin embargo muchos sienten aun un extraño escalofrío cuando se habla de proteger la arquitectura como si fuera una especie en extinción. Evitar que se pierda una rara salamandra amazónica o un desconocido espécimen de mustélido nocturno supone tomar conciencia de que su derecho a sobrevivir se encuentra extraña pero directamente vinculado al de la especie humana. Pero, ¿sucede igual con la arquitectura? 
Desgraciadamente el hombre no ha sido capaz de inventar nada que garantice la supervivencia de la arquitectura. Ni siquiera cuando ésta se considera una “obra de arte”, - o alcanza el estatuto de bien de interés cultural, tanto da-, puede librarse de esa perpetua amenaza de su pérdida. El tiempo pasa y con él, hasta el terreno sobre el que se asienta la obra de arquitectura puede llegar a considerarse como un bien disponible y más valioso que la propia obra o el pasado que representa.
Sin embargo echamos de menos arquitecturas cuando estas se demuelen fruto de la voracidad del mercado en que se ha convertido toda ciudad. La sede los laboratorios Jorba, de Fisac, aquella vivienda de Alejandro de la Sota en la calle del Doctor Arce, o el mágico Frontón de Recoletos, resuenan en Madrid como cicatrices no restañadas. Cada ciudad padece sus propias ausencias, pero la vida sigue. Aunque más desmemoriada y tal vez más pobre. 
No puede decirse que la protección garantice mucho: tal vez la conservación de la forma y algo de la memoria de los lugares. No lo suficiente. Un edificio convertido en museo, una obra momificada, está condenada como arquitectura. Privada de su continente más sustancial, que es la vida de la ciudad y de sus habitantes, la arquitectura está desarropada. Sin el desgaste de la vida cotidiana, sin cambios de moqueta o de mobiliario, sin las necesarias ampliaciones o intervenciones que provoca el uso, una obra permanecerá huérfana, o injertada en el carrusel de la preservación que hace de cada edificio una pieza en un museo de cera. 
Podemos poner sacos terreros delante, pero hasta el momento no hay mejor modo de preservar la arquitectura que con ese escudo invisible que es la vida.

28 de noviembre de 2016

Y SI EL FRACASO DE LE CORBUSIER NO ESTABA DONDE SUPONÍAMOS…


Escuché hace años a Javier Carvajal rememorar un encuentro con un Le Corbusier ya anciano. Le Corbusier, frustrado, se dolía de no haber sabido sacar adelante sus proyectos más importantes: desde el Palacio de los Soviets, bandera de la arquitectura moderna, hasta el Hospital de Venecia… Desde luego, la perspectiva de lo logrado es un misterio insondable para el sujeto que hace el examen de conciencia, pero de cara al exterior se corre el peligro de que ese examen pueda ser entendido como una simple pose.
Recientemente han sido declaradas patrimonio de la humanidad muchas de sus obras. Algunas se han incorporado a tan inconmensurable catálogo aun sin ser obras maestras. No importa demasiado. El mero hecho de su protección es un síntoma de que Le Corbusier es historia. Claro que si Le Corbusier es pasado, me pregunto si cabría considerar también sus fracasos, esos que tanto le dolían, también como patrimonio de la humanidad.
Tal vez en Le Corbusier haya un fracaso más real y mucho menos inmenso que la cacareada crítica a su urbanismo. Sucede que con el paso de las décadas en Le Corbusier no podemos encontrar fácilmente un fracaso en lo grande. (Ni siquiera me atrevería hoy a considerar un fracaso el esfuerzo y la inocencia de tratar de convertir a la humanidad, por completo, a lo moderno, ya que eso, en cierto modo, lo logró). Seguramente en Le Corbusier el fracaso de mayor calado se encuentre en lo menudo.
El paso del tiempo hizo ver la modernidad como un invento débil, cuando en realidad solo ha sido cuestión de tiempo ver aparecer, primero sus fisuras y luego sus sucesivas restauraciones. (Las obras aun vejadas por amputaciones o sobreañadidos las veremos rehabilitadas antes de lo que podemos imaginar). Pero no sucederá lo mismo con su cosmología de seres inanimados, que ha sido boicoteada por el paso de los años sin posibilidad de salvación. Las cosas de Le Corbusier han reclamado un trato que no han sido capaz de preservar ni siquiera las vitrinas de los museos.
Esas cosas parecen haber dicho mientras desaparecían: vosotros, admiradores de lo moderno, haced con vuestra vida lo que gustéis, pero a nosotros dejadnos en paz, mantenednos lejos de vuestras disputas y vuestras teorías. Nuestra tarea es mucho más seria que la de prestar oído al superficial espíritu de la época. Nosotros, las cosas, estamos en el centro de la realidad, somos sus cimientos. No nos interesan vuestras ironías ni vuestros entusiasmos juveniles. Nuestro destino es la duración limitada por la vida misma y no en devaneos narcisistas con ansias de eternidad.
Esas cosas de Le Corbusier han ido apagando su voz. Se han ido apilando allí donde la arquitectura reclamaba mayor duración, han sido mutiladas, amontonadas e insalvables. Efectivamente la vida, ya lo decía Le Corbusier, siempre pasa por encima. Ese es su fracaso.
O quizás sea el necesario signo de debilidad que tiene todo acto verdaderamente humano.

21 de noviembre de 2016

RASTRILLA HASTA QUE NO SIENTAS LOS RIÑONES


Las piedras ancladas al suelo de este jardín de Rioan-ji desde tiempos inmemoriales permanecen agrupadas e imperturbables como constelaciones de estrellas. Recubiertas de musgo como bosques en miniatura, el espacio entre ellas se tensa como la cuerda de un arco y se hace posible pensar que en un mundo de liliputienses se podría cruzar a nado entre esos archipiélagos que no están ni muy cerca ni excesivamente lejos. Tras un par de horas de meditación se puede concluir, más tranquilo, que el vacío es un espacio mejor configurado y más real que las propias piedras... 
¡Ay Japón! Con sus cerezos en flor, sus templos sintoístas, la meditación zen y sus jardines de gravilla que reflejan la luna... 
Y hete aquí que en medio de esta tranquila meditación, en ese jardín que legendariamente no deja ver sus quince piedras a la vez, y donde cada una tiene sus nombres y apellidos, como las montañas de un paisaje familiar, uno se encuentra al monje de turno con la cerviz vencida por el rastrillo. Pisando un poco como sobre las puntas de los pies, como una bailarina, marchando hacia atrás casi sin ver, con la amenaza de que "lo fregado" se vaya a malograr... 
Y dale que dale cada mañana antes de que lleguen los turistas, rastrillando una gravilla que en algún momento debe llegar a odiarse...Y dale al rastrillo diario que recoge las hojas secas que caen del otro lado de la tapia milenaria... Y uno, utilitarista incorregible y ya distraído, se pregunta si no sería mejor la vida del monje en cuestión con un palo del rastrillo un poco más largo y un sopla hojas de esos, vespertinos y ruidosos... Y luego te arrepientes y te llamas a ti mismo borrico e insensible. Para concluir que el único consuelo de este trabajo diario es que las cosas bonitas cuestan. (Al menos lo mismo que las feas). Y que ya puestos, qué hermosa ocupación esa de rastrillar grava como las olas del mar o las estaciones o las nubes. Y que la naturaleza imita al arte. Y que sin esa gravilla que es la arquitectura que difícil sería ver las nubes, o las estaciones o ser sensibles al diario oleaje marino…

14 de noviembre de 2016

LO QUE TAL VEZ SUCEDA AL MUDARSE DE UNA CASA DORADA A UNA CASA BLANCA



Una casa dorada no es una simple caja de caudales, la representación de un Midas revivido, o el simple guiño posmoderno de un decorador de famosos.
Lo inmediato es calificar semejante casa de hortera o de kitsch, pero no es posible hacerlo sin caer en el abismo elitista de la superioridad moral del que emite el juicio. ¿Qué lectura hacer pues de un lugar tan marcadamente obsceno? ¿Es posible leer algo en un espacio dispuesto sólo para deslumbrar, es decir, para no dejar ver nada tras él? 
Todo lo que contiene esta casa es la representación de lo caro, de lo ostentoso, de lo exclusivo, pero no en un sentido de la exclusividad basado en la calidad, sino en el precio. En ese sentido el oro parece recubrirlo todo. Pero, ¿alguien sabe cuál es la forma del oro? El oro es amorfo. Las pepitas extraídas del lecho de un río no son una forma como tal sino un simple granulado; el lingote, como ladrillo bancario, es una forma dada por motivos de puro almacenamiento. En fin, el oro, como el acero, es un material sin forma, aunque frente a éste, el oro goza del prestigio exterior de lo cálido. Con el oro puede hacerse aquello que se quiera. No obstante el oro toma forma gracias a la habilidad de quien lo trabaja. Podríamos decir, por tanto, que se solapan aquí dos tautologías: “el oro es dinero” y “el tiempo es oro”. 
En cada uno de los objetos de esta casa existe esa combinatoria de oro y de tiempo. Una infinidad de tiempo dedicado por personas, pagadas no para lucir su talento, sino para que el tiempo invertido en dar forma a lo dorado se hiciese presente. Porque el oro es, en definitiva, tiempo traducido a forma. (También existe allí tiempo dedicado a asegurar el brillo del oro, para asegurar que no exista nada polvoriento. Ni una huella en el cristal de una mesa sería tolerable porque sería el signo de una debilidad).
Sin embargo no es oro todo lo que reluce: el oro y lo dorado representan una misma idea, pero se extiende el abismo de la falsedad entre ambos. En realidad entre la idea de lo macizo o la del recubrimiento de lo dorado solo existe la coincidencia externa del brillo amarillento. Es decir, en esta casa la noción de autenticidad ha pasado forzosamente a un segundo plano.
Por otro lado ese espacio es una representación del ornamento entendido como lujo obsceno, vacío, opaco como un espejo. Aunque merece la pena observar que se trata de un lujo plenamente occidental. (En oriente el lujo puede traducirse en un abanico que transita desde las piedras preciosas con que se incrustan las paredes de un palacio en Arabia, al lujo de lo modesto pero infinitamente sofisticado de Japón). Aquí la idea del lujo falsificada es la de Francia del siglo XVII. Todos esos dorados, reflejos y brillos están importados de la sala de los espejos de Versalles, salvo por el insignificante detalle de que esta casa no está en medio de los jardines de Le Roy sino en una planta cuarenta y cinco en Nueva York, construida con la altura ruin de una planta más de oficinas. No es posmodernidad. No hay ironía ni humor, no es siquiera una cita. Es otra cosa. Y no es una cuestión de buen o mal gusto. 
No existe nada ahí que acoja la intimidad. Es un lugar de recepciones convertido en casa, un ready made, sólo que a lo Jeff Koons. Es la imagen de un espacio exclusivamente público, como el metro de Moscú. Es una especie de Casa Farnsworth dada la vuelta, una forma de exterioridad cuyo reverso ha sido amputado. Es una maquinaría política, capaz de emitir propaganda en cada destello. Es, en fin, la promesa del poder absolutista al que aspira un rey Sol. Una promesa cumplida, por cierto. 
Una casa blanca, tal vez sea capaz de atenuar los efectos producidos por semejante espacio a lo largo de los años.
Merece recordarse que somos lo que habitamos. Incluso nos convertimos en lo que habitamos.

24 de octubre de 2016

CÓMO TORTURAR A UNA LINEA (O A UN ARQUITECTO) HASTA QUE CONFIESE



A un paleontólogo solvente que encontrara estas antiguallas en futuras excavaciones, seguramente no le costaría aventurar que se trataba de instrumentos para extraer la piedra de la locura de un cerebro enfermo practicando sanguinarias lobotomías, o al menos que servían como aparatos de tortura de alguna civilización poco avanzada y canibal. Y tal vez algo de razón tuviese. 
Sin embargo semejantes herramientas fueron empleadas para proporcionar pequeños escalofríos de placer a los vetustos arquitectos acostumbrados al dibujo a mano. Hoy todos esos instrumentos han quedado relegados por buenos motivos a los museos de historia Sin embargo en su forma conservan aun y misteriosamente algo de la precisión requerida en ciertos oficios. 
Esos raros útiles hablan de una delicadeza que toma cuerpo frente a la intangibilidad actual de los ceros y unos informáticos. No sabemos ya ni cómo ni en qué sentido se empleaban estas amenazantes mandíbulas metálicas, ni falta que hace, pero desde luego su uso requería de una mano y de unos dedos que ajustaran sus ruedas y engranajes con una precisión afilada y exacta, como la que se espera de los profesionales de la orfebrería, la cirugía o la relojería.
Como puede imaginarse la tortura de trazar líneas con tales armas era un martirio recíproco: para el que las trazaba y para las propias líneas, que nunca estaban seguras de acabar siendo suficientemente limpias o determinantes. Nunca acababan bien, siempre requerían tiempo de secado, siempre podían representar una debilidad en la mano que las trazaba, o una inseguridad, o un desgaste. O de una cuchilla suicida que rectificara bordes y errores. 
No cabe la nostalgia. Pero si cabe pensar en el poco sentido que tiene aferrarse fieramente a la incesante mutación de dichos aparatos. Porque igual que nosotros vemos tiralíneas, bigoteras y compases como algo caduco, con los siguientes por venir pasará lo mismo. Porque aunque su manejo hablan de la limpieza y destreza del que los usaba, lo importante del tiralíneas nunca fue el tiralíneas. Y eso, en realidad, no ha cambiado tanto.

6 de junio de 2016

JUSTO A TIEMPO


Aunque permanece invisible, cada una de las partes de la arquitectura lleva en su seno una notación semejante a la que se ha empleado tradicionalmente en la música con naturalidad: moderato, presto, allegro, adagio, etc… Estas medidas no declaradas son precisamente alguno de los elementos diferenciales en la arquitectura porque son un parte de un intangible "tempo" interno que lleva impreso cada obra.
Y aunque ese “tiempo” no se nombre, porque en arquitectura es suficiente con poner medidas a las cosas y acotar sus espacios para transmitir un ritmo de la materia y un ritmo en su aparición, eso no quita que no exista. La prueba de que cada espacio memorable logra transmitir un tiempo preciso es que al describir como se produce el acceso al banco de Copenhague de Jacobsen, pongamos por caso, éste se da como un evidente adagio; que al recorrer la rampa de la villa Saboya de Le Corbusier se descubre como algo moderato maestoso, y que el ascenso al podio de la Galería Nacional de Berlín o a la Acrópolis se da presto…
El carácter que adquieren unas medidas que se traducen de materia a tiempo y que hacen que el trascurso de una obra se realice con un número concreto de pasos y, por tanto, de segundos, y no muchos menos ni más, es un buen modo de descubrir que por mucha poesía o teorías con que se quiera envolver la arquitectura, al final puede analizarse su profunda verdad con un simple cronómetro y una cinta métrica.
Y conste que reducirlo a un cronómetro y cinta métrica es lo mismo que decir que todo eso de la arquitectura es cosa del logro de un ritmo cardiaco en sus habitantes. Así, al final, el aparato de medida perfecto de ese tempo siempre es el habitante y no un metrónomo, porque el tempo de la arquitectura, maravillosa y momentáneamente, está en quienes la habitan.