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18 de enero de 2016

PUENTE DE CASAS


En la trayectoria de todo arquitecto hay un proyecto iluminador. Un proyecto que es capaz de alumbrar mucho del camino por recorrer, y que a lo largo de las numerosas zonas en sombra que debe atravesar toda profesión, sirve como una luz al final de un túnel. Localizar ese proyecto es trascendente para entender el trabajo de un arquitecto. En Mies van der Rohe puede hablarse de sus torres de vidrio o en Palladio de la villa Valmarana como proyectos de esa trascendencia vital… No es necesario que sea el primer encargo, tampoco importa que sea el de mayor tamaño. Simplemente debe cumplir con un extraño entretejido entre lo biográfico y lo profesional en cuanto a madurez, dificultades afrontadas y nivel de autoconsciencia. 
En el caso de Steven Holl ese proyecto tal vez sea un olvidado puente de casas…
Un puente de casas no era una idea nueva ni siquiera hace treinta y tantos años. El viejo puente de Londres, el Ponte Vecchio de Florencia eran inmediatos y conocidos antecedentes a este otro que proyectara para Nueva York, un Steven Holl recién licenciado con 32 años. 
Ni siquiera un puente de casas era una propuesta nueva para la propia ciudad de Nueva York: Raimond Hood había zurcido Manhattan con decenas de puentes edificados como rascacielos en forma de catenaria, allá por los años treinta, hasta transformar la ciudad por completo, hasta dejar que Manhattan dejase de ser una isla. 
La propuesta de Steven Holl se emplazaba sobre las vías por entonces recién abandonadas del highline en Chelsea, en Manhattan. Fue publicada en un número 7 de la revista Pamphlet a cargo del propio Holl, e iba precedido por toda esa genealogía de puentes edificados y proyectados de que éste tenía conocimiento. (Incluyendo además el puente edificado de Kreuznachy en Alemania y el de un concurso realizado por el mismo en Australia). 
Como se sabe, su proyecto nunca se realizó. Sin embargo además de proporcionarle algo de fama, algunos de los descubrimientos llevados allí a cabo le situaron en el andén de salida de sí mismo. 
En 1979, Steven Holl vivía cerca del ferrocarril que recorría el highline: “Yo estaba allí cuando pasó sobre sus vías el último tren lleno de cajas de pavo congelado”(1). El proyecto de sus casas situadas sobre las vías partía, por tanto, de una observación de su realidad cotidiana. Dibujadas en un cortante blanco y negro, cada una de esas casas heterogéneas era un puente que dejaba pasar en su base a las antiguas vías. Las siete casas parecían estar enfrentadas por carácter y por forma. Se fingía para cada una de ellas una historia diferente, incluso contrapuesta: estaba la casa de quien decide; la casa del incrédulo; la casa para un hombre sin criterio; la del enigma; la casa ideal; la casa de las cuatro torres, la de la materia y la memoria… 
Sobre el proyecto pesa la evidente influencia de John Hejduk. “Hejduk fue una enorme influencia - era un gran hombre-. La poesía está en el corazón de la arquitectura. Yo estaba fascinado por John.”(1). Desde entonces Holl incorporó a su arquitectura algo semejante a una función poética a la que nunca ha renunciado
El otro aprendizaje que extrajo de este proyecto se produjo en la construcción de la maqueta donde dio comienzo a una aproximación a la materia cercana a lo háptico que tiene toda su obra posterior: “Ese fue el comienzo de hacer los modelos de los materiales que pudieran ser los construidos. Estuve probando todas las pátinas que ahora utilizo. Probé pátinas verdes, amarillas, rojas, rosas, azules. Probé diferentes aleaciones en el acabado de bronce y con diferentes ácidos para extraer sus colores. Este modelo del puente de casas aun influye en mi trabajo actual.”(2) 
Es sorprendente como un proyecto, como un solo gesto, puede resumir la idea de arquitectura de toda una carrera. Desde luego eso simplifica mucho la tarea de hacer unas obras completas y hasta de explicarse a uno mismo. Claro que a veces descubrir esa obra clave se produce, fastidiosamente, de manera retrospectiva. 

(2) Steven Holl, GA Document Extra, número 6, Edición a cargo de Yukio Futagawa. Tokio, 1996, p.18

16 de noviembre de 2015

LO INCÓMODO DE LA COMODIDAD


La comodidad es uno de los mitos de nuestra cultura. De hecho pueda que sea una de las peores enfermedades contemporáneas. Tanto es así que para la arquitectura lo confortable se ha convertido en una exigencia ineludible. 
Hasta el futuro fue soñado como algo confortable. Sólo esa imparable sensación de confort es la que unifica todas las "casas del futuro" del pasado siglo XX. Esta casa edificada en Disneyland, la de Alison y Peter Smithson, la All plastic House de Ionel Schein transmitían la idea de futuro no por medio del plástico que parecía cubrirlo todo sino con la sensación de confort que desprendían.
Sin embargo Rem Koolhaas ha dicho: "me resulta molesta la creencia contemporánea de que la comodidad es la máxima virtud de la arquitectura". No le falta algo de razón. Hoy la comodidad se ha convertido en el marco reglamentario para el desarrollo del habitar contemporáneo. En aras de la comodidad se cometen las arquitecturas más insignificantes o atroces. Porque “la comodidad es la nueva justicia”(1).
Sorprendentemente la comodidad no alcanza siquiera el estatus de un requerimiento funcional, ni formal, sino simplemente un estado, un bien que debe ser distribuido con equidad entre cada habitante, pero que a la postre resulta un añadido insustancial. Es casi una materia gaseosa capaz de impregnar cualquier objeto al ser rociado: es decir, se trata de un perfume. Es el narcótico perfecto.
Aunque se trata de un añadido lo confortable supone la esclerosis de la ciudad y de la arquitectura. Paradójicamente tanto las edificaciones como las ciudades se muestran extremadamente complacientes a la tiranía de la comodidad en todas sus escalas. Podemos subir y bajar persianas automáticamente, encender las luces a palmadas, graduar la temperatura de nuestras casas desde el mando de la televisión, con un regusto onanista. Podemos recibir la caricia complaciente de la forma y de la materia en hogares sin sustancia, con sus porches encantadores, interiores de lujosos acabados en torno chimeneas que nunca se encenderán. Habitamos ciudades confortables donde la pobreza es desplazada de nuestra vista, donde las calles separan a los habitantes del tráfico y donde la basura se traslada a vertederos del tamaño de ciudades paralelas...
Hasta al mismo concepto de comodidad se le exige que sea cómodo, que no muestre su reverso, su soporte. Como una máquina sin engranajes lo cómodo se sustenta en la vulgaridad.
O dicho de un modo más sofisticado, la comodidad esconde un sistema de lo políticamente correcto muy poco confortable. (Por eso tal vez escuchamos la expresión “salir de la zona de confort” no solamente como una invitación de moderno manual de autoayuda, sino como algo que es murmurado por la propia arquitectura). Enfrentarse a lo áspero de la realidad es abandonar esa escenografía de vidas bien vestidas, platos perfectamente colocados y colores pastel que ofrecía la imagen del comienzo.
Ya puestos a elegir para el futuro, quizás sea mejor el glamour que la comodidad. Al menos el glamour es exigente consigo mismo.

(1) KOOLHAAS, Rem. “Junkspace”. October No. 100. (Obsolescence. A special issue). Junio de 2002. pp. 175-190. (tr. al español de Jorge Sainz. Espacio Basura. Barcelona. Editorial Gustavo Gili, SL. «Colección GGmínima». 2008)

8 de junio de 2015

PROYECTAR ES UN VERBO EN FUTURO


Proyectar es anticiparse. El hombre cree en el futuro y por eso proyecta. Aunque tal vez esté mejor expresado de otra manera: justo porque el hombre proyecta se inviste del símbolo de un tiempo que no está todavía presente. De ahí el gusto de planificar viajes, embarcarse en una hipoteca y leer novelas por entregas. De ahí el gusto más profundo que puede tenerse por el oficio del arquitecto. (Tal vez, de ahí esté el motivo por el que, una vez envenenado, es tan difícil dejar de serlo. Porque proyectando, uno se proyecta a sí mismo). 
Y así, en este clima emponzoñado del querer proyectarlo todo, escribir una frase equivale a disponer cada palabra como se haría con las habitaciones de una casa. Buscando la más luminosa y mejor dimensionada; buscando su correcto uso y su conexión óptima. 
Así, ordenar una estantería equivale a realizar un plan urbano; disponiendo con resolución los accesos más rápidos a cada rincón, guardando espacios disponibles y anticipando los que serán más usuales… Y poner la mesa se asimilará a construir un parque… 
Como acto preñado de futuro, la magia de proyectar radica, además de anticiparlo todo, hacerlo simultáneamente. Ocupar todas las posiciones, imaginar todas las vidas, soñar incluso con lo que se queda fuera del tintero y que la vida misma se encargará gustosa de hacer sin preguntar. Porque proyectar supone también dejar hueco a lo imprevisto. 
Como con este Monsieur Hulot al que vemos mágicamente aparecer, pasar, subir y cerrar puertas… Antes de que todo eso sucediera, el arquitecto, gracias al regalo del proyectar, ya había pasado por allí…

25 de mayo de 2015

LA CASA DE LA CASCADA ES LA CASA DE LA CASCADA...


No es casualidad que la casa Kaufmann, la casa de la Cascada, de Frank Lloyd Wright, sea una obra clásica, es decir, inagotada. 
La historia es bien conocida. No merece ser recordada, sin embargo si la casa es imperecedera, además de por lo evidente de su calidad y la eternidad de que goza ya su autor, también lo es porque es capaz de emitir un mensaje con una consistencia infrecuente. Y con un nivel de reincidencia en su sentido, agotador. 
La casa de la Cascada lo es a todos los niveles. Y lo consigue apelando incluso al inconsciente. 
Esta imagen del interior en el contraluz del salón es capaz de mostrarnos una de estas nimiedades. La imagen está tomada en el instante en que se penetra en el salón. Desde la entrada a ese espacio inesperadamente bajo, durante apenas una centésima de segundo, el solado provoca el leve desconcierto que se siente al pisar un charco. El desconcierto apenas dura una centésima de segundo. Un lapso del que nadie es consciente y que se dirige como un mensaje directo al fondo del cerebro.
Momentáneamente, en ese salón los muebles parecen flotar casi arrastrados por una corriente. El efecto, solo visual, se produce gracias a la insignificancia del detalle de la pizarra barnizada y sus irregulares brillos, semejantes a los del agua de la cascada que pasa bajo su plataforma en vuelo. Es el efecto breve del agua remansada después de un salto y cuyas ondas van en mil direcciones en conflicto. 
Entonces al pasear por ese salón nos sentimos obligados a llevar botas de agua, a caminar despacio, a sentir de nuevo, y como una necesidad, la presencia de la cascada aun antes de volverla a ver desde la terraza, aun antes de volverla a escuchar, y de manera reiterada. Como un salmo incansable que queda atrapado en el inconsciente: la casa de la cascada es la casa de la cascada, es la casa de la cascada... 
Como hace la publicidad subliminal machaconamente con nuestros inadvertidos cerebros. 
La Casa de la Cascada es, además de una obra maestra, una pura tautología.

2 de marzo de 2015

APROVECHAR


Del mismo modo que los buenos sastres no desaprovechan la tela disponible para la confección de sus prendas, los arquitectos no debieran desperdician, ni acaso ligeramente, ninguno de los medios puestos a su alcance.
El arquitecto de casta tiene una mentalidad de pobre familia ahorradora porque nada le sobra. Nada se deja en el plato del proyectar. Porque se trabaja con bienes que son valiosos y no son propios.
La materia es un bien precioso por caro y por irrepetible. Porque ha pasado por las manos de otros hombres que han puesto sudor y esfuerzo en ella. La materia no se puede desaprovechar porque está llamada a ser algo mayor después de ser colocada en su preciso sitio. (En culturas arcaicas el arquitecto “respondía con su vida de que la tala no significaría derrochar la vida del árbol sino darle la «vida de la belleza”)(1).
El territorio, el suelo y el paisaje son recursos escasos. Millones de años y energías, geológicas, históricas y culturales lo conforman. Hombres y construcciones han dejado sus huellas sobre ese reducto de tierra dispuesta ahora a ser edificada.
Incluso las energías de una propiedad y el entusiasmo con que se aborda una nueva construcción son limitados.
Por todo ello, el aprovechar hasta la última posibilidad que ofrece cada recurso es una obligación económica - acaso moral - pero por encima de lo anterior, puramente disciplinar. Y para dar ejemplo, el arquitecto debe ser el primero en aprovechar los medios de su propia producción y no cometer un uso desmesurado de líneas, tinta y papel. 
Aprovechar para no abordar siquiera obras innecesarias. (Por aprovechar, debe hacerlo hasta con el tiempo. El propio y el ajeno). Es un hermoso esfuerzo, éste. Un juego en el que todo, finalmente, encaja.

(1), Krasznahorkai, László, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río. Barcelona: El Acantilado, 2005, pp. 42.

19 de enero de 2015

TRES MALENTENDIDOS

De Mies Van der Rohe los arquitectos han heredado un lema, (cuyo precio siguen sufriendo en todas sus detestables variaciones), dos obras que bien valen una carrera, - como son el pabellón de Barcelona y la casa Farnsworth - , y al menos tres malentendidos. 
El primero proviene de suponer que Mies era un arquitecto caro. Lo cierto es que nadie habría sobrevivido treinta años como arquitecto en un competitivo Chicago sin adecuarse a los ajustes económicos de su exigente clientela. Los famosos apartamentos en el 860 de Lake Shore Drive, costaron apenas diez dólares por metro cuadrado de 1951, más barato que los estándares locales de la época. El precio del Chicago Federal Center apenas fue de una veintena de dólares por metro cuadrado, lo cual no es excesivo para un edificio de oficinas climatizado de por entonces (1). (Y menos si lo comparamos con el precio de construcción de un edificio medio en ciudades como Londres). Sin embargo, seguimos manteniendo la idea de lujo miesiano en nuestras cabezas porque la historia nos ha legado las imágenes del ónice, las cortinas de terciopelo rojo, el precio actual de sus muebles, sus retratos con sus corbatas de seda y el humo de costosos habanos. Cosas para el futuro. Y la mítica. 
El segundo malentendido proviene de identificar la exquisitez en la ejecución de su trabajo con la perfección de un cuidadoso artesano. A este respecto John Winter dejó dicho hace más de cuarenta años: ”Un visitante inglés, que ha asumido esa perfección volcada en primorosos detalles colocados cuidadosamente en las páginas de tantos libros de Mies, se quedará sobrecogido por la masilla desparramada por el Illinois Institute of Technology y el acero retorcido de la marquesina en el edificio de Lafayette Park”(2). 
Mies hizo lo que pudo, y más cuando dispuso de un presupuesto ajustado. Quizás un poco más que el resto de los mortales. 
El último malentendido es creer que Mies era un exquisito conocedor de la arquitectura clásica y seguidor de su sinceridad constructiva. Y como muestra la imagen del comienzo. Ningún arquitecto verdaderamente clásico, ni siquiera Schinkel, sería capaz de ejecutar esquinas que hablan de una perfecta equivalencia de fachadas, en sus dos direcciones. Porque en la arquitectura de Chicago, de Nueva York o Toronto, la esquina era un buen lugar para señalar cuál era la fachada principal de cada una de sus obras, la cara predominante. Y sin embargo miren aquí. Edificios exentos, esquinas equivalentes y rellenas como pavos en Navidad. Una esquina de Mies responde, por encima de todo, a resolver eficazmente un ritmo en la modulación industrializada de la fachada. 
Por cierto, en la imagen del comienzo se puede intuir que hay otro malentendido sobre Mies. Creer que es solo autor de obras maestras

(1 y 2) WINTER, John, “Misconceptions about Mies”, Architectural Review, nº 900, Febrero 1972, pp. 69

8 de diciembre de 2014

FUENTE MÁGICA


La identificación entre la columna y el árbol es tan antigua como la propia arquitectura. Desde la casa de Adán en su particular paraíso, al famoso grabado del Abate Laugier, cada árbol puede ser una columna. 
El caso es que este nunca construido soportal de Erik Gunnar Asplund para el pabellón de Suecia de la exposición universal de Artes Decorativas de 1925 fue tempranamente llamado por sus estudiosos “bosque petrificado” y ahí se quedó el asunto. Las palabras que anuncian lo evidente no tienen otro mérito que el de quien las pronuncia primero. Así, si alguien quería ganarse el sustento y hasta tener cierto prestigio como crítico de arquitectura, bastaba llegar antes que nadie a los sitios. 
Sin embargo Asplund había sido el primero en pronunciarse sobre ese bosque de columnas. No es ningún escrito o la propia memoria del proyecto quien lo pone de manifiesto sino esa fuente que colocó entre las columnas para refresco de visitantes acalorados. Esa fuente estaba cargada del simbolismo elegante de Asplund y hacía del bosque algo doméstico. O dicho de otro modo, con esa fuente el bosque de columnas toscanas no era un bosque, sino un jardín. 
El arquitecto con la inclusión de un objeto es capaz de emitir una lectura sobre las intenciones de su propia obra. Esa fuente es arquitectura hablando de arquitectura y acotando su sentido. Es, pues, una fuente mágica. Esta prórroga del sentido lograda por la injerencia de un objeto no ha perdido nunca potencia como estrategia de la arquitectura. Debiera hacerse una historia de la arquitectura de esas pequeñas cosas. 
En el año 1925, entre los pabellones se construyeron otros interesantes jardines, como el de Robert Mallet Stevens o ese otro de Le Corbusier, donde cada casa debía poder tener el suyo propio(1). Y es que desde entonces, tener un jardín es un derecho. 

(1) Cosas curiosas sucedieron en aquella exposición. Entre otras que el premio de ese pabellón de Sueco no fuera concedido a Asplund. El concurso lo ganó Ture Ryberg (según Blundell Jones) o Carl Bergsten (según López Peláez).

4 de agosto de 2014

LA ESPONTANEIDAD CONQUISTADA



La voz del arquitecto viejo es ronca. Tarde o temprano, cuando el autor madura y pierde la espontaneidad y la frescura de los comienzos, gran parte de su labor está en difuminar y hacer invisible esa pérdida. Se adivina en ese momento el conocimiento, la experiencia, los recursos, los apoyos y entonces se ve la trastienda del trabajo y se hace doblemente difícil disimular las huellas del esfuerzo cierto que supone hacer arquitectura.
Ser espontáneo toda la vida está sólo al alcance de unas cuantas almas angélicas o de algunos redomados farsantes. Esa pérdida de frescura sólo puede tener como contrapartida el trabajo. O dicho de otro modo, solo la generosidad sin límites del trabajo justifica la complicación.
Si la primera espontaneidad es la de la construcción intuitiva y quizás hasta un poco evidente, en esa segunda espontaneidad hay una conquista dolorosa. Una lenta decantación, tratando de borrar los signos de la idea perseguida. La espontaneidad es pues una conquista. Esa es la espontaneidad del Japón de la ceremonia del te y de Katsura. Por eso sobre lo liso, lo brillante, lo pulido y lo refinado se hace impensable hacer pervivir esa especial inocencia. No hay espontaneidad posible en lo refinado ni en lo extremadamente exquisito ni lo resplandeciente. Nunca. Salvo en Jacobsen.
Ahí le tienen. Frente al frío irregular de la naturaleza: esbelto, sereno. Una excepción. Una muestra de la recién conquistada segunda espontaneidad.

14 de julio de 2014

RAZONES PARA UNA DELGADA LINEA NEGRA


Sabemos que una línea negra, delgada y de pequeñas teselas vitrificadas en negro, recorre horizontalmente la fachada del Pabellón Carlos Ramos en Oporto, de Álvaro Siza. A primera vista inexplicable y hermosa. Una línea que no corresponde con forjados, ni con despieces, ni cambios de materia, ni resaltos. Una delgada línea que cabe atribuir a un error y sobre la que conviene, por tanto, trazar una teoría del azar y una teoría de la suerte. (Aunque a fin de cuentas eso sean teorías sobre las razones desconocidas). 
Una línea negra, hermosa e inexplicable, es una línea con un motivo invisible hasta que Siza, o el tiempo lo aclare: “Al tocar el suelo, las paredes blancas limitan, con trazo negro, la superficie abierta a la humedad, a la contaminación verde” (1). 
Así pues no es una linea que prueba que los grandes arquitectos tienen suerte o que todo lo dibujado se construye hasta en sus errores, sino que se trata de una línea donde detener el ascenso de la humedad.
Sólo eso.
Una línea desde la que poder repintar la fachada aunque no por completo. Una línea de mantenimiento y economía. Una línea ahora algo fastidiosa. Porque no es mejor explicación que esa otra que versaba sobre el azar y hacía de esa línea negra una excepción a la espera de motivos.
A veces los motivos en espera son mejores que la explicación de los propios motivos.

(1) SIZA, Álvaro, Escritos, editorial Abada, Madrid, 2014, pp. 378.

16 de septiembre de 2013

LOS TIEMPOS INTERMEDIOS


Está probado que las inspiraciones místicas resultan a menudo peligrosas. Javier Gomá nos ha recordado que el creador es un ser raptado por las musas: mousóleptos. Cuando la musa se aproxima y nos susurra, su aliento es cálido y deslumbrante. Pero también abrasador.
Lorca empezó a escribir poesía “obedeciendo a unas órdenes categóricas del espíritu”. Sin embargo se encargó bien de diferenciar entre esas musas y el hispánico aliento del duende. Goethe definió algo parecido a ese duende lorquiano mientras estaba escuchando a Paganini: “poder misterioso que todos sienten y que ningún filósofo explica”.
Desgraciadamente esos seres mitológicos pronto se desvanecen. Es probada su inconstancia pues no persisten en la llamada en ese rapto ni en los sujetos sobre los que insuflan su breve aliento. Tal vez por eso las musas no deben dejarse pasar sin más. Tras su rapto inconsistente deber ser agarradas brutalmente por la cabellera, como se hace con una bestia encabritada y salvaje para no caer al suelo.
No soltar esa cabellera hirviente es la verdadera tarea del creador. Si los instantes iniciales de la arquitectura están mitificados, pues algo rozan que desborda lo humano, es en los estadios intermedios donde se pone a prueba el oficio y la técnica y una extraña fidelidad a ese aliento irrenunciable.
A las dos horas en que Frank Lloyd Wright pergeñó los primeros trazos de la Casa de la Cascada siguieron años en que cada uno de los detalles fueron afinándose sobre el papel y construyéndose con ayuda de cuidadosos artesanos. Si esa obra es empleada para hablar de la excepcionalidad de un comienzo abrumadoramente veloz, sin ese espacio intermedio donde la arquitectura se pule y desbasta, no existiría hoy tal como la conocemos.
La historia de las catedrales es la historia de esos estadios intermedios. Las musas no visitaron las viejas catedrales góticas ni a sus constructores, que no conocieron el instante inicial de una obra que heredaron comenzada y que dejaron sin concluir a sus descendientes. Sin embargo su oficio de arquitectos, persistentes y fieles a una misión asumida como propia, les permitió esos relevos con energías y talento.
La breve construcción del monasterio del Escorial, apenas veintiún años, prácticamente no tuvo más que algún breve momento de inspiración. Juan de Herrera asumió la obra de Juan Bautista de Toledo y puso su mucho talento al servicio constante de la musa de su predecesor. La sabiduría de cada una de las decisiones para la consecución de la mejor obra posible no resta ni un ápice a su autoría ni a su altura como maestro.
Desde los pasos iniciales a la obra construida la cronología se interrumpe por escalones, en ocasiones insalvables y contrarios al creador, por obstáculos de todo orden que pueden llevar todo al traste. En ese instante el rapto de las musas queda lejano. Sin embargo las manos cansadas deben permanecer agarradas a aquella larga, larguísima cabellera, como a la estela de un cometa, o como un agricultor a un arado.
Debe existir algún dios invisible y callado de los estadios intermedios. Es el dios lento y constante de la arquitectura. Un dios apenas compartido salvo, quizás, por la agricultura.

2 de septiembre de 2013

ARQUITECTURA DE CUIDADO

Con el cuidado de una extraña danza conocida sólo por él, ver manejar a un maestro vidriero su material, con sus bruscos aspavientos, los leves giros de su hueco bastón de mando sobre una sustancia ardiente y pastosa, las pinzas de cirujano que hacen las veces de dedos metálicos y los ojos vigilantes dirigidos sin descanso a la obtención de una forma, en realidad siempre irrepetible, es, de por si, un espectáculo digno de veneración.
Mientras, en la escena aparece otro personaje, que con su cuerpo parece estar interpretando la misma tensión del vidriero aunque diferida y anticipada. Un cuerpo que contiene la intranquilidad de un director de orquesta, o de un padre al ver dar unos primeros pasos de su hijo. Una postura que reclama cuidado sobre el trabajo que otro realiza. Un cuidado solícito y temperado que se dirige hacia el propio objeto que se ve aparecer, tratando que no se malogre. “Con cuidado, con cuidado...”, parece decir todo, la chaqueta y la nariz irrepetible de Carlo Scarpa. Todo, por favor, con cuidado.
Hay un gesto en la vida de los hombres que significa la totalidad de su existencia, al completo, dice Borges. Sería casual que la fortuna nos hubiese dado la ocasión de verla plasmada en una imagen. Por eso cabe pensar que Scarpa repitió este gesto en multitud de ocasiones y esta imagen es solamente una de tantas: “Con cuidado, cuidado, por favor”.
El joven Scarpa pasó en Murano veinte años solicitando ese cuidado, lejos de la arquitectura, en un exilio voluntario pero cierto. Veinte años son muchos para que ese solicitar y prestar cuidado no tuviesen consecuencias en su arquitectura.
En la Arquitectura.

4 de enero de 2013

SOBRE LA NECESIDAD DE ARQUITECTURA


No es ninguna novedad declarar muerta la arquitectura. Otro tanto ha ocurrido con la literatura, la filosofía o la misma cultura a lo largo de la modernidad. 
Las razones de todas esas defunciones, han sido argumentadas y rebatidas con cada cambio de paradigma o cada búsqueda de notoriedad apocalíptica. Puede que vivamos rodeados de cadáveres, sin embargo solo gracias a ellos somos capaces de sentir una especial continuidad con el mundo. Puede que precisamente por eso se haga difícil creer que la arquitectura haya dejado de tener sentido.
Cada vez que los seres humanos se reúnen en un lugar, la mera organización física de ese espacio es arquitectura. Y lo es porque se trata de uno de los primeros sistemas materiales que ha encontrado el ser humano para darse sentido y comunicarlo de modo tangible. Desde los hechos elementales de la vida, el recordar el pasado, o la mera relación con el universo exterior al hombre, la arquitectura se convierte en una necesidad. Las relaciones del hombre con el mundo cobran sentido gracias a la arquitectura. Las relaciones entre las cosas cobran sentido si la arquitectura hace de intermediaria significante. 
Tal vez la arquitectura deje de ser necesaria cuando deje de proporcionar eso que Sartre llama “alegría estética”, es decir, un especial tipo de placer que recibe el hombre al perfeccionarse conociendo lo que le rodea y a si mismo. Una búsqueda que obligó a Le Corbusier a proyectar casas, coches, muebles, ciudades y obras hidráulicas del mismo modo que antes había obligado a Vitruvio. Y ello sin renunciar a nada como objeto de trabajo, porque el campo de acción de la arquitectura es el hombre, y todo lo que le atañe al él, atañe a la arquitectura. 
La arquitectura es demasiado importante para dejarla en manos de nadie que no se sienta atado a esa vieja y denigrada herencia de Vitruvio. 
Incluidos los arquitectos.

20 de agosto de 2012

LAPSUS


Casi todos los errores cotidianos son considerados “lapsus”. Uno pretende hacer algo y se encuentra haciendo otra cosa imprevista. Freud reconocía en los lapsus “la psicopatología de la vida cotidiana”. Aunque algunos puedan tener significados ocultos y siniestros, otros son provocados por el especial modo en que el ser humano usa el mundo.
Algunos tipos de lapsus son resultado de analogías entre diferentes actos, a veces nuestras acciones previas pueden recordarnos otras no previstas, que pasamos a realizar como por un resorte secreto. Frente a los lapsus del lenguaje, -“lapsus linguae”-, o de escritura, -“lapsus calami”-, faltaría catalogar los lapsus especializados de cada disciplina. Y caben los arquitectónicos.
Un pensamiento que se cuela en mitad de un proceso. Una obsesión que aflora, de improviso. Tras un lapsus se ve al hombre, y no su musculatura como arquitecto. Un ejemplo que lo explique de manera elocuente en arquitectura es la fachada del Frontón Recoletos, obra de Zuazo (y Torroja), de 1935. Ahí está el traspié: sus ventanas, la escala, el balcón mirador. Un mal remate exterior a un espacio interior esplendoroso y memorablemente moderno.
Los lapsus arquitectónicos, ahora que lo pienso, no hay quien los rectifique con una fe de erratas.

14 de mayo de 2012

UNA ALTURA CONSIDERABLE


Es leyenda que cuando Alejandro de la Sota visitó el Pabellón de Barcelona se limitó a señalar, lacónico: “tiene una altura considerable”. 
Seguramente, como siempre sucede en de la Sota, se refería a muchas cosas a la vez: tanto a la altura del techo, a la relación con sus propias medidas, y a la altura intelectual de la obra. Sin embargo el caso es que la exclamación de Sota es el germen de una hipótesis a desarrollar. 
Puede decirse que las obras de Mies son de una altura considerable. Pero más allá y específicamente, que todas son de “una” altura, y en concreto, de la misma. (Y se dice de “una altura” no en el sentido de “doble altura” o “triple altura”).
Esta presunción puede verificarse aunque, por supuesto, no métricamente: el techo del Pabellón de Barcelona se encuentra a tres metros y veinte centímetros del suelo, y el de la Galería Nacional de Berlín, por ejemplo, cinta métrica en mano, a cerca del tripe. No obstante, ambas intentan mostrar una misma idea de arquitectura como instrumento capaz de hacer desaparecer la fuerza de la gravedad. Es por eso que puede decirse que ambas obras tienen la misma, precisa y exacta altura. 
Como Evans señaló hace tiempo del pabellón de Barcelona, un techo a 320 cm, participa de una simetría horizontal fruto de la altura de los ojos en el espacio. Suelo y techo permanecen a idéntica distancia de ese eje horizontal y por eso aquella obra aparece sin peso, mágicamente a-grávida. (La introducción en esos planos de techo de perforaciones, la presencia de luz cenital, hablaría de una arquitectura antigravitatoria, leve y volátil, cosa que no es deseo de Mies). 
Puede extenderse esta hipótesis al resto de los techos y sus alturas, desde la casa Farnsworth, al pabellón Bacardí... En todas aparece una altura de techo exacta, lograda de manera lateral, también gracias a la profundidad de ese plano, la posición de los soportes, la escala, el color, la materia, la luz... 
El tema de toda una vida. Un solo tema.

2 de diciembre de 2011

¿CÓMO SE HACE UN PROYECTO?


“¿Cómo se hace un proyecto?”. Pregunta que ningún arquitecto se hace ya a si mismo porque es una cuestión genérica y lo genérico es lo contrario a su oficio. Pregunta cargada de la inocencia del “aun no arquitecto”, que busca un atajo que le libre de algo del imprescindible sobreesfuerzo que requiere averiguarlo. Pregunta de voluntarioso “enseñante” por comunicar lo único importante, aunque quizás lo único incomunicable.
Cuestión imposible y no por ser oscura sino por ser de trasmisión inútil. Como tampoco pueden transferirse las cicatrices dejadas por la propia vida, y esperar que alteren un ápice la vida de los demás. (Quizá, a lo más, se pueda narrar como se hizo arquitecto uno mismo. Y eso apenas tiene importancia ni siquiera como inmodesto relato autobiográfico).
Hablar de cómo se hace un proyecto lo deja todo, con suerte, en una hermosa metáfora o en algo críptico y fantasmagórico, (aun sin serlo de ningún modo).
No obstante puede enseñarse el oficio. Puede aprenderse la técnica. Pueden trasmitirse las herramientas y su digno manejo. Sabemos que “enseñar” es dar señales, es decir, marcar direcciones. Así, el mejor docente sería tan sólo una rigurosa y concienzuda guía de viaje.
“¿Cómo se hace un proyecto?”. ¿Basta saber que cada nuevo proyecto hace esa misma pregunta a su autor?. De lo demás, ¿vale la pena hablar?.

5 de julio de 2011

PARÁSITO SAGRADO



Para el dedicado a proyectar, llega un momento feliz en que la Arquitectura deja de ser un simple juego, un pasatiempo, o un deporte que se practica en tiempo de asueto.
De pronto para unos pocos, en un instante de su formación o de su práctica, la Arquitectura se convierte en una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse. Repentinamente, pasa a ser una actividad perenne, algo que ocupa e inunda la existencia. Como una esclavitud jubilosa.
La vocación habita entonces al arquitecto. Igual que un gusano habita un estómago:“El gusano había penetrado en mi corazón, y yacía enroscado en mi cerebro, mi espíritu, mi memoria.” Dice Thomas Wolfe de su propia vocación de escritor.
La imagen de sentirse habitado por un parásito no es novedosa pero sí certera. Vargas Llosa compara ese gusano con cualquier vocación tomada con suficiente seriedad: Cualquiera que haya visto semejante tormento en el estómago de una persona sabe de ese horror. “Una vez que la solitaria se instala en un organismo se consubstancia con él, se alimenta de él, crece y se fortalece a expensas de él, y es dificilísimo expulsarla de ese cuerpo del que medra, al que tiene colonizado.”
Después, el crimen contra ese instante no consiste en producir arquitectura imperfecta. Ni siquiera construir o proyectar sin descanso.
El crimen auténtico quizás sea el dejar de alimentar ese sagrado parásito: fuente de optimismo para todo Arquitecto.

24 de noviembre de 2010

HISTORIAS DE ALCOBA (II)


Rayos ígneos aun salen despedidos de la cabecera de la cama de Felipe II, -centro de esa mirada-, hacia el paisaje de un imperio y hacia el altar de una iglesia de la que se siente guardián y depositario. Al paso de ese golpe de vista los diques de granito del Monasterio del Escorial se cortan y derriten como manteca. La mirada como una radiación enérgica, desdibuja la arquitectura, aniquila muros, y acopla todo bajo una potente ley interna: la de la geometría. Ley de control no solo de la propia arquitectura sino del mismo universo.

30 de agosto de 2010

CIERTA GRAVEDAD



Contrariamente a lo que se cree, los arquitectos y los cirujanos estéticos no deben su sustento a la belleza, sino a la fuerza de la gravedad. La tensa lucha por domar sus efectos, disimularlos y dotarlos de garbo, les ha dado de comer desde que la arquitectura es arquitectura y la estética, estética.
A pesar de ser sus guardianes y garantes, hoy los arquitectos fingen sus leyes mediante estructuras que se ocultan y misteriosos funambulismos que parecen, más que nunca, negar su presencia. La gravedad, apuntalan, es cosa de iniciados. La gravedad hoy es un argot.
Nuestro tiempo muestra como espectáculo la fractura entre la terquedad de lo portante y lo levemente etéreo. Como si los arquitectos estuviesen solo interesados, no ya en la forma de la arquitectura, sino en mostrar a los habitantes la intangible y vertical prisión diaria que representan las estructuras: hermosos jeroglíficos indescifrables, ahora simulando desmoronarse.

29 de enero de 2010

ACUEDUCTO EXTRAÑO


En la misma bienal de Milán en la que acechaba aquel animal-templo, se mostraba también esta extraña arquitectura, igualmente de Navarro Baldeweg. Sobra decir que bajo la apariencia de acueducto se esconde un animal saciando su sed. Animal bicéfalo, entre gárgola, desagüe y alambique, pero con cabezas afiladas y punzantes. Sus patas son las de una bestia elefántica, y el sistema de columnas y dinteles es sustituido por la de un organismo de muros, arcos y una sustancia licuada que lo recorre.
Las dos situaciones vistas, - de animal-templo y acueducto-bestia-, comparten una base operativa: Engarzar, igual que un orfebre, lo sólido y pesado, con lo pequeño, ligero y fluido; y amasar, igual que un panadero, ambigüedad y símbolo.  Fruto de ello, nace algo innombrable pero real.
Algo de orfebre y de panadero tiene el oficio de arquitecto.

27 de enero de 2010

ANIMAL EXTRAÑO


La traza de este cuadrúpedo, vigilante y extraño, corresponde a Navarro Baldeweg. Corzo o tigre, es un centinela del espacio que lo rodea. Una esfinge que, elástica, se ha erguido. Pero algo en esos trazos han hecho que el animal haya perdido su condición.
El peso se distribuye en equilibrio sobre cuatro apoyos sólidos. Las patas, como columnas, facilitan el contacto con un terreno imaginario pero cierto. El cuerpo, como un dintel, los unifica y remata sin dulzuras. Así, el animal se convierte en un templo.
Pero al igual que toda obra debe contener desconciertos, los ojos y el apoyo de la cabeza, hacen del conjunto algo móvil e inestable, como un jarrón sobre la arista de una mesa.
El equilibrio parece a punto de desbaratarse. Y sin embargo ahí permanece, prolongado en el tiempo; dejando esa ilusión en suspenso. Igual sucede en cada templo, desde el Partenón a Segesta.