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22 de octubre de 2018

ESTAFADORES


Cualquier comentarista de la obra de Mies Van der Rohe en algún momento ha empleado su aspecto elegante y distinguido, la seda de sus corbatas y sus zapatos italianos como el código más seguro para descifrar su trabajo. Mies sabía atrapar la atención con esas cosas. Y sabía bien como construirse a sí mismo como una marca perfecta, de funcionamiento semejante al de esos artilugios atrapa moscas. Sin embargo aquí, al contrario que de costumbre, y lejos de mostrarse con uno de sus elegantes trajes confeccionados en la sastrería vienesa Knize, usa otro tipo de trucos. Enigmáticos, indudablemente. Pero preparados y orquestados como un discurso que no llegamos a descifrar fácilmente. ¿Qué significa Mies en pantuflas? 
Mies van der Rohe cómodamente retratado, sin tensión ni testigos, en una escena doméstica es algo impensable. Porque Mies y la intimidad de lo doméstico son ideas incompatibles. O dicho de otro modo, no es que la modernidad no fuera cómoda, cosa que la señora Farnsworth ya había denunciado, era que el ideario de la casa de vidrio moderna no ofrecía ningún resquicio a esa apacible forma de vida que parecía disfrutar el propio Mies en esa imagen. El proponer a los demás habitar en una urna de cristal era una declaración de guerra al mismo concepto occidental de intimidad, pero el hecho de no someterse uno mismo a esa terapia, tenía otro nombre. Y estaba cercano al de hipocresía. 
A mediados del siglo XX el movimiento moderno había descubierto y silenciado una grave fractura en sus principios, que no estaba solamente motivada por la crisis intelectual provocada por la gran guerra. Entre la forma propuesta por la arquitectura de acero, hormigón y vidrio y la vida, era clamoroso un malentendido. Si la imagen de Mies con su batín de seda dejaba traslucir algo de la autoconsciencia posmoderna respecto a esas limitaciones, no es que esa pose fuese ridícula en si misma, sino que era, más bien, clarividente. Porque era el retrato de la vida de cualquier persona. Por mucho que se mostrase allí un personaje enfundado en seda y fumando carísimos puros habanos, el sujeto de la fotografía no era Mies. Era lo doméstico. 
El espacio que abría Mies en esa imagen en pantuflas era la del espacio sin ironía y sin la aspereza impuesta a los habitantes de su propia arquitectura. Esa imagen significaba que cada espacio, incluso el de la casa Farnsworth, podía ser un espacio legítimamente plantado con geranios, cubierto por cortinas y adornado con esculturas de leones de piedra, gracias a la fuerza moral que otorga el habitar diario. La señora Farnsworth, por mucho rencor y pleitos interpuestos a Mies por construirle una casa inhabitable, fue, en buena medida su coautora. Y no simplemente por el mero hecho de haber realizado el encargo a Mies o haber sufragado el experimento, sino por el modo en que llenó aquellas plataformas blancas de acero y vidrio con su vida. La ocupación de la arquitectura y el uso que hizo de ese espacio aparentemente inhabitable durante veintiún años revelaron muchos más matices que los previstos por Mies en su proyecto
Hoy sabemos que la arquitectura surge precisamente en el intersticio entre un proyecto sistemáticamente frustrado y su roce con la vida. La arquitectura se nos aparece, pues, como un malentendido. O mejor dicho, la arquitectura puede que surja al convertir ese malentendido en arte. 

8 de octubre de 2018

DE LA "CAMA CALIENTE" A LA "CASA CALIENTE"


La utilización continúa de la cama sin dejar tiempo a que se enfríe en un relevo de cuerpos incesantes, aunque sin viso alguno de lujuria, dio pie a lo que se conoce desde antiguo como sistema de “cama caliente”. La cama siempre ocupada, como lugar de sobreexplotación laboral, se relaciona desde entonces con la pobreza. Dormir en una cama ajena y en un horario intempestivo ha sido un síntoma de que el descanso y el hogar no tienen por qué estar vinculados. De hecho, hasta se ha convertido en el símbolo de un hogar lejano. 
Hoy el viejo sistema de “cama caliente” se ha extendido y trasformado de una manera inimaginable. Gracias a fenómenos como Airbnb, cada casa vacía, sea por días o por vacaciones, puede ser alquilada a un extraño. El tiempo vacío de la casa es sujeto de ganancia y explotación. La casa es ahora un hotel. Y los vecinos, simples extraños. Por eso la casa hoy es un horario alquilable antes que un refugio de intimidad. Un horario marcado por el de los vuelos Low cost y sus despegues y aterrizajes. Las casas se llenan de inquilinos con un jet-lag dominguero y los portales se desgastan y ensucian con el traqueteo incesante de maletas. 
Sin embargo el sistema de “cama caliente” reformulado desde la vieja sobreexplotación laboral al actual mundo del turismo, y propiciado por el mundo de la hiperconcetividad, no se detiene en la casa, ni se reduce a la cama. En realidad la casa en si misma se puede ahora compartimentar y lotear. Sin fin. Distintas plataformas en red nos permiten ofrecer un puesto de trabajo en el salón de nuestra casa por horas, alquilar nuestra cocina, o incluso nuestro baño… 
Cualquier casa puede ser convertida potencialmente en una “casa caliente” si para ello reúne unas condiciones de contorno favorables. Es decir, si su exterior está bien localizado. Porque no hay “casa caliente” posible en la periferia o en un lugar sin un claro interés de mercado, sea turístico o cultural. Consecuentemente, la arquitectura ha dejado de importar, puesto que no aporta valor en esa transacción. El valor de la casa se concentra ahora en la limpieza, valorada con un número de estrellas, likes o comentarios en un portal de internet, y en el emplazamiento. 
Así pues, la “casa caliente” se construye para ser limpiada con facilidad y para que sus estancias puedan ser instagrameables. La cocina, el balcón y los baños, con sus azulejos gresificados de falso terrazo, todo con un agradable aire vintage, son el nuevo exterior. Porque la exterioridad-exterior no existe en el mundo de la casa caliente. La arquitectura se ve reducida a una geolocalización y a un interior convertido en fachada. 
Así las cosas, no es que barrios enteros pierdan sus inquilinos, sus comercios y su identidad, sino que ese desplazamiento se produce de manera masiva y simultánea. Cualquiera que conozca Madrid sabe que el barrio de Lavapiés, como vecindario y cuerpo de relaciones sociales, ya no está en Lavapiés. Ha migrado en bloque a Arganzuela. O dicho de otro modo, hoy Arganzuela es más Lavapiés que esa porción de suelo que sigue apareciendo en los planos turísticos llamada Lavapiés. Y así sucede en Berlín, Londres o París. El nombre que se emplee para describir ese fenómeno poco importa. Lo cierto es que tiene su origen en un cambio radical en la concepción misma de la casa, donde Europa se ha convertido en su paraíso. La vieja Europa explota con tal ímpetu su encantador pasado por medio de las “casas calientes” que hasta ha llegado a constituirse ella misma como el “continente caliente”. 
Mientras tanto la casa para el europeo medio es un mero alojamiento temporal. Porque nadie asegura al inquilino su permanencia, y que no tenga que embalar pronto sus cosas para una nueva mudanza. Esta nueva forma de nomadismo trae aparejada una nueva concepción de la casa para los habitantes sin propiedad. En cada cambio el nuevo nómada deberá afrontar un refugio con menor superficie disponible y más tiempo de desplazamiento a sus empleos. Menos mal que, al menos, podrá ir de vacaciones a Berlín o a Londres. Porque allí hay unos pisos de alquiler en el centro, de lo más cucos. 
Ya mismo puede sacar los billetes por Ryanair.

6 de agosto de 2018

PARAR A TIEMPO


No es fácil parar a tiempo. Y menos saber dónde. Entre otras cosas porque el parar, el detenerse, es, en sí mismo, significativo. A veces parar es rendirse, y otras no saber seguir. A veces detenerse habla de lo incompleto y otras significa "sígase como lo hecho hasta ahora", igual que sucede con el musical término “da capo”. Lo inacabado reclama en muchas ocasiones una especie de silencio, pero en otras, solamente pide ser rellenado con la imaginación. Porque el vacío es espacio en espera que debe rellenarse en nuestra mente.
Como un cuaderno de caligrafía incompleto rescatado de la infancia, uno se pregunta por el motivo de su inacabamiento, "¿Se habría terminado el curso?", "¿quién era ese que dejó la tarea a medias?","¿Fue culpa del profesor o de la inconstancia y cansancio del alumno?"...
En arquitectura uno de los más preciosos lugares donde sentir el peso de ese inacabamiento es el ornamento. Porque es en esa decoración prescindible donde se ofrece un tiempo latente, detenido. El ornamento inacabado, aquí de Piranesi, pero fácil de encontrar en toda la historia, desde el elocuente silencio en una de las fachadas del palacio de Carlos V en Granada, a las columnas inacabadas del templo de Segesta, en Sicilia, nos recuerdan que ya otros se comunicaron a través del abandono de las cosas antes de haberlas concluido. Que la rendición en el detalle a veces es distracción, a veces cortesía y otras tareas a descifrar. Que el abandono de la obra, sea causada por la ruina económica, por una falta de medios con los que continuar, es siempre emisor de significado.
Si el abandono del ornamento corresponde a una desaparición del artesano, a la falta de materia, o de las energías, entonces el ornamento no es un delito. Lo que es un crimen del ornamento inacabado es cuando no dice nada de nada. Cuando ni siquiera asoma allí, en el detalle sin concluir, esa debilidad que hace que la arquitectura sea tan humana.

11 de junio de 2018

BRILLANTE, PULIDO, SIN JUNTAS


Hoy el brillo es el símbolo del lujo. Ante el brillo somos los sujetos de un permanente efecto “black mirror”, también en la arquitectura. La tiranía del brillo y de lo pulido son hoy nuestro nuevo sistema político-arquitectónico. Aunque, eso sí, el brillo no se vota. 
Las cajas espejeadas de Dan Graham, las superficies sinuosas de Anish Kapoor, la arquitectura de Foster y los productos I-phone son la pureza encarnada en objetos que no reclaman ya ser tocados, puesto que su superficie no manifiesta impureza ni sombras. Las aristas de lo pulido se han convertido en un símbolo de la perfección aplazada. Cada junta promete desaparecer en el siguiente modelo y en la siguiente obra. Pero el brillo no se dibuja ni se planifica. Se dicta. Lo pulido se ha vuelto impermeable al pasado y a la memoria. El brillo disuelve la materia. Y con la materia, la gravedad y la construcción. 
Pero, ¿cómo ha llegado a fabricarse esa simbología del brillo y del pulimento como imagen del futuro y de la limpieza?, ¿Cuándo entró el brillo en nuestro vivir cotidiano? ¿Cuándo se llenó la arquitectura de superficies fantasmales? 
El brillo del hogar siempre fue mineral, breve y costoso. El brillo antiguo no aparece en la arquitectura de la casa salvo en objetos, joyas, roblones, tachuelas y pequeñas superficies bruñidas de espejos y metales. En las cocinas, en cazos de cobre, todo lo más, pero con la forma de un pobre reflejo bermellón. Las escenas domésticas del pasado solo contienen brillos como puntos estrellados, y sólo lo religioso se permite en la pintura un brillo agrandado como símbolo de lo sobrenatural. 
Desde el barroco, lo brillante comenzó a invadir la arquitectura gracias a los dorados, aunque fue mucho más tarde cuando llegó a asociarse con el pulimento. Hoy el binomio brillo-pulido encarna el ideal de la arquitectura del futuro. El plástico, glauco y opaco, ya no es capaz que de ofrecerse como una alternativa a esa simbología del futuro que ocupó la casa en los años cincuenta y sesenta. 
Hoy nuestras casas están cada vez más invadidas por azulejos, por pantallas de televisión y por teléfonos sin botones. Convivimos con sus brillos como un espejo sin fin. Nuestras casas brillan gracias a materiales cada vez más grandes, sin tornillos ni soldaduras, a la vez que toda una plétora de productos de limpieza aseguran que el brillo no engaña. 
Proféticamente, Tanizaki, en su “elogio de la sombra” se espeluznaba a principios de siglo cuando en Japón los baños empezaban a parecer espacios tecnológicos repletos de cerámica vitrificada. El brillo era, de hecho, lo más insoportable de lo moderno. Suponía una amenaza contra el pasado y su tradición que depositaba valiosas capas de sucio uso sobre las cosas. Hoy que ese brillo pulido y sin juntas procede en gran medida de sus fabricantes orientales de tecnología, el destino nos ha devuelto el invento como una paradoja agigantada e imparable. 
Sin embargo la casa parece el último reducto frente a esa invasión brillante. Aunque no por una autolimitación de los habitantes o una consciencia de su peligro. Si la pugna está en mantener la casa radiante porque significa que está limpia, en otras estancias, misteriosamente, lo rugoso y lo blando lucha por mantener el derecho inalienable del confort. Por eso hoy la casa encarna el campo de batalla de las tiranías ocultas del brillo y del confort. Luchan a muerte asesina por sus rincones. Y mientras miramos el terciopelo de las cortinas o el cuero del viejo sillón, consultamos las noticas sobre el brillo del plasma, no somos conscientes de los cadáveres que caen a nuestro lado como fantasmas. Pero ¿se imaginan cuando el brillo sea confortable?

2 de abril de 2018

UNA VERDAD INCÓMODA SOBRE LA COMODIDAD


La comodidad, palabra sacrosanta en nuestra vida doméstica y a la que nadie está dispuesto a renunciar, sufre una fractura en cuanto cruzamos el umbral de nuestros hogares. Fuera, la ciudad se muestra hostil y declaradamente contraria al confort. 
La ciudad con sus ruidos, contaminación y tráfico es el lugar de la única incomodidad posible en nuestro día a día. Quizás soportamos sus asperezas porque sirve al intangible bien de vivir juntos. Sin embargo de nuestras calles y plazas, de los parques y jardines se ha suprimido toda posibilidad de estar un tiempo sin sentirnos cohibidos por la presencia de los otros o por la creciente reducción de sus bancos, aceras o espacios sin resguardo de sombra o viento. 
A tal punto hemos dejado de exigir a la ciudad lo mismo que a nuestros hogares en términos de comodidad que, efectivamente, este mismo concepto es lo que hoy resulta más significativo a la hora de señalar las antiguas diferencias entre lo público y lo privado. Porque hoy lo público es aquello a lo que no exigimos que sea cómodo y lo privado aquello cuya comodidad es irrenunciable. 
La claudicación de la comodidad en lo público no solamente se limita al espacio urbano. También sufrimos la progresiva incomodidad de las ciudades en su burocratización. El empleo del espacio público está cada vez más reglado por normativas y por la aparición de elementos que lo esclerotizan. Se hace incómodo cruzar por pasos de cebra dirigidos con vallas, se hace incómodo pasear por las aceras crecientemente ocupadas por escaparates, y se hace incómodo hasta el vagar sin rumbo. 
Si se quiere disfrutar de la comodidad de una ciudad solo hay que pagar el canon de ocupar las terrazas de las cafeterías y restaurantes que desplegadas sobre sus aceras, con sus cercas de vidrio y sus sillones tapizados. Es en esa privatización del espacio público donde se nos recuerda que lo privado es cómodo. Y que si queremos sentirnos “a gusto”, volvamos a casa. 
Esas islas de comodidad en la ciudad demuestran como lo cómodo es uno más de los mantras del puro consumo. La comodidad es hoy el símbolo de toda relación comercial. Es el tono y el primer requisito que todo espacio mercantilizado debe poseer. Porque en la actualidad nada hay más cómodo que comprar. Por eso cuando nos sumergimos en lo mullido y lo confortable hay que empezar a sospechar qué nos quieren vender. Porque, nadie lo dude, ese es el espacio de venta preferido por el mercado y donde se produce una de las más importantes batallas por su control.
La verdad es incómoda por algo.

12 de marzo de 2018

LA CASA SIN INTIMIDAD HACIA LA QUE CAMINAMOS


La casa trasparente de Mies constituye una imagen premonitoria de nuestro futuro. Hoy, gota a gota, con un delicado e imperceptible desangrarse, entregamos cada día datos de nuestra intimidad en el mundo intangible de las redes. Hoy los muros que nos rodeaban se acercan a aquellas paredes sin sombra de la casa Farnsworth.
La casa no escapa a la creciente recolección de microdatos que perfilan nuestras costumbres. Y con ellos nuestro más íntimo ser. Grandes ordeñadores de información sin cara ni nombre, gracias a nuestros hábitos con el termostato, a la frecuencia con que reponemos la nevera, a la exponencial exactitud de geolocalización que brindan los móviles que van en nuestros bolsillos, gracias a los horarios y títulos de nuestras series de televisión, sabrán, sin habérselo cedido explícitamente, la distribución y uso de cada uno de los espacios de nuestras casas; si hacemos la cama o la deshacemos, si llevamos una vida sedentaria o saludable, y hasta nuestros gustos menos conscientes.
Lo cierto es que la incesante recolección de datos nos hace pasar progresivamente de habitantes a clientes. El vaciamiento de la casa en cuanto a su capacidad de recoger y resguardar nuestra intimidad es imparable. Nuestros hogares pierden su capacidad de ser espacios de protección para ser escaparates. De hogar a mercado.
Sin embargo, sabemos que el mercado y la intimidad se guían por tensiones contradictorias. La intimidad requiere de una necesaria infraexposición para garantizar una verdadera libertad. Pero ni las leyes, ni nosotros mismos nos protegen de regalar pedazos de autonomía a cambio de los microgramos de dopamina que proveen las redes sociales con cada “like”. Los hogares “cookizados” dejan de serlo. Peor, no late en nosotros el miedo a un ojo que todo lo ve, sino tan solo la consciencia de una inocua y creciente capacidad para coser esos datos, y a nosotros con ellos, ofreciendo, ya no un retrato robot, sino un perfil de ventas personalizado y único. Ese perfil tal vez sea lo que queda del habitante. Es decir, nuestra personalidad privada de la libertad de elegir.
No sentimos la amenaza de la brutal pérdida de libertades que el internet de las cosas y los datos lleva aparejado, ni cuánto este fenómeno sitúa a la casa como su centro de operaciones predilecto. Aunque, si la casa era la última frontera infranqueable, desde que apareció la posibilidad de comprarlo todo sin poner un pie fuera del felpudo de nuestros hogares - fueran libros, comida o masajes, y de conocer nuestros deseos y costumbres - era cuestión de tiempo que nuestro hogar se viese reducido a una mera protección climática y a una inversión inmobiliaria. ¿De qué nos extrañamos entonces?
Aun así, ¿qué será de nuestras casas cuando dejen de ser un lugar de ensoñación? ¿Podremos soportar que sean lugares sin privacidad? ¿Acaso es esa su esencia?, o por el contrario, ¿Seremos capaces de reformular un nuevo concepto de intimidad y reclamar que la casa sea un lugar de sombra donde pueda germinar un nuevo concepto de protección ajeno al mercado?

29 de enero de 2018

PORQUE IMPORTAN LAS ESCALERAS


Las escaleras importan. A pesar de que nadie se ocupe ya mucho de ellas. Y a pesar de ser objetos obsoletos y despreciados. Importan y no por simple caridad. Tampoco por un afán utilitarista, aunque sigan siendo necesarias en caso de incendio. Las escaleras importan porque constituyen el elemento conectivo más elemental de la arquitectura.
Este elemento, que es a su vez un proto-vínculo, simboliza el objetivo último del antiguo arte de la composición y representa la más básica fuente de unión entre lugares disímiles en esta disciplina. Además de poseer una extraña capacidad mágica por la que, siendo en sí un mecanismo espacial, es capaz de unir otros dos diferentes. Es decir, como los puentes hacen en horizontal al atravesar valles o ríos, las escaleras crean espacios en sus dos extremos siendo ellas un espacio particular. Son por ello, el primer y más sencillo sistema de sintaxis en arquitectura. 
Al igual que los biólogos sienten pasión por las moscas del vinagre o los genetistas por el Caenorhabditis elegans, un gusano despreciable pero modélico desde el punto de vista de la investigación celular, las escaleras son extraordinarios modelos para el desarrollo de la arquitectura, entendida ésta como problema de relaciones antes que como un problema de imagen. 
Verdaderamente las escaleras han perdido protagonismo con el trascurrir del siglo XXI, pero sin embargo, si realizásemos un exhaustivo análisis de su anatomía, darían pie a averiguar cuáles son los sistemas de vinculación primarios entre diferentes situaciones, relaciones y usos en el ecosistema edilicio. Sin estudiar a fondo ese ser unicelular que es la escalera es imposible comprender siquiera hoy lo que significa lo vertical en términos Bachelarianos, ni puede que tampoco, en otro extremo y puestos a especular, el sentido de progreso social. 
Si los laboratorios de biólogos, médicos y biotecnólogos están ocupados desvelando el genoma de gusanos, ratones y de la Arabidopsis thaliana, los investigadores de la arquitectura tal vez debieran estudiar más de cerca el genoma, no del parametricismo, o cualquier -ismo que aparezca en el calendario, sino el más útil y a la postre, más productivo, de las escaleras, ¿Por qué?. Porque son más fáciles de manipular, de trabajar y mantener que las obras completas. Porque  nada hay tan parecido a la arquitectura con una estructura celular tan sencilla. De su recombinatoria, de su producción y de su cultivo depende en buena medida, como seres testigo que son, el avance y los descubrimientos futuros en campos como el del envejecimiento y genética del desarrollo de la arquitectura.
Por eso nos apasionamos por las escaleras, ¿Acaso valen menos que gusanos o la levadura?

8 de enero de 2018

GESTOS QUE IMPORTAN


Un anciano contempla el dibujo con sumo cuidado. Con su gesto trata de no estropear lo hecho, las manos se alejan y agrupan como en una plegaria, y se apartan entrelazadas para no dañar la pintura fresca de la litografía. Mientras, el cuerpo volcado hacia el resultado mira de cerca para apreciar todos los detalles. Es como el gesto de un abuelo ante un nieto recién nacido. Parece preguntarle, sin palabras, si se encuentra cómodo o tal vez simplemente contempla sus facciones sin querer despertarle. 
Es el retrato de un encuentro, donde el dibujo y el hombre se han acercado lo suficiente para iniciar un tipo de conversación que trasciende la de las palabras. 
El gesto importa porque habla de un especial cuidado del dibujante ante las cosas que hace. Es un gesto indudablemente prioritario. Importa porque es el signo de una colaboración exenta de prisa, capaz de aislar del mundo y sin embargo capaz de irradiar. En ese instante se describe el hilo comunicante entre un dibujo y quien lo realiza. Es un símbolo de cooperación y de receptividad. No es un gesto autocomplaciente, aunque se podría malinterpretar como tal, sino tan solo atento, expectante, como el de que escucha y espera una respuesta que se va a emitir en voz muy baja, como en un murmullo. No hay nada de narcisismo, tan solo implicación. El gesto importa porque habla de calidad en estado puro. 
Como ese anciano Josef Albers debería dibujar cualquiera que quisiera dibujar arquitectura. Dibujar así supone trazar cada línea de modo que suplique ser construida y prestarla oído y escuchar sus rumores y colaborar con cada trazo para que tome cuerpo. Sea con un ratón o con un lapicero.
Que el dibujo que Albers está realizando sea el de una perfecta escalera de tres peldaños, no es casual. No puede ser casual.
(Para quien pensase que esta vez esto no iba a ir de escaleras...)

2 de octubre de 2017

EL ESPEJO COMO DISPOSITIVO ARQUITECTÓNICO / THE MIRROR AS AN ARCHITECTURAL DEVICE


Cada espejo es un recipiente de reflejos y un manantial de luz. Sin embargo, hoy en día, los espejos han perdido su aura. Nos hemos acostumbrado a esos raros dispositivos que nos recuerdan el viejo mito de Narciso, Alicia en el País de las Maravillas y la terrible pregunta de la madrastra de Blancanieves: “espejito, espejito”. Por eso sabemos que han perdido la capacidad de ser objetos neutrales.
Los espejos ya no reflejan la realidad, porque incluso la realidad se ha vuelto irreal. Esto podría deberse a que, como dispositivos culturales que son, los espejos están constantemente empañados por su pasado. Este pasado funciona como si fuesen pegatinas que cubren la superficie y que permiten que nos contemplemos solo a través de unos pocos huecos libres: como si estuviésemos hechos de pedazos.
Por otro lado, las superficies espejeantes han recubierto tanta materia, objetos y ascensores que las imágenes reflejadas en ellos han duplicado el mundo. Hace mucho tiempo, Borges dijo que “los espejos y la copulación eran abominables porque multiplicaban el número de los hombres”. En la simetría de ese mundo oculto vive un doble de nosotros pero también de cada obra de arquitectura. Quizás la arquitectura reflejada sea mejor que el real. Al menos, cabe el consuelo de pensar que no tendrá goteras.
En inglés la palabra “mirror” se refiere al viejo término latino de “mirari”, que significa asombrarse o maravillarse ante algo”. En español el origen de la palabra “espejo” proviene de “speculum” que procede a su vez de “specio” y “culum”, y significa “instrumento de la mirada”. Ambas definiciones, como vemos, están relacionadas con la vista. Y solo con la vista. Porque un espejo lleno de dedazos no refleja nada bien.
Los espejos en arquitectura hablan de la ausencia de peso, hablan de falsas habitaciones en el café Americano de Adolf Loos y de un mundo más real que el real en el estanque del patio de los Arrayanes en la Alhambra. Las superficies reflectantes de vidrio y acero cromado han copado la imaginación de la arquitectura moderna desde Mies Van der Rohe. Desde entonces los espejos en arquitectura solo se soportan como un truco de magia barato. Porque al final cada espejo debe ser construido y es fácil descubrir en las juntas su punto débil.
Debido a ese carácter artesanal compartido en torno a los espejos podemos relacionar el trabajo de los arquitectos y el de los viejos magos. Porque sin un artesano que los domestique los espejos son bestias indomables. Y todos sabemos lo que hace una bestia si se la deja suelta.

Every mirror is a container of reflections and a fountainhead of light. However, today, mirrors have lost their aura. We've become accustomed to these unusual devices which appear in the myth of Narcissus, Alice in Wonderland, and the frightening question posed by Snow White´s stepmother: “Magic Mirror on the wall, who is the fairest one of all?”. We know that they will never be neutral objects. 
Mirrors do not reflect reality anymore, because even reality has become unreal. This could be because, as cultural devices, mirrors are inevitably tarnished by past uses. This past appears like so many stickers, obstructing the surface and allowing us to see ourselves incompletely through a very few gaps: as if we were made of fragments.
On the other hand, mirrored surfaces cover so many materials, objects and elevators that the reflected images have duplicated the world. Borges once said that “Mirrors and copulation are abominable, for they multiply the number of mankind”. In the symmetries of that hidden world lives a double of ourselves but also a double of every work of architecture. Perhaps that reflected architecture will be better than the real one. At least, we can be sure that it will not leak.
In English the word “mirror” is related to the ancient latin term “mirari”, that means “wonder and marvel of something”. In Spanish the origin of the word “espejo” comes from “speculum” that comes in turn from “specio” and “culum”, and means “gaze instrument”. Both definitions, as we see, are closely related to eyesight. And strictly to eyesight. Because a mirror clouded by fingerprints doesn´t reflect properly.
Mirrors in architecture speak to the absence of weight. They talk of the unreal rooms of Adolf Loos´s American café and also about a world more real than the real in the reflected pond of the Arrayanes Courtyard of La Alhambra. Glass and chrome reflective surfaces have occupied the imagination of modern architecture since Mies Van der Rohe. Since then, mirroring in architecture persists as a cheap magic trick. Because, at the end of the day, every mirror must be constructed, and its imperfect joints often give it away. 
This debt to craftsmanship in mirrors and in buildings, relates architects with magicians. Because without an artisan who tames them, mirrors remain wild beasts. And we all know how beasts behave.

19 de junio de 2017

LA ARQUITECTURA INVERSA

Entre las láminas que Durand dedicó a las torres y a las construcciones verticales se esconde una torre sin alguna de sus cualidades: una torre invisible. O dicho de otro modo, una torre que lo es desde dentro pero no en su exterior.
Este tipo de arquitecturas inversas forman una tipología muy poco estudiada porque en realidad no se funda en un programa sino en un secreto o una ausencia. Estas obras fueron parcial objeto de atención por parte de "lo complejo y lo contradictorio" y de la posmodernidad. Por la simple razón de que esa incoherencia entre lo que aparentan fuera y lo que es su interior era chispeante y atractiva para desbaratar el binomio forma-función.
Sin embargo hay que notar que el problema de la arquitectura inversa no surge a partir de que las cosas no sean lo que parecen, sino por asuntos de un orden muy diferente: la arquitectura inversa lo es por una falta de encaje, por un borde que se complica y dispara en una dirección inesperada o por una completa dislocación de lo que acaba siendo frente a su representación, es decir porque les falta una parte y, sin embargo, se funda en ella.
En el ejemplo de Durand surge del simple efecto producido por el inesperado vértigo de bajar. Desde esa torre inversa miramos al fondo de la tierra o al mismo cielo. Ese vértigo de encontrarse en una sima, rodeados de terreno en todas direcciones es el de las minas y los pozos. Pero su misterio está en que el terreno, aun siendo invisible e invisitable, es un exterior.
Esa cualidad de las arquitecturas invertidas es el que hace que de improviso sintamos que una capilla funeraria sea en realidad una casa, con desván y sótanos, (y basta mirar la capilla del bosque de Lewerentz en el cementerio de Estocolmo para corroborarlo), que un casa sea un aparcamiento (miren si no cualquiera de las casas de Mies Van der Rohe y quienes son sus habitantes), o que una iglesia sea una tumba (y ni es necesario citar la obra de Le Corbusier en Ronchamp para ser conscientes de que también se trata de uno de estos casos de arquitecturas inversas donde al exterior se nos ha hurtado una montaña).
El caso es que una vez que somos conscientes de que estas arquitecturas inversas no han conformado una tratadística en condiciones, e incluso de que no hay una historia de la arquitectura inversa como tal a la que asirse, tal vez nos lance una nueva pregunta, porque esa parte excluida no es lo que sobra sino otra cosa. "Lo que falta es, precisamente, la facultad misma de distinguir lo que falta"(1).

(1) González, Ángel, El Resto, Una historia invisible del Arte Contemporáneo. Ed. Museo Bellas artes de Bilbao y Museo Reina Sofía, Madrid y Bilbao, 2000, pp.50   

12 de junio de 2017

ORNAMENTO Y FEMINISMO




Cuando Adolf Loos identificó Ornamento y Delito, tal vez no fuese consciente de que muchos años después su simple título podía ser considerado machista hasta el desencanto y la repulsa. 
Durante las últimas décadas el feminismo ha tratado de poner en la agenda un debate donde la identificación entre el ornamento y lo femenino, y entre la estructura y cierta masculinidad, han sido signos de una dicotomía profunda y conflictiva que aun pervive injustamente en la arquitectura de nuestro tiempo. (A la vez que indirectamente ha puesto de nuevo el foco en el tema del significado de la arquitectura y la posibilidad de psicoanalizar los supuestos ideológicos sobre los que se asienta). 
¿Acaso no es la arquitectura fruto del trasfondo social de su época? ¿Se está perpetrando hoy en día una arquitectura machista de manera consciente o inconsciente? ¿Es posible una arquitectura feminista o sólo es verosímil una postura feminista ante las insoportables desigualdades laborales que se producen en esta profesión? 
Aun a pesar de que Alberti en su De Re Aedificatoria dijera que “la columna es el principal ornamento de la arquitectura”, la tratadística identificó desde sus inicios el orden corintio como más grácil y femenino que el dórico. La falta de ornamento del dórico hacía alusión a su masculinidad y resistencia. Por eso el empleo de los diferentes órdenes buscaba correspondencia, aun con sus excepciones, con la deidad a quien estuviese dedicado el templo. 
Hoy, esa vieja disputa parece rescatarse, trasformada, en la actual y justa vindicación feminista salvo por un pequeño rebajamiento del discurso- que ahora ve en la decoración y en el gusto por las interioridades su campo ideológico de batalla - y por un pequeño detalle: que esa diferenciación puede ser profundamente machista porque esconde una ideología del "lo uno o lo otro". 
Tal vez Louis I. Khan estaba más cerca de entender el principio más profundo del rasgo de lo femenino de la arquitectura cuando dijo que “la junta es el comienzo del ornamento”, porque todo principio de conexión si está arraigado en una mentalidad femenina. La junta, sea material o programática es un acto de mayor trascendencia para esta reivindicación, porque asienta sus bases en la articulación por encima del problema de la escala que lleva aparejada la decoración. Porque la decoración, para ser eficaz, trabaja en lo pequeño y por ello se constriñe, limita y autocensura. 
Con todo, no es un tema sencillo ni resuelto. Y viene a la mente el ejemplo del Erecteion y sus cariátides como muestra de su prorrogada dificultad: machismo y feminismo simultáneo e indisociable, que representa como ningún otro la imposibilidad de hacer que la arquitectura sitúe ninguna batalla de género como centro de su campo de acción, salvo de maneras levemente insinuadas, freudianas, o desde el puro chiste. ¿Acaso no eran decoración esas columnas que representaban el sometimiento de la mujer y su esclavitud y a la vez un signo de estructura y resistencia? 
Hoy este debate parece tan ineludible y necesario como tal vez improductivo para la arquitectura. Pero no para las personas que ejercen esta profesión.

13 de enero de 2017

LA HERENCIA DE LOS DESHEREDADOS


La arquitectura es un arte de toneladas más que de kilogramos. Por eso no es fácil hablar de la ligereza de una obra y menos aun conseguir que ésta ofrezca siquiera una sensación de liviandad semejante a las nubes, a la hoja de un árbol o a un cuadro de Turner.
El valor de la casa Guzmán, recientemente demolida obra de Alejandro de la Sota, estaba concentrada precisamente en haber logrado esa sensación grácil, como de casa de papel, apenas explorada en la arquitectura moderna española. Sólo por esa heroicidad merecía pervivir. Que su autor fuese Alejandro de la Sota parece significativo pero secundario. Alejandro de la Sota habría estado conforme con la apreciación. 
Sin embargo con esta pérdida late alguno de los dramas no solamente de la arquitectura sino del propio siglo XX. ¿A quien pertenece la Arquitectura cuando ésta es irrepetible? ¿No se convierte entonces en patrimonio del hombre? ¿Cómo ha podido destruirla alguien que la pudo vivir y comprender a lo largo de los años? ¿Acaso no tiene la arquitectura ninguna capacidad de mejorar la vida de quién ha podido disfrutarla? 
Las primeras preguntas pueden ser respondidas recordando la fabulosa novela “Billar a las nueve y media”, donde una saga de tres generaciones de arquitectos destruían la obra erigida por sus progenitores sucesivos. El freudiano asesinato del padre estaba presente en aquella Alemania de Heinrich Böll, como también estaba presente el intento del hijo por construir algo aun más memorable y mejor. Sin embargo el drama de la casa Guzmán es que no existe el legítimo intento que late en la catedral románica cuando es arrasada por la gótica o la renacentista... Simplemente existe con esta destrucción una puerta abierta al abismo de la barbarie. Cuando se abren esas simas, el ser humano, en su conjunto, es peor. 
Las últimas preguntas nos atosigan aun más. Porque dejan sin respuesta el sentido redentor de la creación estética. Y son semejantes a las que Steiner se hacía en otro contexto: ¿Cómo era posible que alguien después de tocar y entender perfectamente a Bach fuese capaz de cerrar la tapa del piano y aniquilar miles de seres humanos en un campo de concentración?. No tenemos respuestas para esa pregunta. Y si bien el interrogante de Steiner está planteado en un extremo, lo sucedido en la casa Guzmán pertenece a su órbita: el disfrute estético no nos exime de la barbarie. 
En la parábola bíblica del “hijo pródigo” la vuelta al hogar, aun a pesar de haber dilapidado la herencia paterna, fue recibida como una fiesta. En el mundo de la cultura no hay posibilidad de aplicación de esta parábola. Porque el camino de vuelta se ha destruido junto con la herencia. 
De la casa Guzmán solo quedan para nuestros hijos unas fotos y nuestros pesados comentarios. 
Ojalá no aparezca otra ocasión de asomarse a estos vértigos.

19 de diciembre de 2016

POR QUÉ A LA ARQUITECTURA SE VA DE PEREGRINAJE


¿Dónde están las Suites de violonchelo de Bach? ¿dónde los Preludios de Chopin? ¿a qué lugar pertenece la Novena Sinfonía de Malher? ¿Cuáles son las señas o el distrito postal de la música? ¿Acaso la música es del lugar donde se guardan los manuscritos de sus partituras? 
La música es una de las realizaciones humanas más volátiles pero otro tanto podría decirse de las matemáticas. ¿Dónde está dos por dos es cuatro? una verdad matemática no necesita domicilio para probar su validez. Sea en Eritrea, en Mogadiscio o en Berlín, las cuestiones matemáticas están por encima de todo lugar. En el portal de tu casa o en la Galaxia más lejana, no dejará de ser cierto que la serie de los números primos empieza con el número uno, o que tres más dos resulta ser cinco. 
Tal vez otras disciplinas como la pintura o la escultura puedan hacer que sus obras pertenezcan a un lugar. La Gioconda es ya una dama parisina y el cuadro de las Hilanderas es un fiel habitante del Museo del Prado. Sin embargo, en la pintura sabemos por la historia que esa pertenencia a un lugar es meramente circunstancial y temporal. La ecuación Señoritas de Avignon y Nueva York es, lo sabemos, casual. 
De este modo, a las matemáticas y a la música, incluso a la pintura, se las puede sacar de romería. Pero no a la arquitectura. A la arquitectura se va de peregrinaje. 
La arquitectura de las viejas catedrales es de un lugar porque algo la sujeta a la tierra, como un viejo árbol que se agarra al terruño, y desesperado cruje y se retuerce si el viento o las inclemencias del tiempo le amenazan. Algo sustancial parece aferrar al suelo a un templo griego o a una pobre iglesia prerrománica como si una savia circulara en un doble sentido, alimentando a esos dos seres mutuamente dependientes. En la arquitectura el peso de cada piedra, o cada cimentación se hunden mucho más hondo de lo que se imagina. En cada lugar ocupado por una obra se elevan fuerzas que crecen hacia la luz y el viento. 
Hay, entre ese suelo y la obra, fuerzas que se tensan en una doble dirección y que impide a la arquitectura ser un arte viajero (a pesar de que exista algún loco multimillonario norteamericano capaz de arrastrar un palacete renacentista a Arkansas). Por eso mismo, la arquitectura pertenece a un lugar antes que a un dueño, y no puede desprenderse de él sin arrastrar tras de sí algo de tierra y hasta algún bramido inaudible.

5 de diciembre de 2016

EL REMEDIO DEFINITIVO PARA DESATASCAR PROYECTOS Y OTRAS MIL COSAS HABITUALMENTE PARALIZADAS


Durante el renacimiento muchos mapas no tenían su parte superior dirigida hacia el norte, como es costumbre, sino hacia oriente. El principal argumento era que el sol nace precisamente hacia oriente y en esa misma posición habían de ser dibujados, es decir, los planos debían “orientarse”. La palabra “orientar” coincide en su raíz latina con ese “nacer” solar. Poco después se empezó a decir que una obra de arquitectura estaba bien “orientada” cuando recibía correctamente la luz del sol a lo largo del día. 
A finales de los años cuarenta el uruguayo Joaquín Torres García, dibujó un famoso plano que colocaba la Patagonia en la parte superior del mundo. Su “escuela del sur” reclamaba de ese modo una completa reorientación mundial. Ese poner las cosas patas arriba supuso una liberadora revolución ideológica para todo un continente. Un simple cambio de orientación puede alterar el modo en que miramos las cosas y puede abrir ventanas a nuevas formas de ver. El derecho y el revés es una manía gravitatoria que ha impregnado ideológicamente y cargado de prejuicios todo lo que ha tocado. Dislocar el punto de vista supone abrir una puerta a lo impensado.
El revés de las cosas parece ser algo rico y productivo, puede incluso convertirse en un terreno lleno de energía y plenamente abonado para la imaginación. Tanto es así que si lo pensamos el arte abstracto debe a este descubrimiento de la reversibilidad gran parte de su éxito. 
Por eso mismo dar “la vuelta al mundo” tal vez sea la única manera que queda de ser creativos cuando hasta la palabra creatividad se ha agotado. Con los cambios de orientación monumentales los objetos, las arquitecturas dibujadas y los procesos del proyectar parecen reclamar ser sacados de la anodina y paralizante mirada cotidiana. Es decir, existe una cara invisible en cada dibujo u objeto que reclama que nos asomemos tras ella. 
Cuando las cosas solo se ven de un modo, un giro de ciento ochenta grados nos recuerda que la culpa es de esas anteojeras invisibles de las que todos somos portadores. Cuando no se sabe cómo seguir, lo mejor es darle la vuelta. Si un dibujo, un objeto se ha convertido en un ser mudo, lo recomendable es darle la vuelta. Si no hay nada nuevo en lo que se tiene delante, antes de despreciarlo hay que darle la vuelta. Darle la vuelta, porque hasta los callejones sin salida son, al menos, dos cosas a la vez.

21 de noviembre de 2016

RASTRILLA HASTA QUE NO SIENTAS LOS RIÑONES


Las piedras ancladas al suelo de este jardín de Rioan-ji desde tiempos inmemoriales permanecen agrupadas e imperturbables como constelaciones de estrellas. Recubiertas de musgo como bosques en miniatura, el espacio entre ellas se tensa como la cuerda de un arco y se hace posible pensar que en un mundo de liliputienses se podría cruzar a nado entre esos archipiélagos que no están ni muy cerca ni excesivamente lejos. Tras un par de horas de meditación se puede concluir, más tranquilo, que el vacío es un espacio mejor configurado y más real que las propias piedras... 
¡Ay Japón! Con sus cerezos en flor, sus templos sintoístas, la meditación zen y sus jardines de gravilla que reflejan la luna... 
Y hete aquí que en medio de esta tranquila meditación, en ese jardín que legendariamente no deja ver sus quince piedras a la vez, y donde cada una tiene sus nombres y apellidos, como las montañas de un paisaje familiar, uno se encuentra al monje de turno con la cerviz vencida por el rastrillo. Pisando un poco como sobre las puntas de los pies, como una bailarina, marchando hacia atrás casi sin ver, con la amenaza de que "lo fregado" se vaya a malograr... 
Y dale que dale cada mañana antes de que lleguen los turistas, rastrillando una gravilla que en algún momento debe llegar a odiarse...Y dale al rastrillo diario que recoge las hojas secas que caen del otro lado de la tapia milenaria... Y uno, utilitarista incorregible y ya distraído, se pregunta si no sería mejor la vida del monje en cuestión con un palo del rastrillo un poco más largo y un sopla hojas de esos, vespertinos y ruidosos... Y luego te arrepientes y te llamas a ti mismo borrico e insensible. Para concluir que el único consuelo de este trabajo diario es que las cosas bonitas cuestan. (Al menos lo mismo que las feas). Y que ya puestos, qué hermosa ocupación esa de rastrillar grava como las olas del mar o las estaciones o las nubes. Y que la naturaleza imita al arte. Y que sin esa gravilla que es la arquitectura que difícil sería ver las nubes, o las estaciones o ser sensibles al diario oleaje marino…

14 de noviembre de 2016

LO QUE TAL VEZ SUCEDA AL MUDARSE DE UNA CASA DORADA A UNA CASA BLANCA



Una casa dorada no es una simple caja de caudales, la representación de un Midas revivido, o el simple guiño posmoderno de un decorador de famosos.
Lo inmediato es calificar semejante casa de hortera o de kitsch, pero no es posible hacerlo sin caer en el abismo elitista de la superioridad moral del que emite el juicio. ¿Qué lectura hacer pues de un lugar tan marcadamente obsceno? ¿Es posible leer algo en un espacio dispuesto sólo para deslumbrar, es decir, para no dejar ver nada tras él? 
Todo lo que contiene esta casa es la representación de lo caro, de lo ostentoso, de lo exclusivo, pero no en un sentido de la exclusividad basado en la calidad, sino en el precio. En ese sentido el oro parece recubrirlo todo. Pero, ¿alguien sabe cuál es la forma del oro? El oro es amorfo. Las pepitas extraídas del lecho de un río no son una forma como tal sino un simple granulado; el lingote, como ladrillo bancario, es una forma dada por motivos de puro almacenamiento. En fin, el oro, como el acero, es un material sin forma, aunque frente a éste, el oro goza del prestigio exterior de lo cálido. Con el oro puede hacerse aquello que se quiera. No obstante el oro toma forma gracias a la habilidad de quien lo trabaja. Podríamos decir, por tanto, que se solapan aquí dos tautologías: “el oro es dinero” y “el tiempo es oro”. 
En cada uno de los objetos de esta casa existe esa combinatoria de oro y de tiempo. Una infinidad de tiempo dedicado por personas, pagadas no para lucir su talento, sino para que el tiempo invertido en dar forma a lo dorado se hiciese presente. Porque el oro es, en definitiva, tiempo traducido a forma. (También existe allí tiempo dedicado a asegurar el brillo del oro, para asegurar que no exista nada polvoriento. Ni una huella en el cristal de una mesa sería tolerable porque sería el signo de una debilidad).
Sin embargo no es oro todo lo que reluce: el oro y lo dorado representan una misma idea, pero se extiende el abismo de la falsedad entre ambos. En realidad entre la idea de lo macizo o la del recubrimiento de lo dorado solo existe la coincidencia externa del brillo amarillento. Es decir, en esta casa la noción de autenticidad ha pasado forzosamente a un segundo plano.
Por otro lado ese espacio es una representación del ornamento entendido como lujo obsceno, vacío, opaco como un espejo. Aunque merece la pena observar que se trata de un lujo plenamente occidental. (En oriente el lujo puede traducirse en un abanico que transita desde las piedras preciosas con que se incrustan las paredes de un palacio en Arabia, al lujo de lo modesto pero infinitamente sofisticado de Japón). Aquí la idea del lujo falsificada es la de Francia del siglo XVII. Todos esos dorados, reflejos y brillos están importados de la sala de los espejos de Versalles, salvo por el insignificante detalle de que esta casa no está en medio de los jardines de Le Roy sino en una planta cuarenta y cinco en Nueva York, construida con la altura ruin de una planta más de oficinas. No es posmodernidad. No hay ironía ni humor, no es siquiera una cita. Es otra cosa. Y no es una cuestión de buen o mal gusto. 
No existe nada ahí que acoja la intimidad. Es un lugar de recepciones convertido en casa, un ready made, sólo que a lo Jeff Koons. Es la imagen de un espacio exclusivamente público, como el metro de Moscú. Es una especie de Casa Farnsworth dada la vuelta, una forma de exterioridad cuyo reverso ha sido amputado. Es una maquinaría política, capaz de emitir propaganda en cada destello. Es, en fin, la promesa del poder absolutista al que aspira un rey Sol. Una promesa cumplida, por cierto. 
Una casa blanca, tal vez sea capaz de atenuar los efectos producidos por semejante espacio a lo largo de los años.
Merece recordarse que somos lo que habitamos. Incluso nos convertimos en lo que habitamos.

31 de octubre de 2016

¿QUÉ DIABLOS ES EL ESPACIO?


Entender las relaciones entre el cuerpo y el espacio como una manifestación artística estuvo muy de moda en los años setenta. Por entonces, experiencias como inclinar suelos, fabricar espacios inhabitables y apoyarse en paredes de modo inverosímil constituían una alternativa a los parques de atracciones infantiles. 
Mientras artistas y espectadores comenzaban a saltar, pasear o escalar por las instalaciones de los museos, casi siempre acompañados de gritos y exclamaciones indecorosas, los directores de los mismos, algo desconcertados, no tuvieron más remedio que esgrimir una forzada y tolerante media sonrisa. A fin de cuentas era arte… 
Reivindicar el cuerpo como instrumento de contacto con el mundo, era no sólo un acto de desacralización de los museos y de las prácticas artísticas, sino de pura política. Y lo era porque como acto igualitario, cualquiera podía experimentar aquellas experiencias artísticas sin conocimientos previos ni soportar largos discursos teóricos. Para experimentar el placer del espacio, bastaba “jugar en él”, participar de sus ofrecimientos. 
Como puede imaginarse el espacio pronto fue abandonado como tema de museo. El espacio y las placenteras relaciones con el cuerpo debían estar enclaustrados en el día a día hasta volverse, de nuevo, invisibles. Sin embargo allí se aprendió una cosa que tal vez los tiempos nos hagan conveniente recordar: del mismo modo a como sentimos la utilidad de la mano izquierda, un dedo o un tobillo sólo cuando se inutilizan o están escayolados, el espacio nos hace tomar consciencia del cuerpo. El espacio hace presente la individualidad de cada uno de nosotros. Nos particulariza en su relación con él.
Lo cual recuerda esa anécdota de David Foster Wallace: "Hay dos jóvenes peces que nadan y a cierto punto encuentran un pez anciano que va en la dirección opuesta, hace una señal de saludo y dice: 'Hola muchachos, ¿cómo está el agua?' Los dos peces jóvenes nadan un poco más y luego uno se vuelve al otro y le espeta: '¿Qué diablos es el agua?'". 
Pues lo mismo con esa otra sustancia invisible: '¿Qué diablos es el espacio?'. Es eso que te permite ser consciente de ti mismo.

4 de julio de 2016

QUINIENTOS ERRORES


Hoy, aquí, con estas líneas, se cumplen quinientos escritos en el espacio intangible de múltiples. Es el momento, por tanto, de rendir homenaje a cada uno de ese medio millar de errores de los que tanto he aprendido. A cada uno de ellos, que inexplicablemente han goteado semana tras semana desde hace ya más de seis años, incansables por encima de mi propio cansancio, les debo sincera gratitud. A ellos y a quienes los habéis tolerado. 
La acumulación de malentendidos, de esfuerzos por decir de una manera más precisa o afinada pero sólo ser capaz de abandonarlo todo a un estado de perpetuo borrador, es un aprendizaje que finalmente he asimilado al de la posibilidad de ser arquitecto. Perpetrar quinientos errores consecutivos, en parte o por completo, le permite a uno engañarse pensando que cabe construir con palabras como se construye con ladrillos o madera o vidrio. (Se bien que la ficción de este paralelo es otro error, pero para mi ha sido, al menos, un error operativo).
He imaginado que cada una de esas palabras sostenían con su forma, sonido, ritmo y significado, relaciones semejantes al color, textura o dureza de los propios materiales de la arquitectura; que todo escrito y lo construido se debe a una estructura y un fin que en ocasiones hay que buscar a la vez del mismo acto de escribir o construir; que la materia de cada profesión es diferente y que cada una tiene sus propias prerrogativas, pero que en realidad todas las profesiones son la misma. Es decir, que la arquitectura sólo es un arte si también lo son la zapatería, la medicina, la quincallería o la cría caballar, cuando se ejercen de determinada manera... 
Cada uno de estos quinientos errores son, por tanto, un doble homenaje: a la arquitectura, a quien todos estos escritos rondan, y a sus lectores, los arquitectos, compañeros. A aquellos a quienes les ha entretenido, a quienes uno admira tanto y que mantienen el entusiasmo por esa denigrada herencia de Vitruvio. Y a esos otros arquitectos en potencia que han valorado en lo escrito algo que les resultaba resonante. 
Todos sabemos que el  fracaso es poco apreciado por la sociedad, que premia gozosa a quien acierta. El miedo al error es uno de los más paralizantes en el aprendizaje de la arquitectura. Sin embargo navegar con gusto por esos territorios no sólo es un placer sino un extraordinario estímulo. Porque las buenas relaciones con el error son las que condicionan todo aprendizaje y todo acto creativo. Así pues, permitidme presumir de estos errores, (algunos de pura torpeza, otros de fondo, y algunos, pocos, capaces de ser para mi tolerables), porque han hecho de quien esto escribe alguien cada vez más consciente de cometerlos. No hay falsa modestia en esto sino la mera constatación de que somos lo que son nuestros errores, mucho más que lo que sentimos como éxitos. Escribirlos en un papel o construirlos es sólo una manera de hacerlos públicos. De socializarlos. De sacarlos a paseo a que se aireen, y así, hasta la siguiente ocasión.
Gracias a ese millón y pico de amigos que habéis leído y releído este medio millar de fracasos parciales. Escribir ha sido un ejercicio de paciencia. De la vuestra. 
No tengo duda.
Gracias.

30 de mayo de 2016

LA ARQUITECTURA SON MUCHAS BIOGRAFIAS


En cada una de las acciones que ejecuta un hombre, por nimias o insignificantes que parezcan, se puede contemplar una biografía completa. 
Sin embargo en la arquitectura el solape y la superposición de los actos necesarios para su consecución inevitablemente conforman algo mayor que la suma de sus acciones individuales. Cada obra se vuelve una especie de registro de existencia colectiva donde se hace difícil diferenciar las huellas de cada uno de sus actores. 
En los rastros más particulares de los canteros medievales sobre las piedras labradas de las catedrales para contabilizar la tarea realizada o en los laboriosos capiteles de sus columnas, en las marcas de un simple fratasado donde se reconoce el movimiento del brazo del maestro albañil, o incluso en los planos que pone sobre la mesa el más capaz de los arquitectos, hay más símbolos precisos de la vida de la sociedad en que se insertan que de los propios individuos. 
La arquitectura se comporta como un coro vital, donde no triunfa ninguna en particular por mucho que exista un empeño por parte de alguno de los actores. Un empeño tremendamente costoso que a la mínima queda falseado, porque con extrema facilidad se vuelve artificial, aparece impostado y pierde la necesaria naturalidad que permite ver aparecer lo individual. Como esos malos actores que nos impiden olvidarnos que estamos ante una representación debido a su exceso de engolamiento. 
En el supuesto de que un hombre lograra por si mismo erigir una construcción, resonaría en ella la vida de los que antes fabricaron los útiles, los materiales o la biografía de los que antes erigieron construcciones con la misma intención de hacerlo en solitario. Incluso de lograrlo, hablaría no del hombre que llevo la obra a cabo sino del hombre, a secas; de la ambición genérica y universal de cualquier hombre. 
A la arquitectura no le es posible escapar de esta condición coral porque finalmente la obra sobrevive en soledad. Las obras solas no hablan de quienes las parieron como individuos sino que con cierta generosidad se muestran como esfinges, y sólo hablan del ser humano en el tiempo. 
He ahí donde aparece la única individualidad posible de la arquitectura: la biografía del hombre en un tiempo.

11 de abril de 2016

ENTUSIASMOS Y OLVIDO


Año tras año, un maravilloso y callado entusiasmo aparece entre algunos jóvenes en el aula de proyectos por un motivo en apariencia inocente y menor: el descubrimiento de las extraordinarias posibilidades de una retícula formada por hexágonos. No es de extrañar. Nadie que empiece a entender las razones de la forma puede no entusiasmarse al serle revelada una geometría que con el menor perímetro es capaz es encerrar la mayor superficie y, a la vez, constituir una retícula que no desperdicia huecos.
Se inicia entonces un proceso lleno de previsibles altibajos. Y a la vez que aparecen los hexágonos en el proyecto, con su centro imposible de domesticar y su exuberancia y las dificultades de dotarlos de una estructura o de partirlos o darles un uso razonable, cunde un desapacible desánimo...
Precisamente hasta que alguien, sea un estudiante con más experiencia, su profesor o la casualidad, les pone sobre la pista de una obra construida hace casi sesenta años por los arquitectos José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún para el pabellón de España en la Exposición Universal de Bruselas...
Entonces puede verse resurgir de nuevo aquel arrebato inicial. Y se descubre la inteligencia de aquel viejo proyecto y la perspicacia de la posición dada a los soportes, y la necesaria variedad de la sección y del suelo, y las fotografías de las viejas imágenes del pabellón se vuelven modernas, y rejuvenecen ante unos ojos que las ven de nuevas. Todo se vuelve alegre. Hasta el mero descubrir la correspondencia entre estructura de esos paraguas y sus desagües se vuelve una fiesta. 
Aunque lentamente las soluciones de esos estudiantes se acaben pareciendo inexorablemente a la ofrecida en aquel pabellón olvidado, todo el proceso y sus altibajos se convierten en una verdadera lección, donde batirse con Corrales y Molezún se vuelve un privilegio de esa cofradía del hexágono, porque en verdad son ellos los que enseñan... 
Entre esos jóvenes arquitectos pocos llegan a saber que los motivos de su admiración aun permanecen construidos. Y que el proyecto que tantas enseñanzas les han brindado se extingue lentamente en la casa de campo de Madrid, sin que nada ni nadie, logre reanimarlo. 
Si se contabilizaran las enseñanzas que esa obra ejemplar ha consagrado a la sabiduría o la lógica de la forma; si se registraran cuantos arquitectos han sentido la tentación de copiar esa obra, o de profesar a Corrales y Molezún admiración como maestros secretos, al menos en la casa de campo debería haber un altar. Un altar donde poder llevar ofrendas por parte de los que alguna vez se sintieron miembros de esa religión de abejas cuyos sacerdotes aun perviven como justos maestros para muchos.