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3 de marzo de 2014

EL VALOR DEL CENTRO


Podría hacerse una historia de la arquitectura solo enfocada desde el valor del punto central. De hecho, en parte, esa tarea ya ha sido realizada con persistencia en determinados momentos de la cultura y con primor durante el Renacimiento. Allí, la arquitectura de cruz griega, la del templo circular y las construcciones simétricas, al menos doblemente, eran ejemplos y metáforas irrenunciables del orden del cosmos. El ejemplo de Bramante en el pequeño templo de San Pedro supone una exaltación a un punto, a una geometría, antes incluso que al martirio de un santo. 
El valor del punto central es el culmen de las aspiraciones del equilibrio ya que se trata de una simetría disparada al infinito. Esa es la razón por la que los arquitectos han cuidado ese punto como los primitivos el fuego sagrado. Saber dónde debe estar el centro es una tarea de cada proyecto. Responder a las cuestiones relativas a su movilidad, a su permanencia, su extensión o incluso su intrascendencia, ayudan al arquitecto al desarrollo de la obra igual que a un ciego un bastón. 
El centro siempre es un lugar anómalo de la arquitectura. Solo en raras ocasiones ha sido ocupado por la divinidad. (Y no sobra decir que para la arquitectura el centro no necesariamente es el centro en su sentido literal). Cuando se detecta qué debe ocupar el centro, el proyecto se vuelve evidente. Tanto que en ocasiones basta colocar allí algo inesperado para triunfar. Ese es el caso de tantas y tantas obras modernas y antiguas, donde se han depositado en ese punto cuestiones y objetos impensables: rampas, óculos, altares, cúpulas, cocinas, fuentes y monumentos. Hasta la nada misma.
También a un director de orquesta, brazos alzados y solitario, como en el caso de la Filarmonía de Berlín, de Scharoun. Entonces el centro toma cuerpo y se hace imposible no verlo allí organizando todo el sonido y las miradas a su alrededor, y convirtiéndose -a pesar de que hasta ese instante siempre fue un humilde oficio-, en un dios temporal.

12 de agosto de 2013

ALGO LIGERO

No se trata de una demostración de fuerza, sino de un enorme flotador empleado para distraer la atención del enemigo en un tiempo en que la guerra era un asunto visual. Esos flotadores, tan veraniegos, daban idea de la existencia de tropas donde no las había y su ligereza coincide con la del gusto barroco por lo inesperado.
Lo ligero es barato y es más fácil de trasladar. Y aunque carece del prestigio de lo perdurable y de lo sólido, no deja de ser una cualidad más que digna de consideración. Lo ligero pertenece a la órbita positiva de lo flexible.
Lo leve es hermoso, pues se opone a la pesantez de la vida. Lo ligero es un sueño de la técnica que sabe que el mundo, en realidad, es aire entre esas nubes eléctricas aturulladas en lo micromilimétrico.
Sin embargo, en arquitectura hay ligerezas y ligerezas. Está la ligereza de preguntar, “¿cuánto pesa su edificio?” y esa otra de llegar a levantar una silla “superligera” con una sola mano. Una es retórica y otra es la ligereza trabajosa de soltar lastre, tarea que ennoblece el resultado.
Aunque sea una ligereza decirlo.

8 de abril de 2013

PROFESOR DE RETRETES


Arquitecto y profesor egregio, y misteriosamente apenas conocido fuera de España, Francisco Javier Sáenz de Oiza, se llamaba a si mismo “profesor de retretes”. Una condecoración obtenida no sin esfuerzo gracias a los doce años que impartió la asignatura de “Salubridad e Higiene” (antes de dedicar el resto de su vida académica a la de "Proyectos"). Sus apuntes de aquella etapa, legendarios, aun pueden encontrarse.
Ser “profesor de retretes”, es un mérito mayor de lo que parece, habida cuenta de que ese extraño mecanismo cambió el urbanismo y la salud con mayor velocidad y energía que muchas obras maestras de la arquitectura y tratados de medicina. 
Los seres humanos han convivido de siempre, no solo con el frío y las enfermedades, sino rodeados de un hedor que hoy nos resultaría inimaginable. Si el colmo de la educación ciudadana fue durante siglos avisar al grito de “¡Agua va!” de los desechos arrojados sin preocupación por la ventana, es igualmente cierto que el diseño de tan insigne aparato de porcelana es más reciente de lo que podría pensarse. 
En Grecia se hacía uso de un asiento con un agujero incorporado a la infraestructura de la casa. En Roma se inventó la “matula”, orinal que ha tenido larga vida hasta la llegada del retrete como hoy lo conocemos. A pesar de que Leonardo da Vinci ideara un asiento plegable que “debía girar, como las ventanitas de los monasterios por medio de un contrapeso” y que en el códice de Madrid, apareciera otro invento suyo para limpiar el asiento con agua, el hallazgo del retrete como tal solo correspondía hacerlo a un poeta. Literalmente: John Harington, humanista de la corte de Isabel I, que en 1589 debido al poco éxito de su propuesta se dedicó al arte del epigrama como desquite... 
Por la historia de la salubridad e higiene uno habría de detenerse en los accidentados hallazgos de la fosa séptica, de las alcantarillas, del “cuarto excusado”, de la “placa turca”, e incluso del insoportable brillo para la cultura oriental de la taza cerámica... 
Una larga historia la de la arquitectura y la escatología. 
Es sabido que Oiza, en una de aquellas geniales clases mandó dibujar a todos los estudiantes un inodoro en la pizarra. Frente a uno de esos dibujos, exclamó, ante la sorpresa de sus estudiantes: “¡Que hermosura!”. 
Como puede verse después de este ligero repaso, debió de ser por algo más que por una cuestión de meros botes sifónicos y cerámica.

24 de diciembre de 2012

UN ESPECIAL VACIO


No hay fila trece en los aviones, y a uno le gusta imaginar que se debe no tanto a una metafísica de la mala suerte, sino a un especial gusto de las compañía aéreas por los juegos intelectuales. Del mismo modo, no existen diez días entre el 4 y el 15 de octubre de 1582. Diez días donde la humanidad fue eterna, donde no se produjeron muertes y donde la profundidad ontológica de ese paréntesis es mucho mejor explicación que un mero ajuste del calendario.
Existen vacíos de ese mismo orden en arquitectura comenzando por el conocido pilar ausente en varios dibujos del pabellón de Barcelona, y que tantas buenas reflexiones ha suscitado.
Podría decirse incluso que esos fenómenos de borrado se crean por una especial forma de ver la arquitectura que logra evitar lo incómodo. Hasta el punto de llegar a suprimirse sobre el papel y tomar visos de realidad. Fenómeno generado por una mirada cuajada y capaz de no ver lo evidente.
Ese especial modo de eludir el matiz incongruente, nos ha evitado también ver la bajante de la Casa Farnsworth o aquella famosa pareja de cariátides bajo la pérgola de Highpoint II, de Lubetkin. Un tipo de vacío que podría considerarse de mera educación. El ojo educado obvia las faltas de la arquitectura impuestas por la realidad. Se perdonan igual que a un amigo una indiscreción o a un novelista reputado una ligera torpeza gramatical. Aunque, claro, la educación tiene un límite.

21 de noviembre de 2011

VACIAR

Debe existir, al igual que en la física o en la escultura, un teorema del vacío arquitectónico. Sabemos por lo cotidiano que todo vacío tiende a llenarse. Y tiende a llenarse sea o no necesario un uso concreto, -aunque sensu stricto a ese proceso debiera llamarse ocupación-. Una mudanza ocupa la habitación vacía y aun no dedicada a nada preciso. Misteriosamente allí van a parar objetos, cajas y enseres expectantes de un lugar definitivo. La arquitectura usa el vacío de un modo intermedio y provisional. Aunque contemplado con cierta minuciosidad, ese espacio vacío no es simplemente espacio de mero almacenaje...
Los escultores dedicados al trabajo sobre el vacío saben que éste se comporta como una precisa máquina de condensación. “En física el vacío se hace, no está. Estéticamente ocurre igual, el vacío es un resultado, resultado de un tratamiento, de una definición del espacio al que ha traspasado su energía una desocupación formal. Un espacio no ocupado no puede confundirse con un espacio vacío.” (1).
Y sin embargo cualquier niño sabe que lo más sabroso de una rosquilla es su agujero central, y que da sentido incluso al nombre del dulce...
El esquema del proyecto de Rem Koolhaas para el olvidado concurso de la biblioteca TGB, -por salir un instante de la sabrosa metáfora de la repostería y la escultura-, muestra de modo concreto el vacío de la arquitectura. Allí es un sólido que espera ser habitado. El vacío es, además de una singularidad, un lugar extraído del programa. Desde ese enfoque la arquitectura según Koolhaas puede trabajar no solo con el vacío como entidad material en los términos de la escultura, sino que puede configurar el vacío como extracción de funciones. El vacío de la arquitectura es fruto de la desocupación de un programa. Es decir, puede adquirir el carácter de un espacio antiprogramático. No el espacio que queda sin programa, sino el espacio que por su presencia ayuda a definir por complementariedad el auténtico programa. Desde ese enfoque eso es precisamente la arquitectura para Koolhaas: lo que queda, los restos, las sobras y los jirones del programa.
Y hay quien podrá pensar con razón: "Igual que el agujero de la rosquilla..."

(1) FULLAONDO, Juan Daniel, Oteiza y Chillida en la moderna historiografía del arte, La gran enciclopedia vasca, Bilbao, 1976, pp. 21-22