28 de septiembre de 2015

TODA OBRA ES UN AUTORRETRATO


“Toda obra – sea literatura o música o pintura o arquitectura o cualquier otra cosa- siempre es un autorretrato”, dijo Samuel Butler. Tal vez. Aunque en el caso de la arquitectura es mucho presuponer: ¿autorretrato de quién? ¿del promotor, de la sociedad, acaso del arquitecto?
Incluso en su estado más evidente, en la casa construida para el arquitecto mismo, hasta esa posibilidad puede ser cuestionada. Por lo general, en arquitectura intervienen demasiadas manos como para que el resultado de la obra sea el fruto de una solitaria biografía. Cada obra resulta algo múltiple y en ella quedan también la huella de los constructores, operarios, consultores, ingenieros, empleados...
El ejercicio de narcisismo que pueda ocultar toda obra de arquitectura diluye su interés precisamente como autorretrato en cuanto que ofrece una imagen aun de mayor dimensión: un paisaje. Lo sorprendente, lo vertiginoso, lo mágico es que la obra de arquitectura se ha mostrado como el más eficaz invento humano para representar fielmente su tiempo. Porque por mucho que el arquitecto se reconozca en la obra con su personal huella, quien construye con sus obsesiones o sus intereses trata en realidad de los intereses de todo el mundo y de todos los tiempos, y consecuentemente habla con su construcción de todas las arquitecturas. Por muy personal que resulte una obra, de ella se puede extraer una lectura de su tiempo como lo más valioso que ésta puede legar.
Por eso mismo,sobra decir que no todos los retratos poseen igual valor. Serán de más trascendencia cuanto más sea capaz de reconocerse en ellos un tiempo en profundidad. La arquitectura se vuelve algo serio cuando nos da una la información sobre nosotros mismos que necesitamos para comprendernos.
Gracias a ciertas obras hemos sido más conscientes del mundo roto y hecho jirones en el que habitamos. Como también hemos sido sabedores de participar del universo ornamental de la industria o de la ciudad como un amenazante contexto en el que pasear ya despreocupados…
Por eso el valor de la obra concreta de arquitectura está en cómo, a partir de su aparición, obliga a pensar de otro modo la disciplina a los que vienen después.

21 de septiembre de 2015

SOBRE LA AVARICIOSA MIRADA DEL ARQUITECTO


Todo arquitecto es un obseso de los puntos de vista porque sabe que su oficio es un arte del mirar avaricioso. 
Esta codicia del mirar - en realidad basada en una codicia inconfesable de la forma - nace de contemplar la realidad como el que visita una almoneda incesante, donde se ofrecen posibilidades sin fin para la adquisición de gangas. Por eso el arquitecto visita secretamente los sitios con el hambre del usurero o del cazador de recompensas. En los sitios, baja la cabeza o la ladea para ver la perspectiva más pura o más transgresora, busca, extrañamente, otra mirada y trata de colarse a ver hasta el último rincón de todo. Esa es la explicación de su anómalo y hasta inexplicable comportamiento social cuando se viaja con ellos. 
Esta deformación, esta intrínseca tara profesional, tiene su origen en que una ligerísima variación en el punto de vista trasforma el objeto y le añade la posibilidad de ser otra cosa. Se trata de una obviedad, sin embargo el arquitecto lo usa como un instrumento profesional tan útil para él como un lápiz o una papelera. Por supuesto esto no conlleva que en arquitectura todo dependa del punto de vista, sino más bien que la arquitectura se despliega en cada nuevo punto de vista, como una posibilidad de pensar arquitectura. 
Desde luego no todos los puntos de vista pueden ser preparados en la arquitectura, por eso las visiones accidentales, capaces de hacer soñar al arquitecto con algo muy distinto, son responsabilidad del propio mirón. El punto de vista cuerpo a tierra, el punto de vista que hace desaparecer el sustento de la forma, el punto de vista del aeroplano, el punto de vista en forzado escorzo, el punto de vista en un reflejo, etc… Cada punto de vista es una posibilidad de la forma para abrirse a otros desarrollos. En este sentido, cada punto de vista vertido sobre la arquitectura que encontramos en cada esquina es una prospección a un territorio virgen. 
Siendo más precisos, estos puntos de vista escondidos, tendenciosos sin llegar a ofrecer una lectura clara de una obra se fundan en la simbiosis del objeto y la mirada, y construyen un conjunto indisociable. Puede que por eso mismo, para un arquitecto son las únicas imágenes que quizás merezca la pena venerar, porque son las únicas que son imágenes-puerta a otros espacios y recodos de su hacer. 
Fachadas que son paisajes, plantas convertidas en secciones, puertas convertidas en edificio… Escaleras maravillosas y delicadas, como estas de Carlo Scarpa, que gracias a un punto de vista alterado florecen en la imaginación como una posible torre…

14 de septiembre de 2015

CONCENTRACIÓN


De espaldas, el arquitecto parece muy solo y pequeño para la blancura y el tamaño de semejante escenario. El brazo articulado del tecnígrafo y de las numerosas lámparas se asemejan a ampliaciones robóticas de su cuerpo. Puede que por eso el arquitecto, en esa segunda mirada, quizá no esté tan solo sino que se encuentra allí con la naturalidad del que comanda el espacio necesario para manejar esos cacharros, igual que el capitán de un submarino cuando ordena una inmersión. 
Dibuja en solitario y sin que nada parezca distraerle. La imagen resume un estado de soledad productiva donde late cierta concentración invisible. El arquitecto sigue de espaldas a todo lo que no sea el fondo de ese tablero que está a pocos centímetros de sus narices. La pequeña figura negra permanece surcando con su pensamiento un paisaje intangible, algo a construir en el futuro. Por eso la figura parece sumergida en algo espeso, en un líquido difícil de surcar si no fuese por la solidez de esos aparatajes, de ese tablero blanco y esas ortopedias que son las reglas, los lápices y la papelera. 
Un papel en ángulo asoma tras su cabeza, como la aureola que luciría un santo geómetra. 
No cabe imaginar nada que pueda distraerle
Seguro que José Antonio Corrales no se volvió ni siquiera con el ruido metálico y sordo del clic de la cámara al retratarlo.

7 de septiembre de 2015

ARQUITECTURA, EN REALIDAD


Hoy que contemplamos ediciones sin fin de realities televisivos en ediciones y formatos impensables, hoy que nos relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a la tecnología social, hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad como el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.

31 de agosto de 2015

SOSTENER EL PESO, SOSTENER LA MIRADA


Cuenta la leyenda recogida por Vitruvio que los habitantes de la ciudad griega de Caria fueron exterminados durante las Guerras Médicas por una mala alianza con los Persas, y sus mujeres convertidas en esclavas y condenadas a llevar pesadas cargas. Desde ese instante se las representó como tales en las columnas de los edificios… Desde entonces las cariátides han servido para sujetar con gracia arquitrabes y servir de ornamento a las obras más dispares, a pesar de la poca gracia que supone representar una esclavitud. 
A su lado Charlotte Perriand, arquitecta y diseñadora de renombre, firme colaboradora de Le Corbusier, con su espalda al aire, libre de cargas por aquellos años treinta, juvenil, se muestra exhibiéndose ante el paisaje como una cariátide moderna, aunque de modo mucho más ligero que aquellos pedazos de mármol antiguo. 
Soportar un peso y representarlo es un hecho trascendente para la arquitectura. Mostrarse dependiente de esa carga o sustentarla en mármol es significante porque la libertad, a primera vista, parece un concepto filosófico, político y ético, más que arquitectónico. (Curiosamente libertad y peso en arquitectura son conceptos más vinculados hoy que lo son la libertad y la forma). 
En relación a la múltiple direccionalidad que muestra el soporte dórico, o a los dos ejes que marcan los órdenes jónico y el corintio, esas columnas o el topless de la jovencita Perriand marcan una única dirección arquitectónica. Como la quilla de un barco, esas espaldas nos obligan a mirar perpetuamente hacia el frente. En el Erecteion de la Acrópolis griega esas columnas se perpetúan mirando hacia adelante sin otras expectativas que la del mirar hacia adelante mismo. Hasta las cariátides que permanecen en los laterales de esa terraza miran hacia la misma dirección que sus compañeras contraviniendo la lógica de ese espacio. 
Curiosamente la belleza de esas dos situaciones paralelas está en el mirar con una energía que nos mira en dos direcciones: la dirección vertical de la fuerza de la gravedad y la horizontal de esas espaldas que son espaldas-ojo. Unas imágenes que confrontan pesos y miradas. Espaldas que dicen que deben ser vistas porque marcan direcciones, sea hacia el Partenón o el paisaje infinito. Porque toda mirada es directriz de un horizonte y toda figura vertical se refiere a un peso invisible. Para la arquitectura éstas no son enseñanzas menores. 
Quien así entienda esto puede sentir que la dirección forzosa de la vista puede resultar tan dolorosa como la del peso. Y que la esclavitud real de todas esas damas antiguas estaba tanto en soportar cargas como en mantener una mirada sin descanso.

24 de agosto de 2015

SOBRE LO FEO EN ARQUITECTURA...


“¿Qué tenía aquella obra que por muy fea y fracasada que era no permitía reírse de ella, ni de su arquitecto?”. Esta pregunta, formulada por un amigo italiano de José Antonio Coderch cuando la visitaban juntos, no deja de contener una dosis de optimismo y un tormento. Algo había quedado del esfuerzo de quienes hicieron aquel edificio, también del arquitecto, que hacía que aquello, por muy feo que resultase, no pudiese sino mirarse con cierto respeto. La obra era fea, quizás insignificante, pero no risible. El único motivo que encontraba Coderch para esta falta de ridículo estaba en que el trabajo acumulado y el esfuerzo habían quedado arraigados, misteriosa e inexplicablemente, en las paredes de lo edificado.
Tan costosa resulta la arquitectura en términos de esfuerzo humano que aunque el resultado sea frustrado, aunque todo resulte anodino y sin gracia, aunque no aparezca ni un rincón con garbo o buen gusto, se hace difícil no ver latir el esfuerzo de los artesanos, obreros y capataces que lo realizaron. Por mucha desgana que haya en una obra, siempre, al menos, existirá el sudor y esfuerzo de quienes la hicieron. Lo que quizás dignifica el resultado.
Pero todo tiene un límite.
Porque es un hecho que la arquitectura puede también resultar ridícula.
Lograr que una obra resulte verdaderamente fea es algo costoso. Tal vez resulte incluso meritorio. El “brutalismo” de los años 70, no era, a fin de cuentas, sino el esfuerzo por magnificar lo desahuciado: fueran eso las instalaciones, el baboso hormigón o los churretes de suciedad deslizando por una fachada siempre demasiado gris.
En el extremo contrario, por mucho exceso de decoración, por mucha vulgaridad que contenga una barandilla o un enrejado, el contemplar las energías puestas en ese punto hace que todo pueda ser mirado con ojos diferentes. Porque allí hay, sin más, tiempo irrecuperable, depositado directamente por la vida de otro ser humano.
Pienso maliciosamente, por eso, y una vez desaparecida toda posibilidad de ver el tiempo invertido por un hombre en un tema o una obra gracias a la industria, a la computación o la técnica, si se ha vuelto hacer posible una arquitectura donde lo feo y lo risible encuentren un espacio de coincidencia…

17 de agosto de 2015

LA TRAMOYA DE LA FORMA


La escultura de Frédéric Auguste Bartholdi, señora descomunal y serena que representa la libertad iluminando al mundo, fue un regalo que atravesó por piezas el atlántico y encontró sustento en la estructura diseñada por Gustave Eiffel. La historia contenida en la estatua son las historias de cómo hacer diplomacia con un regalo, de cómo conseguir financiación para algo sin un uso, y de cómo sustentar una forma fuera de su tamaño natural. 
De hecho el sacar las cosas de su tamaño natural es un viejo problema para la escultura. La mitológica figura de Coloso de Rodas como faro, o del Caballo de Troya como residencia temporal de Odiseo y otros guerreros griegos, son obras con idénticas aspiraciones y funciones que las atribuidas tradicionalmente a la arquitectura, y consecuentemente, con idénticos problemas por mucho que fuesen consideradas esculturas. 
En realidad en el problema del tamaño y de la necesidad de un andamiaje entra en juego el rigor disciplinar de la arquitectura. La estructura interna se convierte en un espacio ligero pero necesario para sustentar la forma antes que para dar cobijo a turistas. No es solamente una metáfora que lo que sustenta la libertad no sean las treinta y una toneladas de cobre sino las ciento veinticinco de acero que sirven de andamiaje. O ni siquiera eso. Es el aire entre esos travesaños y tirantes de acero roblonado lo que sustenta la libertad. 
Por eso el contemplar esa tramoya, lo que no se ve, los intersticios de la forma, tiene un raro encanto que supera con creces el de asomarse por las ventanas en su coronación cuando aquello era posible. Es el encanto del mirón de interiores, del vouyeur pertrechado con rayos X. 
Mirar esas entretelas resulta igual de indecoroso que ver las enaguas de una dama, y sin embargo en ese aire interpuesto es donde se sustenta la verdadera libertad, y no sólo la libertad de la forma. Porque la verdadera estatua a la libertad es el aire invisible que queda entre las cosas.

10 de agosto de 2015

DEFORMAR


El edificio de Luigi Moretti en el Corso Italia, en Milán, con su quilla blanca en vuelo, asomando sobre la calle como una piedra, afilada y pesada es una buena muestra de lo que significa "deformar" en arquitectura. 
Esa deformación se muestra con elocuencia en el peso ciego sobre el débil zócalo de vidrio que al recibir su carga se eleva, se desplaza y se vuelve dinámico y expresivo. Algo que establece un fuerte vínculo con el talento barroco de la carne violentada en la escultura, digamos, de un Bernini en el “Rapto de Proserpina". Allí la presión sobre la musculatura y la piel hacen que no sólo el terror del rapto se haga presente en esa deformación, sino que de pronto el conjunto adquiera vitalidad y muestre un instante de lucha congelado. 
Del mismo modo, la obra de Moretti es el retrato de un momento semejante. Durante un segundo se ha depositado una carga brutal sobre una pieza de exquisita arquitectura y ésta se ha modificado, se ha deformado salvajemente por el peso de la pieza superior. A punto de que lleguen a aparecer fisuras y grietas sobre la materia, a punto de que los vidrios estallen debido al peso, todo se detiene en el ese instante que retrata la tensión de una forma. 
Ese gesto, sumado al buen diseño del conjunto, es una rareza, incluso para el propio Moretti, porque enseña un particular reverso escultórico de su arquitectura en relación al tiempo. Una cualidad paradójica porque ya por definición la arquitectura es de por si, el retrato del tiempo, aunque de un tiempo más amplio, casi histórico. Sin embargo aquí es capaz de mostrarse, además, como la descripción de un instante mismo. Ese recipiente de dos tiempos, el tiempo de 1956 sumado por un tiempo congelado de la forma es un descubrimiento, luego apenas empleado por Moretti
Como esos relojes que se detuvieron en catástrofes apocalípticas del pasado, y que simultáneamente muestran la historia y el minuto en que todo se detuvo, esta obra contiene, en esa deformación, algo atemporal.

3 de agosto de 2015

LA ARQUITECTURA ES UN JUEGO DE NIÑOS


Los niños, desde que la humanidad lo es, juegan a la arquitectura con una pasión descomunal. La sucesión de construcciones, de torres, de cabañas y de cuevas hacen de los seres humanos unos arquitectos y constructores antes de llegar a su madurez. Y sin embargo algo de ese disfrute se pierde por el camino. Algo de la potencialidad de esos juegos se desperdicia y malogra cuando, luego, de adultos, las casas que habitamos con sudorosas hipotecas y créditos sin fin, no contemplan nada de aquellos aprendizajes impúberes.
Y esto da que pensar.
El sentido de la construcción, intuitivo, donde unas piezas y materiales se cosen sin una estricta necesidad funcional o sin el rigor que la gravedad impondría a los mayores tamaños que debe soportar la arquitectura "adulta", se hace presente en los juegos infantiles. Pero el sentido de lo interior, de un “dentro”, de la protección de un muro, de las entradas y los techos estaba ya presente, y basta con ahondar en la consciencia, técnica y oficio de esos descubrimientos para ser prácticamente arquitecto. Eso y saber lo que es, en absoluto, la arquitectura.
Debe exigirse a cada obra, por tanto, un lugar para esa función olvidada de los juegos de construcción: cada arquitectura debe poder recordar a sus habitantes ese divertimento, ese aprendizaje olvidado, arrinconado en la memoria. Cada obra está obligada a apelar en algún lugar a esos juegos de construcción aparentemente superados con el tiempo. Porque el juego de la arquitectura sirve también para recordarnos a nosotros mismos jugando a la arquitectura, y a veces esto es otra manera de dar cobijo. En la manera cómo recordamos la casa de la infancia y sus olores, o el aroma de una magdalena, puede encontrarse renovados sentidos a lo que habitualmente esperamos de la simple arquitectura diaria.

27 de julio de 2015

LO QUE NO ES RONCHAMP


Edificada por Le Corbusier en 1954, la iglesia de Ronchamp desborda lo que es propiamente la iglesia de Ronchamp. La capilla está construida sobre mucho más que la materia desechada de la anterior iglesia y las ruinas del propio Le Corbusier blanco e inmaculado de sus cinco puntos. Tal vez por eso el proyecto de Ronchamp es lo que es gracias a lo que perdió por el camino, su pasado y sus momentos invisibles y olvidados. O dicho de una vez: todo lo que es Ronchamp lo es, sobre todo, por una especie de molde perdido... 
El mismo proyecto de Le Corbusier para esta capilla es algo incompleto ya que no construyó el podio con forma de media luna que hubiese servido de grada a los peregrinos, (pero que también habría aislado la iglesia visualmente desde el ascenso a la colina donde se asienta). Aquella grada es parte de eso que no es Ronchamp, y sin embargo la conforma indirectamente como un vaciado.
De igual modo, lo que no es Ronchamp es la pirámide de la paz, una mano abierta de ruinas, construida con los restos de la iglesia previa sobre la que se edificó. (En realidad esa pirámide es un resto de un resto, puesto que en los muros de la obra de Le Corbusier sólo se reciclaron parte de sus escombros). 
Lo que no es Ronchamp son las tres campanas sin campanario que sobre un andamio de acero diseñó ese herrero notable que era Jean Prouvé que se encuentran en un lateral poco visible. 
Lo que no es Ronchamp es también la casa del peregrino, sede de encuentros y ruina prematura de hormigón olvidado en la base de la colina. 
Lo que no es Ronchamp es ese “objeto de reacción poética” que era el caparazón sobre la mesa del arquitecto que presumía de haber servido para su inspiración. 
Lo que no es Ronchamp son los andamios, los agujeros que a modo de estrellas crean ese manto para la escultura de la virgen de su fachada.
Lo que no es Ronchamp es el pino que permaneció plantado en la cubierta durante gran parte de la obra y que luego misteriosamente desapareció.
Lo que no es Ronchamp es ese lucernario de villa Adriana que Le Corbusier dibujo y admiró un octubre de 1910 y que mágicamente rescató en esta obra cincuenta años después. 
Lo que no es Ronchamp es el pequeño monasterio de monjas que, soterradas, se erige en una ladera en un proyecto invisible de Renzo Piano. 
La iglesia de Ronchamp es algo construido doblemente en negativo, porque no es más que un profundo vacío, molde de esa montaña enterrada que parece rodearla. Porque Ronchamp no deja de ser una cueva por mucho que lo que esté en su exterior no sean millones de toneladas de piedra, como hubiese sido el inicial deseo de Le Corbusier para una capilla dedicada a la maternidad.
Ronchamp es precisamente lo que es, gracias a lo que no es Ronchamp.

20 de julio de 2015

DISFRUTAR LA ARQUITECTURA


Hay que ser muy gamberro, algo irreverente y bastante libre de prejuicios para deslizarse con esquíes por las pendientes inmaculadas de la obra del Rolex Center de los arquitectos Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa. 
Ahí tienen ustedes, a estos esquiadores ocasionales, disfrutando de esas pendientes interiores, dilapidando felizmente todo lo que de seriedad esclerotizante y mal entendida tiene la arquitectura. Ahí tienen a estos jóvenes, ejerciendo de críticos de arquitectura con mayor eficacia que la lograda por unas cuantas decenas de miles de sesudas palabras en los congresos y revistas indexadas más prestigiosas del planeta.
Resulta refrescante poder ver las posibilidades de la arquitectura, así, con algo de ingenio y sin exceso de aparato (1). 
Podría hablarse de la importancia de esa obra de Sanaa para evitar semejante herejía. Se podría argüir sobre la necesidad de las pendientes que sirven de separación entre los usos sin tabiques y no para semejante cachondeo. Se podría argumentar incluso a favor de esos esquiadores y su buena compresión de la obra en cuanto a la relación existente con el “factor lúdico” de los suelos inclinados y la función oblicua propuesta por Parent y Virilio en el siglo pasado. Se podría mencionar esa progenie de los suelos en pendiente rescatada para la arquitectura de mano de Rem Koolhaas en su influyente proyecto para la biblioteca de Jussieu. Se podría hacer una historia de los suelos en pendiente, hasta una enciclopedia, y todo sería largo y tal vez hasta tedioso... Pero, ¡ay de estos esquiadores!, que parecen decir, sin más, que la arquitectura está abierta a ser empleada como los habitantes gusten: con plena y completa libertad, incluso hasta violentarla. Y que ya la arquitectura se cuida sola, como esos animales domésticos, grandes y tranquilos, que dejan que sobre ellos se encaramen los niños sin inmutarse. Y que no se necesitan airados arquitectos guardianes, cancerberos, que espanten a los habitantes blandiendo argumentos para asustarles con el consabido “eso no se toca”, “eso no se pisa”, "eso no se hace"… 
Bendita la soledad de los edificios sin la presencia de quienes los hicieron. 

(1) Estas imágenes de Johann Watzke, Anne-Fanny Cotting & Aurélie Mindel, son parte de un proyecto sobre los usos de éste edificio promovido por EPFL y el propio Rolex Center.

13 de julio de 2015

MANGIAROTTI, LA TERCERA LINEA


De la tercera línea de maestros de la arquitectura del siglo XX no se habla, salvo en esos cenáculos tenuemente iluminados que son los círculos de especialistas o los corrillos universitarios de posgrado. Sin embargo entre los pocos seguidores que ostenta ese desconocido grupo de arquitectos notables, se puede comprobar una fe inquebrantable que los anima a continuar con esos ritos sacrificiales dedicados al talento puro. 
En uno de sus altares, se erige una ofrenda continuada a Angelo Mangiarotti y a Bruno Morassutti, arquitectos casi innombrados en las escuelas de arquitectura, por motivos que a uno se le escapan y que solo cabe atribuir al olvido antes que a una calculada ignominia docente. El caso es que Mangiarotti y Morassutti, conformaron una de esas parejas, breve pero imprescindible, para comprender lo más provechoso de la arquitectura italiana de la posguerra milanesa. 
Cada uno por separado, ya valiosos, cuando se encontraron en el estudio BBPR sus capacidades resultaron aún más ricas e indiferenciables. Angelo Mangiarotti, tras un periodo de formación cercano a Konrad Wachsmann en el IIT de Chicago y por otro lado Bruno Morassutti, colaborador de Scarpa y luego de Frank Lloyd Wright en Taliesin, realizaron durante los apenas cuatro años que duró su breve periodo de colaboración, estructuras que conservaban una innegable familiaridad e ingenio con las de su compatriota Pier Luigi Nervi aunque con el añadido del tema de la prefabricación. Dicha colaboración, hasta el año 1958, supuso para ambos un aprendizaje de mayor dimensión que lo que cabe encontrar de la obtenida de su cercanía a sus maestros Wright y Wachsmann… Juntos erigieron la iglesia de Baranzate, el bloque de viviendas en Vía Gavirate y el de Vía Quadronno en Milán. La iglesia de Nostra Signora della Misericordia es una obra maestra poco recomendada. 
Una vez separados, Mangiarotti y Morassutti trabajaron sin disminuir su talento. 
Mangiarotti se especializó en obras y diseños de puro ingenio donde el encastre hacía que todo interactuase. Como esta de la imagen para el depósito Splügen Bräu, en Mestre. O como puede observarse en cualquiera de sus muchos diseños de mesas, donde parece que más que otra cosa hubiese descubierto un pegamento mágico y evidente: la fuerza de la gravedad. 
Por esos descubrimientos, decíamos al comenzar, unos pocos le recuerdan. Con el paso del tiempo en arquitectura apenas hay quien continúe haciendo ofrendas en altares vacíos. El de Mangiarotti y Morassutti continúa recibiendo secretos homenajes.

6 de julio de 2015

LA FIRMA DEL ARQUITECTO


Durante los periodos heroicos de la modernidad puede que el primer proyecto de un arquitecto fuera la acción constitutiva de uno mismo: su firma. En algún momento de su carrera, como si fuese un verdadero primer proyecto, Le Corbusier o Mies van der Rohe hicieron lo propio con esos nombres y garabatos. La firma de un arquitecto significó entonces, además del establecimiento de un nombre, algo bien diferente. Tal vez no más complejo que lo que significa para un notario. Tal vez no tan insondable como lo es para un artista o un artesano. 
Sin embargo el sentido de la firma de aquel arquitecto recién nacido moderno no era precisamente el mismo que tenía para Picasso o Velázquez. El artista con cada rúbrica depositada sobre la obra, certifica su autenticidad. De hecho, falsificar el estilo o los temas de un artista no es aun hoy un delito, aunque si lo sea falsear su firma. Gracias a la firma, la obra de arte nos envía un mensaje doble: primeramente que la obra aspira a reconocerse como obra, y obra de arte; en segundo lugar, afirma que sobre ella estuvo el cuerpo y el talento depositados allí por el artista. Por eso, y de alguna manera, con cada firma el artista vende su cuerpo. Cada firma es, en el arte, una especial manera de “prostitución” ha dicho Barthes con algo de malicia. 
Sin embargo, y ya que el arquitecto no puede vender la huella que su cuerpo dejó sobre la obra, dado que no construye por sí mismo la arquitectura, ¿qué significó pues la firma de esos pioneros?. Melodramáticamente con su firma el arquitecto no vendía otra cosa que su derecho a la libertad, su responsabilidad y su prestigio. En fin, con su firma el arquitecto no vendía un cuerpo, sino quizás algo peor. 
La firma del arquitecto, aun hoy, es un signo de la responsabilidad que asume. Firma, y con ese acto asume la carga no de su obra, ya que ésta no es de su propiedad, sino la de haber contribuido, mal que bien, a ella. La firma significaba asumir una responsabilidad, semejante a la que se asume respecto a una progenie...
Una línea extraordinariamente recta, bajo el nombre de Le Corbusier. Una R sobradamente mayúscula en el apellido de Mies… No cabe ver hoy en esos trazos las firmas de unos meros artistas, sino los enigmáticos signos de una extraña pero valiosa forma de compromiso con lo ejecutado. Seguramente lo que representan esos signos, esos leves rasguños, fuera uno de los pocos motivos a los que aquellos arquitectos debían su pervivencia... 
Cabía esperar que tras la firma, tras ese primer proyecto de un arquitecto moderno, vendría el resto. Empezando por el proyecto de una silla y luego el de una casa (1). 

(1) COLOMINA, Beatriz, “A Name, then a Chair, then a House. How an Architect Was Made in the 20th Century”. Harvard Design Magazine, nº 15, 2001.

29 de junio de 2015

TRES FORMAS DE ACOTAR LA ARQUITECTURA



En arquitectura hay tres maneras de acotar. La primera es bien conocida pero no deja de ser sorprendente y una extraordinaria fuente de pensamiento. Es la empleada por la métrica que establece relaciones, sea en centímetros, pies, kilómetros, pulgadas y sus líneas de referencia entre los objetos. Ejemplos maravillosos de las ventajas que esto representa para la arquitectura son los ejercicios de este Laoconte retorcido pero mesurado, despiezado gracias a las líneas que lo atenazan y controlan, (o el celebérrimo ejercicio de Enric Miralles sobre “cómo acotar un croissant”). Sólo dominando su métrica, parece decirnos Miralles o ese tratado de anatomía, puede construirse el objeto de la arquitectura. Sólo mediante el control de la distancia y el rigor es posible ver nacer la forma fuera de un papel. En este estado de cosas, el trabajo de acotar es equivalente al del agrimensor y del cartógrafo, que por medio del trazado de un “mapa” expropian un territorio para sí mismos, a la vez que se vuelven capaces de comunicarlo. 
El segundo modo de acotar una obra de arquitectura, ejemplificado nuevamente en este Laoconte de William Blake es mediante la palabra. La interposición de conceptos alrededor de su retorcida figura de mármol, sea en hebreo, griego o en inglés, el desvelamiento de los motivos, de la historia o de la materia, que como una nebulosa es capaz de tratar de representar lo invisible, se muestran como el principio de la tarea crítica. Un sentido primordial y a veces olvidado de la crítica es acotar la arquitectura. Poner a la vista su sentido correcto y profundo. Aunque este sistema de anotación sea flexible, y deba someterse a sí mismo a un proceso de actualización constante. Porque la métrica que ofrece la labor del crítico alrededor de la obra de arquitectura es la de una vara de medir que varía con el tiempo y sufre la responsabilidad de aportar nuevas maneras de ver con cada época. 
Por último y por no defraudar esa tercera forma de acotar prometida en el título, se encuentra la manera de acotar del proyectar, que puede ser ejemplificada también en la historia de esta escultura del Laoconte. Aunque para ello haya que hacer algo de historia. 
La obra del Laoconte, descubierta bajo seis brazos de tierra una mañana de invierno de 1506, cercana a los restos de la Domus Aurea de Nerón, causó un revuelo considerable en Roma. Por orden del papa Julio II, fueron a examinarla Miguel Angel y Sangallo quien en seguida reconoció que era el grupo escultórico al que se refería Plinio en su “Historia Natural”. A la escultura, deteriorada en sus detalles pero por otro lado bastante completa, sólo le faltaba el determinante brazo derecho clave para la interpretación del sentido completo de la obra. Sobre la ausencia de ese brazo se erigió una fabulosa historia de reconstrucciones que culminó en un anticuario de Roma, casi cuatro siglos más tarde, cuando fue descubierto el brazo original por Ludwig Pollac, y más tarde restaurado a su lugar por Filippo Magi en 1957. 
El caso es que de todas las hipótesis, la primera, de Miguel Ángel se acercó misteriosa y maravillosamente a la real. Tras su brazo de cera, los de Baccio Bandinelli, Montorsoli, Agostino Cornacchini y Canova no habían contraído ese miembro hacia la figura protagonista del grupo, flexionándolo del modo dramático y a punto de rendirse, como lo había hecho el proyectado por Buonarroti. Ese brazo como miembro extendido, más o menos inclinado y en las más canónicas y sabias posturas, pero sin el mismo grado de dramatismo, puede contemplarse en multitud de grabados y copias, incluyendo las bellamente acotadas por medidas y palabras del tratado de anatomía de 1780 o de William Blake de 1815. Esta tercera manera de acotar, ejemplificada por ese brazo perdido de Miguel Angel, es la de acotar con el proyecto mismo, la del entendimiento profundo y de la consecuente propuesta física y tangible. Porque la arquitectura acota el lugar, la materia y el tiempo en los que interviene del mismo modo y con el mismo carácter que el demostrado con ese brazo fantasma. 
Como puede comprenderse, de todas las formas de acotar, sólo en esta última pierde su carácter instrumental para convertirse en algo bien distinto. Porque acotar no es sólo poner cotas, poner coto, limitar, sino que para la arquitectura significa, también, expandir, completar ese algo ausente que es el lugar, la cultura o el tiempo, hasta darle sentido.

22 de junio de 2015

EL OLVIDO QUE SEREMOS

La arquitectura está condenada a caminar en la interinidad del presente. Por mucho que se haya hablado de la capacidad profética de algunas arquitecturas, por mucho que se hayan empleado con más verborrea que razón expresiones como, “un adelantado a su tiempo”, la imposibilidad de adelantarse al calendario en arquitectura es un hecho probado. Esa incapacidad es la que provoca que hasta las utopías hayan siempre acabado como sueños inocentes sobre un porvenir que siempre llegó a destiempo. 
El arquitecto trabaja sobre una delgada línea temporal y por mucho que su producción se empeñe en rememorar el futuro, está llamado a fracasar. Prueba de ello es que las profecías apenas se han cumplido. Ni siquiera la casa del futuro seguramente más célebre, de Alison y Peter Smithson, construida en 1956, llegó a su porvenir el año 1981. Aquella casa del futuro sigue siendo hoy una casa de 1956. 
Como resultado de tales imprecisiones, ya ni siquiera el intento por surfear por esa erizada e inestable cresta del presente llamada vanguardia, resulta verosímil para los arquitectos en los términos de avance y de punta de lanza en que muchos aún la plantean con una fe inmisericorde. En realidad el no ser de su tiempo, el llegar ligeramente tarde - fuera eso una década o unos años si no estaba tan mal- fue la acusación predilecta de los críticos de los años setenta para descalificar una obra. (La única crítica solvente que se hizo al proyecto de Torres Blancas del arquitecto Sáenz de Oiza fue motivada por esa tardanza). 
Sin embargo ese ir “hacia una arquitectura” que en los comienzos de la modernidad era sólo un vector hacia un lugar prometido, se ha ido transformando en un tipo diferente de avance con el paso de los años que aun impregna el propio sentido de la arquitectura como máquina de retratar su tiempo. Hoy sólo mirar hacia delante no garantiza ser la vanguardia. 
Por eso, precisamente, el caminar hacia ese horizonte temporal mirando a nuestras espaldas, del dibujo de Saul Steinberg, es una imagen poderosa para esta profesión de constructores sin obras. Poco más que una docena de líneas son capaces de simbolizar esa extraña configuración bifronte del actual presente de la arquitectura. Un bello símbolo también para ser conscientes, como diría Borges, del "olvido que seremos”.