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28 de septiembre de 2015

TODA OBRA ES UN AUTORRETRATO


“Toda obra – sea literatura o música o pintura o arquitectura o cualquier otra cosa- siempre es un autorretrato”, dijo Samuel Butler. Tal vez. Aunque en el caso de la arquitectura es mucho presuponer: ¿autorretrato de quién? ¿del promotor, de la sociedad, acaso del arquitecto?
Incluso en su estado más evidente, en la casa construida para el arquitecto mismo, hasta esa posibilidad puede ser cuestionada. Por lo general, en arquitectura intervienen demasiadas manos como para que el resultado de la obra sea el fruto de una solitaria biografía. Cada obra resulta algo múltiple y en ella quedan también la huella de los constructores, operarios, consultores, ingenieros, empleados...
El ejercicio de narcisismo que pueda ocultar toda obra de arquitectura diluye su interés precisamente como autorretrato en cuanto que ofrece una imagen aun de mayor dimensión: un paisaje. Lo sorprendente, lo vertiginoso, lo mágico es que la obra de arquitectura se ha mostrado como el más eficaz invento humano para representar fielmente su tiempo. Porque por mucho que el arquitecto se reconozca en la obra con su personal huella, quien construye con sus obsesiones o sus intereses trata en realidad de los intereses de todo el mundo y de todos los tiempos, y consecuentemente habla con su construcción de todas las arquitecturas. Por muy personal que resulte una obra, de ella se puede extraer una lectura de su tiempo como lo más valioso que ésta puede legar.
Por eso mismo,sobra decir que no todos los retratos poseen igual valor. Serán de más trascendencia cuanto más sea capaz de reconocerse en ellos un tiempo en profundidad. La arquitectura se vuelve algo serio cuando nos da una la información sobre nosotros mismos que necesitamos para comprendernos.
Gracias a ciertas obras hemos sido más conscientes del mundo roto y hecho jirones en el que habitamos. Como también hemos sido sabedores de participar del universo ornamental de la industria o de la ciudad como un amenazante contexto en el que pasear ya despreocupados…
Por eso el valor de la obra concreta de arquitectura está en cómo, a partir de su aparición, obliga a pensar de otro modo la disciplina a los que vienen después.

21 de septiembre de 2015

SOBRE LA AVARICIOSA MIRADA DEL ARQUITECTO


Todo arquitecto es un obseso de los puntos de vista porque sabe que su oficio es un arte del mirar avaricioso. 
Esta codicia del mirar - en realidad basada en una codicia inconfesable de la forma - nace de contemplar la realidad como el que visita una almoneda incesante, donde se ofrecen posibilidades sin fin para la adquisición de gangas. Por eso el arquitecto visita secretamente los sitios con el hambre del usurero o del cazador de recompensas. En los sitios, baja la cabeza o la ladea para ver la perspectiva más pura o más transgresora, busca, extrañamente, otra mirada y trata de colarse a ver hasta el último rincón de todo. Esa es la explicación de su anómalo y hasta inexplicable comportamiento social cuando se viaja con ellos. 
Esta deformación, esta intrínseca tara profesional, tiene su origen en que una ligerísima variación en el punto de vista trasforma el objeto y le añade la posibilidad de ser otra cosa. Se trata de una obviedad, sin embargo el arquitecto lo usa como un instrumento profesional tan útil para él como un lápiz o una papelera. Por supuesto esto no conlleva que en arquitectura todo dependa del punto de vista, sino más bien que la arquitectura se despliega en cada nuevo punto de vista, como una posibilidad de pensar arquitectura. 
Desde luego no todos los puntos de vista pueden ser preparados en la arquitectura, por eso las visiones accidentales, capaces de hacer soñar al arquitecto con algo muy distinto, son responsabilidad del propio mirón. El punto de vista cuerpo a tierra, el punto de vista que hace desaparecer el sustento de la forma, el punto de vista del aeroplano, el punto de vista en forzado escorzo, el punto de vista en un reflejo, etc… Cada punto de vista es una posibilidad de la forma para abrirse a otros desarrollos. En este sentido, cada punto de vista vertido sobre la arquitectura que encontramos en cada esquina es una prospección a un territorio virgen. 
Siendo más precisos, estos puntos de vista escondidos, tendenciosos sin llegar a ofrecer una lectura clara de una obra se fundan en la simbiosis del objeto y la mirada, y construyen un conjunto indisociable. Puede que por eso mismo, para un arquitecto son las únicas imágenes que quizás merezca la pena venerar, porque son las únicas que son imágenes-puerta a otros espacios y recodos de su hacer. 
Fachadas que son paisajes, plantas convertidas en secciones, puertas convertidas en edificio… Escaleras maravillosas y delicadas, como estas de Carlo Scarpa, que gracias a un punto de vista alterado florecen en la imaginación como una posible torre…

14 de septiembre de 2015

CONCENTRACIÓN


De espaldas, el arquitecto parece muy solo y pequeño para la blancura y el tamaño de semejante escenario. El brazo articulado del tecnígrafo y de las numerosas lámparas se asemejan a ampliaciones robóticas de su cuerpo. Puede que por eso el arquitecto, en esa segunda mirada, quizá no esté tan solo sino que se encuentra allí con la naturalidad del que comanda el espacio necesario para manejar esos cacharros, igual que el capitán de un submarino cuando ordena una inmersión. 
Dibuja en solitario y sin que nada parezca distraerle. La imagen resume un estado de soledad productiva donde late cierta concentración invisible. El arquitecto sigue de espaldas a todo lo que no sea el fondo de ese tablero que está a pocos centímetros de sus narices. La pequeña figura negra permanece surcando con su pensamiento un paisaje intangible, algo a construir en el futuro. Por eso la figura parece sumergida en algo espeso, en un líquido difícil de surcar si no fuese por la solidez de esos aparatajes, de ese tablero blanco y esas ortopedias que son las reglas, los lápices y la papelera. 
Un papel en ángulo asoma tras su cabeza, como la aureola que luciría un santo geómetra. 
No cabe imaginar nada que pueda distraerle
Seguro que José Antonio Corrales no se volvió ni siquiera con el ruido metálico y sordo del clic de la cámara al retratarlo.

24 de agosto de 2015

SOBRE LO FEO EN ARQUITECTURA...


“¿Qué tenía aquella obra que por muy fea y fracasada que era no permitía reírse de ella, ni de su arquitecto?”. Esta pregunta, formulada por un amigo italiano de José Antonio Coderch cuando la visitaban juntos, no deja de contener una dosis de optimismo y un tormento. Algo había quedado del esfuerzo de quienes hicieron aquel edificio, también del arquitecto, que hacía que aquello, por muy feo que resultase, no pudiese sino mirarse con cierto respeto. La obra era fea, quizás insignificante, pero no risible. El único motivo que encontraba Coderch para esta falta de ridículo estaba en que el trabajo acumulado y el esfuerzo habían quedado arraigados, misteriosa e inexplicablemente, en las paredes de lo edificado.
Tan costosa resulta la arquitectura en términos de esfuerzo humano que aunque el resultado sea frustrado, aunque todo resulte anodino y sin gracia, aunque no aparezca ni un rincón con garbo o buen gusto, se hace difícil no ver latir el esfuerzo de los artesanos, obreros y capataces que lo realizaron. Por mucha desgana que haya en una obra, siempre, al menos, existirá el sudor y esfuerzo de quienes la hicieron. Lo que quizás dignifica el resultado.
Pero todo tiene un límite.
Porque es un hecho que la arquitectura puede también resultar ridícula.
Lograr que una obra resulte verdaderamente fea es algo costoso. Tal vez resulte incluso meritorio. El “brutalismo” de los años 70, no era, a fin de cuentas, sino el esfuerzo por magnificar lo desahuciado: fueran eso las instalaciones, el baboso hormigón o los churretes de suciedad deslizando por una fachada siempre demasiado gris.
En el extremo contrario, por mucho exceso de decoración, por mucha vulgaridad que contenga una barandilla o un enrejado, el contemplar las energías puestas en ese punto hace que todo pueda ser mirado con ojos diferentes. Porque allí hay, sin más, tiempo irrecuperable, depositado directamente por la vida de otro ser humano.
Pienso maliciosamente, por eso, y una vez desaparecida toda posibilidad de ver el tiempo invertido por un hombre en un tema o una obra gracias a la industria, a la computación o la técnica, si se ha vuelto hacer posible una arquitectura donde lo feo y lo risible encuentren un espacio de coincidencia…

6 de julio de 2015

LA FIRMA DEL ARQUITECTO


Durante los periodos heroicos de la modernidad puede que el primer proyecto de un arquitecto fuera la acción constitutiva de uno mismo: su firma. En algún momento de su carrera, como si fuese un verdadero primer proyecto, Le Corbusier o Mies van der Rohe hicieron lo propio con esos nombres y garabatos. La firma de un arquitecto significó entonces, además del establecimiento de un nombre, algo bien diferente. Tal vez no más complejo que lo que significa para un notario. Tal vez no tan insondable como lo es para un artista o un artesano. 
Sin embargo el sentido de la firma de aquel arquitecto recién nacido moderno no era precisamente el mismo que tenía para Picasso o Velázquez. El artista con cada rúbrica depositada sobre la obra, certifica su autenticidad. De hecho, falsificar el estilo o los temas de un artista no es aun hoy un delito, aunque si lo sea falsear su firma. Gracias a la firma, la obra de arte nos envía un mensaje doble: primeramente que la obra aspira a reconocerse como obra, y obra de arte; en segundo lugar, afirma que sobre ella estuvo el cuerpo y el talento depositados allí por el artista. Por eso, y de alguna manera, con cada firma el artista vende su cuerpo. Cada firma es, en el arte, una especial manera de “prostitución” ha dicho Barthes con algo de malicia. 
Sin embargo, y ya que el arquitecto no puede vender la huella que su cuerpo dejó sobre la obra, dado que no construye por sí mismo la arquitectura, ¿qué significó pues la firma de esos pioneros?. Melodramáticamente con su firma el arquitecto no vendía otra cosa que su derecho a la libertad, su responsabilidad y su prestigio. En fin, con su firma el arquitecto no vendía un cuerpo, sino quizás algo peor. 
La firma del arquitecto, aun hoy, es un signo de la responsabilidad que asume. Firma, y con ese acto asume la carga no de su obra, ya que ésta no es de su propiedad, sino la de haber contribuido, mal que bien, a ella. La firma significaba asumir una responsabilidad, semejante a la que se asume respecto a una progenie...
Una línea extraordinariamente recta, bajo el nombre de Le Corbusier. Una R sobradamente mayúscula en el apellido de Mies… No cabe ver hoy en esos trazos las firmas de unos meros artistas, sino los enigmáticos signos de una extraña pero valiosa forma de compromiso con lo ejecutado. Seguramente lo que representan esos signos, esos leves rasguños, fuera uno de los pocos motivos a los que aquellos arquitectos debían su pervivencia... 
Cabía esperar que tras la firma, tras ese primer proyecto de un arquitecto moderno, vendría el resto. Empezando por el proyecto de una silla y luego el de una casa (1). 

(1) COLOMINA, Beatriz, “A Name, then a Chair, then a House. How an Architect Was Made in the 20th Century”. Harvard Design Magazine, nº 15, 2001.

8 de junio de 2015

PROYECTAR ES UN VERBO EN FUTURO


Proyectar es anticiparse. El hombre cree en el futuro y por eso proyecta. Aunque tal vez esté mejor expresado de otra manera: justo porque el hombre proyecta se inviste del símbolo de un tiempo que no está todavía presente. De ahí el gusto de planificar viajes, embarcarse en una hipoteca y leer novelas por entregas. De ahí el gusto más profundo que puede tenerse por el oficio del arquitecto. (Tal vez, de ahí esté el motivo por el que, una vez envenenado, es tan difícil dejar de serlo. Porque proyectando, uno se proyecta a sí mismo). 
Y así, en este clima emponzoñado del querer proyectarlo todo, escribir una frase equivale a disponer cada palabra como se haría con las habitaciones de una casa. Buscando la más luminosa y mejor dimensionada; buscando su correcto uso y su conexión óptima. 
Así, ordenar una estantería equivale a realizar un plan urbano; disponiendo con resolución los accesos más rápidos a cada rincón, guardando espacios disponibles y anticipando los que serán más usuales… Y poner la mesa se asimilará a construir un parque… 
Como acto preñado de futuro, la magia de proyectar radica, además de anticiparlo todo, hacerlo simultáneamente. Ocupar todas las posiciones, imaginar todas las vidas, soñar incluso con lo que se queda fuera del tintero y que la vida misma se encargará gustosa de hacer sin preguntar. Porque proyectar supone también dejar hueco a lo imprevisto. 
Como con este Monsieur Hulot al que vemos mágicamente aparecer, pasar, subir y cerrar puertas… Antes de que todo eso sucediera, el arquitecto, gracias al regalo del proyectar, ya había pasado por allí…

11 de mayo de 2015

MIRAR HACIA LOS LADOS


Hay un tipo de arquitectos preocupados por ser de su tiempo como tarea prioritaria. Antes que por lo demás, antes incluso que por producir una obra propia. Y que sistemáticamente, como los corredores de fondo, o los ciclistas antes de cruzar la meta, no cesan de mirar hacia los lados por si algún rival pudiera amenazar su producción.
Sin embargo la mirada hacia los lados del arquitecto no es una mirada que cruce ninguna línea visible. Todos se vigilan, en una sala demasiado a oscuras en la que entran y salen invitados sin previo aviso. En esa sala algunos han estado siempre pendientes de ser más contemporáneos que el resto: Alberti luchaba por ser más moderno que Brunelleschi, Scamozzi que Palladio y que Sansovino, Le Corbusier que Leonidov (o que el Team X en algún otro momento), Mies que Mendelsoh, luego Philip Johnson luchó por ser más moderno que Mies y, ya puestos, que todos los demás…
Mientras, esa mirada de lado, de reojo, esa mirada vigilante ha producido proyectos cuyo objetivo prioritario era demostrar la pura prevalencia, la pura superioridad, aunque no por simple orgullo o petulancia. Así, en estos arquitectos siempre está la obra extraña, el concurso perdido, el proyecto que se dirige a unos rivales invisibles y que emite un mensaje territorial en su sentido más rudo y primitivo.
Rastrear esos proyectos da pie a descubrir los signos de esos tiempos, los intereses, lo que latía en una época como lo más moderno o más puntero. En fin, la vanguardia.
En esos proyectos se vislumbra, como en la radiación que emiten las estrellas una vez desaparecidas, lo que fue su momento y su composición íntima. Aunque sean ya los fulgores de un cadáver extinto.
Sólo en esos casos aparece algo que palpita y desaparece, un retrato de las relaciones humanas y de los focos de interés que ya no están. Porque esos proyectos que miran de lado, no pueden repetirse mucho en la carrera de un arquitecto. De lo contrario aparece la tortícolis paralizante del que es incapaz de producir nada con una voz propia.

27 de abril de 2015

DE CONCURSOS Y ACCIDENTES


Describir al protagonista de una novela como joven y arquitecto, alguien que “sin trabajo, vive de concursos y accidentes”, da pie a leerla con cierta voracidad lastimera (1). Porque la descripción contiene algo dramático y algo iluminador.
Porque la frase es seria.
Vivir de accidentes constituye en realidad, y si se piensa, el fondo del trabajo del arquitecto. Aunque no en su sentido obvio. El accidente habla de una profesión de la oportunidad (como ese arte de la ocasión del que hablaba Pareyson al tratar de Kierkegaard). Algo que en nada se asemeja a la suerte. Porque el accidente de la supervivencia del arquitecto no ocurre sólo por mala fortuna. Vivir de accidentes, que no de incidentes, es vivir de reducir los niveles de seguridad, tal vez de confort. Es colocarse a tiro de la ocasión. Dicho así el accidente hay que buscarlo, pero no se provoca. Uno reduce los filtros, se sitúa y reduce los factores de protección para que llegue la maldita oportunidad. Los accidentes, de algún modo, se exigen.
Accidentalmente Le Corbusier fue el mejor arquitecto del mundo porque persiguió esa imposibilidad como el que conduce a ciegas por una carretera. Accidentalmente Brunelleschi pudo dedicarse a elaborar una cúpula revolucionaria por haber perdido un concurso para las puertas del baptisterio de Florencia. Accidentalmente Palladio se encontró con Trissino y viajó a Roma…
Sabemos por los accidentes aéreos que son un cúmulo de circunstancias adversas las que los provocan. Fallan sucesivas medidas de protección, fallan los protocolos superpuestos, fallan los solapes. Otra cosa no sería un accidente sino un suicidio. Se dice “que mala suerte” pero en verdad no se piensa en la suerte sino en la mendacidad de quien ha ido saltándose los avisos, a pesar de la contumacia de la realidad, a pesar de la inaguantable visibilidad lumínica y sonora. A pesar del griterío ensordecedor de advertencias.
Y es que el trabajo del arquitecto es el de la reducción de esos factores para que el accidente recaiga sobre él, como un rayo a alguien que camina por una pradera en medio de una tormenta, jugando con una cometa. ¿Cómo, pues, encontrar esos accidentes?. De un sólo modo: insistiendo.

 (1) Trueba, David, Blitz, Barcelona: Editorial Anagrama, 2015.

23 de febrero de 2015

VIVIMOS SIN MAESTROS


Habitamos un panorama de obras menores y no de monumentos verdaderamente celebrados. Es el signo de nuestro tiempo. Hoy los arquitectos vivimos sin maestros. Sin embargo en arquitectura el que es huérfano es porque quiere, o por el cansancio de otear un horizonte en el que no se encuentra la tierra firme que suponen esos faros.
Parece claro, no obstante, que cada época fabrica sus maestros. En arquitectura y al contrario de lo que pudiese parecer, los maestros no hacen sus discípulos, sino que es al contrario: son los discípulos los que los inventan. (Y conste que llevar a cabo esa labor es de las cosas más necesarias para la supervivencia disciplinar). 
Giorgio Grassi, dijo hace tiempo que en esto de la maestría la hay de dos tipos: la de los que nos animan, los que nos refuerzan en los momentos de tribulación, los nos insuflan ánimos y nos acompañan, en fin, la de los maestros “tutelares”. Y luego están los otros, los que nos marcan el rasero de lo que significa la profesión, los que nos dejan en soledad y nos la exigen, los que nos martirizan con su exigencia y nos impiden caer en la autocomplacencia del trabajo fácil (1). 
Grassi se olvidaba decir que el ansia moral de maestría de la que habla tiene dos importantes cláusulas encubiertas: la primera consiste en que, desafortunadamente, el decirse hijo de un maestro supone recibir una herencia que puede dejarle a uno sepultado por la carga de la parálisis o la infidelidad. (Algo más costoso de saldar que cualquier impuesto de transmisión patrimonial). 
La otra es que el arquitecto ahijado se encuentra, súbitamente, rodeado de una parentela insoportable de cuñados, hermanos, primos y tíos. Y en las reuniones de familia, ya se sabe, incluso ante el menor pavo de Navidad, todo puede llegar a convertirse en una disputa sobre la mayor o menor traición hacia su herencia.
En su taxonomía Grassi obviaba recordarnos también que están incluso los maestros dedicados a esa incierta y azarosa tarea de realizar obras maestras. Porque a los maestros, además de sus discípulos, los hacen sus obras. Y que a veces ni siquiera esto último es necesario.
Hoy nuestro tiempo pide a gritos, además de ver con admiración los años sesenta y encumbrar nuevamente a los Smithson, a los Eames, a Molezún, a de la Sota, o a Oiza, obras que puedan interferir, simplemente y en profundidad, en el trabajo presente o futuro de los demás.

(1) GRASSI, Giorgio: “Antiguos Maestros”, en Arquitectura lengua muerta y otros escritos, Ediciones del Serbal, 2003.

6 de octubre de 2014

LA CONEXIÓN WRIGHT


La influencia de Frank Lloyd Wright tuvo un peso notable en aquella lejana España de los años cincuenta y sesenta. Muchos arquitectos de entonces, desde Oiza a Corrales, Molezún o Sostres sintieron su singularidad y valor. Todos homenajearon y copiaron al maestro americano, todos hicieron versiones entusiastas y no dejaron de mirarlo con justa admiración.
Menos sabido es, sin embargo, el conocimiento por parte de Wright de lo que por entonces hacían los españoles …
Hay muchos motivos de sorpresa ante el dibujo que ilustra los gestos incansables del maestro americano a sus ochenta y nueve primaveras. No es poca cosa ese entusiasmo vertical. Pero a este respecto de la conexión española, en semejante derroche de papel vertical, sorprende aun hoy que apareciera rotulado el nombre del ingeniero Eduardo Torroja. "Wright saluda a Eduardo Torroja". Como el que busca que una obra quede protegida mediante una advocación… Impresiona tanto ese nombre, como la propia torre. Sobre todo porque Wright no era de fácil trato y menos de fácil piropo. (Es sabido que no soportaba a Le Corbusier, aunque si tenía un especial respeto por Mies van der Rohe).
En España Wright no conocía sólo a Torroja. De hecho recomendó a un cliente que quería hacerse una casa que recurriera a un arquitecto local y de talento cuya obra conocía bien. El arquitecto era Coderch. Y no era precisamente Coderch hombre dedicado a inventarse esas cosas...
Dos anécdotas de las que se pueden sacar dos lecturas: primera y misteriosamente, los mejores se conocen. Segunda, en arquitectura, solo hay un país, el mundo.

9 de diciembre de 2013

UNA ANOMALIA


No sé si observaron una anomalía en la pasada imagen, en el retrato del equipo de arquitectos que trabajaron junto a Le Corbusier para erigir el Capitolio de Chandigarh. 
Sí, el arquitecto no está solo, pero intriga y una vez visto no es posible olvidarlo, ese minúsculo y casi inapreciable pájaro negro posado sobre la cubierta de aquel barracón de obra, casi invisible, pero cierto. Un pájaro negro, tal vez un córvido, insignificante, inmóvil como un especial signo del Espíritu Santo exactamente encima de Le Corbusier.
El arquitecto trabaja siempre acompañado, pero, ¡ay!, ese pájaro negro. Ese pájaro negro quita el sueño porque vino a posarse precisamente sobre la cabeza de ese maldito pintor suizo y no sobre nadie más en aquella foto. Ese pájaro negro quita el sueño porque es el que trajo loco a Salileri y al protagonista de Thomas Bernhard cuando hizo decir en su “Malogrado”: “Si no hubiera conocido a Glenn Gould, probablemente no habría renunciado a tocar el piano y me habría convertido en virtuoso del piano y quizá, incluso, en uno de los mejores virtuosos del piano del mundo”. “¿Por qué él y no yo? Si es un miserable y un ególatra. Si huele mal”, preguntaba Salieri en su oración al Altísimo, del insoportable Mozart. 
¿Por qué precisamente ese pájaro negro vino a posarse sobre la cabeza de alguien como Le Corbusier, justo cuando compartía la modestia anónima de formar parte de un gran equipo?. Quizás la diferencia, la sutil anomalía diferencial está en que “el pianista ideal es el que quiere ser piano, y la verdad es que todos los días me digo, al despertar, quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway, el Steinway mismo quiero ser”, como había dicho Glenn Gould. 
Quizás simplemente le Corbusier fue el único que deseó siempre, ferozmente, sin pensar que era un juego, ser arquitectura. Y esa fue su mayor y más verdadera virtud.

2 de diciembre de 2013

LA FINGIDA SOLEDAD DEL ARQUITECTO


El arquitecto nunca está solo. “El arquitecto no hace él solo ni la caseta del perro”, decía Javier Carvajal. Ambas fórmulas encierran una verdad acuciante: por mucho que algunos de los protagonistas de la arquitectura de todos los tiempos hayan aparecido ligados a la historia con sus nombres bramantes y poderosos, erguidos frente al mundo como monumentos al genio creador, solos no habrían construido ni un refugio de podencos. Ni Palladio, ni Fischer von Erlach, ni Loos, ni Koolhaas, ni mucho menos, Le Corbusier.
Ahí, en la imagen anda precisamente Le Corbusier, perdido entre personas, cercano al centro, cercano a su primo y mano derecha, perdido entre todo el personal que colaboró en la construcción del edificio del Capitolio de la ciudad de Chandigarh. La fingida soledad del arquitecto, producto de una mentalidad renacentista que hacía de cada artesano alguien nacido bajo el signo de Saturno, está cada vez más lejana de aquel padre mitológico. Nuevos mitos han ido ocupando con el paso de las décadas esa incómoda paternidad. La tecnología, la normativa y la complejidad de la vida han puesto cada vez más de manifiesto que, el del arquitecto, es un trabajo cercano al del confesor, al del obrero de la fábrica de automoción, al del pastor de ganado y al del psiquiatra forense.
El papel del arquitecto se haya entre engranajes cada vez más complejos y hace depender su labor de una especial forma de diálogo. Nada está ya supeditado a su voluntad, ni acaso a la de su cliente o a la de los participantes en la obra, sino a la pura y simple consecución coherente de algo superior. Poco queda del arquitecto como general al mando de un ejército. Poco de aquel arquitecto-director de una cacareante orquesta. Poco depende ya la arquitectura de un arquitecto que mande, organice o dirija, porque al mando de todo se encuentra, siempre fue así, algo superior a él llamado Arquitectura. Y es sabido que de no obedecer sus órdenes calmas, por mucho que se la conjure a gritos, no hará acto de presencia.

28 de octubre de 2013

LOS ARQUITECTOS EN TELEVISIÓN

Jacob Berend Bakema, arquitecto algo olvidado pero notabilísimo artífice de mucho de lo mejor del Team X, tuvo un programa de televisión a finales de los años 60 de gran éxito y mayor repercusión. El resultado de aquellas emisiones fue recogido en un libro titulado “Del peldaño a la ciudad. Una historia sobre la gente y el espacio”. Aquel programa logró difundir la arquitectura a una generación entera de holandeses. Tal vez incluso logró hacerla más accesible. 
A John Summerson, la cadena BBC le encargó seis charlas para ser retransmitidas en directo. Luego fueron trascritas en otro libro que pasó a formar parte de la bibliografía de cualquier escuela de arquitectura que se preciase de tener raices. “El lenguaje clásico de la arquitectura” se convirtió en un clásico a la altura del lenguaje clásico sobre el que versaba. 
Wright apareció en concursos televisivos como estrella invitada y hoy da cierto apuro ver su grandeza como arquitecto arrastrada sobre un plató televisivo en un torpe blanco y negro.
A este lado del mundo, una generación debe su vocación a haber presenciado los aspavientos entusiastas de Sáenz de Oíza hablando de arquitectura en una pantalla telefunken antes de saber siquiera quien era Sáenz de Oíza y la misma arquitectura. De esos programas interesaba la exudación de arquitectura en cada gesto del viejo maestro más que su, para muchos, aún desconocida obra. 
A raíz de lo expuesto queda claro, pues, que la arquitectura se ha apoyado de esta fuerza del medio televisivo mucho antes del actual e inmisericorde peregrinaje del arquitecto por los programas de sobremesa. Sorprendentemente en el pasado esa exhibición no sólo fue para la exaltación de su figura, sino que fue sentida como una responsabilidad pedagógica hacia lo que significaba la ciudad y su disciplina. 
Aunque, si todos ellos sabían bien que “el medio es el mensaje”, ¿acaso la arquitectura no es en sí un medio de suficiente musculatura?. ¿No está más cerca de explicar correctamente lo que es arquitectura  cualquier edificio de Oiza, Bakema o Wright por sí mismo que un mando a distancia apuntando a una pantalla?. 
En un momento en el que es tan sencillo llegar a ver arquitectura en vivo, cuando los archivos de los mejores arquitectos están a un golpe de ratón, o cuando el acceso a lo último construido en cualquier rincón del mundo es publicado de inmediato, cabe preguntarse si la profundidad del lenguaje arquitectónico estuvo nunca tan lejano a ser comprendido. Porque si aceptamos que el medio es el mensaje, el de la arquitectura es arquitectura. Sin más.
Aun hoy eso, misteriosamente, hay a quien desespera. Y a quien entusiasma.

4 de julio de 2013

SOBRE LA INFINITUD DE NAVES CON VENTANAS POSIBLES...

Hace ya muchos años, en 1952, a un insensato y genial mecanicista como era Chermayeff, en Harvard, se le ocurrió la brillante idea de tratar de establecer una lista de vocablos y conceptos capaces de describir la infinita variedad de elementos que constituían el complejo organismo llamado “casa”. El listado, su definición y reformulación se extendió durante una década.
Serge Chermayeff había sido un discípulo aventajado de Erich Mendelsohn, de sus manos salió el maravilloso pabellón De La Warr y paseó su saber por las mejores universidades norteamericanas del momento. Es decir, no es que fuera un tipo precisamente torpe, sin embargo y a pesar de aquellos lustros de esfuerzo llegó a una muy poco sorprendente conclusión: por un lado que no era posible enumerar, de hecho, todos los minúsculos requerimientos de la más simple casa; por otro, que entre todos esos requisitos básicos se producían mutuas colisiones que al interactuar provocaban segundas derivadas que se abrían como las ramas de un árbol infinito, interactuando sucesivamente con otras...
El caso es que aquel listado elemental de treinta y tres requerimientos y sus cruces primarios tenía su gracia.
Y el caso es que no encontró otra salida en esos años que recurrir a una fe ciega en la potencia de las computadoras del futuro para su improbable resolución combinatoria. (Ahí dio comienzo una fe que aun hoy es compartida por muchos y que ha encontrado su correlato en el campo del ajedrez).
Aquel listado es una guía que pasados sesenta años se ha complicado aun más. Y si el cálculo que por entonces era de unos cuantos de miles de millones de combinaciones posibles, hoy tal vez sea aun peor.
El tema es que con esos trabajos se vino a demostrar una simpleza que aun hoy, a la vista de los hechos, merece recordarse: que el número de datos a tratar en el simple tema de la “casa” desborda las ecuaciones posibles para su resolución. O lo que es lo mismo, que el trabajo del arquitecto, frente al de otros profesionales, es tratar de resolver un maravilloso problema del que no se conocen todas sus particularidades; una ecuación de imposible resolución matemática y sin embargo una ecuación sabia, correcta y magnífica...

14 de enero de 2013

LUIS BARRAGÁN Y LA INGENIERÍA HIDRÁULICA

Apabullado ante una ávida visita de estudiantes, a un Barragán ya anciano se le escuchó defenderse: “No busquen lo que yo hago, vean lo que yo vi”. Y es que Luis Barragán repentinamente alcanzó una altura mítica que además de premios, exposiciones y visitas inoportunas, arrasó con la posibilidad de tener genios en la arquitectura mejicana por generaciones. Incluyendo a Legorreta. 
Su especialidad como ingeniero, él decía hidráulico, y los posteriores estudios para alcanzar a "corregirse como arquitecto", sus devaneos inmobiliario-racionalistas y esa especial velocidad en la formación de su mito, hacen de él y su obra un campo abonado para la leyenda. 
Amigo de Gio Ponti y de Philip Johnson, -al primero debe el calificativo de maestro antes de serlo y al segundo el premio Pritzker-, podría hablarse de su catolicismo, de la influencia recibida de la Alhambra, de su colaboración en el Salk Institute con Louis Kahn, o de mil otras anécdotas tal vez sólo relacionadas con lo insustancial. Como si de esas historias colgasen las pistas de las que emana la grandeza de una obra de modestos muros, tapial y agua. 
Sin embargo no deberían obviarse, por encima de todo ese anecdotario, tres aspectos decisivos para entender su obra: primero, la especial asociación que logró establecer entre lo público y el paisaje. Como si para él hubiese una frontera mágica donde el exterior, sea eso el clima, las vistas, la tierra o la  historia, pertenecieran al conjunto de la humanidad. Y bastan en este sentido los jardines del Pedregal o la fuente de los Amantes para comprender como la simple disposición de los elementos básicos de la arquitectura logran ordenar una porción de naturaleza destinada a todos y cada uno de los hombres, de manera ecuménica. 
En segundo lugar, como consiguió impregnar toda su arquitectura de un profundo sentido religioso. Un recorrido por la cuadra de San Cristóbal, la casa Gilardi o la suya propia, por no nombrar el convento de las Capuchinas, es suficiente para percibir una serenidad ansiosa por trascender no solo la arquitectura sino al mismo habitante, sean estos monjas o caballos. 
Por último, y más sorprendente en manos de un ingeniero, el empleo sin tapujos de la palabra poesía a la hora de hablar de su propio trabajo. Al recibir el premio Prizker dijo: “De la mayoría de las publicaciones de arquitectura y de la prensa diaria han desaparecido las palabras belleza, poesía, embrujo, magia, sortilegio, encantamiento. Las palabras serenidad, silencio, misterio, asombro, hechizo. Todas ellas muy queridas para mi. Por eso pienso que en mi se premia a quienes aman y persiguen esas hermosas palabras y la realidad que ellas reflejan”. Curiosamente para lograrlo prescindió de la modernidad del acero, el vidrio y el hormigón, y dedicó sus calmadas fuerzas a lograrlo con materiales de otro tiempo.
Las plantas de Barragán "no son un dechado de habilidad". Buendía Júlbez, estudioso de su obra dice que esa evidente y general torpeza se debe a sus antecedentes como ingeniero. Álvaro Siza ha aludido a su especial “veneno” y a la “perennidad”, como si Barragán estuviese destinado a estar siempre pasado de moda, es decir, a pertenecer desde siempre a la rara categoría de lo clásico. Ruiz Barbarín ha dicho que su obra debería verse en blanco y negro para librarla de lo anecdótico y atender sin prejuicios a su trasfondo. Y puestos a ampliar esa observación sobre su pintoresquismo, creo que en Barragán prima más el “olor” que el “color”. Porque todo en su arquitectura "huele": cada estancia recibe el olor combinado de las maderas de suelos, peldaños, muebles o estructura, y así, cada una de sus habitaciones está ya habitada antes de existir habitante alguno.
A nadie se le escapa que hablar de esa extraña habitabilidad puede que resulte aun más extraño para un ingeniero. O puede que para Barragán la hidráulica fuese, a fin de cuentas, una ciencia redentora. Si así fuese, gloria a esa ciencia capaz de dar cabida a la belleza y a lo intemporal.

4 de enero de 2013

SOBRE LA NECESIDAD DE ARQUITECTURA


No es ninguna novedad declarar muerta la arquitectura. Otro tanto ha ocurrido con la literatura, la filosofía o la misma cultura a lo largo de la modernidad. 
Las razones de todas esas defunciones, han sido argumentadas y rebatidas con cada cambio de paradigma o cada búsqueda de notoriedad apocalíptica. Puede que vivamos rodeados de cadáveres, sin embargo solo gracias a ellos somos capaces de sentir una especial continuidad con el mundo. Puede que precisamente por eso se haga difícil creer que la arquitectura haya dejado de tener sentido.
Cada vez que los seres humanos se reúnen en un lugar, la mera organización física de ese espacio es arquitectura. Y lo es porque se trata de uno de los primeros sistemas materiales que ha encontrado el ser humano para darse sentido y comunicarlo de modo tangible. Desde los hechos elementales de la vida, el recordar el pasado, o la mera relación con el universo exterior al hombre, la arquitectura se convierte en una necesidad. Las relaciones del hombre con el mundo cobran sentido gracias a la arquitectura. Las relaciones entre las cosas cobran sentido si la arquitectura hace de intermediaria significante. 
Tal vez la arquitectura deje de ser necesaria cuando deje de proporcionar eso que Sartre llama “alegría estética”, es decir, un especial tipo de placer que recibe el hombre al perfeccionarse conociendo lo que le rodea y a si mismo. Una búsqueda que obligó a Le Corbusier a proyectar casas, coches, muebles, ciudades y obras hidráulicas del mismo modo que antes había obligado a Vitruvio. Y ello sin renunciar a nada como objeto de trabajo, porque el campo de acción de la arquitectura es el hombre, y todo lo que le atañe al él, atañe a la arquitectura. 
La arquitectura es demasiado importante para dejarla en manos de nadie que no se sienta atado a esa vieja y denigrada herencia de Vitruvio. 
Incluidos los arquitectos.

10 de diciembre de 2012

SUICIDIOS Y ARQUITECTURA


Las últimas horas de Francesco Borromini son un reflejo de una especial personalidad, atormentada y dramática. Arrojarse contra una espada después de haber rehecho en unas horas sus últimas voluntades da idea de su tormento interior. Le mató abrazar su sable y el dolor de saber que la tumba de Alejandro VII había sido encargada a Bernini y no a él.
Algo tiene la relación de la arquitectura con el suicidio que impulsó a los estudiosos Marck y Hickler en 1981 a proponer un sistema de variables que calificaron como modelo arquitectónico del suicidio. 
El listado de suicidios de arquitectos que no pudieron sobrevivir a su obra es significativo. A Borromini hay que añadir el moderno Terragni, abatido y vacío tras vivir una guerra, tratado con electricidad y cuya vida acabó impresa en el hueco de una escalera. También el posmoderno Otto von Spreckelsen, autor del arco de la défense, en París, e incapaz de soportar el peso de su obra.
Las circunstancias del suicidio son íntimas y muchas veces incomunicables. Sin embargo hay suicidios peores, si cabe: los arquitectónicos. En ellos la arquitectura sigue haciendo mal a la ciudad en la que se comenten. Y matan a la vez que han supuesto su propio fin.
Los suicidios arquitectónicos son siempre suicidios colectivos.

3 de diciembre de 2012

CON SUS PROPIAS MANOS


De espaldas a la imagen, sin voluntad de pose, las dos imágenes son el simple y vacío testimonio de un hecho antiguo y orgánico. Es el reflejo de un pensamiento compartido, leve y casi animal, que poseen algunas especies acerca del colocar las cosas para construir, sean nidos o madrigueras. 
En la imagen se percibe el costoso esfuerzo para recoger un ladrillo. Contemplar el muro ya erguido y percibirlo en su totalidad, con su longitud y trabazón. Buscar el acomodo preciso para ese peso frío y concentrado en una mano, mientras la otra permanece resguardada, una mañana de obra. 
Un pensar directo, sin intermediarios. Y una pieza de barro a la espera de ser vivificada. Cobijado bajo un abrigo negro y un sombrero, Sigurd Lewerentz, parece demasiado elegante para la suciedad del cemento y el barro de una obra.
Un viejo arquitecto en una obra. Nada heroico ni digno de honores. Ninguna mitología. Ningún romanticismo. Solo la naturalidad de levantar arquitectura con las propias manos. Ni más. Ni menos.

26 de noviembre de 2012

COSTURAS


Para recordar, antes de la escritura, el ser humano inventó sistemas de relaciones capaces de facilitar su memoria. Inventó el poema para recordar historias gracias a su ritmo y su cadencia. Inventó las constelaciones para recordar fechas cuando aun no había calendario sobre el que fundamentar sus plantaciones y sus cosechas. Inventó la arquitectura para preservar la memoria de los hombres. 
El establecimiento de cadencias y agrupaciones entre las cosas, esas costuras invisibles, supusieron un ejercicio para el desarrollo del pensamiento abstracto hasta hacer del mundo un tejido en el que nada fue independiente del resto. A ese tejido de relaciones le hemos llamado cultura. 
Cada investigador, poeta, músico o arquitecto ha luchado desde entonces por descubrir y coser partes alejadas del mundo por medio de fórmulas, palabras, sonidos o formas. La arquitectura como parte de ese tejido conserva, por tanto, un compromiso ineludible. Cada obra, cada proyecto y cada esfuerzo del arquitecto se integra en ese tejido y destejido de los hechos de la cultura. 
Este solemne argumento, puramente retórico y algo excesivo, debería bastar para no contemplar cada obra como un fin en si mismo, ni el trabajo del arquitecto como una exaltación a otra cosa que no sea su secreto trabajo de hilar delgado y fino. Porque no existe la obra de arquitectura autónoma por mucho que se crea esto posible. 
Por que cada obra vale tanto más por lo que consigue relacionar en ese tejido, las obras vecinas o el pasado, hacia la materia de la que se constituye, que su propio valor como objeto. Por esas costuras se pasa a la historia, por esas costuras se construyen las ciudades y por esas relaciones somos antes costureros que arquitectos. Aunque sin dedal...

19 de septiembre de 2012

ARQUITECTURA DE LA CRUELDAD


Una arquitectura que provocara vómitos, convulsiones y sufrimientos indecibles en sus habitantes, -más allá de la que ya de por si provoca el pago de sus hipotecas-, no podría ser entendida en nuestro contexto actual sino bajo el signo de la locura. No obstante ese y no otro fue el objetivo del artista, completo pero marginal,- maldito por entonces-, que fue Antonin Artaud con su “teatro de la crueldad”.
Dedicarse además a la filosofía, al cine, a la nigromancia, a la locura y a la poesía, solo podía ser el ámbito de preocupaciones de un demente y un obseso por el arte en todas sus proyecciones. Y los dos calificativos no son sino los refugios que empleó como fuente de inspiración.
Sin embargo si se trae hoy a colación la obra de Artaud, - además de por una recomendable y reciente exposición- , es por estar referida de algún modo y siempre, a un concepto como es el de "crueldad", que es de extrema precisión para definir un fenómeno sucedido en la arquitectura de las últimas décadas, y que hasta ahora hemos denominado pobremente sin otro calificativo mejor que el de la “era del espectáculo”.
Artaud, proclamó un teatro donde no importaba otra cosa sino dejar huella en el espectador. Por encima de una trama o un argumento, el impacto debía ser lo prioritario. Y debía serlo por cualquier medio y a cualquier precio, tanto daba que fuese obtenido por gritos, ruidos, gestos, luces, brutales cambios de escenografía o los inesperados saltos de los actores entre los espectadores.
En el “teatro de la crueldad” no importaba el misterio, ni la coherencia de la obra, sino la inevitable sensación de ser golpeado en el bajo vientre. No importaba la comprensión de lo representado, pues nada había que comprender, bastaba con haber sido golpeado y la sensación de haber recibido un electroshock. Las obras del "teatro de la crueldad", más allá aun que el "teatro del absurdo", no eran sino una sucesión irrepetible de impulsos dirigidos a colapsar el estado anímico del espectador.
Sorprende el exacto, misterioso y preciso solape con lo ocurrido con la arquitectura del espectáculo y que más bien, y en digno homenaje a Artaud, inventor del término, debiera denominarse, de ahora en adelante y  para la historia “arquitectura de la crueldad”.
A fin de cuentas el barroco, el deconstructivismo o el gótico no es que recibieran sus nombres precisamente de maneras menos accidentales.