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4 de enero de 2021

SUEGRAS, ASESINATOS Y ESCALERAS

En Francia, país de la guillotina y de la enciclopedia, la prueba de resistencia de las barandillas recibe el preciso nombre de “prueba de la suegra” (test de la belle-mère) (1). El ensayo consiste en dejar que una bolsa de 50 kilogramos de peso llena de pequeñas canicas de acero - nunca una suegra fue tan poco pesada, he ahí una de las ironías del asunto - golpee en su caída pendular a una sufrida barandilla. Si ésta resiste el envite, (la barandilla, me refiero) significa que en la vida real, ante un indeseable empujón o un casual tropiezo en el rellano de una escalera, toda suegra debiera quedar, felizmente, a salvo… 
Sin adentrarnos en el escalofriante tema de las familias políticas y si en el de las escaleras y las limitaciones que sufren, lo cierto es que tal es el sentimiento de amenaza y de peligro que ofrecen estos hermosos mecanismos de comunicación que el mundo occidental se ha visto en la necesidad moral de regular su diseño hasta el extremo. Normativas de todo orden impiden no solo la caída de una madre política debida a la fragilidad de una barandilla, sino que incluso éstas puedan ser escaladas, o que un travieso niño pueda quedar atrapado entre sus barrotes… 
Con razón Óscar Tusquets acusaba a este universo normativo de ser el causante de la muerte de las escaleras. Por eso si hay que elegir entre la metafórica "prueba de la suegra" como representación de la suma de esas castrantes y despreciables imposiciones legales, o el entonar un responso por las escaleras, sin dudarlo, me quedo con el salvamento de esos seres desprotegidos y maravillosos capaces de llevarnos lejos. A veces, hasta el cielo. (Me refiero, por supuesto, a las escaleras).

(1) Debo este precioso dato a mi amigo François Guynot de Boismenu.

7 de diciembre de 2020

EL MEJOR DISEÑO DEL MUNDO

 


Dice Bruno Murari que los platos son redondos porque un círculo sobre un plano no se puede desordenar. “Si fueran hexagonales, cuadrados, octogonales, rectangulares crearían problemas de ordenación en la mesa, de modo que complicarían mucho la disposición de ésta para la comida”. Además los platos redondos se pueden fabricar con cierta facilidad en un torno. Se pueden lavar sin esfuerzo porque no tienen aristas donde se depositan los restos y la comida puede ser desmenuzada con sencillez sobre su superficie. El resto de las prerrogativas respecto a su materia abren el campo de acción al diseño, pero no añaden sustancialmente nada a la forma
Cuando las formas responden con una especial simplicidad a sus problemas se vuelven hermosas. Sin embargo, ¿podría mejorarse el diseño de un plato? Seguramente un diseño mejorado podría conservar más tiempo la comida caliente o incluso facilitar su trasporte por parte de camareros… Contemplar esas prerrogativas son las que producen innovaciones en los objetos diarios. A veces, también es cierto, incluso producen aberraciones.
Sin embargo de todas esas innovaciones, uno se siente más identificado con esta que intenta aquí la jovial Charlotte Perriand. A veces la mejor manera de rediseñar un plato es rehaciendo la mesa donde se van a colocar. Ese cambio de foco puede que sea el ejemplo por antonomasia de la verdadera creatividad. Porque supone el rediseño de la mirada.

23 de noviembre de 2020

SOBRE EL CIELO RASO

 

Los terraplanistas, cuyo número crece últimamente como hongos, tarde o temprano tendrán que enfrentar sus creencias, no tanto con la ciencia y los hechos presentados por los que piensan que la tierra es redonda, sino con su única y verdadera contrareligión, la de los “cielorrasistas”. 
La potencia evangelizadora del “cielorraso” está en el hecho de su callada pero evidente extensión mundial. Es ese techo plano, liso y a menudo encalado, casi como una especie de budismo seglar de los cuartos, quien emite uno de los mensajes más elocuentes y serenos de la vida diaria. Con su silencio franciscano y austero el cielorraso nos dice que en la habitación, entre el bullicio de lo que sucede en su interior, siempre hay algo el calma. 
Aunque dicho esto, eso no significa que no esconda sus contradicciones. (Como por otra parte sucede con toda religión que se precie de ofrecer algo trascendente). Si estamos de acuerdo en que lo raso es lo despejado, lo que permanece libre de obstáculos, ¿por qué entonces cuando se dice que alguien duerme “al raso” se entiende que lo hace sin techo, es decir, a la pura y dura intemperie? ¿Acaso la bóveda celeste es igual de plana que un cielorraso? ¿Acaso no está suficientemente llena de cosas? 
El cielorraso es llamado por muchos falso techo, aludiendo con ello a la poca fiabilidad que merece. Pero se olvidan que el falso techo no tiene porqué ser sustancialmente algo liso y despejado. El falso techo puede adquirir formas de lo más ornamentadas. (De hecho el rococó no era otra cosa que un arte decorativo de falsos techos, pero no de cielorrasos). 
¿Es posible dormir al raso bajo un cielorraso? (Mantegna en la “Cámara degli Sposi” demostró que sí) ¿Es todo esto solo un tonto juego de palabras o se trata de algo más serio? 
¿Se acuerdan cuando Le Corbusier se inventó aquella diabólica estructura “dominó”? ¿No era perverso convertir el techo de una estructura de hormigón en un cielorraso? ¿No era retorcido y contranatural evitar que hubiese vigas a la vista? ¿Se debía todo ese esfuerzo por alisar sus techos en un capricho para luego poder colocar las paredes donde le diese la gana sin depender de tan incómodos descuelgues estructurales? Los cielorrasos, no se olvide, cuestan. Pero esa ansiada lisura algo de bueno tendrá que tanto se persigue en aras de la libertad de lo que sucede bajo ella. 
Aunque puede que le estemos dando tanta importancia a esto solamente porque de algún modo forma parte de nuestro ser diario. El cielorraso es el último paisaje que vemos justo antes de cerrar los ojos, desde lo más mullido de nuestras camas. Y sobre ese paisaje iluminador tomamos muchas más decisiones en nuestra vida de las que parece.
Puede que por eso, frente a la religión del cielorrasismo, ningún insomne terraplanista tiene nada que hacer.

16 de noviembre de 2020

REFLEJOS INESPERADOS


Si desde que existen como objetos, los espejos tienden a situarse sobre las paredes, y por tanto son un eco de nuestra presencia, el situarlos en lugares inesperados ofrece vistas a nuevas significaciones y abismos. Por eso y puestos a hacer cosas que nos saquen de los estrechos márgenes por donde circula la vida, dedicarse a colocar espejos en lugares inusuales permite agrandar las casas una barbaridad. Aldo Van Eyck y Achille Castiglioni lo sabían bien. Y ni que decir los arquitectos de las albercas árabes. 
Todo niño en su infancia descubre que un charco tras la lluvia abre un abismo al que uno se asoma como a una ventana. Ese espacio puede ser un hueco misterioso o un trozo del cielo caído. Un espejo en el suelo de una casa se convierte en un balcón que no requiere de barandillas. Entonces podemos imaginar el debajo de las casas como si cada forjado tuviese sótanos ocultos. TEd'A Arquitectes han rodeado un pilar con un espejo en su contacto con el suelo, liberando su pie y haciendo que parezca colgado, libre de ataduras en un crecimiento sin fin. 
Narciso sabe bien que el agua refleja horizontalmente y hacia arriba. En dirección contraria el espejo se vuelve algo amenazador. Los espejos dispuestos en el techo, en realidad, no son objetos que abran ventanas o abismos sino que se limitan a ser el signo de una vulgar perversión. (Y no solo los dispuestos en un espacio donde haya una cama bajo ellos). Su monstruosidad radica en que nos colocan en un boca abajo interminable, pero sobre todo, en que no paran de derribar cada una de las miradas lanzadas hacia lo alto, ofreciendo solamente en su rebote, suelos, suelos y más suelos
Ni siquiera con los espejos escapamos a esa ancestral memoria de la gravedad que todos llevamos arraigada en algún lóbulo del cerebro o algún recóndito cromosoma. Puede que en realidad todo esto suceda porque algo de la magia de los espejos va con nosotros mismos.

5 de octubre de 2020

LA ESCALERA HOSTIL


Por mucho que las afueras de las ciudades sean inhóspitas, sus interioridades pueden serlo aún más. La prueba más palpable es su resistencia a ofrecer lugares donde caer rendido. Una superficie artificialmente abullonada, un alfeizar lleno de pinchos o un asiento donde no es posible recostarse hablan de su extrema e íntima falta de hospitalidad y dejan en muy mal lugar a la arquitectura y a sus propietarios. Entonces quien busca descanso no tiene más remedio que explorar contorsionismos e imaginación inesperados.
La forma de una escalera expulsa a todo cuerpo depositado sobre ella. Ni siquiera cuando unos periódicos hacen las veces de almohada, una escalera resulta un lugar apto para dormir. Entre huellas y contrahuellas las aristas se clavan en los costados como las garras de un animal callejero convirtiendo a sus usuarios en faquires involuntarios. 
La condición inhóspita de la ciudad se concentra en esa imagen y la doble agresión que contiene: física y social. Acostumbrados como estamos a intentar dormir en los incómodos asientos de aviones, hospitales y aulas, seguramente no resulte difícil maldecir a las escaleras cuando se comportan con una saña semejante. Su tranquilo zig-zag puede llegar a convertirse en una feroz dentadura que hace de las ciudades seres indeseables. Conviene que recordemos que las escaleras pueden propinar frías dentelladas. 
Por mucho que al día siguiente una multitud baje y suba por ellas como si tal cosa.

14 de septiembre de 2020

UN VERDADERO PROYECTO DE DEMOLICIÓN


El proyecto de demolición es el hermano desheredado de los proyectos. Nadie proyecta la demolición con la misma prometedora alegría de lo que se va a construir. La demolición, por mucho que se intente, carece del futuro. Solo habla de un pasado que se va a erradicar de un modo más o menos delicado (o ecológico). Y es una pena. En lugar de la habitual desidia de destruir lo existente de arriba abajo, previa desconexión de los suministros, habría modos más interesantes, o al menos, más arquitectónicos de arruinar lo existente. Modos que poco tienen que ver con la manida deconstrucción. El proyecto de demolición sería de ese modo un acto de arquitectura e implicaría quitar piezas como lo hace el ajedrez en el desarrollo de sus partidas. Con una lógica y un tiempo determinante. 
Por mucho que viejas piedras construyan el proyecto del porvenir, por mucho que cada materia vaya a ser empleada para construir nuevas pirámides - y pienso en la erigida por Le Corbusier con los cascotes de la vieja iglesia de Rochamp – me temo que el cadáver proyectado por la demolición no será nunca tan vital y lleno de energías como lo recién inaugurado... Pero no desistamos de intentarlo. Tal vez existan otras opciones para encontrar un proyectar demoliciones con futuro. 
“Proyectar se ha convertido en una labor editorial”, dice Jill Stoner (1). En realidad se refiere que hay que quitar mucho, demoler mucho y con orden para poder avanzar en el proyecto de construcción. O, tal vez, algo más sofisticado: cada proyecto contiene un proyecto de demolición en su propio seno. No que cada proyecto deba incluir un futuro proyecto de demolición, como hicieron Stirling, Soane o Speer dibujando las ruinas de sus propios proyectos, sino que proyectar obliga a demoler muchas cosas en el hacerse, que existe un proyecto de derribo dentro de cada proyecto que podría llegar a tener eco en la obra. Sabemos que el proyectar implica demoler pasos intermedios, partes indeseadas, que implica pulir y desprenderse de materia e ideas. ¿Es posible pensar en ese quitar como un proyecto dentro del proyecto? ¿Uno que se extiende más allá de la misma construcción y le acompaña hasta el final de su vida?

 (1) Jill Stoner, Hacia una arquitectura menor, Madrid: Bartlebooth, pp. 115. (Towards a Minor Architecture, Mit Press, 2012. Traducción Lucía Jalón).

7 de septiembre de 2020

LO INCOMPLETO


La ausencia del antebrazo (¿de verdad falta?) no resta ni un ápice de sentido a la perfección de la forma. Ese Apolo sigue caminando, vivo y sonriente pese a todo. No hay sangre ni dolor en su eterno avanzar, no existe siquiera la resistencia al viento y el desgaste que carga de nuevos sentidos a la Victoria de Samotracia. A pesar de la amputación reconocemos en esta figura una determinación incansable. 
Cuando la ausencia de una parte no impide ni añade nada a su significado cabe preguntarse si acaso esa parte no era necesaria. Si el escultor no debió ya suprimirla antes de darla por acabada. Por mucho que solo sean presuntuosas conjeturas modernas ¿cuántas partes más sobrarían?... (Desde que la psicología puso sus manazas en el modo en cómo vemos el mundo, rellenamos incansablemente lo que falta con una consciente e invisible masilla…) 
Para nosotros ese antebrazo, ese codo amputado, sigue conectando la mano con el cuerpo. Y el aire intermedio resulta tan sólido y está tan presente como la piedra faltante. De hecho, puede decirse que esa desaparición nos permite ver mejor la figura y su real entereza: es su mejor ventana
Igual sucede con la piedra ausente de un muro cuando deja al descubierto la totalidad de su ser, su peso y su intención.

31 de agosto de 2020

ENCUENTROS ANIMADOS


Átomos de carbono, algo de agua, y apenas un puñado de minerales combinados, forman proteínas y hélices que conducen, mágicamente, a la vida. Esa espiral no tiene fin. El ser humano, emulando esas combinaciones internas, se esfuerza por organizar otras nuevas a su alrededor para vivir mejor. Muele gramíneas, las hornea y las mezcla con encimas para su alimento. Combina arcilla y la cubre con tintes hasta formar recipientes en los que aparecen retratados mitos y héroes. Desliza hollín diluido en agua sobre una ligerísima pasta hecha de madera para recordar sus historias... A la hora de fabricarse un refugio tampoco se detiene. Paredes, suelos y techos son las piezas elementales en esa sucesión de mezclas, pero yendo más abajo, primero hay que ensamblar piezas y tejer sus partes con una ancestral sabiduría basada en la prueba y el error. 
En todo arte combinatoria de la materia deben cumplirse sencillas reglas de juego: la suma de las partes debe mejorar lo que ofrecen por separado, sea eso la funcionalidad, la estabilidad, la duración o su significado. Sin embargo a veces se produce algo mágico que desborda la suma de los elementos y que en su extrema sencillez resuelve todos los problemas de una tacada. En esas pocas ocasiones se emula el primigenio milagro de la vida. Sucede, por ejemplo, con el arte o cuando una construcción pasa a ser arquitectura. Como aquí. Cuando la piedra y la madera parecen haber nacido juntas. Dando lo mejor de cada una.

24 de agosto de 2020

EL SUEÑO DE TODO NIÑO


¿Cuál es la raíz psicológica desde la que brota el persistente sueño infantil de tener un refugio en un árbol? Tal vez sea la necesidad de aire, o de un descanso lejos del suelo. Sin embargo esas energías no tienen forma, ni acaso necesidad de un árbol. Al menos para Bruno Munari.
Para él basta con pensar en un árbol y sus cualidades esenciales de habitáculo. Entre sus ramas puede darse un vivir ligero como en un nido ¿Cómo hacerlo? Es obligación no solo brindar ese refugio sino completar el resto de los requerimientos funcionales de toda habitación: las escaleras, que sirven de acceso y de soporte; el somier cerchado que hace las veces de dintel y un conjunto que se convierte en un pórtico ligero, como un dosel de aire del que colgar los cachivaches necesarios para un niño. Incluso la bicicleta. Además hay objetos que son capaces de “educar” sin ser tontamente educativos.
Ese nuevo habitáculo, en el que resuena el “studiolo” de Antonello de Messina, es infantil y hermoso y no ha borrado por completo el regusto que tiene todo el trabajo de Munari de repensar todo como lo haría un niño. Esa energía pervive en pocas ocasiones. Y hay que homenajearla porque es desde donde provienen las mejores arquitecturas. Hay cosas que parecen fáciles de hacer, pero solo es evidente su facilidad una vez que están hechas. Lograr esa inocencia, fingida, está al alcance de muy pocos.

18 de mayo de 2020

AIRE PASTEURIZADO


En lugar de habitaciones de aire, la arquitectura puede brindar también aire pasteurizado, como los tetrabricks de la leche. Aunque su riqueza y sabor son más pobres, y tristemente solo ha sabido hacerlo con dos materiales: plástico y más plástico. Habitar arquitectura hinchable, gracias a ese aire fresco y desinfectado, ofrece las mismas virtudes que hacerlo en un quirófano: en sus tripas todo parece siempre muy limpio y luminoso, pero en realidad no se puede criar a una familia dentro de plexiglás (casi literalmente eso decía Reyner Banham). 
Los trajes espaciales portadores de una mezcla perfecta de aire en una mochila, eran su cliché. Hoy su progenie se ha vuelto súbitamente contemporánea. La cadena de imágenes nacidas de las escafandras de los astronautas pasó pronto a la ciencia ficción, luego a las vestimentas sobrepresionadas de los científicos que trabajan con virus, para acabar, no sé si degeneradas, en arquitecturas igualmente envueltas en el mismo ambiente lechoso y artificial. 
Habitar las tripas de un grandioso muñeco de Michelín puede ser divertido, como también lo es saltar sobre los castillos hinchables infantiles, pero difícilmente, esos artefactos pueden pasar a la historia por su pura e idéntica forma y su mudez significante. En el fondo, la arquitectura hinchable ofreció siempre las mismas variaciones formales y el mismo mensaje que esos profesionales de los globos, que con sus retorcidas burbujas de látex igual hacen un entretenido sable rojo, que un perro verde. Todo muy festivo, pero todo muy efímero y todo muy igual. Con un leve aroma a retrofuturo, tras el que luego no hay nada
La metáfora perfecta de esa arquitectura de burbujas culmina cuando se apaga el motor. Y su repentina flacidez, asusta. En ese instante, la erección no hay quien la sostenga, literal y figuradamente. Es entonces cuando, como sucedía con esas canciones lentas que se empleaban para desalojar a los adolescentes de las discotecas y los guateques, se acaba la fiesta. Y en el suelo queda un montón de restos blandos, casi como medusas fuera del agua. 
Como puede comprenderse, entre las habitaciones del aire y esa arquitectura de aire pasteurizado, media un abismo.

11 de mayo de 2020

LA HABITACIÓN DEL AIRE


Se dedica menos atención de la que merece a ese cuarto doméstico que aparece y desaparece, un poco como los vecinos queridos o los primos lejanos, que es la habitación del aire.
Por lo general, en la vida cotidiana, esa habitación permanece escondida y apenas es un leve rescoldo con olor a guiso cuando las casas no tienen ventilación cruzada. No la prestamos atención, decía, porque no contiene una cama, ni armarios, ni una mesa. Porque en ella no puede ponerse el rótulo de una actividad, ni venderse. Pero cuando la casa está en calma, (o nosotros mucho tiempo dentro de ella) y nos hacemos sensibles a sus misterios, bien de mañana aparece y se infla hasta ser más grande incluso que los salones. Abrir las ventanas es como abrir sus puertas. Entonces arquea sus paredes invisibles como un gato su espalda e incluso ronronea. 
La habitación del aire amplía la casa cuando ésta se encuentra desposeída de balcones o porches y contiene algo de la ciudad o del campo. Recoge aromas de lugares insospechados, mezclados con olor a tabaco, de lluvia o de verano. Podría parecer, por lo dicho hasta el momento, que la habitación del aire es una entelequia fantasmagórica, pues a veces las únicas huellas visibles que aparecen de ella son los movimientos de las cortinas o un incómodo chiflete de aire entre las puertas, pero se trata de una presencia real. Tangible, incluso. Para disfrutar de sus paisajes, pues es una habitación que puede extenderse hasta más allá del norte del horizonte, solo hay que esperar al atardecer o al amanecer. Es entonces cuando de verdad toma cuerpo. Literalmente. 
Sin ellas, las casas serían peores. Invivibles, de hecho. Tener una casa sin habitación del aire es vivir en una cárcel. Porque las habitaciones del aire, además de aire contienen el paisaje muy humano.

4 de mayo de 2020

LA DISTANCIA ENTRE DOS ...


La cosmología se ocupa con entusiasmo ilimitado de la distancia entre galaxias, estrellas y planetas. La física y la química lo hacen de las distancias infinitesimales. La óptica y la sociología de las métricas del funcionamiento del ojo y de las sociedades. El protocolo y la policía de fronteras son organismos cuya existencia está consagrada a la imposición de distancias entre personas. El atletismo, como gran parte de las ingenierías, basan su trabajo en la resistencia frente a una distancia a batir. Hasta hace poco, incluso el árbitro deportivo se ocupaba de que las faltas fueran lanzadas a la distancia justa… 
El listado de los cancerberos de las distancias es amplio y su trabajo esforzado. Pocas de esas disciplinas, entre las que hay que incluir también a la de los especialistas de tráfico, carteros y programadores de apps de contactos, han logrado trascender la distancia hasta convertirla en arte. Sin embargo y entre todas, sólo una se encarga a la vez de la precisa distancia entre las cosas, de la estabilidad e incluso del arte de la distancia en el interior de nuestras casas, ciudades, plazas y calles. Adivinen. 
Hoy que nos vemos obligados a permanecer a la obligada distancia de dos metros, impuesta de modo grueso y más nemotécnico que estrictamente científico, me temo, no está de más recordar que existe una íntima correlación entre nuestros órganos sensibles, empezando por el de la vista, y el modo en que se organizan las cosas a nuestro alrededor. Que la distancia de una conversación está dictaminada por nuestros oídos y nuestro aparato fonador, tanto como por nuestra propia cultura. Y que la más simple de las mesas en las que nos juntábamos a comer eran un muestrario físico, palpable y hoy nostálgico de ese arte de la separación precisa que brinda la arquitectura. 
No hemos sido conscientes de la importancia de las distancias hasta que nos han obligado a forzarlas, a permanecer lejos del alcance de un abrazo. Otra cosa más que permanecía invisible y es hermosa…

2 de marzo de 2020

SOLO DURANTE UN SEGUNDO


Cuando en una cueva vemos una mano pintada sobre una de sus paredes o cuando tras un largo trayecto nos topamos con un derruido muro de piedra, se produce una extraña y reconfortante sensación. Ver los rastros dejados por los que antes que nosotros inscribieron sus geometrías sobre un lugar nos hace abandonar un especial tipo de soledad. Ese consuelo es fugaz y viene a decir, “por aquí paso antes otro ser humano”. Este alivio, como digo, apenas dura un segundo, puesto que en el mundo no queda ya un mísero rincón inexplorado, sin embargo, durante ese instante, asoma una especie de fraternidad que suprime tiempo y diferencias de todo orden. Se trata de un segundo sagrado. Uno de los segundos más hermosos a los que nos concita la arquitectura del pasado y al que está llamada cada obra que se construye. 
La sorpresa de que antes hubo inteligencias y sensibilidad para tallar, construir y significar un lugar nos admira, y nos obliga luego a medirnos con ellos, con su poderío, delicadeza o herramientas. La arquitectura que aparece en un lugar impensable, en una región lejana, o en un espacio inesperado, sea en medio del desierto o de la selva, nos ofrece un instante de comunión. 
Solo la música hace posible sentir algo parecido a esa minúscula hermandad.

16 de diciembre de 2019

TECHOS FALSOS DE TODA FALSEDAD


La arquitectura ha llegado a ser una disciplina donde casi nada es lo que parece. En aras de su aspecto se recubren o imitan las cosas más inverosímiles: la madera y el estuco remedan desde antiguo el costoso mármol, la piedra se lamina como si fuese mantequilla para recubrir superficies de ladrillo o cosas peores, el vacuo cartón yeso esconde muros para no ver sus defectos apresurados…Sin embargo de todos esos recubrimientos solo uno conserva el insulto de “falso” incorporado a su propio ser: el “falso techo”. 
Entre resabiados profesores es un lugar común querer epatar a su joven audiencia llamando a los “falsos techos” como “techos verdaderos”. Llevan razón. Pero semejante ironía, que luego se repite innumerables veces cuando no se tiene nada más ocurrente que decir, da, sin embargo, que pensar. Al menos como síntoma. Porque los falsos techos, esos que recubren precisamente el lugar donde van el cableado secreto de los cuartos, los voluminosos conductos de aire acondicionado, las luminarias, los mil detectores, rociadores y difusores que pueblan sus tripas, son antes que un chascarrillo, un problema disciplinar. 
Los falsos techos son una frontera. En poco más de dos centímetros se termina el quehacer del arquitecto y da comienzo el territorio de la más variopinta ingeniería. Hace un tiempo Rem Koolhaas diagnosticó que ese límite de cartón representaba la pérdida de la capacidad simbólica de la arquitectura, convertida en mera superficie y vaciada de poder. Si en la historia de esta disciplina los techos eran un lugar ideológico, recubierto y adornado con poderosos mensajes, ahora solo alcanzan a expresar su puro aislamiento. 
Ya ni siquiera podemos disfrutar viendo los intestinos de la arquitectura corriendo por el techo en aras de la sinceridad, convertidos, como están, en techos falsos de toda falsedad. Hay territorios perdidos que resultan irrecuperables. Por eso cuando escuchen al profesor de turno hablar de esos falsos techos como una anécdota simpática piensen que se trata solo de pura nostalgia, como esas historias de los abuelos que desahuciados dicen: “antes también esos territorios nos pertenecían”.

18 de noviembre de 2019

MATERIA FUERA DE SITIO


La suciedad es materia fuera de sitio. La diferencia entre la comida de un plato y la que cae fuera es sustancial. La materia sin sitio se convierte en un resto despreciable cuyo destino es el cubo de la basura. Los zapatos abandonados en mitad de una habitación compartida u abandonados sobre una mesa son más que una falta de consideración hacia los demás, son un signo de contaminación. El polvo y las pelusas que aparecen bajo una cama son una metáfora de la decadencia. También son el comienzo de un desorden más general, entrópico e imparable. La lucha contra esa materia desplazada, errante, es un deber, por tanto, que afecta a la moral. 
Pero, ¿sucede lo mismo con la arquitectura? ¿Puede un edificio estar fuera de sitio en los mismos términos que lo está el polvo o la suciedad? 
La arquitectura debe buscar su sitio, también debe hacerse un sitio. Las relaciones del lugar con la arquitectura son poderosas desde antiguo y constituyen uno de los centros desde donde irradia su fortaleza. Una vez que la simiente de una edificación llega al sitio arraiga en él como lo haría un arbusto. Si encuentra piedras, sus raíces las evitan; si encuentran terreno propicio y húmedo se extienden por él como un lecho alimenticio y confortable. Sin embargo cualquier metáfora resulta pobre para desvelar el misterio y la complejidad de esta productiva y extraña relación. El lugar de la arquitectura, como un viejo vecindario, recibe al nuevo inquilino expectante. Pero ojo como no se muestre amable con la viuda del segundo, no considere participar en las juntas de vecinos o sacuda el mantel por la ventana, porque será tachado de pijo, de maleante o algo mucho peor, de incívico. La ciudad y el paisaje se construyen como una sutil polifonía de voces donde la disonancia no está vedada. Pero ojo como toda esa materia que constituye la arquitectura esté fuera de sitio, porque será tachada de algo peor que de pija y de incívica. 
La materia arquitectónica fuera de sitio es, siempre lo ha sido, un tipo de insufrible suciedad. Se acumula en recintos que acaban siendo calificados de ciudades basura. Solo entonces sus ciudadanos sienten que la basura es un problema de todos.

12 de agosto de 2019

TAL QUE ASí DE GRANDE


Cada sistema de medidas referencia el mundo y lo moldea. Somos ochenta kilos de carne o ciento ochenta libras, y con ese cambio de medida cambiamos nosotros mismos. Y otro tanto sucede con el mundo a nuestro alrededor. Si la medida del mundo es el fútbol, en todo vemos un campo de juego, o sus tácticas. Y así con la poesía, el baile, los toros o la arquitectura. 
Por su parte ésta última mide con medidas que son parte del cuerpo humano desde tiempos inmemoriales. El codo, el pie y el brazo, sirven desde antes que el frío y abstracto sistema métrico decimal se impusiese para relacionarnos con el espacio. Lo importante de un sistema de medidas es que implica una filosofía. 
Por eso sorprende tener ahí a Reyner Banham midiendo no se sabe qué. Porque sabemos que su personal sistema de medidas no es ese espacio vacío e intermedio, sino Los Ángeles. O la tecnología. O el clima. Pero esas manos, a esa distancia, y esa cara de sorpresa, solo pueden estar hablando de una cosa
De la distancia entre su pensamiento y el de Tafuri. Por lo menos.

29 de julio de 2019

LA SUCIA PUBLICIDAD DE LA ARQUITECTURA


Siempre me he preguntado si la publicidad contenida en las revistas de arquitectura no deja de ser, de algún modo, el retrato indirecto de los prescriptores de la propia arquitectura, la imagen de un mundo ensoñado, o el simple desvarío de los presidentes de las compañías de turno extasiados con sus productos. 
Si por lo general la publicidad siempre se ha mostrado como un espacio de creatividad, cuando lo han hecho tratando de vender al colectivo de los arquitectos, es como si hubiesen renunciado a su cometido. O hubiesen delegado en sus más barbilampiños becarios. 
Por ejemplo, e injertada entre proyectos y sesudos artículos de los intelectuales más reputados, esta imagen publicitaria aparecía en una revista de arquitectura de los años setenta. Aunque no lo parezca, pretendía vender el jacuzzi bermellón. Ningún publicista medianamente respetable se la jugaría con el conjunto de tópicos, dobles sentidos e indefiniciones de arriba. La imagen no tiene sentido ni aunque quisiera vender el jacuzzi al actual y todopoderoso cancerbero de la frontera norteamericana. Y además deja un extraño regusto por ser un conjunto de raros contradichos: una partidita de cartas en una bañera, los sombreros tejanos, la pistola sobre la mesa y el desierto alrededor son más que un atrezzo casual. 
¿Qué hacen dos maduritos en un rojo y burbujeante spa en mitad de ninguna parte? ¿Se intuía ya por entonces que había que vigilar la frontera del sur de Texas? ¿O era una reivindicación de otro tipo de libertades?... Lo único claro es que allí no hay afuera, ni toallas. Y que empezaba a hacer fresco. Definitivamente los publicistas de la arquitectura están y han estado siempre locos. Aunque el jacuzzi mola.
(La semana que viene les escribo entre sus burbujas. Me lo instalan en dos días. Feliz verano). 

17 de junio de 2019

GUARDIANES DEL AIRE


Los tabiques son un invento maravilloso a pesar de no ser más que unos muros pobres y delgados. En su origen la palabra árabe “tashbik” significaba entramar o fabricar redes, cosa que le hubiese encantado saber a Semper dado su esfuerzo por localizar el origen de la arquitectura en lo ligero y lo trenzado de las ramas y los tejidos vegetales. Pero hoy los tabiques apenas conservan ese significado. Tan solo los llamados tabiques palomeros (o conejeros) mantienen ese aspecto aéreo debido a la celosía que forman sus huecos entre ladrillos. Aunque, eso sí, nadie los ve. Porque los tabiques palomeros se usan para dar forma a las cubiertas inclinadas. 
Por cierto, la historia de esos tabiques perdidos que no separan personas sino que construyen la geometría de una cubierta, es una particularidad interesante de la familia de paredes. Si en algún momento lo fueron, hoy los tabiques palomeros no son ya refugio de palomas. Son tabiques que sirven cómo cámara de aire y para adaptar la forma del exterior al interior. Es decir, pertenecen a un tipo de soluciones constructivas que permanecen ocultas, y cuyo fin es el mero fabricar huecos intermedios. Pero aun con eso, aun con ser una mera tramoya, forman las necesarias tripas de la arquitectura. Esos huecos perdidos, transfuncionales, o sea, que en apariencia sirven para muchas cosas pero que al final no sirven para casi nada, juegan un importante papel en las casas, porque son los que construyen, en buena medida, el confort interior. Por eso y aunque no se vean, son un símbolo de esa capacidad de las casas de proveer cierto sentido de refugio. 
Los insignificantes tabiques palomeros no son poca cosa. Porque aunque modestos, cuando llueve o hace frío, sustentan la pendiente de una cubierta para expulsar el agua hacia el exterior, o hacen las veces de guardianes del aire intermedio. Pero todo, como sin esfuerzo, y sin presumir de estar ahí. Sin esperar recompensa.

27 de mayo de 2019

EL CALOR INVISIBLE


En el mundo contemporáneo, nadie, salvo que sea medianamente rico o muy pobre, tiene una chimenea de verdad en su casa. La chimenea, ese objeto que tanto tenía que ver con la palabra hogar, era un elemento fundacional de la arquitectura, pero hoy se ha convertido en un programa televisivo o en una mera decoración sin uso real.
En torno a la chimenea ya no nos congregamos, (salvo que hayamos alquilado una casa rural), por eso su sentido apenas se percibe. Solo queda de las chimeneas su poder embelesador. Es decir, la chimenea es actualmente, con suerte, un pasatiempo hipnótico. Desligadas de su poder calorífico, de esas aristas entre paredes y suelo solo importa su imagen. Ya no huelen, ya no sirven ni para cocinar, ya ni tienen que ver con el fuego sino con su vibración. Solo se ven. Se han vuelto, pues, cosas que no alcanzan siquiera el estatuto que tienen los objetos decorativos, puesto que en ellas ya ni está depositada la memoria de algún acontecimiento biográfico. Por eso ¿qué recuerdos guardan las chimeneas que nunca se han encendido?
Hoy lo único que queda de esos rincones son su sombra y sus conductos, que sin embargo sueltan el humo que se produce en las calderas de oscuros cuartos de instalaciones. Porque a pesar de que no hay chimeneas dentro de nuestras casas, sigue habiendo cuartos donde se queman combustibles y máquinas que producen calor (o frío) a conveniencia. Un mundo de tecnología oculta nos provee del verdadero y único confort que cabe esperar de la arquitectura. A saber: despreocuparnos del exterior. Situarnos entre dos curvas de óptimas condiciones higrotérmicas.
Aunque ahora que lo pienso, en realidad las chimeneas si simbolizan algo: que existe un afuera en el espacio descrito por esas curvas. Que en cualquier momento podemos volver a ser extranjeros de esa “zona de confort”. Mientras, las chimeneas sin uso se han vuelto un poco como ese incómodo acompañante de los antiguos emperadores romanos, que no hacía sino repetirles, "recuerda que eres humano". Recuerda que el confort no es una conquista irreversible.


18 de febrero de 2019

LA MAGIA DE ORDENAR LA CASA


Guardamos todo tipo de cosas. Almacenamos desechos y porque les atribuimos un valor sentimental. Y esto no solo sucede con viejos pantalones o unos apuntes del bachillerato. No nos desprendemos de los restos ni de la cultura.
¿Qué quedó de la modernidad una vez que fue usada? ¿Basta con reciclar sus envases? ¿Dónde buscar un punto limpio donde depositar los deshechos de la vanguardia?  
Al recorrer cualquier ciudad podemos ver los objetos de la modernidad triunfante desperdigados por doquier. Sus mejores piezas han hecho de nuestro paisaje diario un lugar memorable. Pero hay un lugar donde sus piezas rotas y sus restos menos útiles quedan abandonados y donde los conservamos por motivos semejantes a los que nos impiden librarnos de una vieja tostadora. Ese cuarto trastero de la modernidad es la casa
En la casa guardamos todo tipo de baratijas superadas por la ciencia y el arte. En la casa recolectamos técnicas abandonadas hace tiempo por la industria. Entre sus paredes acumulamos azulejos, plásticos y papeles pintados no solamente pasados de moda, sino ajenos al mismo concepto de moda. Tanto es así que la llegada de un invento a la casa equivale a certificar de su falta de actualidad. La casa es, pues, el final de la cadena trófica del futuro. Su retaguardia.  
Por eso lo que queda de la modernidad no es la posmodernidad, sino un residuo solido que se deposita en la casa de un modo parecido a como lo hace el polvo. 
La casa es el gran cubo de basura de la cultura de una época. La casa, por ser el lugar de lo insignificante y de lo invisible diario, se ha convertido en un lugar donde los restos de la modernidad se popularizan. Esa modernidad de la cocina optimizada de principios del siglo XX, está en las casas contemporáneas trasformada y digerida en islas cocina, muebles colgados y el mundo de los electrodomésticos. Mantenemos en la casa un bidé o una bañera, y hasta un tendedero cuando la vida ya ni los usa. Y así, todo. 
Por eso si la casa es un almacén de cosas, y clamamos por profetas que nos ayuden a librarnos de memorables calzoncillos, viejas sudaderas y vestidos sin estrenar, tal vez debamos pedir más bien que nos libren de esos otros objetos que lastran la casa.
Nos despediremos de ellos agradecidos. Con una leve y japonesa inclinación.