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18 de mayo de 2020

AIRE PASTEURIZADO


En lugar de habitaciones de aire, la arquitectura puede brindar también aire pasteurizado, como los tetrabricks de la leche. Aunque su riqueza y sabor son más pobres, y tristemente solo ha sabido hacerlo con dos materiales: plástico y más plástico. Habitar arquitectura hinchable, gracias a ese aire fresco y desinfectado, ofrece las mismas virtudes que hacerlo en un quirófano: en sus tripas todo parece siempre muy limpio y luminoso, pero en realidad no se puede criar a una familia dentro de plexiglás (casi literalmente eso decía Reyner Banham). 
Los trajes espaciales portadores de una mezcla perfecta de aire en una mochila, eran su cliché. Hoy su progenie se ha vuelto súbitamente contemporánea. La cadena de imágenes nacidas de las escafandras de los astronautas pasó pronto a la ciencia ficción, luego a las vestimentas sobrepresionadas de los científicos que trabajan con virus, para acabar, no sé si degeneradas, en arquitecturas igualmente envueltas en el mismo ambiente lechoso y artificial. 
Habitar las tripas de un grandioso muñeco de Michelín puede ser divertido, como también lo es saltar sobre los castillos hinchables infantiles, pero difícilmente, esos artefactos pueden pasar a la historia por su pura e idéntica forma y su mudez significante. En el fondo, la arquitectura hinchable ofreció siempre las mismas variaciones formales y el mismo mensaje que esos profesionales de los globos, que con sus retorcidas burbujas de látex igual hacen un entretenido sable rojo, que un perro verde. Todo muy festivo, pero todo muy efímero y todo muy igual. Con un leve aroma a retrofuturo, tras el que luego no hay nada
La metáfora perfecta de esa arquitectura de burbujas culmina cuando se apaga el motor. Y su repentina flacidez, asusta. En ese instante, la erección no hay quien la sostenga, literal y figuradamente. Es entonces cuando, como sucedía con esas canciones lentas que se empleaban para desalojar a los adolescentes de las discotecas y los guateques, se acaba la fiesta. Y en el suelo queda un montón de restos blandos, casi como medusas fuera del agua. 
Como puede comprenderse, entre las habitaciones del aire y esa arquitectura de aire pasteurizado, media un abismo.

6 de abril de 2020

EL LABERINTO PERFECTO



A menudo se cree - los prejuicios así lo dictan - que el laberinto es la más intrincada de las geometrías. Pero Borges demostró que los peores son los basados en la uniformidad sin fin. De entre ellos, el desierto es el más letal. 
Así que, y puestos a encerrar a un Minotauro, a un enemigo, o incluso a proteger un secreto, cabe pensar en mejores disposiciones que las basadas en la complicación formal. (Esto se debe a que junto con el laberinto siempre está el tramposo o el inteligente de turno, que logrará escabullirse de sus enredos y peligros y encontrará finalmente la puerta). ¿Qué sitios, pues, no tienen salida (sin contar, momentáneamente, con la casa)? 
El filólogo Miguel Ángel Arcas dice que “de un laberinto se sale. De una línea recta, no". Paul Klee, define la línea como una flecha que posee timón. Deshagamos a machetazos el timón y se convertirá en la cárcel más terrible. 
La línea es una celda eterna para aquel que la habita. Un punto profundo, un pasillo infinitamente puntiagudo y estrecho que no cambia de dirección y cuyos dos extremos permanecen siempre a la misma distancia del prisionero, por mucho que éste corra hacia alguno de ellos, es un invento diabólico… 
Los arquitectos dibujan a diario miles de estas líneas aparentemente inofensivas. Las trazan con grosores variados, representando con ello paredes, muebles o simples proyecciones, pero se olvidan de imaginarlas por dentro. Allí son más peligrosas de lo que parecen. De hecho, encierran miles de minotauros desesperados.
Menos mal que habitamos casas y no líneas. Aunque no salgamos de ellas. Por ahora. 

23 de marzo de 2020

LA VIDA EN ALTO

Confinarse es un acto misterioso. Nadie en su sano juicio se retira del mundo a no ser por un motivo elevado. En su doble sentido. 
Simón el ermitaño intentó esa vida en soledad en un monasterio del que fue expulsado por sus exageraciones. Trató de apartarse del mundo refugiándose, sin éxito, en una cabaña cerca de Antioquía, luego en una cisterna abandonada y en una minúscula cueva. Abatido por sus intentos de soledad fracasada, se encaramó a una columna. Aunque estar a tres metros del suelo no era bastante, en la altura intuyó la solución. Lo intentó después a siete metros y finalmente se hizo construir una de más de quince. Permaneció sobre aquel capitel sin techo hasta el día de su muerte. Casi cuarenta años. 
Anachorein significa replegarse. El anacoreta es alguien animado por un inexplicable deseo de retiro, de retirada. Pero no de soledad. Su anhelo es más bien el de “una rarefacción de los contactos con el mundo” dice Barthes. Simón era visitado por los personajes más diversos por medio de una larguísima escalera. Se hacía llegar la comida con una cuerda y un cesto. Desde las alturas escribió cartas e incluso ofrecía sus enseñanzas… Es decir, en su intento de refugio Simón buscaba una relación con el mundo de otro orden. E hizo del alejamiento de la ciudad una profesión. 
Curiosamente el replegarse sobre sí mismo, tuvo consecuencias en la misma ciudad que había abandonado. Siguiendo su ejemplo apareció una sociedad de anacoretas. Algunos encaramados, como él, a una columna; otros decididos a vivir otros tipos de incomunicación. Su ejemplo cundió. Y esa vocación se convirtió en el embrión del novedoso modelo monástico del Monte Athos. 
Los ecos de aquel acto solitario todavía resuenan en diferentes círculos, sea el arte o la vida. Italo Calvino empleó la idea del eremita como argumento para que el “Barón rampante” no bajase de un árbol el resto de su vida. En el “Simón del desierto” de Luis Buñuel y en “el Anacoreta” de Juan Estelrich se especula punzantemente sobre aquella decisión de vivir aislado. En la soledad de cada celda, camarote o estación espacial existe una secreta hermandad con aquella vieja columna en el desierto. Hoy millares de casas se han convertido en inesperadas columnas, (de resistencia, de residencia), desde las que miramos en alto la ciudad. Quien lo desee puede llamar a esa constelación de columnas solidarias, ciudad.

13 de marzo de 2020

QUEDARSE EN CASA


Ulises tardó diez años en completar el viaje de regreso a Ítaca. Julio Verne necesitó ochenta días en dar la vuelta al mundo. En 1790, Xavier de Maistre decidió viajar cuarenta y dos días alrededor de su alcoba. Confinado en su casa tras participar en un sombrío duelo, hizo de su dormitorio un paisaje completo digno de ser visitado. Aquel encantador viaje al interior de su cuarto, además de reportarle una merecida fama, dinamitó el inquebrantable vínculo entre la casa y el habitar rutinario. En el interior doméstico era posible encontrar el mundo entero. (Cosa que indudablemente inspiró a Borges una pequeña esfera tornasolada en la que era posible ver todo el espacio cósmico).
Desde ese momento el imaginario de la casa quedó abierto de par en par. Desde nuestro dormitorio nos ha sido concedida la dicha (tantas veces olvidada) de ver la simultaneidad del universo. Sin disminución de tamaño. En toda su complejidad. Y sin necesidad de salir a la calle
Hoy el acto particular de permanecer confinados en la casa adquiere nuevos sentidos. Desde la casa no sólo vemos el mundo, sino que el interior doméstico repercute intensamente en él. Este cordón umbilical súbitamente visible despierta una hermandad entre habitantes conectados, viajeros de habitaciones, que desborda, y con mucho, el sentido de la privacidad y de la intimidad doméstica. Si lo doméstico se asociaba a la pereza y al conformismo, hoy la permanencia en la casa es un acto solidario mayúsculo. 
Tanto como decir que nuestras casas han recuperado súbitamente una de las dimensiones que pensábamos más denigradas: su sentido hospitalario. En su sentido literal y en su doble dirección: como refugio y como lugar de auxilio.

3 de febrero de 2020

HACER UNA HABITACIÓN NO ES TAN FÁCIL COMO PARECE


Aquel interesado en el difícil arte de la arquitectura sabe bien de las dificultades de hacer una habitación. Una verdadera habitación. (Porque habitaciones que lo parecen y no lo son, eso puede hacerlo cualquiera). 
Una habitación es mucho más que un vulgar rectángulo formado por cuatro paredes, un suelo y un techo. Una habitación es un continente. En su doble sentido: es un receptáculo de la vida y un territorio completo, con sus climas, estructuras y geopolítica propia. Por eso aquel que sabe hacer una habitación está en condiciones de hacer más que una habitación, está en condiciones de hacer un edificio, una ciudad y cosas mayores.
Existe una dificultada añadida: "hacer una habitación" requiere de energías que no pueden ser aportadas, en exclusiva, por el arquitecto o por el habitante. La habitación es un lugar intermedio entre ambos. Se nutre de dos universos imaginativos y de los objetos que contiene. Así pues, es un lugar de encuentro y de cesión. Es un lugar intermedio, que no está formado por un listado de propiedades, paredes o cuerpos sino que es precisamente lo que los mantiene unidos.
Es, además, un espacio incompleto, está perpetuamente "por hacer". El hacer la habitación es una operación que afecta al espacio y al habitante recíprocamente, y lo hace en el tiempo. Las habitaciones se tejen y destejen como quien hace una bufanda o un jersey imperfecto: con hilos invisibles que cosen su contenido (y que se proyectan hacia otras habitaciones).
Por eso cuando aparece una habitación, y la reconocemos, se produce algo semejante a una pequeña epifanía. Juliaan Lampens, en la casa van Wassenhove nos descubrió además que una habitación, es en esencia y en su profundidad psicológica, redonda.
Como un nido en un árbol. Que diría Bachelard.

27 de enero de 2020

EL SECRETO DE LA DECORACIÓN


Gracias a esa cama que asoma, puede presuponerse que el cuarto es un dormitorio. Sin embargo el conjunto ofrece atractivas disfunciones a todo posible descanso. Incluso el visual.
Lo sustancial del espacio se condensa en la rocas incorporadas al dormitorio y cuánto su forma determina el borde y el funcionamiento de todo el interior. A esa roca mayor se supedita todo. Pero la verdadera fuerza de la imagen se concentra en la diagonal formada por la inmensa roca y el anómalo recorte de la cortina. Tanto, que la llamativa diagonal de ese tejido colgado se vuelve en ese punto tan ridícula como aparentemente inevitable. ¿Para qué vale en realidad una cortina así? Desde luego la delicadeza de su corte no resuelve más que el problema de las vistas desde el exterior, porque a nadie se le escapa que por arriba, sobre el montante, seguirá introduciéndose la premiosa luz matinal.
Por todo ello, esta anormal cortina resulta una buena imagen de lo decorativo. Descomponiendo sus ecos y su significado vemos que en ese tejido resuena el plisado de chapa del propio techo del cuarto. Sin embargo y aunque a veces el color de esas cortinas ha sido el amarillo, y en otras este gris indiferente, la tonalidad no añade nada sustancial. En realidad su éxito como objeto se da por contraste con la geometría, dureza y material de la propia piedra cobriza. Si se piensa, las funciones de la tela en este espacio no son verdaderamente necesarias. Se trata, por decirlo de otro modo, de un elemento que, solo en apariencia tiene una función, pero que tras su análisis, trabaja principalmente sobre el plano de las puras sensaciones. Precisamente en eso reside el secreto de la decoración. Es algo que no afecta al valor pero sí al modo en que percibimos el valor. La decoración hace explicita la voluntad de valor.
Lo cual da muchas pistas a la hora de entender a toda una profesión, el campo del interiorismo, y hasta un mercado. Cada gesto de esas disciplinas quiere hacer palpable lo que valen las cosas. Más allá de su precio. Señalan las cosas, las subrayan y las enmarcan… Reclaman la atención en cada una: “¿te has fijado que valioso e importante soy...?” 

6 de enero de 2020

¿ES POSIBLE HACER UNA CASA CON UN SOLO RINCÓN?


La imagen oscila entre dos mundos: nos ponemos en la piel de la persona cubierta por un techo ínfimo y, a la vez, se hace presente la delicadeza puesta por la enorme mirada que lo sostiene… Entre esos extremos flota una pregunta sobre el tamaño de las cosas y sobre el gesto más elemental posible del resguardo. Ambas interpelan a la arquitectura. ¿Cuál es la mínima dimensión de un refugio? Y más allá, ¿Cuál es su forma primordial? 
Con la pieza “Skyviewing”, Isamu Noguchi ofrece una respuesta verosímil a ambas cuestiones. Un triedro cubre el espacio suficiente para proteger a una persona, pero lo hace de un modo incompleto. En realidad ese triedro es un rincón volteado, sostenido mágicamente en el aire. La mera idea de cubrir un espacio con un rincón resulta imaginativa y apela al profundo significado asociado a una esquina interior como espacio fundacional del resguardo, pero a la vez ofrece lecturas que resultan ambiguas. 
Por un lado en un rincón flotante no es posible acurrucarse, y por otro, su forma externa se asemeja más bien a la de un simple tejado: de hecho, ¿no es más bien una casa? Para evitar la utilitaria segunda lectura Noguchi perfora cada uno de esos paños-paredes con grandes círculos. El triedro no puede ser interpretado entonces ni como un simple techo ni acaso como un refugio. Fin del asunto. Se trata de una escultura para “ver el cielo”. Aparentemente basta con titularla de ese modo para eliminar el resto de sus significados latentes… 
La cercanía de la obra de Noguchi a la arquitectura a veces resulta inspiradora pero en muchas ocasiones, precisamente debido a esa proximidad, corre sus mismos peligros. Su caso enseña cuanto grandes esculturas se vuelven banales debido al contexto donde se insertan. Contextos banales destruyen su poética. 
De hecho, así sucede con esta pieza. Perdida en una mala plazuela de una universidad norteamericana. En lugar de estar en un museo de antropología o de etnología como correspondería a las piezas que muestran formas de habitar primordiales.

30 de diciembre de 2019

EL PELIGRO DE ESCONDERSE TRAS UNA PUERTA


La escena es tan inolvidable como terrorífica. Una puerta cae a golpe de hachazos a manos de Jack Torrance. La puerta no es suficientemente sólida para proteger a una madre y su hija. Una fragilidad que no deja de ser resonante. 
Stanley Kubrick, apoyado en Stephen King, puso al descubierto alguno de los miedos más contemporáneos, también de la arquitectura: confiamos en las puertas para que, suceda lo que suceda, nos protejan de las locuras del exterior. 
Afortunadamente la escena contraria es más habitual: el desengaño encuentra la primera protección al cerrar la puerta y convertirse ésta en refugio improvisado. Un rectángulo de madera apuntalado por nuestra espalda se convierte entonces en un rincón de emergencia. En ese instante tiene cabida el primer sollozo solitario. 
Las puertas interiores son signos vivos de las relaciones de la casa. Cerramos las puertas entre habitaciones y las abrimos, y esos gestos representan los cambios de humor, de edad y hasta de confianza entre sus miembros. La puerta adolescente a la que se llama con los nudillos sordos es el símbolo de una habitación que no es ya la de un niño, sino que se ha convertido en una auténtica “habitación propia”. El pestillo de un dormitorio simboliza el deseo de un tiempo privado. La puerta del baño se cierra por reclamo propio o ajeno, significándose con ello prisa, o intimidad. Los olores, los sonidos y las luces que se cuelan por las rendijas de las puertas  señalan su ocupación y la actividad de su interior. Con todo, las puertas de la casa siempre dejan pasar sonidos inapropiados. Sean adultos o juveniles, desengaños, risas, susurros o gritos. Cortázar nos recuerda que a su través se oye hasta “el rasguido patético de un papel higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o verde”… 
Malditas puertas cuando se convierten en rectángulos permeables que no ofrecen seguridad alguna, incluso frente a la voz de Jack Nicholson.

23 de diciembre de 2019

LAS CASAS HUELEN


Cada casa esconde su propio olor. Abrir la puerta de una casa ofrece una soberana bofetada o una caricia sobre la pituitaria. Ambas situaciones pueden ser interpretadas como un símbolo de lo que pasa dentro. 
Las emanaciones interiores, producto de los guisos, los perfumes y los cuerpos de sus habitantes, se adhieren lentamente a las cortinas, a los tejidos de los muebles y a las paredes con mayor fijación que los ácaros. Pero esa suciedad invisible no la entendemos propiamente como una inmundicia sino como una huella o un eco de la vida. Esos olores describen a los habitantes tanto más que sus perfiles en las redes sociales o su pasaporte. Olores dulzones, amargos o desapacibles retratan a sus habitantes mejor que la foto familiar expuesta en el salón. Penetrar en una puerta de un hogar ajeno es enfrentarse a un universo olfativo diferente. En algunas personas descubrimos afinidades por el olor de sus casas. Esos olores nos predisponen inconscientemente para la amistad o para lo contrario. Por eso el mundo de los mensajeros, carteros y porteros es más rico de lo que imaginamos. 
Me pregunto si esa olvidada dimensión olfativa de la arquitectura que aparece tras cruzar una puerta debiera ser proyectada y pensada por el arquitecto del mismo modo que los fabricantes de automóviles son cuidadosos en extremo a la hora de ofrecernos la deliciosa experiencia del olor a coche nuevo. En cualquier caso la idea no sería nueva. La arquitectura de Luis Barragán es aún más magistral precisamente por contemplar esa dimensión olfativa. Generalmente hemos entendido su arquitectura gracias a sus sabios colores pastel, a la delicadeza geométrica de sus sombras y sus umbrales. Pero son sus olores y sus perfumes los que hacen que sus casas sean pura magia: porque huelen a madera de la selva, a veces a humedad y a interior. Las casas huelen, y Barragán lo sabía. El arquitecto grande lo sabe y trabaja también como un perfumista. 
Ahora que lo pienso, ¿no eran Herzog y de Meuron quienes soñaban con diseñar un perfume con aroma de hormigón y de asfalto?

9 de diciembre de 2019

UNA CASA MUY SERIA DE JUGUETE



Cuando Herzog y de Meuron no eran Herzog y de Meuron hacían casas que no eran siquiera casas.  
Una de ellas no pasó de ser una idea. De hecho, se quedó en una simple maqueta que fue expuesta en 1984, en el marco de una muestra colectiva organizada en el museo Pompidou. En una caja de metacrilato a dos aguas flotaba una cubierta amansardada hecha con piezas de lego. Junto a ella colgaba una fotografía de su interior donde ni siquiera había una habitación que fuese, propiamente, una habitación. Era, sin embargo, una declaración de intenciones sobre lo que luego ha sido para ellos el núcleo psíquico del habitar. 
En ese cuarto infantil, nostálgico y algo lacónico, había “una silla de madera pintada de blanco, un estante para la ropa, un lugar para hacer las tareas, un armario abierto con adornos en forma de corazón y una cama con una manta a cuadros – desde allí ves a tu hermana que llegó tarde a casa quitarse la ropa: luces y sombras, la luna, la lámpara de noche, la lámpara de techo inofensiva con la pantalla de tela cuya sombra proyecta una cara distorsionada en el papel pintado nocturno”… 
La casa no es una forma, ni siquiera un material (estaba hecha con vulgares piezas de un juego infantil) o un lugar, sino un conjunto de sensaciones evocadas por medio de objetos. La temprana renuncia por parte de estos dos suizos a entender el descenso de la arquitectura hasta resolver el inmenso problema del habitar íntimo resulta premonitorio. La habitación íntima no es, efectivamente, una habitación, sino con un conjunto de relaciones entre una constelación de objetos y nuestra psique. En ese espacio intermedio se encuentran las entrañas de la verdadera habitación. Y en ese punto parece que poco puede decir la arquitectura y el arquitecto que deben retirarse, en silencio y sin molestar a su inquilino.

14 de octubre de 2019

LA CASA DE AZÚCAR


Las casas de jengibre no pueden ser un buen ejemplo de casi nada. Aunque como trabajos de pastelería, o como argumento de cuentos infantiles, no dejen de tener su encanto. 
La casa de azúcar constituye un tipo propio, y tiene al menos la misma importancia y peso histórico que la casa patio: consiste en obras en las que la dosis de azúcar se hace visible en un servilismo extremo hacia el habitante, sea en su disposición, sus partes o sus detalles. Para entender el peligro del exceso de endulzamiento de un obra basta trasladarlo a campos como el de la poesía, la pintura o incluso la música. El azúcar es la principal causa de que escribir un buen poema esté prácticamente vedado a todo adolescente. El mucho azúcar mata el poema lo mismo que estropea cualquier obra de arquitectura. El azúcar se manifiesta en la pura voluntad de la obra por agradar. La casa azúcar puede valerse del guiño cómplice o del ultrafuncionalismo. Pero con ello impide la lenta lectura de la complejidad y hasta la complejidad misma. En la extrema voluntad de ser acogedora, en el ocultar que en toda casa existe un reverso, asoma el dulzor del kitsch y la peor posmodernidad. Ese dulzor de azucarillo puede encontrarse de diversos modos en la obra de Michael Graves, en buena parte de la de Gaudí, en la ambigüedad de Charles Moore y en la voluntad de impresionar de John Portman. Instagram y Pinterest son hoy sus portales predilectos y aparece entre sus retículas de imágenes bajo capas de pintura flúor o pastel – pertinente caso de polisemia - y tras el encantador estilo "vintage"… 
Pero la casa es un recipiente de un intrínseco sabor amargo, como el de las almendras, y un exceso de blandura produce modorra y una invisible y peligrosa alienación. La casa debe ser alimenticia, es cierto. No solo nos debe proteger sino que nos debiera brindar los nutrientes necesarios para nuestra supervivencia espiritual. Pero sin excesos. El azúcar mata. Porque deshace las necesarias aristas y sombras que en realidad tiene toda auténtica casa. Porque si se vive en una casa de azúcar, como demostraban los cuentos infantiles, al final, el alimento es el habitante.

16 de septiembre de 2019

EL SALTITO


¿Cuántos pies distraídos se habrán empapado en ese canalón del Salk Institute for Biological Studies un día de hallazgo? Al menos los seis premios Nobel que han poblado esos espacios, (como miles de estudiantes y otros cientos de profesores) han dado un saltito grácil la mayoría de los días al cruzar la plaza. Pero seguramente hubo un día inspirado, uno de esos días de feliz "eureka", en el que cruzaron con los ojos pegados a los hipnóticos resultados del último experimento, y en el que los pies acabaron en un chof… y un posterior, chop, chop, chop…. 
Es leyenda que el espacio entre los edificios de Louis I. Kahn, quedó vacío, sin un árbol, gracias al consejo de su amigo Luis Barragán. El canalillo de agua marca el eje del espacio hacia el horizonte y suena al acercarse al rebosadero. Esa línea que marca la simetría, no puede ser ocupada por nadie. O se está de un lado, o del otro. Estar en el eje, además de antiestético, supone un ridículo despatarre. De modo que ante ese riachuelo solo se puede pasar.
Ahí está y ahí seguirá con mayor fuerza que la de los propios edificios de hormigón y madera, provocando saltitos, y dando sorpresas a los futuros premios nobeles. Y tal vez incluso a alguno de ellos puede llegar a inspirar la dosis de realidad necesaria.
Como la que tenemos al cruzar esa vulgar y hermosa acequia que nos repite desde hace siglos, como una vieja criada: “¿Pretendes conocer las cosas del cielo mientras te olvidas de lo que tienes bajo los pies?”

26 de agosto de 2019

VIVES, SIN SABERLO, EN LA CASA DE TU ABUELA


Las casas que habitamos fueron inventadas en el siglo XIX. De ese siglo de nuestras abuelas son el hormigón armado, la máquina de coser, el frigorífico, el ascensor, la lavadora, el aire acondicionado, la plancha, el timbre, el inodoro, la aspiradora, la cama plegable, la luz eléctrica y hasta los rascacielos… 
Vamos, que en nuestro habitar cotidiano nos rodean puras reliquias. Inventos de los que no parece que vayamos a desprendernos en un breve periodo de tiempo porque, por hoy, no tienen mejores sustitutos. 
Si se piensa, el siglo XX es solo un siglo de descubrimientos menores en relación a lo doméstico. Aunque la televisión sustituyó a la radio, (como a su vez ésta al lugar central ocupado por el fuego), hoy con su multiplicación exponencial ya no determina el espacio ni la forma de vida de la casa. Ni siquiera la electrónica ha cambiado gran cosa la forma del hogar en comparación con la herencia del siglo anterior. Por mucho que nos digan que subir las persianas a palmotadas o suplicándoselo a Alexa sea la repanocha, lo cierto es que, respecto a la esencia de la casa, no significa mucho. Todo sigue siendo una herencia directa de la casa de nuestros más queridos ancestros. Con ese encanto del tapetito de croché incluido. 
Del siglo XX solo el plástico ha supuesto una costosa y verdadera revolución. Tanto y tan costosa, que en este siglo XXI tratamos de desinventarlo.
Instálense cómodos junto al boudoir, porque las casas del siglo XIX aun tienen para rato.

29 de julio de 2019

LA SUCIA PUBLICIDAD DE LA ARQUITECTURA


Siempre me he preguntado si la publicidad contenida en las revistas de arquitectura no deja de ser, de algún modo, el retrato indirecto de los prescriptores de la propia arquitectura, la imagen de un mundo ensoñado, o el simple desvarío de los presidentes de las compañías de turno extasiados con sus productos. 
Si por lo general la publicidad siempre se ha mostrado como un espacio de creatividad, cuando lo han hecho tratando de vender al colectivo de los arquitectos, es como si hubiesen renunciado a su cometido. O hubiesen delegado en sus más barbilampiños becarios. 
Por ejemplo, e injertada entre proyectos y sesudos artículos de los intelectuales más reputados, esta imagen publicitaria aparecía en una revista de arquitectura de los años setenta. Aunque no lo parezca, pretendía vender el jacuzzi bermellón. Ningún publicista medianamente respetable se la jugaría con el conjunto de tópicos, dobles sentidos e indefiniciones de arriba. La imagen no tiene sentido ni aunque quisiera vender el jacuzzi al actual y todopoderoso cancerbero de la frontera norteamericana. Y además deja un extraño regusto por ser un conjunto de raros contradichos: una partidita de cartas en una bañera, los sombreros tejanos, la pistola sobre la mesa y el desierto alrededor son más que un atrezzo casual. 
¿Qué hacen dos maduritos en un rojo y burbujeante spa en mitad de ninguna parte? ¿Se intuía ya por entonces que había que vigilar la frontera del sur de Texas? ¿O era una reivindicación de otro tipo de libertades?... Lo único claro es que allí no hay afuera, ni toallas. Y que empezaba a hacer fresco. Definitivamente los publicistas de la arquitectura están y han estado siempre locos. Aunque el jacuzzi mola.
(La semana que viene les escribo entre sus burbujas. Me lo instalan en dos días. Feliz verano). 

15 de julio de 2019

CASTIGADO AL RINCÓN


La expresión "¡Castigado al rincón!" se ha sustituido, en no sé qué malhadado momento y debido a no sé qué pérfida pedagogía, por la de "¡A pensar al rincón!". Con ello no nos damos cuenta del tremendo daño se ha hecho a la palabra "rincón", ya que ha dejado al descubriendo su extraordinaria capacidad como lugar para pensar. La cantidad de satisfacciones que reportan los rincones han quedado entonces expuestas impúdicamente. E incluso se han quitado a los castigos lo mejor de su penitencia: el consuelo de un solitario runrun sin molestias. 
Esa capacidad de los rincones para curar las heridas no debe ser pasada por alto. Por algo los rincones son los lugares de resguardo entre los cruentos asaltos de los boxeadores. En el rincón nadie nos puede atacar. Los rincones brindan una extraordinaria protección animal a nuestras espaldas. Y hasta señala que tenemos espaldas.  
Por eso habría que rehabilitar los rincones como lugar de castigo infantil (camuflado ahora de pensamiento tranquilizante) y empezar a emplear pedagogías que no usaran la arquitectura como medio punitivo. Y menos los rincones. Porque la arquitectura no es un castigo. Al menos, no consciente.
En los rincones nos rodean tres aristas y desplegamos el cuerpo a su alrededor de un modo particular y cercano. El horizonte de los rincones es al que llegan nuestras extremidades y nuestros ojos miopes. Alrededor de los rincones, construimos una burbuja de espacio particular y basta hacer un experimento, como este del artista polaco Zbigniew Warpechowski, para que percibamos el rastro de ese espacio primordial. Este tradicionalista de vanguardia que era el performer grafitero de la imagen, con la simpleza de marcar las paredes, parece que ha quedado investido del aura de los superhéroes o los santos. Si así fuera, lo sería, ni más ni menos, gracias al halo que proveen los rincones, que nos hacen santos involuntarios del espacio privado.
Para que luego los despreciemos como lugares de inútiles castigos. 

24 de junio de 2019

LA DENIGRADA ZONA DE CONFORT



Cuando los vendedores de felicidad espiritual nos animan a salir de nuestra zona de confort, porque lo más valioso está fuera, porque las experiencias más estremecedoras y ricas se encuentran más allá de sus límites, el único remedio es resistir y rezar, y mucho, para no caer en esa tentación.
Con lo que ha costado a la humanidad construir eso que ahora se desprecia: la zona de confort. ¡Menudo inventazo!. Mucho más importante que la patata o la penicilina. Porque la denigrada zona de confort ha salvado más vidas que el tubérculo y Alexander Fleming juntos. 
Una casa caliente, bien ventilada, una casa donde no se hacinen sus habitantes. Una casa separada de la humedad del suelo, con paredes secas y sin mohos. Una casa limpia y con puertas que protejan su interior... Como para que ahora nos digan que la zona de confort es el mayor de nuestros males… 
Plegarias sin fin a quienes contribuyen a conservar las amenazadas zonas de confort, es lo que deberíamos hacer. Y junto a esas manifestaciones públicas de fe, debiéramos cultivar las jaculatorias privadas a los radiadores, a los pasillos, a los felpudos y a las cortinas. Rogad por nosotros, objetos de culto que construís las valiosas zonas de confort que son las casas. Porque sin ellas dedicaríamos nuestra vida diaria a sobrevivir de mala manera. ¿Saben por qué? 
Porque las zonas de confort son los lugares de partida, porque en ellos no existe la tensión del teatro público, y porque nos permiten ahorrar energías para otras cosas. Quizás más importantes. Por ejemplo, soñar.

20 de mayo de 2019

MULTIPLES TÁCTICAS DE ARQUITECTURA


Si las estrategias se han vuelto imprescindibles para el arquitecto, las tácticas son la ocasión del habitante de hacer con esa arquitectura lo que buenamente pueda. Porque mientras que el proceso del proyectar es estratégico, el de habitar es puramente táctico. En el sentido que ambas palabras tendrían en un campo de batalla. Precisamente la arquitectura surge en ese terreno intermedio. 
Desde ese punto de vista las tácticas del habitar resultan siempre transgresoras. Porque en realidad el que ha definido previamente lo normativo que subvertir es el arquitecto por medio de la coherencia del proyecto. Ante eso el habitante solo puede habitar tergiversando lo proyectado, puesto que la vida con su riqueza no puede preverse por completo. 
Los arquitectos, ante el primer clavo sobre una pared recién concluida sienten el mismo dolor que una trepanación en su propio cerebro. No hay explicación posible para algo que no debiera ser doloroso, pero es un hecho. Ella o Él, que han tratado con mimo el crecimiento de la obra, que ha cuidado los detalles y la lisura de esas paredes, de pronto son despojados de su progenie por unos salvajes habitantes, que sin entender sus desvelos, ocupan con sus trastos, generalmente vulgares y sin orden, a destruir toda limpieza. 
El relato táctico no es más generoso con la otra parte. ¿Cómo es posible que los cajones tropiecen con la ventana?, ¿o que el interruptor esté situado en tal o cual sitio infame, o que las habitaciones o los armarios no sean un poco más grandes? 
Ese malestar compartido y no necesariamente simétrico tiene lugar en una habitación construida, en cuya intersección se produce, sin embargo, un hecho mágico y poco relatado. Con el día a día, y la recolocación de la vida en torno a esas habitaciones se diluirán los roces. Y, como sucede con los zapatos nuevos al domarse, de pronto la casa se dará en nosotros y nosotros en ella. 
Ese modo progresivo de habitar, con sus leyes y secretos, ha sido poco valorado por los tiempos en que el objetivo de la arquitectura no era el habitar sino el impresionar. Sin embargo ese habitar rozando, puliendo, es capaz de establecer lazos recíprocos con lo construido capaces de abrir canales que habitualmente permanecen ocluidos. Ese modo diario de ocupar el espacio y dejarse ocupar por él, abre la vida a un modo de entendimiento de las cosas diferente. Ese modo de habitar, en realidad, supone un verdadero buen vivir nada despreciable. 
En el conjunto intersección entre lo estratégico y lo táctico, y por mucho que suene a lejana utopía, se da la disolución de la baja y la alta cultura, y el discurso elitista o popular de la arquitectura misma. En ese espacio intermedio ya no hay niveles, salvo de disfrute. Todo un camino que explorar.

22 de abril de 2019

SE CUELAN POR LAS FISURAS


El cotilleo no parece ser muy satisfactorio. La joven trata de escuchar a través de la pared pero no se la ve muy contenta con el resultado. Su cara, con la mirada perdida, permanece, a pesar de todo, concentrada en averiguar un secreto. ¿Hablan de ella? ¿Le incumbe esa conversación que se cuela a través de la fisura?
Al contrario de lo que sucede con los muros, toda pared deja pasar mensajes a su través. Tal vez se trate solo de susurros. Pero el mensaje del otro lado, y eso parece evidente, no es el de los gritos de una discusión sino de algo menos audible. Con todo, lo hermoso de la pintura, más que el preciosista realismo prerrafaelita que sitúa su técnica en un momento neoclásico, es su capacidad para constituirse en el retrato de tres personas. Dos conversando, ausentes del cuadro, y otra, visible, que trata de escucharles.
El cuadro, hermosamente, es capaz de contar una de las esencias de la habitación, tal vez de todas las habitaciones: que permanecen unidas entre sí. Que tras una pared, existe siempre otra habitación. Y en ella, otro habitante. Esta ecuación secreta, que a veces resulta tan desconocida a algunos de los grandes tratados de la arquitectura clásica, es puesta de manifiesto en la cotidianeidad que pasa a través de las paredes de todos los días y nos obligan, lo queramos o no, a saber cosas de quien vive al otro lado que no siempre quisiésemos saber. Que hay siempre una cara oculta donde hay una vida de la que somos una mera simetría.

1 de abril de 2019

LOS CAZADORES DE LA CASA


Los arquitectos tienen como sueño hacer la casa. Pero no una casa, sino LA casa. 
Esa casa es la pesadilla que les atosiga, que les quita el sueño y que les persigue, porque la casa se les escapa como una comadreja en un bosque nocturno. La casa es escurridiza y aunque el arquitecto tiende trampas en forma de casas particulares que hacen las veces de sofisticados señuelos, la casa se vuelve a escabullir sin apenas dejar huellas. 
La casa, como una anguila platónica, es inatrapable. Y así vamos los arquitectos por el mundo, con la tristeza de los cazadores furtivos al regresar a su hogar con hambre y sin nada que llevarse a la boca. Y es entonces cuando guisan una casa, con tal o cual ingrediente: una casa blanca, sobre pilotes, con ventanas corridas y todo eso. O una casa de vidrio que parece flotar, o una casa que vuela ligera sobre un salto de agua… 
Y al día siguiente vuelta a la tarea. Hambrientos, un poco malhumorados, pero con la insaciable ambición de los grandes que antes que uno vieron la casa ante sus narices y estuvieron a punto de atrapar, y de los que se siguen cantando leyendas y canciones un poco tristes pero hermosas.

4 de marzo de 2019

LA CASA QUE PARA MI QUIERO



En la casa para uno mismo, el arquitecto tiene su penúltimo pecado y su penitencia.
Por mi parte, y ya puestos a sufrir ese infierno, preferiría la más simple de ellas. Como esa que para sí hizo Marco Zanuso… Porque para hacer una casa, aun la más sencilla, más vale estar bien acompañado. Porque allí uno se enfrenta a dos colosales tareas: la primera averiguar qué es una casa, la siguiente, averiguar quién es uno mismo. 
Hacer una casa significa conocer qué es eso exterior, antagonista y hostil y ponerle nombre. Para, una vez dado, y sabiendo que consistiría siempre en un tipo específico de “afuera”, enfrentarle la casa como un escudo. “Al descubrir el mar a lo lejos los griegos se sentían en casa. En una enfermedad, cuando la hostilidad de la naturaleza ha penetrado en nuestro interior, la casa no llega a cubrir ni nuestra propia piel: la naturaleza hostil está dentro. Allí donde la persona se encuentre en su ámbito, ahí está su casa,” dice Quetglas (1). Aunque no le perdono la vaguedad, la imprecisión, de usar la palabra “ámbito”. Porque no es un ámbito sino, cuanto menos, algo semejante a un círculo… El mejor de los círculos que un hombre puede trazar en torno a sí mismo. 
Si tuviese que hacer una casa - dejadme oir un mar y darme cuatro muros - copiaría esa casa inversa a la de Palladio, con cuatro esquinas ocupadas y con una terraza con su palio de ramas. Y si alguien me preguntase “¿cómo se construye una casita?”, solo sabría responder entonces: “Se construye con un material al alcance de cualquiera: con cariño”, como también dice Quetglas. Aunque esta vez no le quitaría razón. Mientras el mar se escucha desde el patio de la casa que en mi habita. Hasta que se hiciera tarde. Tras la puesta de sol. 

 (1) Quetglas, Josep. Restos de arquitectura y crítica de la cultura. Barcelona: Arcadia, 2017, pp. 56