11 de mayo de 2025

UN ANCESTRAL SENTIMIENTO DE CULPA

Miralles, Huesca
Me pregunto si el origen de la profesión de arquitecto no comenzó de modo muy diferente al seguimiento de un canon como el propuesto por Vitruvio, o el aprendizaje de un oficio como tal, sino más bien con un temor firme derivado del puro hecho de construir. Originariamente el pavor que despertaba el castigo fruto de una obra defectuosamente erigida tal vez condujese a la creación de una profesion específica dispuesta a asumir esa carga. Construir, en sus inicios y consecuentemente, no debió ser un acto creativo como tal, sino más bien una actividad de alto riesgo. La consciencia de que cualquier obra podía salir mal suponía una amenaza que acabó por ser insoportable para una sociedad. Si eso ocurría alguien debía pagar por ello. Y no con una penalización administrativa o civil, como sucede hoy en día, sino, frecuentemente, con la vida.
A este respecto, el Código de Hammurabi no se andaba por las ramas: si una casa se derrumbaba y mataba a su propietario, el constructor era ejecutado sin miramientos. Sin informes técnicos, sin comisiones de investigación. Una lógica estricta, brutalmente directa, pero muy eficaz para acabar con los advenedizos dedicados a un negocio que siempre resultó lucrativo a lo largo de la historia. Desde tiempos inmemoriales existe la conciencia de que los edificios no se derrumban solos, sino que alguien los construye mal. Y dado que los muertos no pueden testificar, al menos de ese modo la sociedad se aseguraba de que el responsable no siguiese construyendo.
En otras culturas, la amenaza resultaba menos literal, pero igualmente poderosa. El Deuteronomio no exigía la vida del arquitecto, pero colocaba sobre su conciencia la imborrable sanción de la culpa moral: “Harás pretil a tu azotea para que no traigas sangre sobre tu casa”. La ética de la construcción es, desde sus inicios, un deber trascendente. El hacedor de edificios, el autor, se veía convertido en guardián de vidas, y no en un mero autor de formas.
En la antigua China, los tratados como el Kaogong Ji no amenazaban con la horca ni con la culpa, pero sí advertían que una ciudad mal orientada podía desequilibrar el universo por completo. El constructor no respondía ante la ley ni ante el templo, sino ante el Tao. Lo que estaba en juego no era el edificio, sino el orden del mundo.
Cuando, mucho más tarde, el arquitecto aparece como figura socialmente autorizada, no solo se le reconoce el poder del que construye o el de poseer unos conocimientos, sino el poder "del que responde". Existe ancestralmente una lógica ética que hoy hemos camuflado bajo un epígrafe entre los papeles de los seguros de responsabilidad civil. Lo que antes era un castigo impune y automático, ahora comienza con un informe pericial. Hemos sustituido la conciencia por la cobertura legal, y a veces se escapa que, en sus espacios intermedios, el hecho de ser responsable es, antes que nada, el de aquel que da cuenta de algo cuando se le preguntan los motivos. Como respondieron miles antes que nosotros. Alguna obra de Jacobo Sansovino,  Reginald W. Geare, Charles E. Barnes y Nodar Kancheli son solo una muestra del largo listado de ruinas socialmente insoportables. Es un asco si solo es eso. Ciertamente. Pero por si se olvida, la arquitectura, con cada construcción, nos recuerda eso que alguna vez supo con absoluta certeza.
I sometimes wonder whether the origin of the architectural profession had little to do with following a canon like Vitruvius’s, or with learning a trade as such, and instead began with a deep-seated fear—fear born from the very act of building.
Originally, it may not have been a creative pursuit at all, but rather a high-risk activity. The awareness that any construction could go terribly wrong became a threat too heavy for any society to bear. And when things did go wrong, someone had to pay the price. Not through an administrative or civil penalty, as today, but often with their life.
Hammurabi’s Code, in this respect, did not beat around the bush: if a house collapsed and killed its owner, the builder was summarily executed. No technical reports, no commissions of inquiry. A strict logic—brutal, direct, and highly effective at discouraging opportunists from entering what has always been a profitable business. Since time immemorial, we’ve known that buildings don’t collapse on their own—someone built them poorly. And since the dead cannot testify, this was society’s way of ensuring the guilty never built again.
Other cultures didn’t threaten death so literally, but the weight was just as heavy. Deuteronomy didn’t demand the architect’s life, but burdened his conscience with the inescapable mark of moral guilt: “You shall put a parapet around your roof so that you may not bring blood upon your house.” From the beginning, construction ethics have been a transcendent duty. The maker of buildings—the author—was not simply a designer of shapes, but a guardian of life.
In ancient China, manuals such as the Kaogong Ji didn’t invoke gallows or guilt, but warned that a poorly oriented city could throw the entire cosmos out of balance. The builder was accountable not to law or temple, but to the Tao. It wasn’t just the building that was at stake, but the order of the world.
When, much later, the architect emerged as a socially authorized figure, what was recognized was not just the power to build or the possession of knowledge, but the power to be held accountable. There is, ancestrally, an ethical logic we’ve since buried beneath a clause in our professional liability insurance. What was once an immediate and brutal punishment now begins with a forensic report. We have replaced conscience with legal coverage. And yet, in the space between, responsibility still means the same thing it always has: to be the one who responds. As so many before us have done.
Some works by Jacopo Sansovino, Reginald W. Geare, Charles E. Barnes, and Nodar Kancheli are just a handful of examples in a long history of collapses too intolerable for society to bear. It’s a disgrace if that’s all there is to it. Certainly. But just in case we forget: architecture, with every construction, still reminds us of what it once knew with absolute certainty.   

4 de mayo de 2025

MALDITA L

Johann David Steingruber, “Architectonisches Alphabet”, 1773
En arquitectura hay formas que están gafadas. En un mundo de geometrías posibles, donde el cuadrado y sus derivadas han terminado por ser las predilectas de los arquitectos (porque ya se sabe que los círculos son difíciles de partir y los triángulos resultan de una rigidez aplastante), las demás ofrecen escollos para los que hace falta oficio. Y no me refiero a los pentágonos, precisamente, sino a formas mucho más cotidianas y cargadas de matices.
La L es una de ellas. Con habilidad, funciona para edificios completos, pero a duras penas para sus componentes. Con raras excepciones, una escalera con forma de L es un claro signo de impericia del proyectista o de falta de espacio. Otro tanto cabe decir de un sillón o un mueble de cocina. Pero con todo, y llevado al extremo, la peor de las maldiciones respecto a las eles es la de tener un salón con esta forma. Porque, además de un incordio, es un inequívoco signo social de clase: igual que si tu sofá está pegado a la pared eres pobre, si tienes un salón en forma de L sucede lo mismo. (O, por el contrario, eres muy rico). Esta geometría infernal delata, en un caso, una carencia de espacio y una pésima distribución; en el otro, su exceso y la inevitable fragmentación.
El mundo de las relaciones que se producen en el gran salón en L obliga a que no sea un salón, en puridad, sino más bien un ser con dos alas, donde una está ocupada por un comedor y la otra acaba convertida en un espacio de reuniones familiares, en la que, en el mejor de los casos, una gran chimenea acaba interpuesta entre ambos. Son las alas de ese ser demoníaco las que implican la aparición de dos lugares diferentes que, por sistema, se niegan y no pueden ocuparse a la vez. Si Palladio o Letarouilly no se permitieron en sus grandes salones semejante despropósito, fue por algo.
El mundo de las formas no es inocente. La sociología, la antropología, la economía y la historia se asoman por sus puertas y se cuelan entre sus rincones, convocadas por el modo ancestral en que los seres humanos se juntan y se relacionan. Los mejores escenarios donde esto se produce, desde luego, no tienen forma de L.
  
In architecture, some shapes seem to be cursed. In a world full of possible geometries—where the square and its derivatives have become architects’ favorites (because, as we all know, circles are hard to divide and triangles unbearably rigid)—the rest pose challenges that require real skill. And I’m not talking about pentagons, but about much more ordinary, nuanced shapes.
The L is one of them. When used with finesse, it can work for entire buildings, but hardly ever for their parts. With rare exceptions, an L-shaped staircase is a clear sign of poor design or lack of space. The same goes for an L-shaped armchair or kitchen cabinet. But the worst curse of all, taken to the extreme, is having a living room shaped like an L. Because beyond being a nuisance, it’s an unmistakable social marker: just as if your sofa is up against the wall, you're poor, the same holds true if your living room is L-shaped. (Or, conversely, you're very rich). This infernal geometry reveals, in one case, a lack of space and a disastrous layout; in the other, an excess of it and inevitable fragmentation.
The kinds of relationships that unfold in a large L-shaped living room prevent it from being a true living room. It becomes, instead, a creature with two wings—one housing the dining area and the other turning into a space for family gatherings, ideally separated by a large fireplace. These wings of the demon spawn generate two distinct zones that, as a rule, deny each other and cannot be used at the same time. If Palladio or Letarouilly never allowed such nonsense in their grand halls, there must have been a reason.
The world of forms is not innocent. Sociology, anthropology, economics, and history peek through its doors and seep into its corners, drawn in by the age-old ways in which humans gather and interact. And the best settings for such encounters, needless to say, are never L-shaped.