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15 de enero de 2018

LA ESCALERA DEL FILÓSOFO


Un anciano medita apenas iluminado por la amarilla luz de una ventana. Sin embargo la protagonista de la escena está a su derecha: una escalera que se enrosca voluminosa sobre sí misma como una brutal serpiente opaca. 
La escena aparentemente doméstica por su tamaño, habla de un rincón abuhardillado y tranquilo, pero los ingredientes que acompañan el cuadro hablan del poder de la escalera para sugerir más que ella misma como objeto físico y llenar el conjunto con una extraña sensación de vertical intranquilidad. Porque la escalera sube pero no lo hace hacia la luz, sino hacia un lugar oscuro y desconocido. Y ese subir se contradice con la imagen de las escaleras bíblicas y herméticas que prometían luz y conocimiento en su ascenso. Por lo visto el conocimiento no es nada luminoso. 
La escalera de ese filósofo es la escalera de la luz y de la sombra, pero simultáneamente. La luz que entra por la ventana alumbra los primeros peldaños de subida y el envés del siguiente piso, pero el resto es un agujero que se contrapone a la luz dorada de la ventana e incluso a la de la chimenea. La escalera del cuadro de Rembrandt es un personaje que podría ser del mismísimo Caravaggio. O dicho todo lo anterior de otro modo: la luz en esa escalera es una luz que sabe que también es sombra. 
El filósofo medita sobre cosas para nosotros imposibles de averiguar si no fuese por ese símbolo de lo vertical. Una escalera que parece decir que todo contiene todo. El anciano habita, de ese modo, en dos mundos: el arriba de esa escalera y el abajo, el error y la sabiduría, la luz y la oscuridad. Pero lo hace a la vez. Y la escalera es una brutal metáfora de esa condición. La escalera mientras, se enrosca sobre un centro que simboliza aquello que se quiera: dios, un principio, el amor, el arte, la conciencia o el propio ser. Como la serpiente que es, se trata de algo vivo y en movimiento, algo que nos mira y que anuda ambos mundos y resume el drama entero de lo vertical.

2 de enero de 2018

LA ESCALERA NORMATIVA


Debido a la proliferación de rampas, escaleras mecánicas y ascensores que prometen ahorrar esfuerzo y ofrecen, ¡ay!, mayor comodidad, las escaleras se han convertido en objetos inútiles, y lo que es peor, invisibles. Hoy esas agrupaciones otrora misteriosas de peldaños se han arrinconado en recintos, como se hace con los cuartos de calderas. 
Pero en realidad, y por mucho que las escaleras hayan querido ser enterradas con normativas de todo tipo, por mucho que se las haya forzado, y con razón, a que sus peldaños no resbalen ni den sorpresas; por mucho que se las haya obligado a que estén contrastados los tonos de sus pisas para que las personas con problemas de visión perciban su forma y aristas con facilidad; por mucho que se haya insistido en que los barrotes de sus barandillas no dejen distancia para que puedan atrapar cabecitas de niños inconscientes; por mucho que se haya obligado a que pudiese girar por su rellano un volumen de dimensiones semejantes a un hombre rígido envuelto en una caja de madera; por mucho que se las haya encerrado como bestias dentro de un recinto resistente al fuego noventa insoportables minutos y mil otras perrerías, (y por mucho que el resultado parezca la única escalera posible), lo cierto es que siguen siendo una ocasión de pensar en el milagro del cuerpo de un ser humano en movimiento y como la arquitectura puede acompañarlo en esa singular coreografía
Todo este menosprecio a las escaleras comenzó cuando éstas se volvieron el retrato robot normativo de una sola escalera. Una escalera tipo que en realidad solo contiene reglamentos y no personas. (Las personas, como todo el mundo sabe, suben y bajan en ascensor). Estabuladas como los pollos en un corral, de esas escaleras fideicomisarias de oscuras normativas no se puede esperar ya ni un mísero asesinato, ni una grata sorpresa. En las escaleras normalizadas no hay lugar para lo memorable. Nadie se besa furtivamente en esos lugares protegidos con barreras antipánico. 
Y sin embargo los arquitectos aún luchan en el exiguo campo de batalla que ofrecen las leves y bizantinas variaciones regulatorias de las escaleras. Se dejan la piel por construirlas y que sirvan de atajo a las rampas, porque éstas consumen una enormidad de sitio, y son lentas y tediosas. Suspiran por hacer escaleras que inviten a llegar a un lugar y hacerlo significativamente diferente. Sueñan con escaleras que enmarquen en su recorrido cosas dignas de ser vistas. Matan por construir, en fin, escaleras que nos aceleren el pulso igual que lo hace el ser amado...

26 de diciembre de 2017

LA FORMULA PERFECTA PARA HACER UNA ESCALERA


Vitruvio no fue muy preciso a la hora de ofrecer a la posteridad las medidas exactas que debían tener las escaleras. Decir que las huellas de una escalera debían estar entre los 45.7 y 61 centímetros y sus tabicas entre 22.8 y 25.4 centímetros era proponer un margen de una imprecisión y enormidad inaceptable. 
Alberti y Palladio no fueron mucho más lejos aunque redujeron su monumentalidad. De hecho, hicieron de las escaleras algo mucho más mundano. Ambos propusieron pisas no menores de 30 centímetros y no mayores de 59 y 52 centímetros respectivamente, y contrahuellas entre 12.7 y 22.9 centímetros, en el caso del primero, y de 11.4 y 17.5 centímetros, en el caso del segundo. El motivo de esta reducción de tamaño era que ni griegos ni romanos habían hecho nada semejante a lo postulado por Vitruvio. La antigüedad es algo mítico hasta que se usa la cinta métrica. 
No fue hasta el siglo XVII cuando Francois Blondel en su Cours d´Architecture decidió cambiar la idea por la que una escalera buena era una que copiaba otra del pasado y empezar a referenciar el tamaño de sus partes al paso de un hombre. Postuló, además que la fórmula de la escalera perfecta era resultado de proporcionar dos tabicas por cada huella, dando como resultado una constante de 65 centímetros (2T+H=65). 
Tras esa fórmula vinieron otras, pero no más sencillas ni eficaces. Entre los buscadores del santo grial de la escalera perfecta hay que destacar a Frederick Law Olmsted, que durante más de nueve años se dedicó a medir toda aquella que caía en sus manos con una minuciosidad y nivel de obsesión enfermizo. (Lo cual da idea del cuidado con que proyectó sus paisajes). Con esas medidas trazó curvas y gráficos que sirvieron luego a Ernest Irving Freeze para que presentara dos fórmulas que mostraban muy claramente la deriva del tema: T=9-√ 7(H-8)(H-2) y H=5+√ 1/7(9-T)2+9. Vamos, una pura inutilidad. 
Durante el pasado siglo XX en esa búsqueda de la escalera perfecta entraron fisiólogos, estadistas y etiólogos, dando vueltas y más vueltas al tema e introduciendo estudios de consumo de energía, seguridad y mil otros factores, pero no averiguando cosas mucho más sustanciales que las adelantadas por Blondel. Y es que, en resumidas cuentas, no hay una escalera perfecta y si una horquilla de escaleras bien proporcionadas, y una zona de huellas y tabicas razonables. Porque la escalera perfecta es una nube de posibilidades.
El problema de la medida perfecta de las escaleras se ha vuelto un problema semejante a la redefinición del metro, del segundo o la medida de la costa atlántica... Y si se entiende de ese modo, no es de extrañar que uno sienta predilección por esa fórmula no escrita pero si construida por Alvar Aalto, en las escaleras de la escuela de Arquitectura de Otaniemi. Porque ya puestos a no entender las medidas como un problema de números sino de otro orden, mejor incorporar todas sus connotaciones en un objeto cierto: desde la materia, a los descansillos, pasamanos, iluminación, textura y color de sus pisas, y hasta su carga imaginaria. Porque de buscar la fórmula de la escalera perfectamente proporcionada alguien debiera contar con una globalidad que sobrepasa la mera cuestión numérica...
O dicho de otro modo, y por acabar, en esas escaleras suyas siempre me pareció que una escalera se había comido a las demás, un poco como esa conocida ilustración de la serpiente que se comió al elefante en el "Principito". Y es que las escaleras parecen "sombreros", pero nunca lo son. Las escaleras siempre contienen muchas otras escaleras.

20 de noviembre de 2017

ESCALERAS PARA MATAR


Las estrechas escaleras de caracol de las antiguas fortificaciones ascendían de izquierda a derecha para que los defensores pudiesen blandir espadas y mazos con el brazo diestro desde arriba y que el enemigo no pudiese defenderse con la misma facilidad. Para colmo se intentaba además que no tuviesen pasamanos. Esas escaleras hoy sirven a los turistas que no saben de los muertos que allí se esconden gracias al invisible sentido de esas piedras. 
Las escaleras fueron desde tiempos inmemoriales un valioso instrumento de muerte. Por eso hoy, en cada escalera que se proyecta, quedan algunos rescoldos de esa capacidad de huellas y contrahuellas para convertirse en armas mortíferas. 
De las escaleras diseñadas para el bello asesinato cabe destacar las familias del peldaño suelto, desnivel homicida que permanece agazapado a la espera de lanzar un tropiezo indigno, y las de esa otra peligrosa familia que tiene la huella oblicua respecto al paso.
Ejemplos insignes de este último caso han tratado de disimular su mala intención con la excusa del dinamismo. Podemos recordar las del pabellón que Melnikov diseñara para la URSS, y lanzadas con el mismo espíritu que las de Odessa en el Acorazado Potemkin: para tener entre sus peldaños muchos cadáveres… 
O también cabe recordar el último tramo de la que existe en la casa que hiciera Robert Venturi a su madre: tramo convertido en oblicuo gracias a las paredes en escorzo, y que no es sino una declaración freudiana de rencor y odio. Por mucho que se hablase allí de posmodernidad y de inocentes guiños al pasado… 
En fin, el listado de las escaleras mortales merecería un tratado aparte y hasta una especialidad médica específica dentro de los departamentos de traumatología de los hospitales. Por eso cuando se dice que con el título de arquitecto se ofrece una licencia para matar, algunos no se lo toman en serio o piensan que el chiste de esa expresión tiene que ver con una cascada de simples responsabilidades decenales. Pero se equivocan. Es porque los arquitectos se ocupan profesionalmente de la dosificación de ese veneno contenido en las monstruosas e indomables escaleras.

13 de noviembre de 2017

ESCALERAS PARA MORIR


Desde siempre, las escaleras y la muerte guardan buenas relaciones. Y no hay más que ver estas de Niemeyer para poder imaginar los motivos. 
El estudioso del MIT, John Templer en su Studies of Hazards, Falls, and Safer Design, llegó a dolorosas conclusiones respecto a estos seres aparentemente inofensivos: todos sin excepción vamos a tropezarnos en una escalera en algún momento de nuestra vida. De hecho la probabilidad de poner mal el pie en un peldaño es una de cada 2.222 veces, (la de sufrir un accidente leve una de cada 63.000 veces, uno doloroso una de cada 734.000 veces y la de necesitar atención hospitalaria una de cada 3.616.667 veces). Las escaleras son una peligrosa epidemia. 
A pesar de todo no parecen tan amenazantes: curiosamente nos solemos culpar a nosotros mismos de los tropiezos al subir o bajar por ellas. A fin de cuentas, qué culpa tiene un ser inanimado de nuestro descuido. Pero lo cierto es que muchos de estos accidentes son provocados por un diseño asesino. 
Entre los datos más llamativos de esos accidentes provocados por las escaleras cabe destacar que los solteros se caen más que los casados (cosas de la confianza en uno mismo), que los tres primeros peldaños y los tres últimos atesoran la mayoría de los traspiés y que es mucho más peligroso bajarlas que subirlas. 
Los arquitectos saben que los pasamanos son unos salvavidas extraordinarios, pero a veces hay quien se resiste a usarlos. Cabe imaginar motivos malditamente esteticistas en la mayor parte de los casos, pero en otros, tal vez no. 
No se me ocurre ninguna buena excusa para que Niemeyer evitase un pasamanos en la suya del Palacio de Itamaraty que la de hacer una labor “pedagógica” y mostrar que las escaleras hay que usarlas con cuidado. Que solo cabe bajar despacio y en tensión. Que las escaleras matan. Y que en la suya hay que poner los pies con un cuidado extremo. Quien baja por una escalera así se vuelve extraordinariamente frágil y desvela la imagen de una heroicidad cotidiana que habitualmente permanece oculta. Es decir, lo hermoso de esas escaleras son los seres humanos que las emplean.
Porque de lo contrario, hablar exclusivamente de la belleza de esos peldaños volados es de una frivolidad nada tranquilizadora.

5 de junio de 2017

UN PELDAÑO MÁGICO


Un peldaño irregular de piedra, y aparentemente poco más, da acceso al interior del Upper Lawn Pavilion, de Alison y Peter Smithson. La puerta, de vulgar chapa galvanizada, se recorta sobre el muro que hace de cierre de la finca. 
El peldaño de acceso pertenece a dos mundos: tiene algo de la puerta y algo del muro. Está a medio camino entre ser un viejo dintel derribado y de esos ancianos peldaños de acceso de la arquitectura japonesa
En esa puerta y todo lo que le sucede alrededor no hay mucha forma. Los cantos rodados hacen las veces de felpudo para el barro y la humedad, una piedra lisa sirve de apoyo a paraguas u otros enseres, el peldaño de piedra aproxima a la puerta y eleva el paso. Sin embargo la diferencia de dureza y la textura de esas superficies, primero la arena compacta del camino, después la blandura de la hierba, el incómodo abultamiento de esos cantos rodados y por fin la superficie nivelada pero no lisa de ese peldaño, son un mapa de texturas sobre las que pisar. En definitiva, los pies sienten esa puerta más que lo que lo hace la vista. 
Y sumado a eso, y por si no se han fijado, también allí hay un habitante: delante del peldaño, representado por dos piedras semejantes y paralelas que, como piececitos de niño, se colocan ante la puerta esperando que alguien abra. Como a los que cantaba Gabriela Mistral: 

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!

Solo con lo que ocurre en las inmediaciones de ese peldaño se podría aventurar el placer de los Smithson por los suelos y el andar y los habitantes como fundamento de su arquitectura.

8 de mayo de 2017

SOBRE CÓMO LAS PUERTAS PUEDEN SALVAR VIDAS O PROPINAR COCES


Esos seres pacíficos y aparentemente inofensivos que son las puertas esconden en su alma un espíritu animal. Y se dice esto de las generalmente pacíficas puertas porque a veces se abalanzan sobre los habitantes, propinando coces a quien pasa cerca descuidado. 
En la previsibilidad de su apertura descansa el que las puertas sean tratadas como seres domésticos y mansos. Su correcta apertura puede salvar tantas vidas como uno de esos perros entrenados para las catástrofes. Las puertas abren hacia afuera en previsión de las indeseables y contadas ocasiones en que la gente sale despavorida ante una emergencia o cuando se corre el riesgo de quedar atrapado, sea en una sala de conciertos o en un cuarto trastero. El resto de las veces, que sepamos, las puertas abren hacia dentro para evitar ese mal gesto que es un portazo en la cara
Sin embargo hay instantes donde la dirección de apertura de la puerta supone un reto superior, casi moral, porque ese sentido de apertura puede ser leído como un acto invasivo, casi violento. Hace muchos años Quetglas dijo que ese era el principal problema a resolver por Le Corbusier cuando tuvo que proyectar las puertas de un espacio sagrado. ¿Cómo debe abrir la puerta de un santuario? ¿Hacia dentro o hacia fuera? Si fuese hacia el interior, el fiel entraría sin aviso, casi con arrogancia, en el espacio de la divinidad. Por el contrario si abriese hacia fuera, el visitante debiera permanecer a la espera de esa revelación del interior, pasivo, aguardando el permiso de un dios inaccesible. ¿Cómo hacer una puerta que abriera en las dos direcciones a la vez? Le Corbusier responde con una puerta pivotante sobre un eje central. 
Una puerta abierta simultáneamente hacia dentro y hacia fuera es una solución de compromiso, como también tratan de hacerlo esas puertas de los restaurantes que baten en dos direcciones con una ventana que evite el desastre de los platos volando, y como la puerta abierta y cerrada de Duchamp… Una sabia, correcta y magnífica solución de compromiso.
Verdaderamente, la puerta pivotante es una puerta contradictoria y esquizofrénica, pero como esos animales extraños, se hace necesario recordarla, no solo por amor a la diversidad de esa imperceptible y maravillosa fauna, sino porque demuestra que es tarea de la arquitectura resolver los imposibles con esa elegante insatisfacción.

24 de abril de 2017

LOS SECRETOS PASILLOS ENTRE LAS COSAS


A veces una circunstancia imprevista abre una ventana a la invisible de lo cotidiano. En esos instantes nos podemos asomar a las formas con otros ojos porque se dibujan sobre ellas como las toca la vida. Es entonces cuando se hacen palpables los secretos pasillos que unen las cosas. 
Las cosas y los edificios e incluso en interior de nuestros cuartos están atravesados por grandes cantidades de pasillos invisibles que permiten su uso y entender su significado. Llegamos a nuestro coche o a el kiosco por medio de un pasillo que trascurre por la propia calle y que nace de un portal; llegamos a abrir una ventana porque nos aproximamos a ella por uno de estos pasos invisibles; atravesamos las calzadas por pasillos secretos que no siempre coinciden con los pasos de peatones o los semáforos. Incluso los propios pasillos contienen pasillos invisibles, por los que circulamos evitando sus radiadores, que se arriman a una pared manchándola por la repetición, o que dejan sin pisar algunos de sus rincones. 
Los pasillos, como los senderos sin senda que fabrican las hormigas o que trazan las abejas sobre el aire, llegan a las cosas y las conectan. (Incluso también puede que suceda entre persona por medio de un invisible cordón umbilical). A veces proyectar es simplemente saber conectar cosas por medio de estos tubos sin tubería. Como si la arquitectura fuese cosa de una especie de fontanería elemental. 
Estos pasillos permanecen generalmente invisibles pero el cruce de todos configura, no sólo el espacio de circulación de una casa, una plaza, o una ciudad, sino que puede pensarse que ofrecen una definición específica de lo público: el contenedor inagotado de los pasillos invisibles.

27 de marzo de 2017

ENTRAR, DEJARSE SEDUCIR


Un oficinista empuja la puerta para acceder al recibidor de su diario lugar de trabajo. Aunque la entrada a la torre donde acude se produce desde más lejos. La plaza previa al edificio de oficinas, espacio regalado a la ciudad, constituía ya el verdadero primer paso. Para conquistar el mismo plano de suelo de la torre, había ascendido tres peldaños desde las calles de Nueva York y luego había cruzado entre dos estanques rotos por chorros de agua, que como esculturas, le habían escoltado hacia la entrada. 
Justo antes de ese suave empujar la puerta, una pérgola le había ofrecido un techo que no era el de la propia torre, puesto que era más oscuro, grueso y pesado de lo imaginable, aunque le permitía plegar el paraguas los días de lluvia. En ese instante, bajo el voladizo de la entrada, podía verse como la fachada de vidrio del hall había reducido sus proporciones hasta convertirse en la pequeña puerta giratoria que ahora empuja. 
El empleado se aproxima cada día a ese paño de vidrio bajo la torre por su eje, sin embargo, aunque lo intente, nunca puede atravesarlo. La puerta giratoria aun siendo de vidrio no le regala siquiera la posibilidad de un último reflejo donde acicalarse antes de entrar al trabajo debido a su curvatura deformante. Tendrá que posponer ese gesto, como poco, al interior del ascensor
Hay arquitecturas a las que se llega arreglado desde casa. 
Mies Van der Rohe sigue ofreciendo en el acceso del Seagram Building una lección inagotada sobre lo que es una puerta y sobre el sentido que toda entrada tiene como mecanismo de seducción. Cada entrada en la arquitectura de Mies ofrece la misma atracción que un ritual de flirteo. Todo está dispuesto sobre un eje que no permite nunca que sea accesible, que no se puede cruzar. Disminuye y acerca el tamaño de la arquitectura hasta hacerla tangible, sin embargo, y siempre en el último momento, no deja a nadie penetrar por el mismísimo eje. Aquí, a modo de parteluz, se encuentra el eje de rotación de la puerta. Tal vez, porque como en las antiguas iglesias, el eje para Mies se dedica a algo sagrado. E innombrable.

20 de junio de 2016

VENTANA, EN FEMENINO


Las ventanas emiten señales tan indescifrables como ciertas. Azorín decía: “Mirad bien esas casas: todas tienen ventanas; pero entre todas habrá una con una ventana pequeña, misteriosa, que hará que vuestro corazón se oprima un momento con inquietud indefinible… Yo no sé lo que tiene esa pequeña ventana: si hablara de dolores, de sollozos y de lágrimas.” (1).
Las ventanas son proyecciones hacia el exterior, emiten en una frecuencia casi inaudible pero extienden su mensaje como lo hace en la noche un animal desconocido.
Tras la ventana los escritores y los pintores de todos los tiempos han retratado mujeres tejerosas o contemplativas. “Si hay una esperanza de rescatar el espacio privado del círculo viciado y letal de la clausura, reside desde luego en estas mujeres limítrofes que se apoyan en el marco de la ventana, del lienzo, de la vida.” (2).
En la historia de los hombres, la mujer ha sido el alma del espacio doméstico y la ventana el mensaje de su confinada presencia. ¿Acaso el empleo de las fachadas completas de vidrio y la desaparición en arquitectura de las ventanas guarda alguna relación con los grandes avances de los movimientos feministas antes que con el desarrollo de la técnica constructiva del vidrio?...
Sin embargo las ventanas son por sí mismas seres transitivos, por su propia constitución, y tienen sentido gracias a ese carácter híbrido capaz de conciliar lo imposible sin ser necesaria la presencia luminosa de una mujer tras ellas. Es decir, si las ventanas son indudablemente de género femenino, no es puramente por una cuestión de historia o etimología. (A pesar de que el ventanuco, masculino, sea una mala ventana por pequeña y mal situada).
Las ventanas son de género femenino no porque esa fuera precisamente la manera habitual que tenían los hombres de proyectar su deseo, desde fuera, sobre la evanescente aparición de una mujer asomada a su quicio, (como dice Carmen Martín Gaite), sino porque sin ese carácter específicamente femenino no podría resolver la infinita complejidad de ser un mecanismo complejo y bifronte, volcado hacia dos mundos a la vez, de una manera hermosamente unitaria.

(1) Azorín. Las Confesiones de un pequeño filósofo. Espasa-Calpe, Barcelona,1984 (1904), pp. 137
(2) Fernández-Galiano, Luis. El Espacio Privado, Cinco Siglos en Veinte Palabras, Centro Nacional de Exposiciones, Dirección General de Bellas Artes y Archivos, Madrid, 1990, pp. 331

7 de marzo de 2016

COMUNICAR ESTANCIAS: LA ENFILADE



La enfilade nace como una sucesión abismal de habitaciones cuyas puertas permanecen alineadas. El sistema de comunicación de la enfilade triunfa durante el barroco y tiene origen como término en el mundo militar. La enfilade es la organización de un collar de espacios y pasos que homenajea a la perspectiva y al punto de vista: es decir, construye un infinito de interiores. Depende de lo que se coloque al fondo – sea una ventana, un cuadro o un dormitorio – que el efecto dramático cambie el carácter completo a una obra. Los ingredientes fundamentales de esta forma de comunicación son, por tanto, un ojo, una infinitud de puertas y claroscuros y un final prometido aunque puede que inaccesible.
La enfilade constituye una paradoja entre el estatismo de una mirada dispuesta en un punto y su movimiento. Una trayectoria que avanza pero que no descubre nuevos espacios, sino que atraviesa el mismo, repetido sin fin, aunque con ligeras variaciones. La enfilade es, consecuentemente, un sistema de puertas que conducen a un mismo espacio. Caminar a través de la enfilade supone, sorprendentemente, permanecer quieto en el mismo lugar. Puede que por esa impresión de atravesar barreras psicológicas y sin embargo permanecer en un lugar casi reiterado, fuese tan del gusto barroco.
La enfilade "resultaba apropiada para un tipo de sociedad que se alimenta de la carnalidad, que reconoce al cuerpo como la persona y en la que el gregarismo es habitual. (…) Tal era la típica disposición del espacio doméstico en Europa hasta que fue cuestionado en el siglo XVII, y finalmente reemplazando en el siglo XIX por la planta con pasillos, una planta apropiada para una sociedad que considera de mal gusto la carnalidad, que ve el cuerpo como un recipiente de la mente y del espíritu y en la que la privacidad es habitual”(1).
El sistema de la enfilade se vino abajo porque suponía una jerarquía social de proximidades, un protocolo a partir del cual, una visita no podía traspasar más que determinadas puertas si no poseía suficiente grado de distinción social o relación con el habitante principal. Una vez disueltas las jerarquías que una sociedad está dispuesta a soportar, la enfilade se desligó de lo domestico. Sin embargo permaneció, exitosa, ligada a la tipología del museo.
Como puede verse, el modo en que se recorren ambos mecanismos del pasillo y la enfilade es salvajemente distinto. La enfilade se recorre en compañía, en el pasillo, por el contrario, avanzamos en solitario. El pasillo, por mucho que se adentre y retuerza en las entrañas de la arquitectura, como un tubo digestivo, acaba en una puerta siempre privada: el pasillo tiene final, pero su recorrido no supone ninguna gradación. Por muy sórdido que sea un pasillo, por tétrico o amenazante, acaba sin jerarquía con una puerta más, que casualmente es la última, pero que no necesariamente conduce a la zona más íntima de la casa. Con la enfilade no sucede igual. Paradójicamente la enfilade supone y orquesta una jerarquía de lo privado y de la corporeidad.
Por eso, entre ambos modos de disponer puertas, se esconden dos sistemas de relación no sólo entre habitaciones y modos de concebir la arquitectura, sino dos sistemas sociales. Puede que, a fin de cuentas, hasta dos cosmologías.
Que extrañas posibilidades ofrecen las puertas que al desplazar su lugar, cambian la sociedad misma que las da sustento, y eso sin ni siquiera hablar de si están abiertas o cerradas.

(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

29 de febrero de 2016

COMUNICAR HABITACIONES: EL PASILLO


Debemos al pasillo y a la enfilade dos de las formas de comunicar seres humanos más sofisticadas que ha dado la arquitectura a la civilización occidental: dos modos de colocar puertas entre estancias que esconden dos momentos históricos, pero también dos formas de relacionarse.
Del pasillo, triunfante modo de comunicación de la modernidad funcionalista, podemos decir que tiene su origen no en la voluntad de unir estancias con una circulación compartida, sino de separarlas para facilitar la privacidad y discriminar la circulación. El pasillo, de hecho, tiene su origen en el esfuerzo para evitar la interferencia entre los señores de una casa y su servicio (1). Una paradoja ésta, la de separar en lugar de comunicar, que aún hoy sigue siendo una poderosa fuente de posibilidades.
Quizás sea una obviedad decir que el pasillo es una habitación cuya función principal es la de contener puertas. Puede incluso que por ser tan poca cosa sean espacios despreciados: hasta el mismo nombre “pasillo” ha perdido su carácter nominal para pasar a ser un adjetivo despectivo si se asocia a otras estancias. Basta pensar que cuando alguien quiere insultar a alguna otra habitación con su estrechez se dice que se trata de una cocina-pasillo o de un dormitorio-pasillo. El mercado inmobiliario es reacio a computar al pasillo como superficie eficaz de la casa porque los habitantes se niegan, con razón, a gastar sus ahorros en habitaciones sin un uso serio como son esas otras del salón, la cocina o los baños. Tal vez por ese poco aprecio, el pasillo suele guardar buena relación con un espacio generalmente también ultrajado, pero donde la casa se juega mucho de su ser: la entrada, el vestíbulo. Allí, cercano al acceso de la arquitectura, nacen miles de pasillos por todo el mundo, como miles de ríos nacen de un manantial inagotable.
El pasillo es, por tanto, una auténtica máquina de escupir puertas, es un almacén de puertas, que son los únicos muebles, los únicos objetos móviles de esos tubos. Sin embargo si se diseña con atención un pasillo puede llegar a poseer una dignidad superior: puede ser la media habitación de más que completa la vida de la casa, sea como tendedero, espacio de carreras infantiles o biblioteca. O como aspiraba Jose Antonio Coderch de los suyos, pueden llegar a ser salones.
El pasillo destronó progresivamente a la enfilade cuando el sistema social de relaciones que lo sustentaba se vino abajo progresivamente hasta el siglo XIX. Desde entonces parece que no hay posible vuelta atrás. La hegemonía del pasillo es hoy tan incuestionable, como dudosos los motivos que lo mantienen…

(1) Para adentrarse en la magnífica historia de los pasillos cabe recomendar el relato del historiador y arquitecto Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

15 de febrero de 2016

SALIR


Tan importante como entrar bien en la arquitectura está el buen salir. Cuando se sale por la puerta de un edificio, es la arquitectura misma quien se despide de nosotros.
Las puertas se despiden por su reverso con una cortesía que desborda en muchas ocasiones la que tenemos los hombres entre nosotros mismos. Enfrentados al contraluz del exterior, dejamos nuestra sombra de espaldas, como si esa parte intangible fuese la última en salir del edificio, un poco desfasada de nuestro cuerpo que ya avanza hacia el exterior. Por eso las puertas son siempre diferentes en su envés, porque en el interior de la arquitectura dejamos algo nuestro, (igual que algo recibimos de ella), en un intercambio recíproco e inconcluso que nos transforma siquiera levemente a ambos.
Verdaderamente, entre el acto de entrar y el de salir atravesando la arquitectura, ya no somos los mismos. Lo allí vivido nos ocupa y es en la suma de esas mínimas cesiones mutuas donde se fabrica cada habitante y donde la arquitectura se vuelve intemporal. Es en el acto de salir cuando se completan esos ciclos infinitesimales. No hace falta entonces ya ver los primorosos detalles de la puerta que nos recibió. Al salir no cabe ya entretenerse más de la cuenta sino tan solo salir a buen ritmo. Presto.
Las puertas son las encargadas de cerrarse tras nuestro último paso. Fuera existe un “dromos” invisible hasta la próxima edificación. (Porque todas las obras de arquitectura están conectadas por un invisible y maravilloso cordón umbilical de entradas y salidas). La arquitectura mira entonces de espaldas y en silencio. El habitante mira al frente. Todo sigue igual pero no todo es igual.
En el futuro alguien debiera verificar la ley de la entrada y salida de las puertas - tan diferente de la ley de las puertas giratorias y de la ley de las alternativas puertas abiertas - y que sostendría que el número de veces que se entra y se sale por ellas en la vida es siempre impar. Como aquella ley útil para encontrar la salida de los laberintos. Igualmente debería enunciarse una ley del buen salir.
Mientras, benditas puertas que como navajas multiusos separan el dentro y el afuera y simbolizan un antes y un después en casi todo. En el envés de cada puerta está el pasado, de frente se extienden nuevas puertas por venir.

23 de noviembre de 2015

CINCO PASOS


Un estrecho sendero enlosado circunda por completo la villa Imperial de Katsura en Japón. El camino deja el lago de su jardín siempre en el centro. Observar solo cinco de sus piedras, enclavadas en un sendero de guijarros como un cuadro abstracto y moderno, es suficiente para notar que cada una señala la posición de un pie concreto: uno derecho, luego uno izquierdo y así sucesivamente. Pero sin posibilidad de intercambio.
La distancia entre cada una de esas piedras resulta algo escasa para el despreocupado andar occidental, porque está prevista para unos pies calzados con sandalias y un cuerpo ceñido con la rigidez de un kimono. Esas piedras son, por tanto, la coreografía de un cuerpo y de una cultura en el espacio. Y se dice bien: de un solo cuerpo. Dos paseantes de cháchara resultarían inconcebibles en ese camino de musgos y tiempo.
En algún lugar he leído que las piedras que componen ese sendero son solamente 1716. El jardín se recorre por tanto en 1716 pasos. A cada una de esas piedras corresponde una ligera variación en la mirada que hace que se conformen a cada paso 1716 jardines distintos. Si se piensa, proyectar 1716 jardines no es algo excesivo. No es desde luego un número infinito, cosa impensable para la mentalidad oriental.
Los emperadores dispusieron las piedras de ese sendero para que resultase además un calendario de horas y de estaciones, aunque no de todas las horas y de todas las estaciones. Algunas piedras encuentran su razón de ser simplemente en poder mostrar el repentino rojo de un haya en noviembre, otras para ver florecer un melocotonero.
Por eso basta contemplar cinco de estas piedras, para ver un jardín en sí mismo como objeto de reflexión. La disposición de estas losas de piedra en oblicuo representa un atajo a la rectitud del sendero sobre el que se enclavan. Esas cinco piedras escoran su recorrido hacia la izquierda, a la vez que se solapan al sendero recto pero, ¿para qué?, si aquí no existe la prisa. Por mucho que representen un atajo, en el arte nipón ni siquiera el mismo concepto de atajo tiene sentido puesto que ninguna parte debe sacar ventaja a otra.
Ninguno de los dos caminos superpuestos se impone como el más eficaz, simplemente se solapan, cohabitan, como dos formas aceptables de existencia. Lo ortogonal puro que de pronto gira noventa grados inesperados pero se mantiene recto, y lo aparentemente aleatorio, lo informal, lo libre en su angulación y geometría. Aunque sean unas cuantas piedras y unos guijarros, hablan. Aunque no dicen cuál es su verdadera conversación.
Todo se vuelve en este jardín una pura elucubración. "Hay cosas que cuando se quieren explicar demasiado se malogran".
Así, con la arquitectura, tal vez suceda igual.

13 de octubre de 2015

LOS RESQUICIOS


En la ciudad hay entidades que no vemos, pero nos rodean, abrazan y acarician cuando pasamos a su través con la misma voluptuosidad que los fantasmas y las corrientes de aire: son los resquicios. Espacios a los que no prestamos suficiente atención porque se encuentran a medio camino entre la arquitectura y la ciudad, pero que no llegan a pertenecer a ninguno de los dos mundos. Los resquicios no son arquitectura puesto que no se habitan, pero tampoco son urbanismo porque no entran en ningún plan de ordenación que se precie de tener algo de seriedad institucional. Por no ser, ni siquiera son dignos de aparecer entre los monumentos históricos ni en las guías turísticas. Los resquicios no se visitan, no se fotografían, ni siquiera se nombran, simplemente están ahí, como agazapados, sin un cuerpo cierto que los soporte.
Aunque el resquicio es literalmente el lugar que queda entre la puerta y su hueco, en la vida diaria de la ciudad ocupan lugares aún más variados, aunque no gozan de buena fama. Porque el resquicio es el espacio donde se esconden las sorpresas desagradables y los malhechores. El resquicio es amenazante cuando por él se cuela el viento frío, las alimañas o la humedad. En los resquicios huele a orines y podredumbre. Por eso se podría decir que el resquicio es en esencia un espacio malformado. O mejor dicho, la parte sobrante de la ciudad, en fin, un espacio incompleto: media calle. (Curiosamente esa connotación poco positiva del resquicio es sin embargo algo inexplicable, puesto que el este término también acarrea un significado diferente: los resquicios legales son actos de fe en poder lograr un noble objetivo. El resquicio para la esperanza aparece en momentos desesperados…)
 Aun así los resquicios son necesarios. Los resquicios ponen el valor la propia arquitectura, que de ese modo puede ser contemplada con algo de aire alrededor. El resquicio es el primer paso para lograr una edificación exenta. Los resquicios son las callejuelas, los espacios de menor dimensión que rodean los monumentos. Son los espacios que quedan a las espaldas de las catedrales medievales, los espacios que construyen Venecia por completo, los soportales, los bajos de las urbanizaciones de las periferias urbanas… Desde esos resquicios no percibimos aun la forma de la arquitectura pero si su presencia, su aliento.
Esos espacios son casi habitantes, seres con carácter propio que imprimen el tono de toda una ciudad. Son un híbrido entre los guardianes y los serenos.
Tras los resquicios las plazas y las calles si poseen la dignidad que cabe esperar de una ciudad que se precie de serlo. Pero sin los resquicios las ciudades no tendrían gatos, ni sombras ni pesadillas. Es decir nada que simbolizara la dureza de ser ciudadano, su reverso.

17 de agosto de 2015

LA TRAMOYA DE LA FORMA


La escultura de Frédéric Auguste Bartholdi, señora descomunal y serena que representa la libertad iluminando al mundo, fue un regalo que atravesó por piezas el atlántico y encontró sustento en la estructura diseñada por Gustave Eiffel. La historia contenida en la estatua son las historias de cómo hacer diplomacia con un regalo, de cómo conseguir financiación para algo sin un uso, y de cómo sustentar una forma fuera de su tamaño natural. 
De hecho el sacar las cosas de su tamaño natural es un viejo problema para la escultura. La mitológica figura de Coloso de Rodas como faro, o del Caballo de Troya como residencia temporal de Odiseo y otros guerreros griegos, son obras con idénticas aspiraciones y funciones que las atribuidas tradicionalmente a la arquitectura, y consecuentemente, con idénticos problemas por mucho que fuesen consideradas esculturas. 
En realidad en el problema del tamaño y de la necesidad de un andamiaje entra en juego el rigor disciplinar de la arquitectura. La estructura interna se convierte en un espacio ligero pero necesario para sustentar la forma antes que para dar cobijo a turistas. No es solamente una metáfora que lo que sustenta la libertad no sean las treinta y una toneladas de cobre sino las ciento veinticinco de acero que sirven de andamiaje. O ni siquiera eso. Es el aire entre esos travesaños y tirantes de acero roblonado lo que sustenta la libertad. 
Por eso el contemplar esa tramoya, lo que no se ve, los intersticios de la forma, tiene un raro encanto que supera con creces el de asomarse por las ventanas en su coronación cuando aquello era posible. Es el encanto del mirón de interiores, del vouyeur pertrechado con rayos X. 
Mirar esas entretelas resulta igual de indecoroso que ver las enaguas de una dama, y sin embargo en ese aire interpuesto es donde se sustenta la verdadera libertad, y no sólo la libertad de la forma. Porque la verdadera estatua a la libertad es el aire invisible que queda entre las cosas.

1 de junio de 2015

SIN VENTANAS NO HAY ARQUITECTURA


Cuando popularmente quiere menospreciarse una construcción moderna es llamativo que se aluda primeramente a la pobreza que supone su ausencia de ventanas… Nadie parece tener verdadero aprecio por una casa sin ventanas. Tal vez porque la ventana, en cualquier rincón del mundo, constituya el primer lujo del habitar. El único lujo razonable. 
Pero si se piensa, las ventanas son en realidad prescindibles: el aire y hasta cierta penumbra entra por las rendijas o la puerta de la más primitiva de las cabañas. Podemos desterrar el uso de la ventana en camarotes de barcos de tercera, en celdas de castigo y en condiciones aún más extremas de habitar como son las cabinas solares y los hoteles-cápsula, y no por ello dejar de ser plenamente humanos…
Puede decirse de otro modo: podemos prescindir de la ventana pero no de la puerta. Porque sin la puerta no sería posible refugiarnos en un interior. La puerta tiene algo tan inconsciente e inevitable que la emplean sin esfuerzo pájaros, conejos o animales en cada uno de sus nidos, guaridas o tiendas de campaña. Por instinto. Sin embargo la ventana es la primera opción innecesaria de la construcción.
La ventana es el primer objeto fastuoso de toda obra y por ello indudablemente está en el origen de la arquitectura: un acto que nos devuelve parcialmente al exterior dejando atrás la puerta. Así, y una vez decididos a cometer la arbitrariedad de abrir ese hueco fundacional, comienza uno de los más hermosos encadenamientos de la lógica por evitar que entre el frío o el calor, que el agua no se cuele sin querer, que resguarde nuestra intimidad o que las vistas sean lo más placenteras posibles…
Con la ventana comienza el ornamento, que como puede imaginarse a estas alturas, es la verdadera y profunda explicación de la pervivencia del oficio del arquitecto.
Nos lo recuerda el pequeño hueco en esa fachada de Sicilia, con su vecina minúscula rodeada de grandes cobijas de arcilla cocida, su tímpano, su alfeizar y el mundo convertido desde allí en espectáculo.

16 de febrero de 2015

TODA PUERTA ES INFRANQUEABLE


Respiramos inconscientemente. Una parte recóndita del cerebro obliga a nuestros pulmones a hincharse y soltar el aire sin pensar. El acto es involuntario y sin embargo vital. Sin esa inconsciencia estaríamos destinados a expirar.
De modo semejante se percibe la arquitectura por la mayor parte de sus habitantes, cada día y a cada momento. La arquitectura permanece al fondo de la vida, salvo en instantes en los que nos exige algo vigorosamente voluntario, como la respiración antes de una zambullida. Esos son los instantes en que traspasamos cada umbral infranqueable. Sin la invisibilidad que lo cotidiano confiere a la arquitectura, toda puerta permanecería sellada.
“Estoy en el quicio, dispuesto a entrar en mi habitación. Es una empresa muy complicada. Ante todo, debo luchar contra la atmósfera, que presiona cada centímetro cuadrado. Luego deberé tomar tierra sobre un pavimento que viaja a la velocidad de treinta kilómetros por cada segundo alrededor del sol (...) verdaderamente es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que no un físico por el quicio de una puerta”(1).
Ante cada puerta debemos hacer el voluntario esfuerzo por vencer el paralizante vértigo del umbral. Porque traspasar una puerta exige tanto una firme voluntad como cierto desconocimiento.
En un relato de Kafka, Ante la ley, un campesino espera ante un umbral custodiado por un guardián inaccesible. Allí ve pasar su vida hasta que antes de expirar escucha la maldad ciega de su guardián: “Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré”.
La resistencia de las puertas sería insoportable de vencer si fuésemos conscientes de las dificultades que encierran. Para traspasar una puerta basta respirar y dar un paso al frente, antes de volver a la arquitectura invisible de cada día.

(1) Tafuri, Manfredo, Massimo Cacciari, and Francesco Dal Co. De la vanguardia a la metropoli: crítica radical a la arquitectura. Barcelona: Gustavo Gili, 1972, pp. 114.

26 de enero de 2015

HACER DETALLES, TENER DETALLES


La mirada que se echa de lejos a una obra de arquitectura es bien distinta a la que “pace”, como decía Paul Klee, en su cercanía. En los detalles hay algo que roza la intimidad con los problemas de la materia y del habitar. Cada detalle es un balcón abierto hacia la arquitectura.
Cada época ha tenido su especial sensibilidad hacia los puntos singulares de una obra. En la modernidad, obligados por el nuevo lenguaje de la pureza, el detalle fue diseñado centrando su energía principalmente en los encuentros de la materia y su puesta en valor. Luego el detalle fue entendido como un resumen o un emblema del proyecto. Una barandilla, una junta, el pomo de una puerta o el encuentro de diferentes materias, han sido sus lugares predilectos.
Por eso mismo no son pocas las ocasiones en que el detalle no ha sido otra cosa que el rastro del autor haciéndolo.
No obstante el verdadero detalle constructivo dista mucho de ser un mero dibujo a una escala entre el 1:1 y el 1:50.
El dibujo de detalle del acceso de Villa Mairea, nos descubre esa atención particular del arquitecto en un punto. Existe allí una concentración de gestos: además de un dosel apoyado mágicamente sobre columnas variadas de hormigón, listones de madera, corteza de árbol y postes atados, es un compendio de lo que una puerta significa a niveles no solo de forma y materia.
Aalto plantó a la izquierda de esa entrada arbustos de frambuesa (Rubus odoratus). La planta, especialmente olorosa, rica en colores, resistente a las heladas, contribuye a ese conjunto.
Sabemos que las casas, cada casa, huelen, con un olor particular producido por los años, los guisos y los habitantes. Por el olor sabemos de las familias numerosas, la vejez o los nacimientos que las habitan. El ambiente, el particular aire que rodea el cuerpo, también rodea la arquitectura. La primera impresión de la casa queda concentrada en la entrada y se diluye hasta que se vuelve imperceptible incluso para los propios habitantes.
La puerta es un conjunto complejo de situaciones: constructivas, formales, táctiles y, además, aromáticas. En esa entrada, la frambuesa da sus frutos a finales de verano, mientras sus flores silvestres, púrpuras, contribuyen a dar la bienvenida a la casa. Al menos para Alvar Aalto, hacer un detalle era tener un detalle.

5 de enero de 2015

LA ARQUITECTURA ESTÁ POR LOS SUELOS


La arquitectura está por los suelos. Aunque no es como para preocuparse, a fin de cuentas, siempre lo ha estado (y resulta productivo entenderlo en su sentido literal más que en el figurado).
Los ojos se deslizan sobre el suelo que pisamos buscando qué seguir. La superficie sobre la que caminamos lanza señales para la percepción del espacio haciendo de todo habitante un pulgarcito universal. Acostumbrados como estamos a circular por vías de tráfico en que las calzadas nos recuerdan donde es posible adelantar, girar o acelerar, el pavimento de la arquitectura, con frecuencia es olvidado como un indicador de recorridos y situaciones espaciales. Sin embargo el deslizar de los pies sobre una superficie no resta que también esos solados estén dedicados a la contemplación y al pensamiento.
La antigüedad nos ha legado enterrados mosaicos que eran pisados sin contemplaciones y que nosotros hoy veneramos, cuidamos y restauramos como cuadros de museo. En la residencia de la reina Eleuterylida descrita en la Hypnerotomachia Poliphili, Colonna dedica páginas enteras a describir suelos repletos de jaspe, cuarzo verde, calcedonias, ágatas... como prados en flor. Alberti recomendaba el uso de pavimentos de mármol incrustado como un sistema infalible para añadir riqueza a las iglesias. El oriente el suelo es una forma de encuadre, y cada piedra de algunas villas de Kioto, representa una ventana a un paisaje completo. Los ejemplos se extienden por el mundo entero desde que el hombre es hombre.
Proyectar un pavimento tiene su propia lógica, que se encuentra a medio camino entre los problemas de la pura geometría y la dificultad del resto de los despieces de una obra. Salvo por la diferencia de que en el suelo no juega ninguna fuerza gravitatoria que no sea la del agua tratando de embalsarse o de escurrir...
El problema del diseño del pavimento no consiste solamente en marcar las fronteras del espacio, en la mera señalización de recorridos posibles, ni siquiera se trata de un problema de pura topografía, sino de arquitectura con mayúsculas, aunque de modo no directo. Porque difícilmente el suelo por si mismo basta para constituir un proyecto de arquitectura pleno y suficiente. Sin embargo esa particular lógica de los suelos se puede extender y los hay que, venidos a más, que se convierten en proyectos.
El pavimento de la Piazza del Campidoglio romano parece ser un motivo tan poderoso como el mismo proyecto de Miguel Ángel (a pesar de que su ejecución real se llevó a cabo en 1940 a partir de uno de sus dibujos). El pavimento en damero, entre el círculo y el cuadrado, del Panteón romano es un ejemplo de habilidad y geometría. El pavimento de San Ivo de la imagen con que comenzábamos, de Borromini, es un ejemplo brillante de todo lo dicho…
Solo con el pavimento parece posible reconstruir lo que sucede encima. En ocasiones el pavimento es un poderoso refuerzo. En otras puede ser el resumen de todo el proyecto.