14 de diciembre de 2015

BAÑO DE LUZ



"Luz, aire y sol" fue el lema empleado en la inauguración del espacio cuadriculado, uniforme y mágico del Stadtbad Mitte, la piscina pública que Heinrich Tessenow erigió en Berlín en 1930 y que aun hoy es toda una lección. 
Este espacio, transformado con saunas y todos los aditamentos que se le requieren al baño público actual, pertenece a la familia arquitectónica de las antiguas termas romanas, o a esos salones donde poder relacionarse entre ciudadanos. Sin embargo la gran lección arquitectónica que encierra esta sala está en formar una caja de luz intangible, uniforme y etérea con los medios de la modernidad. Y eso a pesar de que Tessenow no era precisamente un arquitecto que pueda considerarse moderno.
De hecho, Tessenow se había situado en un lugar más bien incómodo respecto a la modernidad no solamente para la crítica y la historia. No encajó nunca bien en un simple esquema hegeliano de evolución histórica. Por eso no fue considerado ni por Giedion, ni por Zevi, ni por Tafuri –por poner ejemplos alejados entre sí desde el punto de vista de la historiografía- digno de aparecer entre sus preferencias. Y no es sólo que Tessenow no fuera un arquitecto moderno, sin más, sino que además no era un arquitecto fácil. 
Fue carpintero antes que arquitecto; fue maestro del arquitecto nazi Albert Speer; fue un reputado profesor y el contrapunto a las enseñanzas “vanguardistas” de Poelzig; fue adorado por la generación de Giorgio Grassi en los años setenta por los mismos motivos por los que la posmodernidad vio bien recobrar la arquitectura del pasado; fue vuelto a arrinconar por Michael Hays a comienzo de los años noventa por encarnar de una postura intelectual reaccionaria, capaz de retrasar el avance de toda una disciplina, y todo por no esforzarse en ser de su tiempo… Fue todo eso pero, además, fue buen arquitecto. 
Tessenow había defendido los valores y las formas de una arquitectura burguesa. Hoy resultaría chocante calificar así una obra que atiende prioritariamente los vínculos del habitante con lo cotidiano. 
La imagen que la mayor parte de los arquitectos guardan en la memoria de Tessenow trae inmediatamente a la mente encantadores tejados a dos aguas, dibujos esencialistas trazados a pluma donde todo se tiñe de algo semejante a la nostalgia, y casas donde parecía vivirse mejor y más plácidamente que en el presente. Los objetos en los espacios interiores de Tessenow son cuidadosamente escogidos y colocados. Y esos lugares, si bien parecen remitir a un tiempo pasado, desde luego lo hacen a un tiempo donde la arquitectura era un recipiente de sensaciones y de cuerpos reales. La arquitectura doméstica de Tessenow posee la escala precisa de la intimidad, que ofrecen las buhardillas, sótanos, setos, chimeneas y ventanas conocidas, aunque con una austeridad sin adornos, ni ornamentos. Sin falsedad. 
Por eso las formas de la arquitectura tradicional no importan, porque para Heinrich Tessenow, no era trascendente la forma sino la vida corriente que contenía la arquitectura. Tal vez por eso no era un arquitecto ni moderno ni antiguo. Sólo desde ese modo se puede emplear el lenguaje moderno según se necesitase. Como en esta monumental piscina. 
Donde da un baño de arquitectura hasta a la propia y ansiosa modernidad.

7 de diciembre de 2015

ARQUITECTURA RELLENA

Frente a la fascinante costumbre de intentar epatar en arquitectura con formas ingeniosas, uno no puede sino acordarse de ese pobre animal que tiende a inmolarse en fechas navideñas: los pavos. 
Basta ver una feliz forma torsionada, una forma maravillosa o una forma inverosímil, para ver aparecer en la imaginación, como un ectoplasma, al pobre pavo, glugluteando feliz.
Porque a pesar de la hambruna de toda una profesión, nuestra época no ha superado la hambruna de forma. Como si la forma, por si misma, aun fuera el motor secreto que alimentara el progreso de la arquitectura. Por eso, tal vez sobrevive una poderosa tendencia que vive de rellenar la forma con aquello que se quiera. Aunque ese procedimiento nace de un malentendido porque, en realidad todo el mundo sabe que la forma en arquitectura cuando se ha rellenado como un pavo de Navidad siempre ha dado sus problemas.
No sobra decir que generalmente las formas más trascendentes de la arquitectura han tenido su origen en la idea de desarrollo, de la formatividad. Igual que crece una criatura, la amistad o el musgo, en la gestación de la arquitectura hay tensiones encubiertas entre los interiores y la forma que asoma. Porque en el desarrollo de la casquería de un proyecto, como en los embarazos, hay fuerzas simultáneas que empujan desde dentro y desde fuera y que reclaman algo semejante a la integridad.
Curiosamente, si la forma parte de la pura exterioridad se rellena de un modo sistemático a través de la planta. En la planta, como mero corte horizontal, se injertan entonces usos, y muebles y más muebles, y personas caminando. Si se hace con talento hasta puede parecer que sea un procedimiento natural, pero no inocente. Porque no es un procedimiento moderno sino posmoderno.
Siempre cabe pensar entonces, no sé por qué, y de nuevo, en el pobre pavo navideño, relleno, con pasas y carne de cerdo y hasta salchichas y ciruelas, inyectado de coñac. Y no puede uno seguir pasando las hojas de una revista o haciendo descender el puntero por la pantalla sin sentirse un poco estragado aunque con hambre, (pero no de formas, sino de “tuétano de formas”).
Y no puede uno no acordarse entonces de Robert Venturi y su pato y su madre, en lugar del pavo de Navidad.

30 de noviembre de 2015

“A LOS ASTRONAUTAS LES GUSTA MUCHO VOLVER A CASA”

La casa es un organismo reaccionario. Poco tendente a los cambios, la casa es una entidad conservadora, porque roza la esencia más intangible del ser humano y eso, claro, apenas se deja tocar. Por eso tal vez, por defender la casa, como el que defiende a una madre, la humanidad ha estado siempre dispuesta a morir y a matar.
Desde la casa, el hombre se asoma al mundo. La casa es el origen de cada viaje: de todos los viajes. La casa es pues ese invento humano al que uno vuelve, como un Ulises a su Itaca, como un toxicómano reincidente. O como un sonámbulo. Esto se debe a que en la estructura mítica de la casa se encierra el mito de volver a ella. Hasta el punto que se podría definir la casa como aquello a lo que volvemos bajo la implícita promesa de la protección. Sin la casa no hay viaje posible.
Como un caparazón que nos atrae hacia su centro, que nos cautiva e infecta con la sustancia de lo doméstico, la casa nos encadena con una goma elástica invisible, que nos obliga a volver, porque en su interior ofrece el ensueño de descanso, del reposo interior.
Todos somos hijos pródigos, pero de la casa.
Por seguir filosofando, podría decirse que la casa es un punto (mucho más que una línea, o un plano), y que en su centro no está el símbolo del fuego, sea eso una chimenea o una pantalla plana de televisión, sino la promesa de rituales repetidos. Gaston Bachelard dice que la casa tiene una esencia esférica, como un nido. Alessandro Mendini dice que “la casa está quieta mientras la vida se mueve”. Aunque sea eso ya mucha poesía para algo que está vulgarmente cargado con hipotecas, olor a cebolla, desahucios y goteras...
Todo esto me ha dado por pensar al escuchar a Álvaro Siza decir que “a los astronautas les gusta mucho volver a casa”. (Seguro que después de un viaje, Siza mismo vuelve de ese modo a la suya propia). Imagino también, que cuando un astronauta aterriza, el peso y la fuerza de la gravedad, el barro que pisa y el aire que respira, es su casa antes de llegar a su casa.

23 de noviembre de 2015

CINCO PASOS


Un estrecho sendero enlosado circunda por completo la villa Imperial de Katsura en Japón. El camino deja el lago de su jardín siempre en el centro. Observar solo cinco de sus piedras, enclavadas en un sendero de guijarros como un cuadro abstracto y moderno, es suficiente para notar que cada una señala la posición de un pie concreto: uno derecho, luego uno izquierdo y así sucesivamente. Pero sin posibilidad de intercambio.
La distancia entre cada una de esas piedras resulta algo escasa para el despreocupado andar occidental, porque está prevista para unos pies calzados con sandalias y un cuerpo ceñido con la rigidez de un kimono. Esas piedras son, por tanto, la coreografía de un cuerpo y de una cultura en el espacio. Y se dice bien: de un solo cuerpo. Dos paseantes de cháchara resultarían inconcebibles en ese camino de musgos y tiempo.
En algún lugar he leído que las piedras que componen ese sendero son solamente 1716. El jardín se recorre por tanto en 1716 pasos. A cada una de esas piedras corresponde una ligera variación en la mirada que hace que se conformen a cada paso 1716 jardines distintos. Si se piensa, proyectar 1716 jardines no es algo excesivo. No es desde luego un número infinito, cosa impensable para la mentalidad oriental.
Los emperadores dispusieron las piedras de ese sendero para que resultase además un calendario de horas y de estaciones, aunque no de todas las horas y de todas las estaciones. Algunas piedras encuentran su razón de ser simplemente en poder mostrar el repentino rojo de un haya en noviembre, otras para ver florecer un melocotonero.
Por eso basta contemplar cinco de estas piedras, para ver un jardín en sí mismo como objeto de reflexión. La disposición de estas losas de piedra en oblicuo representa un atajo a la rectitud del sendero sobre el que se enclavan. Esas cinco piedras escoran su recorrido hacia la izquierda, a la vez que se solapan al sendero recto pero, ¿para qué?, si aquí no existe la prisa. Por mucho que representen un atajo, en el arte nipón ni siquiera el mismo concepto de atajo tiene sentido puesto que ninguna parte debe sacar ventaja a otra.
Ninguno de los dos caminos superpuestos se impone como el más eficaz, simplemente se solapan, cohabitan, como dos formas aceptables de existencia. Lo ortogonal puro que de pronto gira noventa grados inesperados pero se mantiene recto, y lo aparentemente aleatorio, lo informal, lo libre en su angulación y geometría. Aunque sean unas cuantas piedras y unos guijarros, hablan. Aunque no dicen cuál es su verdadera conversación.
Todo se vuelve en este jardín una pura elucubración. "Hay cosas que cuando se quieren explicar demasiado se malogran".
Así, con la arquitectura, tal vez suceda igual.

16 de noviembre de 2015

LO INCÓMODO DE LA COMODIDAD


La comodidad es uno de los mitos de nuestra cultura. De hecho pueda que sea una de las peores enfermedades contemporáneas. Tanto es así que para la arquitectura lo confortable se ha convertido en una exigencia ineludible. 
Hasta el futuro fue soñado como algo confortable. Sólo esa imparable sensación de confort es la que unifica todas las "casas del futuro" del pasado siglo XX. Esta casa edificada en Disneyland, la de Alison y Peter Smithson, la All plastic House de Ionel Schein transmitían la idea de futuro no por medio del plástico que parecía cubrirlo todo sino con la sensación de confort que desprendían.
Sin embargo Rem Koolhaas ha dicho: "me resulta molesta la creencia contemporánea de que la comodidad es la máxima virtud de la arquitectura". No le falta algo de razón. Hoy la comodidad se ha convertido en el marco reglamentario para el desarrollo del habitar contemporáneo. En aras de la comodidad se cometen las arquitecturas más insignificantes o atroces. Porque “la comodidad es la nueva justicia”(1).
Sorprendentemente la comodidad no alcanza siquiera el estatus de un requerimiento funcional, ni formal, sino simplemente un estado, un bien que debe ser distribuido con equidad entre cada habitante, pero que a la postre resulta un añadido insustancial. Es casi una materia gaseosa capaz de impregnar cualquier objeto al ser rociado: es decir, se trata de un perfume. Es el narcótico perfecto.
Aunque se trata de un añadido lo confortable supone la esclerosis de la ciudad y de la arquitectura. Paradójicamente tanto las edificaciones como las ciudades se muestran extremadamente complacientes a la tiranía de la comodidad en todas sus escalas. Podemos subir y bajar persianas automáticamente, encender las luces a palmadas, graduar la temperatura de nuestras casas desde el mando de la televisión, con un regusto onanista. Podemos recibir la caricia complaciente de la forma y de la materia en hogares sin sustancia, con sus porches encantadores, interiores de lujosos acabados en torno chimeneas que nunca se encenderán. Habitamos ciudades confortables donde la pobreza es desplazada de nuestra vista, donde las calles separan a los habitantes del tráfico y donde la basura se traslada a vertederos del tamaño de ciudades paralelas...
Hasta al mismo concepto de comodidad se le exige que sea cómodo, que no muestre su reverso, su soporte. Como una máquina sin engranajes lo cómodo se sustenta en la vulgaridad.
O dicho de un modo más sofisticado, la comodidad esconde un sistema de lo políticamente correcto muy poco confortable. (Por eso tal vez escuchamos la expresión “salir de la zona de confort” no solamente como una invitación de moderno manual de autoayuda, sino como algo que es murmurado por la propia arquitectura). Enfrentarse a lo áspero de la realidad es abandonar esa escenografía de vidas bien vestidas, platos perfectamente colocados y colores pastel que ofrecía la imagen del comienzo.
Ya puestos a elegir para el futuro, quizás sea mejor el glamour que la comodidad. Al menos el glamour es exigente consigo mismo.

(1) KOOLHAAS, Rem. “Junkspace”. October No. 100. (Obsolescence. A special issue). Junio de 2002. pp. 175-190. (tr. al español de Jorge Sainz. Espacio Basura. Barcelona. Editorial Gustavo Gili, SL. «Colección GGmínima». 2008)

9 de noviembre de 2015

EL DEMONIO DE LA ARQUITECTURA


En cada bendita casa habita un pequeño demonio. Un demonio travieso pero agotador que puede acabar con la paciencia y el juicio de cualquier habitante: el demonio invisible de la arquitectura. Un demonio correoso y antipático, con el que se puede convivir como se puede convivir con moscas o piojos, pero que nos amarga la vida con sus molestias y picores a destiempo.
Las señales de estas presencias demoniacas son apenas ostensibles pero son tan reales y ciertas como la propia casa en que habitamos. Ese demonio de la arquitectura se encarna en el interruptor colocado a trasmano, en la falta de espacio para colocar la bandeja o la cazuela de la cocina, en el armario que choca con el cajón e impide su apertura completa, en esa parte de la ventana siempre sucia, en la imposibilidad de encontrar un sitio fijo para las llaves…
Este demonio no es el de la pura funcionalidad. No es que las cosas no marchen bien, no es que no quepan, sino que se trata de la maldición de ese par de centímetros de menos o de esa suciedad que vuelve a aparecer por mucho que se pinte o limpie. Ese demonio es como un escozor en el habitar, como una rozadura insaciable.
A pesar de genética compartida, tal vez cada casa tenga su propio demonio particular de la arquitectura. Pero hay al menos dos responsables de su conjuro: el arquitecto y el habitante. Un descuido, una ligera falta de atención en el trabajo del proyectar, sea como signo de su cansancio o de la prisa, es motivo suficiente para que se invite a ese malhechor despreciable a campar a sus anchas en la futura casa. Una mala elección de una alcoba, una lámpara mal adquirida o una falta de celo con la disposición o lógica de los muebles por parte del habitante, pueden invocar la presencia de ese demonio con la misma fuerza que la negligencia del arquitecto.
El exorcismo es siempre doloroso pero afortunadamente existe su contrario: llámese ángel, musa o duende de la arquitectura: el de las cosas pensadas para proveer de felicidades y caricias invisibles…
La casa es el recipiente en el que todo ser humano se desquicia o se siente protegido, como una prisión o como una madre. Depende del protagonismo concedido a esos seres invisibles que cada casa se convierta en un templo dedicado a ellos.

2 de noviembre de 2015

TAPIAR


Cegar una puerta o una ventana en un muro hasta hacer que éste recupere su integridad se conoce como "tapiar". Se tapian los huecos porque dejan de ser eficaces, porque las interioridades de la forma de la arquitectura han cambiado y los han vuelto innecesarios, pero también por motivos de orden simbólico. Se tapia una puerta para que nadie más pase por ella, para cumplir una orden divina o por un imperativo ancestral
En arquitectura estas señales son curiosamente significativas porque, de modo semejante a como sucede con la pintura, las partes tapiadas son sus arrepentimientos: “pedimenti”. La arquitectura hace visibles al exterior los remordimientos funcionales en esos huecos tapiados. Por ello la acción de tapiar siempre emite dos lecturas solapadas: la primera, el inevitable cambio de materia, que a duras penas puede igualar los componentes del resto del muro con el hueco relleno, la convierte en una acción puramente aditiva; la segunda, que al ser el hueco tapiado un signo visible de la edad de toda obra, su acción queda emparentada en el imaginario con la reconstrucción y la ruina. 
Sin embargo y a pesar de su aspecto ruinoso en cada hueco ocluido es posible ver latir un alegato cargado de optimismo: “donde una puerta se cierra, otra se abre”. Un hueco tapiado representa un cambio entre las intenciones iniciales de una obra y las sobrevenidas, significando éste simple hecho un añadido de tiempo a la arquitectura, una prórroga. Por ello la obra con huecos tapiados, como los pantalones en relación a sus rotos, representan un especial tipo de vejez. Porque el hueco tapiado es un signo del paso del tiempo digno, no sólo de un cambio de uso. 
El hueco tapiado equivale, por tanto, a una arruga arquitectónica: es la trayectoria de un uso previsto que ha sido desviado. O dicho de otro modo, es la puesta en valor de la obra como objeto físico, puesto que ese cambio de uso no ha sido tan grave como para derribarlo todo y empezar de nuevas.
Por otro lado el hueco tapiado ejerce una de las funciones propias de la puerta: el cerrar. Aunque sin su reverso. Un hueco tapiado es media puerta o media ventana, pero nunca llega a ser parte del muro como tal por mucho que se traten de igualar sus materias, porque al tapiar aún perviven las marcas de la acción, porque aparecen fisuras en sus uniones, porque simplemente lo tapiado es un relleno que por economía no elimina el marco y las jambas del hueco sobre el que se efectúa. 
En fin, ¿qué es incluso el mismo acto de dibujar si no tapiar una hoja en blanco?.

26 de octubre de 2015

SOBRE LOS GRANDES ARQUITECTOS Y LOS QUE NO LO SON


Uno se conforma repanchingado de su sillón, al pensar que la historia de la arquitectura depende simplemente de la aparición de los grandes arquitectos. Sabiendo que los genios no pueden parirse a voluntad y que al aparecer, lo más probable es que rompan todas las reglas. Consecuentemente, que cualquier sistema de educación puede formarlo, así como ningún sistema de educación puede estropear su genio.  
Si consideramos la historia de la arquitectura como un encadenamiento de grandes nombres, en lugar de considerarlo como un magma, digamos, occidental, como algo que forma un conglomerado con significación propia que es una parte importante de un círculo aun más amplio ocupado por las artes y ciencias europeas, esa será la opinión que más probablemente adoptaremos. 
Mirado desde esa perspectiva cada arquitecto genial deberá ser contemplado aisladamente, y al verlos así, en ese aislamiento, será difícil pensar que una educación superior o inferior a la que recibió le hubiese malogrado o encumbrado más. Las taras de formación de un gran arquitecto quedan confundidos inextricablemente con sus virtudes. ¿Podemos lamentar, por ejemplo, que Le Corbusier no recibiese una formación académica reglada en arquitectura, o que Adolf Loos no decidiera frecuentar menos burdeles que a Wittgenstein?. La vida de un arquitecto de genio, vista su relación con la obra construida asume una dimensión de inevitabilidad, de manera que hasta las deficiencias lo han situado en un buen lugar. 
Sin embargo esa manera de ver al arquitecto de genio es la mitad de la verdad. Eso es al menos lo que descubrimos cuando consideramos a un arquitecto tras otro, sin equilibrar ese enfoque con un esfuerzo de imaginación del panorama de su tiempo, en su totalidad. 
Y es en ese panorama desde donde es preciso contemplar también no solo a esas grandes figuras sino a los arquitectos de segunda o tercera fila, pues son ellos los que contribuyen en diversos grados a formar el ecosistema en que se mueve el arquitecto de genio. Y a ese panorama habría que sumar sus críticos e incluso sus clubs de fans. 
La continuidad de la arquitectura es esencial para su grandeza, y en una gran medida es función de los arquitectos de segunda fila preservar esa continuidad y formar un cuerpo de obra escrita que aunque no haya de influir en la lectura de la posteridad, desempeña un papel como eslabón entre los arquitectos que forman parte de la historia. Esta continuidad es en gran medida inconsciente, y solamente es visible desde una mirada histórica retrospectiva. 
Al mirar las obras de una época de esa manera y dentro de esa continuidad, es donde hay que considerar a cada uno de los grandes arquitectos como inmersos en las energías contra las que se revelaron o sobre las que supieron extraer y destilar las esencias. Sería fácil, de este modo, hacer desfilar un ejército de grandes nombres rodeados de esas figuras contra las que reaccionaron o a quienes se esforzaron en borrar o superar. Podría hablarse de Koolhaas en relación a la rivalidad mantenida con sus compañeros en la AA o en el paralelo que mantuvo una década frente a las obras de Herzog y de Meuron para comprender de dónde salen muchas de las divergencias y sus mayores fuerzas. 
Y así con tantos y tantos de los grandes nombres. La conclusión a estas ideas es sencilla y debería, quizás ser contemplada para superar la artificiosa y falsa dicotomía del genio y de la pléyade de obras de segunda y tercera categoría que les han impulsado a sacar su genio adelante.

19 de octubre de 2015

EL VIEJO Y EL VISILLO


La historia tiene su aquel. Un arquitecto vive cuarenta y cinco años bajo arresto domiciliario en una cápsula que le protege de la amenaza del totalitarismo. Sin ningún género de duda era considerado dentro y fuera de su país el mejor arquitecto ruso de su tiempo. 
El lugar de su exilio, su casa, formada por dos extraños cilindros intersecados, aún hoy no encaja con el vecindario. En su exterior, como en el frontispicio de un templo romano, un friso se encargaba de anunciar su contenido: “Konstantin Melnikov Arquitecto”. Arquitecto sin posibilidad de construir nunca más arquitectura. Debido a esa reclusión, quizás incluso debido a la propia forma de la casa, como un molusco, aquella obra se convirtió en un interior puro. 
Por entonces, cerca de aquel 1929 cuando se finalizó la casa, si la arquitectura se mezclaba con la política se podía volver una cosa seria. Y peligrosa. En esta obra Melnikov permaneció enclaustrado por el único motivo de ser un arquitecto moderno en un país donde, llegado un momento, la modernidad se persiguió como se persigue una plaga, si no estaba declaradamente al servicio de un ideario político. El problema es que Melnikov no había teorizado por escrito suficiente como para ser purgado de un modo, digamos, más radical. Sus obras por ser “formalistas teñidas de individualismo burgués y de idealismo radical” fueron las que le condujeron hacia ese lugar inesperado pero próximo. “El sello distintivo de las formas arquitectónicas de Melnikov es su tensión interna”, ha dicho sin ironía a pesar de serlo el historiador Selim O. Kahn-Magomedov. (1). 
Melnikov permaneció allí pintando, a duras penas ganándose el sustento, mientras esos cilindros perforados hexagonalmente se conformaron como una membrana contra el exterior cargada y tensa. Fuera imperaba la seriedad del totalitarismo, pero dentro reinaba una extraña combinación de humor y hambre. 
Toda la casa es un muestrario de ese exilio y de un extraño dislocamiento. En la imagen, un viejo busto de Homero, a pie de escalera, mira a través de una ventana hexagonal, mira por encima de un velo que descuelga como agitado por la propia geometría del hueco. Nadie puede asomarse con más ganas a ese afuera dictatorial y opresor que ese viejo Homero. Salvo porque Homero era ciego. Tal vez esa escultura de Homero no sea más que un símbolo, “objeto cuyo significado es compartido y que incorporamos a nuestro ajuar para reconocernos como parte de una comunidad”(4), pero da la sensación de que todo en esa casa es mucho más. 
Sin esa carcasa de cilindros y sus ventanas repetitivas y monótonas, el busto que parece asomarse, el teléfono sobre el tapete de ganchillo serían vulgaridades. Sin embargo en ese contexto todo objeto falto de cuidadoso diseño se vuelve algo tan levemente pintoresco que uno no puede dejar de sonreir. Existe una extraña humorada en esa vulgaridad de tapetes y muebles viejos. Como si ante la pregunta de “¿cómo estás?” de cada visita, Melnikov diese con cada mueble y con cada gesto una respuesta plena en su doble sentido “N-o  m-e  p-u-e-d-o  q-u-e-j-a-r”.
Por la cuenta que le traía. 

(1) Las citas corresponden sucesivamente a GARRIDO, Ginés, “Específico, distante, extraño”, Arquitectos, Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, 2001, nº 159, pp. 54. Kahn-Magomedov, Selim O., Pioneros de la Arquitectura Soviética, 1983, citado en Arquitectura Viva, 2000, nº 70, pp. 66. Sigue siendo una referencia insustituible a la hora de hablar de Melnikov el libro de Starr: STARR, S. Frederick. Melnikov: Solo Architect in a Mass Society. Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1978.
(2) Es recomendable la inteligente y sensible lectura de ese espacio concreto ofrecida por GALMÉS, Álvaro. Morar: arte y experiencia de la condición doméstica. Madrid, Ediciones Asimétricas, 2014, pp. 76

13 de octubre de 2015

LOS RESQUICIOS


En la ciudad hay entidades que no vemos, pero nos rodean, abrazan y acarician cuando pasamos a su través con la misma voluptuosidad que los fantasmas y las corrientes de aire: son los resquicios. Espacios a los que no prestamos suficiente atención porque se encuentran a medio camino entre la arquitectura y la ciudad, pero que no llegan a pertenecer a ninguno de los dos mundos. Los resquicios no son arquitectura puesto que no se habitan, pero tampoco son urbanismo porque no entran en ningún plan de ordenación que se precie de tener algo de seriedad institucional. Por no ser, ni siquiera son dignos de aparecer entre los monumentos históricos ni en las guías turísticas. Los resquicios no se visitan, no se fotografían, ni siquiera se nombran, simplemente están ahí, como agazapados, sin un cuerpo cierto que los soporte.
Aunque el resquicio es literalmente el lugar que queda entre la puerta y su hueco, en la vida diaria de la ciudad ocupan lugares aún más variados, aunque no gozan de buena fama. Porque el resquicio es el espacio donde se esconden las sorpresas desagradables y los malhechores. El resquicio es amenazante cuando por él se cuela el viento frío, las alimañas o la humedad. En los resquicios huele a orines y podredumbre. Por eso se podría decir que el resquicio es en esencia un espacio malformado. O mejor dicho, la parte sobrante de la ciudad, en fin, un espacio incompleto: media calle. (Curiosamente esa connotación poco positiva del resquicio es sin embargo algo inexplicable, puesto que el este término también acarrea un significado diferente: los resquicios legales son actos de fe en poder lograr un noble objetivo. El resquicio para la esperanza aparece en momentos desesperados…)
 Aun así los resquicios son necesarios. Los resquicios ponen el valor la propia arquitectura, que de ese modo puede ser contemplada con algo de aire alrededor. El resquicio es el primer paso para lograr una edificación exenta. Los resquicios son las callejuelas, los espacios de menor dimensión que rodean los monumentos. Son los espacios que quedan a las espaldas de las catedrales medievales, los espacios que construyen Venecia por completo, los soportales, los bajos de las urbanizaciones de las periferias urbanas… Desde esos resquicios no percibimos aun la forma de la arquitectura pero si su presencia, su aliento.
Esos espacios son casi habitantes, seres con carácter propio que imprimen el tono de toda una ciudad. Son un híbrido entre los guardianes y los serenos.
Tras los resquicios las plazas y las calles si poseen la dignidad que cabe esperar de una ciudad que se precie de serlo. Pero sin los resquicios las ciudades no tendrían gatos, ni sombras ni pesadillas. Es decir nada que simbolizara la dureza de ser ciudadano, su reverso.

5 de octubre de 2015

"LA ARQUITECTURA ES UNA MIERDA"


Dado que, como dice Álvaro Siza, “la arquitectura es una mierda”(1), ¿cómo seguir produciéndola sin permanecer asqueado, sin sucumbir en el lodazal de sufrimientos que conlleva su realización? Solo de dos formas: o manteniendo un descomunal sentido del cinismo, o alimentando la inocencia. (La opción de ser un ignorante de esos suplicios solo cabe para la opera prima). De ambas maneras, como el cínico o como el inocente, se puede pensar la arquitectura, pero ambos caminos conducen a arquitecturas absolutamente extremas en cuanto a su profunda esencia.
Misteriosamente, el cinismo acaba arraigado en el tono de cada obra. Por ese camino aparece lo resabiado, el desencanto, la vacua erudición, el guiño y, en el mejor de los casos, el signo de la caída que acompaña a todo acto humano. Una voz desesperanzada resuena entre la materia de la arquitectura que produce el arquitecto descreído de su propia disciplina. Lo cual no quita que desde allí sea posible vislumbrar obras poderosas y de energías inigualables: obras de esencia bramante. (El último Le Corbusier, el Mies de las grandes salas, todo el trabajo de Stirling y de Kahn, y desde luego toda la posmodernidad, incluyendo a Eisenman y a Koolhaas, son ejemplos de ello).
El camino de la inocencia es aun más duro y menos transitado. En cada ocasión el arquitecto debe esforzarse por olvidar, por pensar que se equivoca y que, esta vez, quizás, la arquitectura no sea una bazofia. El estado de inocencia que supone este desvarío es el que permite trabajar con un mínimo de esperanza. Si no se logra, si existe la duda, es fácil caer del otro lado de la balanza.
Ese estado de inocencia debe ser conquistado, porque uno debe perdonar a todos los arquitectos que tuvieron el valor de hacer arquitectura antes que uno y explorar caminos que parecen ya agotados, perdonarse a sí mismo y a sus propios fracasos. Perdonarse incluso los éxitos. Uno debe olvidar y empezar con energías renovadas. Esa es una tarea al alcance de pocos: Hejduk, Mies en su juventud, Brunelleschi, todo Alvar Aalto y Van Eyck, Miralles...
Siza puede decir que la arquitectura es una mierda porque su vejez, su experiencia y su conocimiento profundo de lo que es el esfuerzo de producir arquitectura ocasiona un sufrimiento sin retorno que lo compense. Sin embargo bendita la inocencia conquistada en cada una de sus obras que muestra un lado infantil y gozoso. Es la inocencia la que le permite llegar a hacer volar la arquitectura como el que vuela algo imposible, como un juego absoluto. Hay que perdonarse mucho a uno mismo para producir arquitectura desde este lugar recién inaugurado. Con cada obra de Álvaro Siza, sólo en ese estado de costosa inocencia, se dice en realidad y contradiciendo a Siza mismo, que la arquitectura no es una mierda.

(1) “He estado pensando de veras sobre tus dibujos. Ya sabes, yo soy arquitecto, pero la arquitectura es una mierda”. Entrevista a William Curtis por Pedro Torrijos, Jot Down Magazine, nº 12.

28 de septiembre de 2015

TODA OBRA ES UN AUTORRETRATO


“Toda obra – sea literatura o música o pintura o arquitectura o cualquier otra cosa- siempre es un autorretrato”, dijo Samuel Butler. Tal vez. Aunque en el caso de la arquitectura es mucho presuponer: ¿autorretrato de quién? ¿del promotor, de la sociedad, acaso del arquitecto?
Incluso en su estado más evidente, en la casa construida para el arquitecto mismo, hasta esa posibilidad puede ser cuestionada. Por lo general, en arquitectura intervienen demasiadas manos como para que el resultado de la obra sea el fruto de una solitaria biografía. Cada obra resulta algo múltiple y en ella quedan también la huella de los constructores, operarios, consultores, ingenieros, empleados...
El ejercicio de narcisismo que pueda ocultar toda obra de arquitectura diluye su interés precisamente como autorretrato en cuanto que ofrece una imagen aun de mayor dimensión: un paisaje. Lo sorprendente, lo vertiginoso, lo mágico es que la obra de arquitectura se ha mostrado como el más eficaz invento humano para representar fielmente su tiempo. Porque por mucho que el arquitecto se reconozca en la obra con su personal huella, quien construye con sus obsesiones o sus intereses trata en realidad de los intereses de todo el mundo y de todos los tiempos, y consecuentemente habla con su construcción de todas las arquitecturas. Por muy personal que resulte una obra, de ella se puede extraer una lectura de su tiempo como lo más valioso que ésta puede legar.
Por eso mismo,sobra decir que no todos los retratos poseen igual valor. Serán de más trascendencia cuanto más sea capaz de reconocerse en ellos un tiempo en profundidad. La arquitectura se vuelve algo serio cuando nos da una la información sobre nosotros mismos que necesitamos para comprendernos.
Gracias a ciertas obras hemos sido más conscientes del mundo roto y hecho jirones en el que habitamos. Como también hemos sido sabedores de participar del universo ornamental de la industria o de la ciudad como un amenazante contexto en el que pasear ya despreocupados…
Por eso el valor de la obra concreta de arquitectura está en cómo, a partir de su aparición, obliga a pensar de otro modo la disciplina a los que vienen después.

21 de septiembre de 2015

SOBRE LA AVARICIOSA MIRADA DEL ARQUITECTO


Todo arquitecto es un obseso de los puntos de vista porque sabe que su oficio es un arte del mirar avaricioso. 
Esta codicia del mirar - en realidad basada en una codicia inconfesable de la forma - nace de contemplar la realidad como el que visita una almoneda incesante, donde se ofrecen posibilidades sin fin para la adquisición de gangas. Por eso el arquitecto visita secretamente los sitios con el hambre del usurero o del cazador de recompensas. En los sitios, baja la cabeza o la ladea para ver la perspectiva más pura o más transgresora, busca, extrañamente, otra mirada y trata de colarse a ver hasta el último rincón de todo. Esa es la explicación de su anómalo y hasta inexplicable comportamiento social cuando se viaja con ellos. 
Esta deformación, esta intrínseca tara profesional, tiene su origen en que una ligerísima variación en el punto de vista trasforma el objeto y le añade la posibilidad de ser otra cosa. Se trata de una obviedad, sin embargo el arquitecto lo usa como un instrumento profesional tan útil para él como un lápiz o una papelera. Por supuesto esto no conlleva que en arquitectura todo dependa del punto de vista, sino más bien que la arquitectura se despliega en cada nuevo punto de vista, como una posibilidad de pensar arquitectura. 
Desde luego no todos los puntos de vista pueden ser preparados en la arquitectura, por eso las visiones accidentales, capaces de hacer soñar al arquitecto con algo muy distinto, son responsabilidad del propio mirón. El punto de vista cuerpo a tierra, el punto de vista que hace desaparecer el sustento de la forma, el punto de vista del aeroplano, el punto de vista en forzado escorzo, el punto de vista en un reflejo, etc… Cada punto de vista es una posibilidad de la forma para abrirse a otros desarrollos. En este sentido, cada punto de vista vertido sobre la arquitectura que encontramos en cada esquina es una prospección a un territorio virgen. 
Siendo más precisos, estos puntos de vista escondidos, tendenciosos sin llegar a ofrecer una lectura clara de una obra se fundan en la simbiosis del objeto y la mirada, y construyen un conjunto indisociable. Puede que por eso mismo, para un arquitecto son las únicas imágenes que quizás merezca la pena venerar, porque son las únicas que son imágenes-puerta a otros espacios y recodos de su hacer. 
Fachadas que son paisajes, plantas convertidas en secciones, puertas convertidas en edificio… Escaleras maravillosas y delicadas, como estas de Carlo Scarpa, que gracias a un punto de vista alterado florecen en la imaginación como una posible torre…

14 de septiembre de 2015

CONCENTRACIÓN


De espaldas, el arquitecto parece muy solo y pequeño para la blancura y el tamaño de semejante escenario. El brazo articulado del tecnígrafo y de las numerosas lámparas se asemejan a ampliaciones robóticas de su cuerpo. Puede que por eso el arquitecto, en esa segunda mirada, quizá no esté tan solo sino que se encuentra allí con la naturalidad del que comanda el espacio necesario para manejar esos cacharros, igual que el capitán de un submarino cuando ordena una inmersión. 
Dibuja en solitario y sin que nada parezca distraerle. La imagen resume un estado de soledad productiva donde late cierta concentración invisible. El arquitecto sigue de espaldas a todo lo que no sea el fondo de ese tablero que está a pocos centímetros de sus narices. La pequeña figura negra permanece surcando con su pensamiento un paisaje intangible, algo a construir en el futuro. Por eso la figura parece sumergida en algo espeso, en un líquido difícil de surcar si no fuese por la solidez de esos aparatajes, de ese tablero blanco y esas ortopedias que son las reglas, los lápices y la papelera. 
Un papel en ángulo asoma tras su cabeza, como la aureola que luciría un santo geómetra. 
No cabe imaginar nada que pueda distraerle
Seguro que José Antonio Corrales no se volvió ni siquiera con el ruido metálico y sordo del clic de la cámara al retratarlo.

7 de septiembre de 2015

ARQUITECTURA, EN REALIDAD


Hoy que contemplamos ediciones sin fin de realities televisivos en ediciones y formatos impensables, hoy que nos relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a la tecnología social, hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad como el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.