25 de marzo de 2019

PUERTAS VELOCES


En 1970, Marina Abramović y James Franco se plantaron en pelota picada, cara a cara, entre las jambas de una puerta. Dada la estrechez del paso, no había manera de pasar entre ellos sin rozarlos. Una situación incómoda de verdad. Los visitantes de la instalación “Imponderabilia” seguían un patrón de comportamiento semejante al que sentimos al llegar tarde al cine o a un concierto. Pedir perdón y pasar conteniendo la respiración. Tratando de molestar o mínimo y sin saber a quién dar la espalda. 
La performance no solo era una experiencia artística. Ponía de manifiesto que por las puertas, además de pasar, se nos sugiere un tempo. Generalmente lento. Aunque en este caso se jugase precisamente a lo contrario. 
Verdaderamente no somos consciente del natural retardo que se produce en las puertas. Para ello a veces no solo se ornamentan, sino que se incluyen educados traspiés, obstáculos y hasta se juega con bajar la altura de sus dinteles invitándonos con ello a realizar genuflexiones inconscientes. Todo vale con tal de hacernos pasar por ese umbral con mayor parsimonia. (Y parsimonia es una buena palabra para hablar de las puertas habituales porque remite a ahorro y a lentitud). 
El caso es que a veces en las puertas hay quien se empeña en lo contrario. Y que pasemos por ellas a toda velocidad. Pero solo en tiempos tan retorcidos como los que impulsaron a Abramović y a Franco a ventilar su desnudez en público. 
Una de esas puertas veloces, quizás una de las mejores, es la que se inventó Giulio Romano, el gamberro arquitecto y pintor del barroco en el Palazzo de Te de Mantua. Allí, que hay todo tipo de sorpresas, existe una sala donde Romano colocó unos hermosos frescos de unos caballos por las que la sala recibe su nombre. Pero no los dispuso sobre el suelo, como correspondería al sentido común, sino en alto. Sobre la línea del dintel de la puerta de paso. Y sobra decir que nadie en su sano juicio se detiene bajo un caballo. Ni en el siglo XVI ni hoy. Como para no cruzar rápido. 
Por cierto, al otro lado de esa puerta, y de frente, nos espera un titán con un garrote en la mano. Como para aminorar la marcha.
A veces es mejor una puerta veloz que alguien detrás atosigando al personal con el consabido "¡No se detengan!, ¡no se detengan!"

18 de marzo de 2019

LO VERNÁCULO ES HERMOSO


Creo que fue Zagajewski quien dijo que en Bulgaria nunca se producirá una obra maestra literaria. Lo argumentaba aludiendo a la necesidad de un volumen mínimo del idioma y a una historia literaria sobre la que fundar esa obra maestra.
Virginia Woolf en "Un cuarto propio" planteó que, de haber tenido Shakespeare una hermana, tan dotada como él, ésta no hubiese podido escribir nunca obras maestras: "Llevar una vida libre en el Londres del siglo XVI habría significado para una mujer que fuera poeta y dramaturga, un estrés nervioso y un dilema que bien hubieran podido matarla. De haber sobrevivido, cualquier cosa que hubiera escrito habría quedado retorcida y deformada." 
Aun podemos enfocar el asunto de las obras maestras desde otra perspectiva: ¿Cuantos habitantes tenía Florencia cuando se produjo la aparición de Bramante, Donatello y los artistas que revolucionaron el arte del Renacimiento? Se calcula que había por entonces aproximadamente ochenta mil florentinos. Hoy que esa misma ciudad tiene el doble de habitantes, parece que la posibilidad de encontrar el doble de artistas, o al menos un buen puñado, sería fácil. Pero no lo es. En absoluto. 
Por lo visto el arte necesita de un clima cultural, de un contexto, que lo haga posible. Por mucho que Florencia dispusiese hoy de mecenas capaces de requerir lo mejor que el arte pueda aportar, por mucho que su ciudad y su comercio ayudaran a su prosperidad, lo cierto es que la ciudad no volverá a ver una concentración semejante de talento. Quizás porque ya ni siquiera consideramos que el arte sea lo mismo. (Y se dice esto con perdón de los artistas que hoy pululan por las calles de esa hermosa ciudad tratando de rememorar a sus predecesores en el cargo). 
Sin embargo, y es a lo que voy, intuimos que en arquitectura las cosas funcionan de un modo algo diferente. Las ciudades se forman por una colisión de otro orden. Y no necesariamente de talento artístico. Son los contenedores de una continuidad que engrandecen las sucesivas generaciones que las habitan, como si fueran enormes obras incompletas. Las épocas de talentos notables indudablemente pueden cambiar algo su tono por la inserción de piezas imperecederas. Unas gotas de renacimiento o de modernidad trasformaron ciudades de media Europa. Incluso como en el París de Haussmann o la Roma de Sixto V, no todo está dicho con respecto a sus cambios estructurales. Pero si en algo se diferencia la arquitectura de esas otras artes es que existe en ella una condición de anonimato fundado en la continuidad que quizás sea parte de su más profunda esencia.
Se ha creído mucho tiempo que la arquitectura es fruto de un autor, pero antes que nada, lo es de un lugar y un tiempo. Es más dueña de una obra la ciudad que la cobija que su arquitecto. Por eso me pregunto si no será una condición propia de ese arte de la construcción su carácter esencialmente vernáculo. Claro que habría que entender lo vernáculo no como lo pueblerino, ni lo popular, ni simplemente lo pobre, barato o falto de sofisticación.
Saenz de Oiza decía que la única arquitectura verdadera era la vernácula. Quizás se refería a su origen etimológico. La vieja palabra latina vernacŭlus, significaba “nacido en la casa de uno”. Valorar así lo vernáculo sería apreciar una arquitectura que hemos visto crecer, con cariño, en proximidad y lentamente. Casi como los tomates o los hijos.

11 de marzo de 2019

MEJOR QUE EL ÓCULO DEL PANTEÓN


Cualquiera sumergido en esa pelota de aire y luz que es el Panteón de Roma, no es de extrañar que se sienta sobrepasado. Porque es lo más cercano en arquitectura al sentimiento de enfrentarse al mar. 
Aunque a veces, como también sucede con el mar, el clima de los tiempos invite a no fijarse solamente en su grandeza. Hay generaciones, de hecho, para las que el Panteón resulta un espacio extraordinario, pero no tanto por su inmensa redondez, sino por cuestiones que suelen pasar desapercibidas. Así, y aunque doloroso esos mismos tiempos se verían capaces de prescindir de ese descomunal ojo cenital en caso de extrema necesidad. Pero serían incapaces de tapiar su puerta. 
En la puerta del Panteón se ve entonces un mecanismo de una maravillosa delicadeza, no solo formal y simbólica. Sin embargo, cuando se prefiere la puerta al resto de sus misterios, como si hubiera que elegir, podemos ver un cambio en la sensibilidad de lo más significativo. 
Está claro que la puerta, toda puerta, es la muestra de una contradicción no resuelta. Pero poner allí la atención es subrayar la contradicción mayúscula del acto de entrar. Por supuesto que no solo está el problema de penetrar en un espacio central, sino porque en el caso del Panteón, la puerta da sentido a toda la obra, incluso vale para iluminar por si misma todo su interior. (Como también sucede en el Tesoro de Atreo sin ir más lejos). 
En ese sentido las puertas del Panteón contribuyen a la construcción de una penumbra casi inapreciable que resulta muy atractiva para los tiempos que aprecian los matices de lo secundario. En esa puerta se roza un tipo de luz que acompaña al visitante antes de enfrentarle a la sorpresa del rayo de luz interior. La puerta invita a la sorpresa antes que constituirse en la sorpresa misma y he ahí su fuerza invisible. En la puerta percibimos el peso frio del bronce y la masa que rodea al que penetra al interior. Allí, las treinta y dos columnas de casi metro y medio en la base y catorce metros de altura, ocupan más de quinientos metros cuadrados. La luz de norte que entra a través del granito gris y rojo es hermosa y tan necesaria como invisible. A este derroche inapreciable se añade el volumen pesado del pronaos. Es decir, en la puerta se concentra un lujo material desmedido y sin embargo es un lujo que se pasa de largo, que se considera instrumental. 
Esa puerta, quizás como todas, ha nacido para ser dejadas atrás. Y a pesar de su tamaño, es insuficiente para epatar a quien entra por ella. Pero su insignificante papel de guía invisible es hoy quien llama nuestra atención contemporánea. Solo una vez al año, durante unas pocas horas, en abril, el óculo rinde homenaje a esa puerta y la ilumina. Como justo pago a su cotidiana invisibilidad. 
El resto del tiempo, la puerta del Panteón, con su tenue luz del norte, tímida pero cierta, solo acompaña, como un suave fantasma al interior. Luego nos despide con su contraluz de vuelta al bullicio de Roma. Pero ya distintos.

4 de marzo de 2019

LA CASA QUE PARA MI QUIERO



En la casa para uno mismo, el arquitecto tiene su penúltimo pecado y su penitencia.
Por mi parte, y ya puestos a sufrir ese infierno, preferiría la más simple de ellas. Como esa que para sí hizo Marco Zanuso… Porque para hacer una casa, aun la más sencilla, más vale estar bien acompañado. Porque allí uno se enfrenta a dos colosales tareas: la primera averiguar qué es una casa, la siguiente, averiguar quién es uno mismo. 
Hacer una casa significa conocer qué es eso exterior, antagonista y hostil y ponerle nombre. Para, una vez dado, y sabiendo que consistiría siempre en un tipo específico de “afuera”, enfrentarle la casa como un escudo. “Al descubrir el mar a lo lejos los griegos se sentían en casa. En una enfermedad, cuando la hostilidad de la naturaleza ha penetrado en nuestro interior, la casa no llega a cubrir ni nuestra propia piel: la naturaleza hostil está dentro. Allí donde la persona se encuentre en su ámbito, ahí está su casa,” dice Quetglas (1). Aunque no le perdono la vaguedad, la imprecisión, de usar la palabra “ámbito”. Porque no es un ámbito sino, cuanto menos, algo semejante a un círculo… El mejor de los círculos que un hombre puede trazar en torno a sí mismo. 
Si tuviese que hacer una casa - dejadme oir un mar y darme cuatro muros - copiaría esa casa inversa a la de Palladio, con cuatro esquinas ocupadas y con una terraza con su palio de ramas. Y si alguien me preguntase “¿cómo se construye una casita?”, solo sabría responder entonces: “Se construye con un material al alcance de cualquiera: con cariño”, como también dice Quetglas. Aunque esta vez no le quitaría razón. Mientras el mar se escucha desde el patio de la casa que en mi habita. Hasta que se hiciera tarde. Tras la puesta de sol. 

 (1) Quetglas, Josep. Restos de arquitectura y crítica de la cultura. Barcelona: Arcadia, 2017, pp. 56