24 de junio de 2019

LA DENIGRADA ZONA DE CONFORT



Cuando los vendedores de felicidad espiritual nos animan a salir de nuestra zona de confort, porque lo más valioso está fuera, porque las experiencias más estremecedoras y ricas se encuentran más allá de sus límites, el único remedio es resistir y rezar, y mucho, para no caer en esa tentación.
Con lo que ha costado a la humanidad construir eso que ahora se desprecia: la zona de confort. ¡Menudo inventazo!. Mucho más importante que la patata o la penicilina. Porque la denigrada zona de confort ha salvado más vidas que el tubérculo y Alexander Fleming juntos. 
Una casa caliente, bien ventilada, una casa donde no se hacinen sus habitantes. Una casa separada de la humedad del suelo, con paredes secas y sin mohos. Una casa limpia y con puertas que protejan su interior... Como para que ahora nos digan que la zona de confort es el mayor de nuestros males… 
Plegarias sin fin a quienes contribuyen a conservar las amenazadas zonas de confort, es lo que deberíamos hacer. Y junto a esas manifestaciones públicas de fe, debiéramos cultivar las jaculatorias privadas a los radiadores, a los pasillos, a los felpudos y a las cortinas. Rogad por nosotros, objetos de culto que construís las valiosas zonas de confort que son las casas. Porque sin ellas dedicaríamos nuestra vida diaria a sobrevivir de mala manera. ¿Saben por qué? 
Porque las zonas de confort son los lugares de partida, porque en ellos no existe la tensión del teatro público, y porque nos permiten ahorrar energías para otras cosas. Quizás más importantes. Por ejemplo, soñar.

17 de junio de 2019

GUARDIANES DEL AIRE


Los tabiques son un invento maravilloso a pesar de no ser más que unos muros pobres y delgados. En su origen la palabra árabe “tashbik” significaba entramar o fabricar redes, cosa que le hubiese encantado saber a Semper dado su esfuerzo por localizar el origen de la arquitectura en lo ligero y lo trenzado de las ramas y los tejidos vegetales. Pero hoy los tabiques apenas conservan ese significado. Tan solo los llamados tabiques palomeros (o conejeros) mantienen ese aspecto aéreo debido a la celosía que forman sus huecos entre ladrillos. Aunque, eso sí, nadie los ve. Porque los tabiques palomeros se usan para dar forma a las cubiertas inclinadas. 
Por cierto, la historia de esos tabiques perdidos que no separan personas sino que construyen la geometría de una cubierta, es una particularidad interesante de la familia de paredes. Si en algún momento lo fueron, hoy los tabiques palomeros no son ya refugio de palomas. Son tabiques que sirven cómo cámara de aire y para adaptar la forma del exterior al interior. Es decir, pertenecen a un tipo de soluciones constructivas que permanecen ocultas, y cuyo fin es el mero fabricar huecos intermedios. Pero aun con eso, aun con ser una mera tramoya, forman las necesarias tripas de la arquitectura. Esos huecos perdidos, transfuncionales, o sea, que en apariencia sirven para muchas cosas pero que al final no sirven para casi nada, juegan un importante papel en las casas, porque son los que construyen, en buena medida, el confort interior. Por eso y aunque no se vean, son un símbolo de esa capacidad de las casas de proveer cierto sentido de refugio. 
Los insignificantes tabiques palomeros no son poca cosa. Porque aunque modestos, cuando llueve o hace frío, sustentan la pendiente de una cubierta para expulsar el agua hacia el exterior, o hacen las veces de guardianes del aire intermedio. Pero todo, como sin esfuerzo, y sin presumir de estar ahí. Sin esperar recompensa.

10 de junio de 2019

VENTANAS PARA ANIMALES


Además de las habituales ventanas para caballos y otras especies, en raras ocasiones, los arquitectos también hacen ventanas para personas. 
Esos profesionales deben entonces salir de su zona de confort y esforzarse para entender la fisonomía de la mirada humana, y de sus extremidades ramificadas en dedos y su anómala verticalidad corporal. Y hasta tienen que estudiar la altura del horizonte y las impredecibles costumbres de esos bípedos implumes. Porque todos los animales merecen igual consideración a la hora del diseño. 
Desgraciadamente, las ventanas para caballos y gatos son diseñadas por los arquitectos dando todo por supuesto, y enseguida se buscan las mejores vistas al mar o a la catedral de Londres, porque se supone que caballos y gatos aprecian, además de habitar en un buen vecindario, el recibir el sol de mañana según madrugan y el resto de esas cosas habituales. Pero, claro, con los seres humanos es otro asunto. 
Si le Corbusier hizo una ventana para el dueño de la casa al borde del lago Leman, una ventana desde la que ladrar a la altura de los tobillos a los paseantes, no se olvidó de ese otra especie que jugaba con él y le entretenía lanzándole una pelota en el jardín, y le hizo una ventana corrida con vistas al lago… Porque “una ventana corrida ya no es una ventana”. Y su madre merecía la misma consideración que el perro. Que menos.

3 de junio de 2019

LO QUE SOBRA


Por eso que deja caer Matisse al suelo, sin cuidado, cualquier museo de arte moderno del mundo pujaría como si se tratase de oro puro. Lo que sobra de lo grande, es grande. Y hasta la basura de todo lo que huela a genialidad (o a negocio), se cuida como una reliquia salvífica.
Con todo, la belleza de ese confeti de colores, formas desechadas y de las que ni Matisse mismo sospecha un reciclaje posible, son un negativo suficientemente hermoso como para despreciarlo como idea. ¿Dónde fueron esas formas desechadas? ¿A qué cubo de basura van a parar los intentos fallidos de las cosas y de las ideas? Algunos exploradores de los restos, llámense investigadores, profesores o forenses, disfrutan escarbando entre las papeleras de la historia. Buscan recuperar una forma de hacer, unos rastros capaces de entender mejor a sus autores, a veces incluso tratan de rememorar con ellos el latido de una vida.
Y en eso estaba. Pensando con cuál de esas contrahuellas de Matisse me quedaría. ¿Cuál de todas ellas sería más “matissiana”, cuando he descubierto entre ellas, una, abajo, casi a la altura de su rueda. Un resto luminoso. Un retal que parece recortado por el pintor mismo, pero que no lo es. Un rastro de luz que brilla desde el fondo del cuarto, y que se posa entre el resto de los papeles. Como una paloma.
Y pienso que de todos me quedaría con ese trozo de luz. El único de todos ellos vivo. Móvil. Y se me ocurre que tal vez todas las casas deberían tener uno de esos trozos de luz fugaces, que aparecen al subir el sol en primavera, o que se refleja en un lugar misterioso. Aunque sea para recordarnos que las casas guardan más cosas que a nosotros y nuestros muebles.

27 de mayo de 2019

EL CALOR INVISIBLE


En el mundo contemporáneo, nadie, salvo que sea medianamente rico o muy pobre, tiene una chimenea de verdad en su casa. La chimenea, ese objeto que tanto tenía que ver con la palabra hogar, era un elemento fundacional de la arquitectura, pero hoy se ha convertido en un programa televisivo o en una mera decoración sin uso real.
En torno a la chimenea ya no nos congregamos, (salvo que hayamos alquilado una casa rural), por eso su sentido apenas se percibe. Solo queda de las chimeneas su poder embelesador. Es decir, la chimenea es actualmente, con suerte, un pasatiempo hipnótico. Desligadas de su poder calorífico, de esas aristas entre paredes y suelo solo importa su imagen. Ya no huelen, ya no sirven ni para cocinar, ya ni tienen que ver con el fuego sino con su vibración. Solo se ven. Se han vuelto, pues, cosas que no alcanzan siquiera el estatuto que tienen los objetos decorativos, puesto que en ellas ya ni está depositada la memoria de algún acontecimiento biográfico. Por eso ¿qué recuerdos guardan las chimeneas que nunca se han encendido?
Hoy lo único que queda de esos rincones son su sombra y sus conductos, que sin embargo sueltan el humo que se produce en las calderas de oscuros cuartos de instalaciones. Porque a pesar de que no hay chimeneas dentro de nuestras casas, sigue habiendo cuartos donde se queman combustibles y máquinas que producen calor (o frío) a conveniencia. Un mundo de tecnología oculta nos provee del verdadero y único confort que cabe esperar de la arquitectura. A saber: despreocuparnos del exterior. Situarnos entre dos curvas de óptimas condiciones higrotérmicas.
Aunque ahora que lo pienso, en realidad las chimeneas si simbolizan algo: que existe un afuera en el espacio descrito por esas curvas. Que en cualquier momento podemos volver a ser extranjeros de esa “zona de confort”. Mientras, las chimeneas sin uso se han vuelto un poco como ese incómodo acompañante de los antiguos emperadores romanos, que no hacía sino repetirles, "recuerda que eres humano". Recuerda que el confort no es una conquista irreversible.


20 de mayo de 2019

MULTIPLES TÁCTICAS DE ARQUITECTURA


Si las estrategias se han vuelto imprescindibles para el arquitecto, las tácticas son la ocasión del habitante de hacer con esa arquitectura lo que buenamente pueda. Porque mientras que el proceso del proyectar es estratégico, el de habitar es puramente táctico. En el sentido que ambas palabras tendrían en un campo de batalla. Precisamente la arquitectura surge en ese terreno intermedio. 
Desde ese punto de vista las tácticas del habitar resultan siempre transgresoras. Porque en realidad el que ha definido previamente lo normativo que subvertir es el arquitecto por medio de la coherencia del proyecto. Ante eso el habitante solo puede habitar tergiversando lo proyectado, puesto que la vida con su riqueza no puede preverse por completo. 
Los arquitectos, ante el primer clavo sobre una pared recién concluida sienten el mismo dolor que una trepanación en su propio cerebro. No hay explicación posible para algo que no debiera ser doloroso, pero es un hecho. Ella o Él, que han tratado con mimo el crecimiento de la obra, que ha cuidado los detalles y la lisura de esas paredes, de pronto son despojados de su progenie por unos salvajes habitantes, que sin entender sus desvelos, ocupan con sus trastos, generalmente vulgares y sin orden, a destruir toda limpieza. 
El relato táctico no es más generoso con la otra parte. ¿Cómo es posible que los cajones tropiecen con la ventana?, ¿o que el interruptor esté situado en tal o cual sitio infame, o que las habitaciones o los armarios no sean un poco más grandes? 
Ese malestar compartido y no necesariamente simétrico tiene lugar en una habitación construida, en cuya intersección se produce, sin embargo, un hecho mágico y poco relatado. Con el día a día, y la recolocación de la vida en torno a esas habitaciones se diluirán los roces. Y, como sucede con los zapatos nuevos al domarse, de pronto la casa se dará en nosotros y nosotros en ella. 
Ese modo progresivo de habitar, con sus leyes y secretos, ha sido poco valorado por los tiempos en que el objetivo de la arquitectura no era el habitar sino el impresionar. Sin embargo ese habitar rozando, puliendo, es capaz de establecer lazos recíprocos con lo construido capaces de abrir canales que habitualmente permanecen ocluidos. Ese modo diario de ocupar el espacio y dejarse ocupar por él, abre la vida a un modo de entendimiento de las cosas diferente. Ese modo de habitar, en realidad, supone un verdadero buen vivir nada despreciable. 
En el conjunto intersección entre lo estratégico y lo táctico, y por mucho que suene a lejana utopía, se da la disolución de la baja y la alta cultura, y el discurso elitista o popular de la arquitectura misma. En ese espacio intermedio ya no hay niveles, salvo de disfrute. Todo un camino que explorar.

13 de mayo de 2019

UN POCO DE SILENCIO


Dice Álvaro Siza que todas las bibliotecas debieran tener, a su salida, grandes escaleras donde poder pensar en lo aprendido, en lo leído en su interior. En la biblioteca, los libros y la lectura crean una atmósfera de intimidad que no es sencillo conciliar con lo cotidiano. Toda biblioteca debe ofrecer, por tanto, una especie de cámara de descompresión.
Miguel Ángel nos legó, ya lo sabemos, una de esas cámaras anecoicas perfectas. El recinto de entrada a la Biblioteca Laurenciana, en Florencia, podría interpretarse de ese modo. E incluso la escalera que allí se desborda, podría ser leída como ese tipo de mecanismos de silencio reclamados por Siza.
Sin embargo la escalera de Miguel Ángel no es en absoluto un escenario para meditar con tranquilidad antes de salir. Más bien al contrario, ante ella sentimos en la cara la fuerza del chorro de un cohete a propulsión que proviene de arriba, de la sala de lectura. Buonarroti nos reserva el necesario momento de silencio, pero en otro lugar y de otro modo: mediante un mecanismo inapreciable desde la entrada, porque queda a nuestras espaldas, allí se ofrece, al que sale, la vista de un paño ciego, mudo. Sin nichos, ni decoración. Un paño vacío, de silencio. Es la alternativa al espacio de esas gradas que requería Siza a toda biblioteca antes de salir al mundo. Un lugar en blanco donde ver a través. También de ver a través de nosotros mismos.(1)

(1) Sobre este paño en blanco palabras más precisas pueden ser leídas en la tesis doctoral de Colmenares Vilata, Silvia (2015). Ni lo uno, ni lo otro: posibilidad de lo neutro en arquitectura. Tesis (Doctoral), E.T.S. Arquitectura (UPM).   

6 de mayo de 2019

NACIDOS PARA MORIR


Pocas veces somos conscientes que, al igual que los seres vivos, los edificios nacen para morir. Por el camino, como nosotros, sufren transformaciones que no hacen sino prolongar su existencia. De lo contrario es inevitable que tarde o temprano se conviertan en una pura ruina
Ser conscientes de eso nos evitaría algún disgusto, no solo como arquitectos. También haría que, cuando caminamos por una ciudad, sintiésemos su compañía y su envejecer como propio, aunque con un ritmo más lento e invisible, un poco como sucede con algunos árboles.
Cuando contemplamos un edificio, de hace siglos o solo décadas, por muy esplendoroso que se muestre, es habitual olvidar que dista mucho del que se edificó originalmente. Ver la catedral de Reims o de León con ojos embelesados en sus fachadas o sus interiores, pensando en los siglos transcurridos ante nuestros ojos, nos aleja de la realidad de que todo allí está retocado, modificado, reconstruido, ampliado y demolido. Hasta extremos que harían que ninguno de los viejos ciudadanos que las vieron erigirse, las reconociesen.Y lo mismo sucede con la más pequeña de las casas.
La arquitectura conserva su osamenta, apenas sus formas y proporciones, casi nunca sus interiores o sus decoraciones. Aparentemente no existen leyes inmutables en esa sucesión imparable de cambios. A veces se incorporan nuevas piedras. En ellas se perciben la riqueza recién adquirida pretendiendo dejar su huella en la obra. Otras veces se sustituyen partes porque sus remates provocaban goteras o hacían peligrar la estabilidad del conjunto. Algunas partes pasan a completarse, o incluso aparecen nuevas técnicas que son aplicadas sin pudor. En ocasiones existe incluso una secreta competición con un vecino o con el futuro, o incluso un plan de conservación que trata de congelarlo todo. Hasta el mal o buen gusto de una época o los cambios de modas o de sensibilidad, juegan su papel.
Pero esa sucesión de permutaciones no es sino el signo de su viveza. Y a ella debe la arquitectura su verdadero futuro. En esa poética de la supervivencia de la arquitectura hay algo que no deja de ser fascinante, porque sigue un patrón que ha sido poco valorado: todo se produce con un procedimiento de añadidos sucesivos, formado por capas y pasos como lo haría, digamos, un pintor cubista. Los cambios, en una casa particular, o en una catedral, se rigen por una ley que trabaja por fases y que en pocas ocasiones completa las cosas de una sola tacada. Las mutaciones que provoca la vida en la arquitectura se producen siguiendo una lógica que es capaz de ver el siguiente paso basándose en lo que ya se ha realizado. Pero, cabe insistir, casi nunca de una sola vez.
Si se piensa, se trata de un procedimiento muy conocido por los escolares de cuatro años, (y por los pintores desde principios del siglo XX) con el nombre de collage. El collage habla de ese modo de viveza de las formas de una manera tan escandalosa que extraña que apenas se hable de este raro y precioso fenómeno que une la vida y las obras. Tanto es así que en el collage se da hoy uno de los signos más claros de la vida de la arquitectura. Porque en el collage no hay estilo, ni autoría, ni alta, ni baja cultura. Ni una ética, ni un discurso. Solo una muestra de la vida que pasa dejando su huella.

29 de abril de 2019

VIRTUDES DE UN CIERTO DESORDEN


El “cuarto del arquitecto” es un completo desorden. Con trastos encima de toda superficie, ni la mesa ni la silla pueden ser usadas. No cabe nada más en los armarios. Hasta por el suelo tiene sus cosas olvidadas. El cuarto del arquitecto parece definitivamente instalado en la adolescencia. 
Aparentemente el problema es que el desorden se entiende como una calamidad que afecta a la propia moral de las cosas. Y por eso resulta inaceptable. El orden se ha vuelto una de las penúltimas tiranías del mundo contemporáneo. Perder tiempo en encontrar cosas perdidas atenta contra el dios del rendimiento y la productividad. Lo cual es un pecado grave. 
Y así anda el arquitecto, entre el sentimiento de culpa y la innata necesidad de tener ante su vista su material de trabajo. Porque aun así, manejarse en el desorden, sea simbólico o real, corresponde al propio y específico modo de hacer del arquitecto. 
Basta fijarse en su estancia, para ver que, al menos, sus cosas no andan por ahí de cualquier modo. Aunque desordenadas, todas están puestas en pie. 
Seguramente no hay manera de proyectar sin ese inexplicado desorden. Un caos que mezcla cosas, que establece conexiones casuales y que permite enlazarlas. Quizás porque sin ese específico pero pragmático desorden - pregunten a Bo Bardi que para eso es la autora del precioso dibujo - no habría ciudades tan ricas, a veces incluso tan ordenadas. Ni arquitectura siquiera. 

22 de abril de 2019

SE CUELAN POR LAS FISURAS


El cotilleo no parece ser muy satisfactorio. La joven trata de escuchar a través de la pared pero no se la ve muy contenta con el resultado. Su cara, con la mirada perdida, permanece, a pesar de todo, concentrada en averiguar un secreto. ¿Hablan de ella? ¿Le incumbe esa conversación que se cuela a través de la fisura?
Al contrario de lo que sucede con los muros, toda pared deja pasar mensajes a su través. Tal vez se trate solo de susurros. Pero el mensaje del otro lado, y eso parece evidente, no es el de los gritos de una discusión sino de algo menos audible. Con todo, lo hermoso de la pintura, más que el preciosista realismo prerrafaelita que sitúa su técnica en un momento neoclásico, es su capacidad para constituirse en el retrato de tres personas. Dos conversando, ausentes del cuadro, y otra, visible, que trata de escucharles.
El cuadro, hermosamente, es capaz de contar una de las esencias de la habitación, tal vez de todas las habitaciones: que permanecen unidas entre sí. Que tras una pared, existe siempre otra habitación. Y en ella, otro habitante. Esta ecuación secreta, que a veces resulta tan desconocida a algunos de los grandes tratados de la arquitectura clásica, es puesta de manifiesto en la cotidianeidad que pasa a través de las paredes de todos los días y nos obligan, lo queramos o no, a saber cosas de quien vive al otro lado que no siempre quisiésemos saber. Que hay siempre una cara oculta donde hay una vida de la que somos una mera simetría.

15 de abril de 2019

UN COHETE EN FLORENCIA


La leyenda alrededor de la escalera de la Biblioteca Laurenciana, obra del Buonarroti, es tan enorme que a veces nos impide ver algunos de sus mejores flecos. Por ejemplo, si la escalera es un monumento al desbordamiento de la forma o si el lenguaje allí utilizado anticipa el porvenir del barroco, a menudo hace pasar por alto que es parte de algo aun mayor e inacabado. 
En el actual conjunto, formado por la sala de lectura y la caja de las escaleras, es poco conocido un dibujo de Miguel Ángel que trataba de completar esas dos piezas. El escultor pretendía rematar la gran sala de lectura con un cuarto triangular dedicado a los libros raros de la biblioteca de los Medici. Desconocemos en gran medida su posible funcionamiento y cómo se habría llevado a cabo. El triángulo, como la punta de un diamante, hubiese dirigido la sala, hubiera marcado una dirección, como lo hace una flecha. En su centro, el uso de una pieza circular, a medio camino entre una pila bautismal y un mueble, hubiese dado sentido al final del eje de la sala de lectura. Aunque quizás todo esto no sea una cosa que solo interese a historiadores y a eruditos… 
Lo llamativo es que la inclusión de ese triángulo hubiese cambiado mucho el significado de todo el conjunto. Porque, por lo pronto, la biblioteca se habría convertido en un gran cohete antes de que existiesen los cohetes. Un verdadero proyectil impulsado por ese chorro a propulsión que hubiese sido desde entonces la escalera. Como puede imaginarse, la velocidad que habría adquirido el conjunto habría sido exponencial. Inimaginable. Y la escalera, convertida en escape de gases incandescentes, no la habríamos asimilado en su caída al lento desbordarse de la lava de un volcán con la que los historiadores más sagaces la han identificado… 
Todo un cambio.
Por mi parte, y desde que he visto ese cohete, no puedo ver la biblioteca sino como un antecedente mágico de aquellos primeros intentos por ir a la luna y a Miguel Ángel como un ingeniero de la NASA. Y es que las formas en arquitectura, una vez que se aparecen, simplificadas, casi como una caricatura, no hay quien las borre de la cabeza. 

8 de abril de 2019

UN SIGLO DE FUTURO. UN SIGLO DE BAUHAUS.


Ahora que la Bauhaus ha cumplido un siglo y se llena todo de aniversarios y homenajes merecidos, lo cierto es que con esta celebración parece haber obtenido el definitivo estatuto de reliquia. 
Dentro de poco serán antiguallas también el pabellón de Barcelona, la Villa Saboya y el resto de los posos de la modernidad. Hoy, aquellos que viven del legado de la escuela alemana de manera directa o indirecta, es decir, todo aquel dedicado al diseño, a la arquitectura, al teatro, a la edición, a la moda o a la escenografía, se junta para celebrar congresos, jornadas o festivales. Esas reuniones son, en realidad, los únicos monumentos posibles a la Bauhaus. Porque a partir de la Bauhaus fue imposible erigir monumentos. Allí se destruyó la idea de monumentalidad misma. 
Encumbrar la lógica del mundo moderno con sus objetos funcionales, no dejó hueco para lo puramente simbólico. Por eso mismo su centenario nos deja a todos con la misma dolorosa sensación que deben tener los familiares de los marineros perdidos en el mar: que miran al horizonte con rabia por lo que les ha robado, pero sin poder hacer mucho más. A nosotros solo nos cabe ojear aquella época cargada de optimismo gracias a las miles de fotografías que perviven de por entonces, a sus objetos de ensueño y a la mítica de sus profesores. En su recuerdo aun sentimos muy viva la felicidad no disimulada de sus estudiantes, ataviados de modos que anticiparon la moda del siglo XX, mientras corren por pasillos y balcones de edificios que hoy veneramos como objetos de museo. 
Quizás por eso la Bauhaus sigue siendo la única marca de vanguardia sin fecha de caducidad. Y precisamente por esa misma razón pensamos en esa escuela con algo de nostalgia. Aunque quizás no ya de su modernidad, sino de la evidente alegría que desprendía toda su producción.
Todo en la Bauhaus hablaba de futuro. Todo parecía nuevo. Y eso era incluso mejor que la misma modernidad. He ahí su herencia más imperecedera e irrepetible.

1 de abril de 2019

LOS CAZADORES DE LA CASA


Los arquitectos tienen como sueño hacer la casa. Pero no una casa, sino LA casa. 
Esa casa es la pesadilla que les atosiga, que les quita el sueño y que les persigue, porque la casa se les escapa como una comadreja en un bosque nocturno. La casa es escurridiza y aunque el arquitecto tiende trampas en forma de casas particulares que hacen las veces de sofisticados señuelos, la casa se vuelve a escabullir sin apenas dejar huellas. 
La casa, como una anguila platónica, es inatrapable. Y así vamos los arquitectos por el mundo, con la tristeza de los cazadores furtivos al regresar a su hogar con hambre y sin nada que llevarse a la boca. Y es entonces cuando guisan una casa, con tal o cual ingrediente: una casa blanca, sobre pilotes, con ventanas corridas y todo eso. O una casa de vidrio que parece flotar, o una casa que vuela ligera sobre un salto de agua… 
Y al día siguiente vuelta a la tarea. Hambrientos, un poco malhumorados, pero con la insaciable ambición de los grandes que antes que uno vieron la casa ante sus narices y estuvieron a punto de atrapar, y de los que se siguen cantando leyendas y canciones un poco tristes pero hermosas.

25 de marzo de 2019

PUERTAS VELOCES


En 1970, Marina Abramović y James Franco se plantaron en pelota picada, cara a cara, entre las jambas de una puerta. Dada la estrechez del paso, no había manera de pasar entre ellos sin rozarlos. Una situación incómoda de verdad. Los visitantes de la instalación “Imponderabilia” seguían un patrón de comportamiento semejante al que sentimos al llegar tarde al cine o a un concierto. Pedir perdón y pasar conteniendo la respiración. Tratando de molestar o mínimo y sin saber a quién dar la espalda. 
La performance no solo era una experiencia artística. Ponía de manifiesto que por las puertas, además de pasar, se nos sugiere un tempo. Generalmente lento. Aunque en este caso se jugase precisamente a lo contrario. 
Verdaderamente no somos consciente del natural retardo que se produce en las puertas. Para ello a veces no solo se ornamentan, sino que se incluyen educados traspiés, obstáculos y hasta se juega con bajar la altura de sus dinteles invitándonos con ello a realizar genuflexiones inconscientes. Todo vale con tal de hacernos pasar por ese umbral con mayor parsimonia. (Y parsimonia es una buena palabra para hablar de las puertas habituales porque remite a ahorro y a lentitud). 
El caso es que a veces en las puertas hay quien se empeña en lo contrario. Y que pasemos por ellas a toda velocidad. Pero solo en tiempos tan retorcidos como los que impulsaron a Abramović y a Franco a ventilar su desnudez en público. 
Una de esas puertas veloces, quizás una de las mejores, es la que se inventó Giulio Romano, el gamberro arquitecto y pintor del barroco en el Palazzo de Te de Mantua. Allí, que hay todo tipo de sorpresas, existe una sala donde Romano colocó unos hermosos frescos de unos caballos por las que la sala recibe su nombre. Pero no los dispuso sobre el suelo, como correspondería al sentido común, sino en alto. Sobre la línea del dintel de la puerta de paso. Y sobra decir que nadie en su sano juicio se detiene bajo un caballo. Ni en el siglo XVI ni hoy. Como para no cruzar rápido. 
Por cierto, al otro lado de esa puerta, y de frente, nos espera un titán con un garrote en la mano. Como para aminorar la marcha.
A veces es mejor una puerta veloz que alguien detrás atosigando al personal con el consabido "¡No se detengan!, ¡no se detengan!"

18 de marzo de 2019

LO VERNÁCULO ES HERMOSO


Creo que fue Zagajewski quien dijo que en Bulgaria nunca se producirá una obra maestra literaria. Lo argumentaba aludiendo a la necesidad de un volumen mínimo del idioma y a una historia literaria sobre la que fundar esa obra maestra.
Virginia Woolf en "Un cuarto propio" planteó que, de haber tenido Shakespeare una hermana, tan dotada como él, ésta no hubiese podido escribir nunca obras maestras: "Llevar una vida libre en el Londres del siglo XVI habría significado para una mujer que fuera poeta y dramaturga, un estrés nervioso y un dilema que bien hubieran podido matarla. De haber sobrevivido, cualquier cosa que hubiera escrito habría quedado retorcida y deformada." 
Aun podemos enfocar el asunto de las obras maestras desde otra perspectiva: ¿Cuantos habitantes tenía Florencia cuando se produjo la aparición de Bramante, Donatello y los artistas que revolucionaron el arte del Renacimiento? Se calcula que había por entonces aproximadamente ochenta mil florentinos. Hoy que esa misma ciudad tiene el doble de habitantes, parece que la posibilidad de encontrar el doble de artistas, o al menos un buen puñado, sería fácil. Pero no lo es. En absoluto. 
Por lo visto el arte necesita de un clima cultural, de un contexto, que lo haga posible. Por mucho que Florencia dispusiese hoy de mecenas capaces de requerir lo mejor que el arte pueda aportar, por mucho que su ciudad y su comercio ayudaran a su prosperidad, lo cierto es que la ciudad no volverá a ver una concentración semejante de talento. Quizás porque ya ni siquiera consideramos que el arte sea lo mismo. (Y se dice esto con perdón de los artistas que hoy pululan por las calles de esa hermosa ciudad tratando de rememorar a sus predecesores en el cargo). 
Sin embargo, y es a lo que voy, intuimos que en arquitectura las cosas funcionan de un modo algo diferente. Las ciudades se forman por una colisión de otro orden. Y no necesariamente de talento artístico. Son los contenedores de una continuidad que engrandecen las sucesivas generaciones que las habitan, como si fueran enormes obras incompletas. Las épocas de talentos notables indudablemente pueden cambiar algo su tono por la inserción de piezas imperecederas. Unas gotas de renacimiento o de modernidad trasformaron ciudades de media Europa. Incluso como en el París de Haussmann o la Roma de Sixto V, no todo está dicho con respecto a sus cambios estructurales. Pero si en algo se diferencia la arquitectura de esas otras artes es que existe en ella una condición de anonimato fundado en la continuidad que quizás sea parte de su más profunda esencia.
Se ha creído mucho tiempo que la arquitectura es fruto de un autor, pero antes que nada, lo es de un lugar y un tiempo. Es más dueña de una obra la ciudad que la cobija que su arquitecto. Por eso me pregunto si no será una condición propia de ese arte de la construcción su carácter esencialmente vernáculo. Claro que habría que entender lo vernáculo no como lo pueblerino, ni lo popular, ni simplemente lo pobre, barato o falto de sofisticación.
Saenz de Oiza decía que la única arquitectura verdadera era la vernácula. Quizás se refería a su origen etimológico. La vieja palabra latina vernacŭlus, significaba “nacido en la casa de uno”. Valorar así lo vernáculo sería apreciar una arquitectura que hemos visto crecer, con cariño, en proximidad y lentamente. Casi como los tomates o los hijos.

11 de marzo de 2019

MEJOR QUE EL ÓCULO DEL PANTEÓN


Cualquiera sumergido en esa pelota de aire y luz que es el Panteón de Roma, no es de extrañar que se sienta sobrepasado. Porque es lo más cercano en arquitectura al sentimiento de enfrentarse al mar. 
Aunque a veces, como también sucede con el mar, el clima de los tiempos invite a no fijarse solamente en su grandeza. Hay generaciones, de hecho, para las que el Panteón resulta un espacio extraordinario, pero no tanto por su inmensa redondez, sino por cuestiones que suelen pasar desapercibidas. Así, y aunque doloroso esos mismos tiempos se verían capaces de prescindir de ese descomunal ojo cenital en caso de extrema necesidad. Pero serían incapaces de tapiar su puerta. 
En la puerta del Panteón se ve entonces un mecanismo de una maravillosa delicadeza, no solo formal y simbólica. Sin embargo, cuando se prefiere la puerta al resto de sus misterios, como si hubiera que elegir, podemos ver un cambio en la sensibilidad de lo más significativo. 
Está claro que la puerta, toda puerta, es la muestra de una contradicción no resuelta. Pero poner allí la atención es subrayar la contradicción mayúscula del acto de entrar. Por supuesto que no solo está el problema de penetrar en un espacio central, sino porque en el caso del Panteón, la puerta da sentido a toda la obra, incluso vale para iluminar por si misma todo su interior. (Como también sucede en el Tesoro de Atreo sin ir más lejos). 
En ese sentido las puertas del Panteón contribuyen a la construcción de una penumbra casi inapreciable que resulta muy atractiva para los tiempos que aprecian los matices de lo secundario. En esa puerta se roza un tipo de luz que acompaña al visitante antes de enfrentarle a la sorpresa del rayo de luz interior. La puerta invita a la sorpresa antes que constituirse en la sorpresa misma y he ahí su fuerza invisible. En la puerta percibimos el peso frio del bronce y la masa que rodea al que penetra al interior. Allí, las treinta y dos columnas de casi metro y medio en la base y catorce metros de altura, ocupan más de quinientos metros cuadrados. La luz de norte que entra a través del granito gris y rojo es hermosa y tan necesaria como invisible. A este derroche inapreciable se añade el volumen pesado del pronaos. Es decir, en la puerta se concentra un lujo material desmedido y sin embargo es un lujo que se pasa de largo, que se considera instrumental. 
Esa puerta, quizás como todas, ha nacido para ser dejadas atrás. Y a pesar de su tamaño, es insuficiente para epatar a quien entra por ella. Pero su insignificante papel de guía invisible es hoy quien llama nuestra atención contemporánea. Solo una vez al año, durante unas pocas horas, en abril, el óculo rinde homenaje a esa puerta y la ilumina. Como justo pago a su cotidiana invisibilidad. 
El resto del tiempo, la puerta del Panteón, con su tenue luz del norte, tímida pero cierta, solo acompaña, como un suave fantasma al interior. Luego nos despide con su contraluz de vuelta al bullicio de Roma. Pero ya distintos.

4 de marzo de 2019

LA CASA QUE PARA MI QUIERO



En la casa para uno mismo, el arquitecto tiene su penúltimo pecado y su penitencia.
Por mi parte, y ya puestos a sufrir ese infierno, preferiría la más simple de ellas. Como esa que para sí hizo Marco Zanuso… Porque para hacer una casa, aun la más sencilla, más vale estar bien acompañado. Porque allí uno se enfrenta a dos colosales tareas: la primera averiguar qué es una casa, la siguiente, averiguar quién es uno mismo. 
Hacer una casa significa conocer qué es eso exterior, antagonista y hostil y ponerle nombre. Para, una vez dado, y sabiendo que consistiría siempre en un tipo específico de “afuera”, enfrentarle la casa como un escudo. “Al descubrir el mar a lo lejos los griegos se sentían en casa. En una enfermedad, cuando la hostilidad de la naturaleza ha penetrado en nuestro interior, la casa no llega a cubrir ni nuestra propia piel: la naturaleza hostil está dentro. Allí donde la persona se encuentre en su ámbito, ahí está su casa,” dice Quetglas (1). Aunque no le perdono la vaguedad, la imprecisión, de usar la palabra “ámbito”. Porque no es un ámbito sino, cuanto menos, algo semejante a un círculo… El mejor de los círculos que un hombre puede trazar en torno a sí mismo. 
Si tuviese que hacer una casa - dejadme oir un mar y darme cuatro muros - copiaría esa casa inversa a la de Palladio, con cuatro esquinas ocupadas y con una terraza con su palio de ramas. Y si alguien me preguntase “¿cómo se construye una casita?”, solo sabría responder entonces: “Se construye con un material al alcance de cualquiera: con cariño”, como también dice Quetglas. Aunque esta vez no le quitaría razón. Mientras el mar se escucha desde el patio de la casa que en mi habita. Hasta que se hiciera tarde. Tras la puesta de sol. 

 (1) Quetglas, Josep. Restos de arquitectura y crítica de la cultura. Barcelona: Arcadia, 2017, pp. 56

25 de febrero de 2019

LA DECADENCIA DEL PASILLO


Aunque vivimos rodeados de ellos, poco a poco, los pasillos se han ido relegando al catálogo de las habitaciones del pasado. ¿Quién añora los sustos y sorpresas que escondían? ¿Acaso el mercado inmobiliario es capaz de preservar un espacio que no aloja más que puertas? 
Si el pasillo fue un invento muy apreciado en el pasado para separar el maremagnun social que deambulaba por casas donde invitados, niños, habitantes y servicio se cruzaban sin orden ni concierto, llegados al siglo XIX tuvo su momento de mayor esplendor(1). Fue entonces cuando en los pasillos se empezaron a guardar los objetos de la casa desplazados de las habitaciones, funcionando casi como almacenes, a la vez que los cuartos empezaron a ser “habitaciones para uno mismo”. Gracias a esos tubos con puertas, durante mucho tiempo las habitaciones se enganchaban al resto de la casa como hacen las ramas de un árbol con su tronco. Tras esas puertas se escondían ya no antecámaras y alcobas, sino dormitorios, despachos, baños y adolescentes. 
Sin embargo y desde entonces el pasillo ha sufrido una lenta pero evidente regresión. Cada vez más estrechos, cada vez más oscuros, al final se han vuelto incapaces de ofrecer experiencias sustanciosas para un habitar doméstico irremediablemente empequeñecido. Por eso, desde mediados del siglo XX, en casas cada vez más pequeñas, ese lugar, desproporcionado como un apéndice, parecía destinado a extinguirse. O al menos, a evolucionar hacia nuevas formas. 
Georg Simmel dejó alguna de las claves para descubrirnos su esencia y por tanto su posible futuro. En su texto "puentes y puertas" distinguía en éstas últimas la misteriosa multidirecionalidad que contenían. Tras cada puerta se abría un abanico de direcciones a seguir. Sin embargo y si bien con el pasillo ocurría algo semejante, durante mucho tiempo se ha obviado esa evidente relación de consanguineidad entre ambos elementos. Solo ante los rescoldos del pasillo hemos descubierto que no pertenecen al mundo de las habitaciones, sino al de las puertas
El pasillo, en su ensoñación, es hoy una puerta alargada y profunda; una puerta a cámara lenta. Y ahí precisamente tenemos una señal de su posible evolución. Imagino que el cuello de las jirafas o los picos de algunas aves comenzaron en algún momento a cambiar de forma por motivos parecidos. Lo cual es otra prueba más de la destacable pero poco atendida ciencia del darwinismo espacial. 

(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

18 de febrero de 2019

LA MAGIA DE ORDENAR LA CASA


Guardamos todo tipo de cosas. Almacenamos desechos y porque les atribuimos un valor sentimental. Y esto no solo sucede con viejos pantalones o unos apuntes del bachillerato. No nos desprendemos de los restos ni de la cultura.
¿Qué quedó de la modernidad una vez que fue usada? ¿Basta con reciclar sus envases? ¿Dónde buscar un punto limpio donde depositar los deshechos de la vanguardia?  
Al recorrer cualquier ciudad podemos ver los objetos de la modernidad triunfante desperdigados por doquier. Sus mejores piezas han hecho de nuestro paisaje diario un lugar memorable. Pero hay un lugar donde sus piezas rotas y sus restos menos útiles quedan abandonados y donde los conservamos por motivos semejantes a los que nos impiden librarnos de una vieja tostadora. Ese cuarto trastero de la modernidad es la casa
En la casa guardamos todo tipo de baratijas superadas por la ciencia y el arte. En la casa recolectamos técnicas abandonadas hace tiempo por la industria. Entre sus paredes acumulamos azulejos, plásticos y papeles pintados no solamente pasados de moda, sino ajenos al mismo concepto de moda. Tanto es así que la llegada de un invento a la casa equivale a certificar de su falta de actualidad. La casa es, pues, el final de la cadena trófica del futuro. Su retaguardia.  
Por eso lo que queda de la modernidad no es la posmodernidad, sino un residuo solido que se deposita en la casa de un modo parecido a como lo hace el polvo. 
La casa es el gran cubo de basura de la cultura de una época. La casa, por ser el lugar de lo insignificante y de lo invisible diario, se ha convertido en un lugar donde los restos de la modernidad se popularizan. Esa modernidad de la cocina optimizada de principios del siglo XX, está en las casas contemporáneas trasformada y digerida en islas cocina, muebles colgados y el mundo de los electrodomésticos. Mantenemos en la casa un bidé o una bañera, y hasta un tendedero cuando la vida ya ni los usa. Y así, todo. 
Por eso si la casa es un almacén de cosas, y clamamos por profetas que nos ayuden a librarnos de memorables calzoncillos, viejas sudaderas y vestidos sin estrenar, tal vez debamos pedir más bien que nos libren de esos otros objetos que lastran la casa.
Nos despediremos de ellos agradecidos. Con una leve y japonesa inclinación.

11 de febrero de 2019

ARTILLERÍA DE BOLSILLO


Andamos sin prestar mucha atención a lo que nos rodea. Caminamos absortos en nuestros pensamientos o sumidos en nuestro personal rectángulo iluminado, mientras, las cosas y las ciudades apenas reclaman nuestra atención. Quizás deba ser así. Pero hay veces que nos encontramos con esas cosas y nos devuelven, algo así como la mirada. Como un extraño en el autobús, o un animal abandonado. A veces ese cruce de miradas se da con la arquitectura.
El leve sobresalto de encontrar una temperatura inesperada en un asiento, la extrañeza que se produce al entrar a un lugar con una altura inhabitual, o el situarnos ante el horizonte cuando solo cabía esperar otra calle, pueden ser detonantes de una sensación semejante a la de sufrir un ligero traspiés o la salpicadura de un charco, aunque sin su connotación negativa.
Incluso el leve hundimiento en el pomo de una puerta puede ser el detonante de una de esas extrañezas escondidas en lo cotidiano. Lo maravilloso es que esas sorpresas no solo son fruto de la casualidad o el azar sino que existe una reducida estirpe de arquitectos que las proyectan y esconden con cuidado desde tiempos inmemoriales. Son una callada minoría que se reúnen clandestinamente para adorar al diosecillo de las pequeñas cosas.
Uno camina tranquilo con sus preocupaciones diarias y de repente recibe una de esas pequeñas descargas que resetean la atención. De improviso, el contacto con lo inesperado abre una línea de fuga ante nosotros. Entonces la capacidad de un simple rebaje en el pomo de una puerta, despierta, no solo el sentimiento de algo parecido a una leve incomodidad, o a un recuerdo, sino la reconexión con una dimensión que permanecía hasta ese momento fuera de nuestro radar sensitivo.
Cabe pensar que esa especie de cortocircuitos es una de las mejores bazas que la artillería de la arquitectura lleva escondida en sus bolsillos. Una de las más eficaces en tiempos convulsos como los que vivimos. Porque es una munición casi invisible, que no trata con una imagen de riqueza o de pobreza, ni con la arquitectura como problema exclusivamente formal o háptico, sino cultural, histórico y simbólico. Porque remite a un modo de relacionarnos con el mundo alternativo a la lisa, brillante y muda suavidad del vidrio de la pantalla del smartphone que nos mantenía caminando por el mundo, algo zombies.

*La feliz frase de "artillería de bolsillo" pertenece a Navarro Baldeweg y llega a través de José María Mercé. El pomo de la puerta con esa sorpresa rebajada es de 6a Architects.

4 de febrero de 2019

EL AMARGO REGUSTO DE LO PRIMITIVO

Entre estos dibujos sólo median cuatro mil años. A la vista de los hechos, la arquitectura doméstica no parece haber avanzado mucho en este periodo. O lo que es más vertiginoso: lo sucedido entre ese paréntesis no parece haber supuesto más que un rodeo despreciable.
Sin embargo entre la vieja planta trazada sobre terracota y la planta contemporánea – que puede considerarse genérica por la multitud de proyectos actuales que tocan el mismo tema-, se hace evidente un entendimiento de la habitación como núcleo estructurante de la casa. Bueno, de la habitación y de su primitivo modo de unión. 
Porque si la habitación parece no haber pasado de moda como centro del habitar, ¿por qué volver, sin embargo, a una disposición de cuartos encadenados, cuando el pasillo era una solución óptima desde todo punto de vista? Precisamente en el gusto por la planta de habitaciones sin pasillo parece intuirse algo más que un mero problema compositivo en la arquitectura contemporánea. De hecho puede que sea un síntoma, un viraje, en el significado del habitar. 
Efectivamente si estudiamos las diferencias entre ambos dibujos podemos ver hay varios matices diferenciales, y no sólo por la colocación de sus puertas y el uso del espacio central. Las más notables tratan sobre el tamaño de las salas y sus modos de relación. Con todo, es posible su lectura en paralelo, lo que remite a un regusto actual por lo anacrónico. Las proporciones, los pasos y las relaciones entre cuartos permiten entrever seres humanos habitando rincones y una jerarquía de las privacidades. O dicho de otro modo, en esta arquitectura de habitaciones podemos intuir un gusto primitivo por lo funcional antes de que lo funcional existiese. 
En la planta contemporánea de habitaciones encadenadas, cada una se enhebra con la siguiente, pero en esa célula elemental, curiosamente, no se aspira a la jerarquía. Cada estancia vale para todo dependiendo de su posición respecto a las demás. En el discurso de una arquitectura de cuartos, cada uno es intercambiable a pesar del dibujo de sus muebles y sus usos. No es que sean habitaciones sin función sino que son estancias cuya disposición aspira a ofrecer privacidades alternativas. Es decir, la casa de habitaciones manifiesta un esfuerzo dirigido a fabricar espacios de reguardo, quizás porque se intuye una forma de vida en la que el habitante está sobre expuesto, sin posibilidad alguna de protección. 
Este fenómeno resulta clave para el entendimiento de multitud de casas que vemos en este comienzo del siglo XXI. Aunque lo importante de este fenómeno es que delata un cambio de sensibilidad: construimos rincones que simbolicen el ansia de resguardo, a la vez que exhibimos nuestra privacidad, sin pudor. Tiempos esquizofrénicos que tienen la casa como campo de batalla.

28 de enero de 2019

GRANO Y ARQUITECTURA


El "grano", en fotografía, era un accidente analógico que aparecía debido a unas diminutas partículas de placa metálica que se depositaban en las imágenes en blanco y negro y que hacían de ellas casi una textura. El grano era una cuestión de química y dependía de la rapidez de la película, pero en realidad producía un extraño efecto que hacía de la imagen algo casi tangible. El grano era una imperfección, pero podía ser muy expresiva en las manos adecuadas. Es decir, el grano aportaba un suplemento de significado al mensaje de la propia fotografía. Sin embargo no tenía fuerza suficiente como para constituirse en un mensaje por sí mismo.
Pero el convertir la imagen en algo palpable no es poco. Tocar con los ojos resulta instructivo y eficaz. Hoy, sin embargo, pasada la época de la química fotográfica esa cualidad del grano se finge. El mundo digital lo ha hecho innecesario y como mucho se puede sustituir por algo que en realidad no es ni parecido: el ruido.
Esta larga digresión sobre el grano está directamente relacionada con las cualidades visuales y cómo estas son capaces de hacernos soñar con el tacto de las cosas. Y el modo como sucede es muy  semejante en arquitectura. En concreto el "grano" de la arquitectura se percibe de forma especial en el mundo del detalle. A veces coincide con lo que se ha llamado ornamento, pero en la mayor parte de las ocasiones, con lo que conocemos por la materia vista de cerca. El grano es esa cualidad por la que imaginamos la temperatura de la madera, o la aspereza del granito desbastado, antes de que lleguen a nuestras manos. El grano permite tocar antes de tocar. El grano da el tono material al espacio y, sumado al resto de sus cualidades, hacen que éste tenga significado.
Porque tampoco el grano en arquitectura tiene significado propio. Aunque añade un suplemento, que completa una de sus dimensiones físicas. La arquitectura, gracias al grano, se acerca al cuerpo, baja la escala de las ideas y apela a nuestra dimensión sensorial. El grano no se da en la arquitectura del vidrio ni de lo blanco sin fin. Porque hace señas a un habitar de cerca. Dicho de un modo más prosaico, los problemas de presbicia y el grano pertenecen a la misma dimensión perceptiva.
En fin, se trata de un tipo de ornamentación que nos acerca a un sentido hoy perdido de este término. Porque tiende un puente y acerca la arquitectura al habitante y su necesidad de sentirse involucrado física y psicológicamente en el espacio que ocupa.
  

21 de enero de 2019

TÁCTICAS SALVAJES


Aquí parece que cada habitante parece estar condenado a cumplir con las estrictas reglas impuestas por el edificio. Tras el vidrio uniforme y repetido como una celda, todos los inquilinos deberían desarrollar una existencia semejante. Sin embargo algo sucede en medio de esa retícula monótona que trata de ser trasgredido. Es el escenario de una batalla. Y es que los seres humanos no tienen remedio. A la mínima, customizan todo.  
Si las estrategias de poder parecen imponer al habitante un modo de vida, con sus tácticas de ocupación, los habitantes ejercen una especie de rebeldía callada que puede resultar de lo más creativa. En el fondo, porque nadie respeta las reglas del habitar. O en el fondo, porque puede que la arquitectura no haya nacido para imponer reglas a nadie, sino para cumplir las suyas. Puede que porque las reglas, en realidad, estén constantemente redefinidas. Por eso y una vez que hay un habitante, comienza el festival del habitar.
Aquí unos rebeldes han arrimado sus muebles al vidrio, o sus percheros. Otros han matizado la fachada con filtros improvisados, plásticos o telas. Algunos parecen haber cambiado hasta las bombillas o incluso han acumulado montañas de papeles junto al vidrio. El resultado es una sección de individualidades y casos particulares.
Si aparentemente nada debiera escapar al control de lo edificado, con el uso y con esa serie de tácticas particulares, de escamoteo, de apropiación, o de acumulación, cada habitante muestra su propia circunstancia. Hasta los uniformes se particularizan por el modo de llevarlos, con sus desgastes, con sus parches o con la altura a la que se corta un bajo de pantalón...
En resumidas cuentas, en cada habitante hay un intérprete de lo cotidiano. En cada habitante hay, antes que un seleccionador nacional de fútbol, un arquitecto, no en potencia, sino en acto. En cada habitante hay un hacker oculto. Aunque solo sea de una estantería billy, de inventarse recetas de cocina o de cruzar la calle fuera del paso de cebra.
Cualquier arquitecto debería saber que esa forma de apropiación es la mejor parte de su oficio.

14 de enero de 2019

CRíTICO PARANOICO

“El paranoico siempre da en el clavo, con independencia de donde golpee el martillo”. La paranoia se basa en un tipo de pensamiento que redirige cada hecho para confirmar los propios prejuicios. Por eso el paranoico, siempre tiene razón. Su desconfianza, su incapacidad de autocorrección y la creencia de sentirse elegido para una importante misión salvadora conforman los ingredientes de una actividad que ata todos los cabos sueltos. O mejor, que no ve cabos sueltos.
Sin embargo gracias a la capacidad para unir acontecimientos sin vínculo, y a la vez que era diagnosticada como enfermedad mental, la paranoia fue considerada como una refrescante posibilidad creativa. 
La paranoia fue un camino extraordinario para coser la realidad difusa e inconexa a la que tuvo que enfrentarse el comienzo del siglo XX. Dalí, soñador de formas, fue el inventor de un sistema basado en este trastorno que denominó método "crítico paranoico". Lo describió como un “método espontáneo de conocimiento irracional basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e interpretaciones de fenómenos delirantes”. Lo cual era estar muy metido en el papel.
En el fondo, el método crítico paranoico suponía la posibilidad de vincular lo imposible. Era, pues, un pegamento inmejorable. Tal era su capacidad adherente que era posible coser el fondo con la figura, las formas con sus durezas o texturas, y las imágenes con sus sombras…Sin embargo y a diferencia del collage, la veta paranoide tenía la potencia de un explosivo incontrolado. Bastaba la proximidad aleatoria de dos ideas inconexas para inflamar el aire alrededor. Ni siquiera el control crítico podía hacer de extintor o ejercer labores de doma. Por eso no resulta extraño que hubiera que esperar tantos años hasta que fue aplicado a la arquitectura. 
Fue Rem Koolhaas, en 1978, cuando lo rescató en su "Delirious New York" a través de esta ilustración de una blandura amorfa, sustentada por una muleta de palo. Las conjeturas flácidas e indemostrables debían sustentarse con el bastón de la crítica racionalidad cartesiana, argumentaba allí Koolhaas. En realidad el método crítico paranoico suponía una terapia para la arquitectura y un modo de revisar incluso su propia historia. Además, evitaba hablar de coherencia. Era como hacer trampas “en un solitario que se resiste a salir, o como forzar una pieza en un rompecabezas de modo que encaje, aunque no cuadre”. 
Claro, que una vez que la paranoia empezaba, no había quien la parase: ¿Acaso esa forma blanda no era la del hormigón y ese soporte de madera no era el encofrado? ¿No era ese diagrama un retrato del mismo Le Corbusier maestro de esa sustancia pastosa, gris y moderna? ¿No era incluso la doble representación del cansancio del parloteo moderno (representado por esa lengua con bastón), y una metáfora de la separación entre cerramiento y estructura?… 
Los éxitos del método crítico paranoico hoy parecen casi olvidados. Casi. Porque hoy se hace difícil explicar alguno de trabajos contemporáneos, (Brandlhuber+, Olgiati, Johnston Marklee y hasta Smiljan Radic) sin ver aparecer algunos de esos gestos críticos paranoicos, aunque, eso si, en miniatura.
Por eso, cuando vemos esos breves estallidos sinsentido, o ciertas locuras en una esquina, hay que fijarse bien, porque puede que no sea ya el brillo de una simple cita o un descuido con gracia, sino la pequeña deflagración producida por el viejo invento crítico paranoico. Que asoma ahora como un gnomo malhumorado aunque inofensivo. 

7 de enero de 2019

EL DIABLO CELESTE


La escena es conocida. Una rebelde Andrea Sachs, el personaje de Anne Hathaway en "El diablo viste de Prada", se enfunda un vulgar jersey tratando de mostrarse al margen de la frivolidad de la revista de moda donde trabaja. Entonces la inmisericorde editora jefe, encarnada por Meryl Streep, lanza su aguijón…

“Tú vas a tu armario y seleccionas, no sé, ese jersey azul deforme porque intentas decirle al mundo que te tomas demasiado en serio como para preocuparte por la ropa. Pero lo que no sabes es que ese jersey no es azul, ni es turquesa, ni marino, sino celeste. Tampoco eres consciente del hecho de que en 2002, Oscar de la Renta presentó una colección de vestidos celestes y luego creo que fue Yves Saint Laurent, quien presentó chaquetas militares celestes, ¿no? Y más tarde el azul celeste apareció en las colecciones de ocho diseñadores diferentes; y después se filtró a los grandes almacenes; y luego fue hasta alguna tienda de ropa deprimente y barata, donde tú, sin duda, lo rescataste de algún cesto de chollos (…) Es cómico que creas que elegiste algo que te sitúa fuera de la industria de la moda cuando de hecho llevas un jersey que fue seleccionado para ti por personas como nosotros...”

Fin del asunto. No se puede ser crítico siendo ignorante. Por eso si esa escena es memorable no es por la trasformación del personaje a partir de ese momento, ni por hacer visible la sociedad de clases también en el mundo de la moda, sino por la brutal pérdida de inocencia que representa. Ninguna profesión, ni siquiera la de aquel que quiera llamarse arquitecto puede permitirse el no saber. Ser ignorante inhabilita a cualquiera para ejercer su oficio con verdadera libertad. Ser ignorante convierte al arquitecto en una marioneta. 
A partir de esa toma de consciencia frente al no saber, (que conviene acabar descubriendo por nuestro bien y por el de nuestros conciudadanos), toca la placentera pero dura conquista del conocimiento representado por aquel azul celeste. (¿Cuáles fueron los hechos y las personas determinantes para el comienzo de la modernidad, o de la arquitectura orgánica, o del rascacielos, o de la vivienda mínima, o de la participación, o del funcionalismo o de la posmodernidad…?) Para, a partir del esos hechos, preguntarnos por qué el presente es como es... 
Luego, vendrá otro esfuerzo. El de intentar recuperar esa inocencia perdida. El de restituir algo parecido a la frescura, en una segunda espontaneidad, donde no se adivine el conocimiento, la experiencia, los recursos, ni los apoyos.