29 de diciembre de 2014

"LA ARQUITECTURA NO SE PUEDE INVENTAR"


Saliendo del suelo como un topo, armado con un plano, silencioso, Klas Anshelm aun hoy es un desconocido para muchos. Y con razón. 
La figura de un arquitecto con vocación de invisibilidad resulta todavía ejemplar. El mérito de hacer obras de un nivel extraordinario y permanecer oculto es la comprobación empírica de un especial tipo de éxito. Como un topo, el arquitecto no es más que un cordial subordinado a algo mayor. Ni siquiera el arquitecto según Anshelm es inventor, porque “la arquitectura no se puede inventar”. Está ahí. Sin más. 
Para hablar de la especial sensibilidad y carácter de Anshelm podrían citarse algunas de sus obras más trascendentes: la Galería de Arte de Lund, la ampliación del Ayuntamiento de la misma ciudad, la Galería de Arte en Malmö. También ayudó a que una enredadera aparecida entre los tableros del suelo de su estudio creciese, paciente y cuidadosamente hasta el techo. 
Tal vez suponga una exageración elaborar una lista de los pequeños hechos de la arquitectura pero es que Anshelm con su especial “deshabillée” estaba preocupado por ellos de modo exclusivo. 
En la Galería de arte de Malmö fabricó un lugar para un árbol existente. “La lluvia se conduce a sus raíces directamente a través de un depósito de piedra que se ha construido en los cimientos del edificio para darle al árbol la humedad que necesita. También hemos alabeado la pared hacia adentro ligeramente por el árbol, y hemos hecho el frente de vidrio para que el árbol forme parte de la estancia. No había ninguna estipulación que obligase a mantener el árbol pero creo que éste le añade al edificio un considerable e irracional valor extra”(1). 
Irracional, silencioso, por lo demás, la sala de exposiciones de Malmö, además de una obra maestra, es un espacio diáfano, neutro y capaz de ofrecer un marco extraordinario de matices a lo expuesto. No era necesario inventar nada. 
No inventar nada y sin embargo poner en resonancia lo existente es una labor titánica.

(1) ANSHELM, KLAS: “Sobre la Galería de Arte en Malmö”, Revista Obradoiro, nº 34, 2009, COAG, pp.134.

22 de diciembre de 2014

AISLAR (SE)


Recubierto de papel de plata, como un enorme bocata de jamón colegial, Lewerentz se fuma un puro de un exterior aun más atosigante e incierto que su pequeño estudio. 
El olor a tabaco en esa niebla irrespirable y la imposibilidad de ventilación que no supusiese un riesgo físico de enfriamiento letal no parece allí el mayor problema. La luz de la cerilla y la del flexo parecen reflejar en mil direcciones como si el propio sistema de aislamiento proveyera también de iluminación. De ese envoltorio no parece escaparse nada. Ni la luz, ni los olores, ni el talento reconcentrado de quienes le visitaban asiduamente. 
Las variadas fotografías de Lewerentz en ese espacio no dejan de hablarnos de un aislamiento que es a la vez concentración. Al arquitecto aislado le rinde el tiempo. No es un aislamiento que coincide con el del monje o con el del anacoreta. Peter Celsing y Klas Anshel, jóvenes colegas antes que discípulos, conviven con el viejo Lewerentz y le influyen. Como si el aislarse solo consistiera en saber, antes que nada, de que aislarse. Como si el aislarse fuese una variante del seleccionar. 
Hoy ese papel de plata lo identificamos con las ambulancias que socorren al atleta tras la llegada olímpica o con el reflejo que cubre cada cadáver televisivo a modo de manta a punto de echar el vuelo. Sin embargo ese recubrimiento en el estudio de Lewerentz es una conjunción afortunada que habla del exterior sin verlo. Es el retrato de un interior calefactado, de una buhardilla en Lund, de un refugio y de un desván. De un lugar para soñar, como dejó dicho Bachelard de las guardillas. 
Sobre la viga de su “caja negra” reposa amenazante un sacapuntas a punto de descalabrar a algún visitante molesto.

15 de diciembre de 2014

ÁRBOLES DE HORMIGÓN Y CUBISMO


Durante mucho tiempo el hormigón armado fue un material salvífico y maravilloso con el que no se sabía que hacer aparte de barcos, árboles y detalles de orfebrería fina. Con aquella pastosidad gris e ingobernable se llegaron a realizar incluso edificios, aunque, de todos, ese fuese el empleo que requería menor imaginación. 
Esta materia transformó la historia de la arquitectura. El nacimiento de la modernidad y la aparición del hormigón no fue una coincidencia, sino su causa. Desde entonces, la pituitaria de todo arquitecto, como lo sucedido con aquel aroma de Proust al inspirar el de su famosa magdalena, identifica el agrio perfume del hormigón con la modernidad. De modo insustituible. 
No obstante el hormigón armado no podía encarnar lo moderno puesto que no tenía forma propia. La nueva forma debía adquirirse de una fuente de mayor legitimidad. Y no puede olvidarse que en aquel comienzo de siglo XX, el otro signo de lo moderno era el cubismo. Así pues, cubismo y hormigón fueron capaces, por si mismos, de alimentar la nueva imaginación de lo veloz, lo limpio y lo sano y encarnarse en objetos que hoy nos parecen sorprendentes. 
Por eso cuando Robert Mallet Stevens se preguntó cómo hacer un jardín verdaderamente moderno, la respuesta para él era indudable: bastaba hormigón y cubismo. Los árboles plantados en aquella Exposición de Artes Decorativas de 1925, no daban sombra ni falta que les hacía, simplemente eran una representación de la modernidad. Árboles ante los cuales posaban modernas modelos con maravillosos tejidos diseñados por Sonia Delaunay, patrones que aun hoy están fuera de la moda como lo estaban por entonces los nuevos coches, aviones y paquebotes. 
Solo el que se alegra de ser moderno es auténticamente moderno dejo dicho más tarde Milan Kundera. Eso en arquitectura se tardó en descubrir. Precisamente hasta que la modernidad ya se había pasado.
Hoy que el cubismo ha dejado de ser moderno, al menos se puede seguir construyendo con hormigón. 

8 de diciembre de 2014

FUENTE MÁGICA


La identificación entre la columna y el árbol es tan antigua como la propia arquitectura. Desde la casa de Adán en su particular paraíso, al famoso grabado del Abate Laugier, cada árbol puede ser una columna. 
El caso es que este nunca construido soportal de Erik Gunnar Asplund para el pabellón de Suecia de la exposición universal de Artes Decorativas de 1925 fue tempranamente llamado por sus estudiosos “bosque petrificado” y ahí se quedó el asunto. Las palabras que anuncian lo evidente no tienen otro mérito que el de quien las pronuncia primero. Así, si alguien quería ganarse el sustento y hasta tener cierto prestigio como crítico de arquitectura, bastaba llegar antes que nadie a los sitios. 
Sin embargo Asplund había sido el primero en pronunciarse sobre ese bosque de columnas. No es ningún escrito o la propia memoria del proyecto quien lo pone de manifiesto sino esa fuente que colocó entre las columnas para refresco de visitantes acalorados. Esa fuente estaba cargada del simbolismo elegante de Asplund y hacía del bosque algo doméstico. O dicho de otro modo, con esa fuente el bosque de columnas toscanas no era un bosque, sino un jardín. 
El arquitecto con la inclusión de un objeto es capaz de emitir una lectura sobre las intenciones de su propia obra. Esa fuente es arquitectura hablando de arquitectura y acotando su sentido. Es, pues, una fuente mágica. Esta prórroga del sentido lograda por la injerencia de un objeto no ha perdido nunca potencia como estrategia de la arquitectura. Debiera hacerse una historia de la arquitectura de esas pequeñas cosas. 
En el año 1925, entre los pabellones se construyeron otros interesantes jardines, como el de Robert Mallet Stevens o ese otro de Le Corbusier, donde cada casa debía poder tener el suyo propio(1). Y es que desde entonces, tener un jardín es un derecho. 

(1) Cosas curiosas sucedieron en aquella exposición. Entre otras que el premio de ese pabellón de Sueco no fuera concedido a Asplund. El concurso lo ganó Ture Ryberg (según Blundell Jones) o Carl Bergsten (según López Peláez).

1 de diciembre de 2014

LA CIENAGA VISUAL


Que la Arquitectura es un arte puramente visual, trascurridos los acontecimientos en torno al empleo de la imagen en los últimos veinticinco años, no hay ya quien lo discuta. El predominio de la forma y de la imagen se ha hecho tan palpable que hoy ya no hace falta siquiera mirar: las imágenes de la arquitectura pasean ante nosotros con la desvergüenza de un adolescente orgulloso de su sola juventud.
Pero la visión es un mecanismo complejo. La verdadera visión enfoca y se esfuerza, mira y se retrae, gira y se difumina. El mirar requiere un esfuerzo contenido y hasta el mirar mismo es un ejercicio mental además de físico.
Tal vez por eso el dibujo de Herbert Bayer es fascinante. Somos hombres-ojo pero la mirada es sección y perspectiva. Como si las cosas hubiesen de ser contempladas en una simultaneidad para descubrir su trasera, su reverso. Eso es lo que hay que ver. Eso es lo que merece la pena ver. Al menos en arquitectura.
Solo por el modo de dirigir la mirada hacia la arquitectura, ésta nos retrata. El mirar es un espejo de cada manera de estar en el mundo. Porque la mirada no es algo inocuo, sino que mancha. El dibujo de Hebert Bayer es fascinante, innegablemente. Porque es una profecía de los hombres-ojo en que íbamos a convertirnos casi un siglo después. Porque describe una forma de mirar que lo abarca todo. Porque en su dibujo la mirada se convierte en un espacio propio, en una ciénaga de la que no podemos escapar, solo nadar con movimientos lentos para no hundirnos y perecer entre su inevitable y pegajosa viscosidad.
Tan envolvente y adiposo es lo que se ofrece a la vista que en realidad para el arquitecto lo único evidente es lo invisible (lo que queda detrás de lo visible).

24 de noviembre de 2014

LAMETONES


Lametones indecentes. No puede esperarse otra cosa de ese culto mitómaniaco profesado hacia la arquitectura moderna y sus maestros. ¿Quién osaría detener a alguien que lame con la fruición de un caramelo colegial el travertino del Pabellón de Barcelona?. Nadie. Sería jugarse la vida. 
A estos extremos se llega cuando se impone un culto a los monumentos y a la monumentalización misma que hace de todo algo protegido, musealizado y digno de exageración. Sin embargo alguien debería recordar que esas obras, las obras maestras, no fueron concebidas para ser veneradas hasta el punto de la ciega genuflexión. Esas obras fueron instrumentos y como tales debieran ser usados. Instrumentos que son susceptibles de mejora y transformación. O dicho de otro modo, la obra de arquitectura es un material disponible para que cualquiera capaz haga con ellos algo mejor. Lo mismo que hay quien idolatra cada gesto de los maestros, alguien debiera ser capaz de demoler toda su obra si con esa destrucción lograse superar lo anterior. 
Aunque hablando de lametones, recuerdo haber contemplado uno semejante aunque de más trascendencia. No fue un gesto caníbal como éste de Carolyn Butterworth, sino el lametón de un maestro a un simple ladrillo para comprobar su porosidad y su calidad como materia. Era un lametón aun mejor que ese del comienzo, porque era de puro oficio. Y por tanto más significativo.

17 de noviembre de 2014

PLANTEAR


Cualquiera diría que esa planta es el resultado de seccionar horizontalmente a una altura de cuarenta y ocho centímetros la "Fuente de los cuatro ríos”, de Gian Lorenzo Bernini, en la romana Piazza Navona.
La geometría desaforada e informe se impone y el marco de la fuente no ayuda a contener esa masa de piedra para la que no existe planimetría posible. Sin embargo, en algún momento durante su construcción la fuente fue de ese modo.
Pueden extraerse consecuencias de este tipo de descubrimientos: por un lado, que una planta es un sistema narrativo de mayor hondura que lo que se da por supuesto. Por otro, que la planta no siempre es el documento que avanza una pura distribución funcional, que describe óptimamente a los habitantes durmiendo y paseando entre los futuros muros de la arquitectura. Dicho de otro modo, la planta resulta, antes que nada, una herramienta extraordinaria para la exploración de la forma.
“Planear” y “planta”, es cierto, comparten raíces. Sin embargo entender la planta solo como una sección particular de la arquitectura supone distraer la atención de su potencia como bisturí cósmico para el descubrimiento de otras maneras de mirar. Interiorizar la planta como sección horizontal es una obviedad de parvulario hasta que uno traza plantas de los objetos cotidianos: la sección de una manzana, de una silla o de una máquina de escribir, por un plano paralelo al suelo, nos descubre objetos y formas maravillosas y habitualmente invisibles.
Generalmente los cortes, las secciones verticales sobre la forma, nos trasladan su orden constructivo y su espacialidad, pero esa específica incisión horizontal cuando se aleja de la arquitectura no trata de lo mismo, sino de sus ingredientes constitutivos en el tiempo. Porque la planta, que siempre habla de la funcionalidad, lo hace por encima de todo, de la funcionalidad de la materia, no de sus recintos.

11 de noviembre de 2014

EL HABITANTE NUTRITIVO


Mientras la obra crece, los momentos de dificultad van superándose y la forma toma cuerpo. Una multitud de tornillos, argamasa, y personas quedan trabadas en ese lento crecer. Más tarde todo superado y libre de aquellos que contribuyeron a su consecución parece que aquel esfuerzo ha quedado olvidado.
Luego los habitantes, con una lenta procesión de sillas, televisores, sueños y somieres habitan esa recién inaugurada construcción. Alquileres y nacimientos se suceden en el tiempo mientras la arquitectura que los cobija engorada lenta y misteriosamente.
Porque por mucho que cada habitante haya abandonado la construcción, de algún modo queda allí. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo, dice César Vallejo. La arquitectura viene al mundo no cuando se exhibe y se inaugura, sino antes, y continua después. La arquitectura se nutre de la vida de quienes la construyen, piensan y luego habitan. Los hombres quedan en la arquitectura, como “sujetos del acto”. No quedan los andamios, ni las prisas, ni el esfuerzo, ni los desvelos, ni los nacimientos, ni las enfermedades, ni las caricias. No es siquiera el recuerdo de ellos, lo que queda, son las personas mismas.
El habitar es una función de un órgano de la humanidad no bien descrito todavía. Y en el momento que esa función se plasma el habitante no es más que una sustancia nutriente de la arquitectura. Por ello la arquitectura nace y permanece habitada. Porque es un recipiente de cada uno de sus habitantes.

“—No vive ya nadie en la casa —me dices—; todos se han ido. La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados. Nadie ya queda, pues que todos han partido. Y yo te digo: Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombres.” (1)

(1) Vallejo, César, “No vive ya nadie”, Poesía Completa, México: Colofón, 2007.

3 de noviembre de 2014

UNA VENTANA DE PERROS


Apenas a medio metro del suelo, un hueco sobre una tapia que cierra una propiedad en Suiza, no ha dejado de provocar sorpresas a los paseantes. 
Ese hueco es una simple ventana para un perro. Al otro lado del muro unos peldaños de hormigón, sirven para que el animal se pueda encaramar y contemplar la vida pasar. Tal vez incluso disfrutar de un ladrido y el consiguiente respingo de aquel incauto que pasee sus cercanos tobillos. 
Desde el interior el hueco se abocina y el conjunto, con esos peldaños, forman una anómala escultura. Bajo esta breve escalera en realidad hay espacio como para que el perro pueda resguardarse. Toda la tapia en su cara interior protege con un alero el recorrido de ese particular habitante a lo largo del muro. 
Al otro lado de la propiedad, casi a eje con ese hueco, existe una ventana construida con proporciones semejantes, aunque de diferente tamaño, para contemplar el lago que se extiende en su frente.
En realidad una ventana para un perro es una operación muy sencilla desde el punto de vista de la arquitectura, pero nada desde la complejidad de la vida. El conjunto del perro y la tapia forman un completo sistema de intimidad. El muro está protegido por un ladrido amenazante y a su vez éste cobija al animal. El mecanismo combinado representa un muro en su sentido más profundo. Este muro protege, doblemente. 
Se encuentra en la casa que Le Corbusier erigió para su madre al borde del lago Leman.

27 de octubre de 2014

LA CALLE COMO APÉNDICE DE LA ARQUITECTURA


Cabe definir la calle como el espacio sobrante de la arquitectura: eso que queda entre los objetos construidos. También cabe hacerlo como el espacio que forma a los ciudadanos y sus personalidades.
Precisamente como formadora de espacios anejos, la arquitectura siempre posee una ineludible dimensión pública. Por mucho que un arquitecto firme la arquitectura, por mucho que sea pagada por alguien concreto, por mucho que en el registro de la propiedad figure como tal, es, antes que nada, una bien público porque constituye calles, y hace ciudades y paisajes. Y tras ellos, hombres.
Adolf Hitler dejó escrito que para destruir un pueblo, para eliminar en él la conciencia de si mismo, bastaba con destruir sus monumentos. Se equivocaba. Bastaba eliminar el espacio público, bastaba aniquilar sus calles y plazas para destruir a los ciudadanos. Cada ciudad demolida fruto de su "teoría", tras la guerra, puso enormes energías en reconstruir esas calles y sus espacios más significativos. Incluida la ciudad de Berlín.
El espacio más allá de la arquitectura, ese apéndice innombrado, es el espacio de mayor responsabilidad a que se enfrenta el arquitecto. El espacio de la verdadera responsabilidad civil. De ser así las calles serían diferentes y serían diferentes muchas obras.
Aquí estos niños bailando son los ciudadanos que serán por las calles que los cobijan. La verdadera educación para ser ciudadano se produjo siempre en el aula abierta de esos espacios públicos. Por eso la arquitectura es el verdadero apéndice de la calle y no al revés.

20 de octubre de 2014

CASA PARA UN DUELO


En 1997, ante sus propios ojos, Toyo Ito pudo disfrutar de la demolición de una de las obras que más tempranamente le habían dado prestigio internacional. Algo tranquilo y calmo tenía ese derribo porque representaba la superación de un momento doloroso.
La casa había sido erigida como lugar de duelo para su propia hermana y sus dos hijas pequeñas tras la pérdida de su marido y padre. La única condición de partida había sido ofrecer un contacto con el suelo y su vegetación y que la familia pudiese verse mutuamente. La casa fue construida para un duelo y acompañó a la vida de los habitantes hasta que decidieron superarla. Hasta que se hizo insoportable.
Abandonaron la casa progresivamente. Primero la hermana mayor, luego la madre, que se mudó a un apartamento menor, la última la hija pequeña, que acabó dedicándose al arte como directora de un Museo.
Toyo Ito reconoció el fracaso de su obra. No es posible la construcción de una casa para el duelo. No había hecho una casa por mucho que tuviese su escala, su materia y sus usos, sino un monumento. Carecía de lo necesario para adaptarse a una vida que siempre renace con el tiempo.
El espacio de aquella casa, anómalo, donde las sombras de los habitantes proyectadas sobre las paredes curvas y las hendiduras de luz rasgaban dramáticamente el espacio suponía una escenografía que hacía del dolor algo tangible. Sin embargo la vida reclama a la arquitectura una especial flexibilidad más allá de la tosca flexibilidad meramente funcional.
El ser arquetípico de la casa es el de constituirse en escenario para el instante, pero no para un sólo y único instante. La casa es un ser abierto y de no serlo se condena a toda edificación al abandono y el derribo.
Del dolor nace lo que de universal tenía aquella obra. Y su sensibilidad.
Pero de “la casa”, de la casa como ideal, nace lo que la arquitectura tiene de valor para los hombres. Y su eternidad.

a L.

13 de octubre de 2014

ARQUEOLOGÍA DEL FUTURO


En Overton Down, en 1960, se llevó a cabo un experimento que no ha perdido interés, y no sólo para la disciplina involucrada. Se erigió un túmulo y una excavación de veintisiete metros de largo por siete metros de anchura y dos de profundidad para simular como se degradaba su geometría y las diferentes materias sepultadas en su interior. Pasados los años se realizarían diferentes seguimientos y catas con el objetivo de percibir la evolución del conjunto. La última de ellas se producirá en 2088. Ya en 1964 se obtuvieron los primeros resultados: la forma de todo variaba y los tejidos enterrados se decoloraban…
Hoy este experimento ha sido declarado patrimonio de la humanidad. Después de cincuenta y cuatro años todo ha sido retapizado con césped y aquel extraño agujero ha dado cobijo a una pareja de árboles.
Se podía haber adelantado su conclusión: el tiempo arruga el territorio a un ritmo indecente. Habría bastado observar la arquitectura. De hecho ésta y suelo están llamados a encontrarse nuevamente por mucho que se llame a eso ruina. Para la arqueología y para la arquitectura en realidad no existe la ruina como tal, sino sólo un ciclo abierto que redondea aristas, abre grietas y derriba todo.
Hay una continuidad real entre ambas disciplinas. Tanto es así que la arquitectura es una parte sustancial de una verdadera "arqueología del futuro" (más allá de lo promulgado por Jameson). Se manifiesta en cada edificación el espíritu de la verdadera "obra abierta". En todos los estados de la forma la arquitectura es siempre una valiosa transmisora de mensajes.
La continuidad entre obra y ruina se debe al maldito tiempo, al bendito tiempo, gran arquitecto, hacedor de formas y fabricante de sus significados.

6 de octubre de 2014

LA CONEXIÓN WRIGHT


La influencia de Frank Lloyd Wright tuvo un peso notable en aquella lejana España de los años cincuenta y sesenta. Muchos arquitectos de entonces, desde Oiza a Corrales, Molezún o Sostres sintieron su singularidad y valor. Todos homenajearon y copiaron al maestro americano, todos hicieron versiones entusiastas y no dejaron de mirarlo con justa admiración.
Menos sabido es, sin embargo, el conocimiento por parte de Wright de lo que por entonces hacían los españoles …
Hay muchos motivos de sorpresa ante el dibujo que ilustra los gestos incansables del maestro americano a sus ochenta y nueve primaveras. No es poca cosa ese entusiasmo vertical. Pero a este respecto de la conexión española, en semejante derroche de papel vertical, sorprende aun hoy que apareciera rotulado el nombre del ingeniero Eduardo Torroja. "Wright saluda a Eduardo Torroja". Como el que busca que una obra quede protegida mediante una advocación… Impresiona tanto ese nombre, como la propia torre. Sobre todo porque Wright no era de fácil trato y menos de fácil piropo. (Es sabido que no soportaba a Le Corbusier, aunque si tenía un especial respeto por Mies van der Rohe).
En España Wright no conocía sólo a Torroja. De hecho recomendó a un cliente que quería hacerse una casa que recurriera a un arquitecto local y de talento cuya obra conocía bien. El arquitecto era Coderch. Y no era precisamente Coderch hombre dedicado a inventarse esas cosas...
Dos anécdotas de las que se pueden sacar dos lecturas: primera y misteriosamente, los mejores se conocen. Segunda, en arquitectura, solo hay un país, el mundo.

29 de septiembre de 2014

CITAS Y ENCUENTROS


El placer y el riesgo de una esquina es el mismo que el de una cita a ciegas o un duelo a muerte.
Las geometrías de dos planos se saludan en la esquina y súbitamente se descubre el protagonismo y la pericia de cada una. Existe en la esquina una especie de caballerosidad en la materia. No solo una cortesía ciudadana, de un plano cediendo el paso a otro, sino el respeto de saberse ante las reglas de quien se juega algo serio. Algo serio, incluso cuando en ese reto ningún plano logre imponerse y ambas caras acaben permaneciendo estáticas, suspendidas, como dos manos en una plegaria.
Si un escritor es un “juntapalabras”, todo arquitecto acaba convertido en un “juntacosas”. Es en la gramática donde se ve el buen hacer y el ritmo y gracia de cada uno de ellos. Porque en cada esquina, además de un duelo con la materia, existe un baile.
La esquina es de quien se la trabaja. Por eso dedicar tiempo a ese punto puede hacernos pasar por dignas prostitutas, ebanistas depurados, buscones de barrio, o en el peor de los casos, pasar a la historia. Como puede imaginarse, entre ellos, el de arquitecto no es el oficio que mayor dignidad exhibe allí.

22 de septiembre de 2014

HERRAMIENTAS DE ARQUITECTO


Empeñarse en recurrir a instrumentos ajenos al oficio de arquitecto ha terminado por resultar un lastre. A ningún ortodoncista se le ocurriría usar un telescopio, ni a un zapatero una máquina de escribir para mejor hacer sus respectivos oficios. Por mucho que ambos disfrutasen de horizontes biográficos más amplios. Sin embargo en el arquitecto late la suave tentación ancestral de emplear medios que apenas maneja con soltura, cuando en realidad le basta con emplear bien los ya conocidos para descubrir otros mundos y proveerse de sorpresas de todo orden.
Si el arquitecto fuese ejemplar, emplearía un plano de emplazamiento para describir una molécula, un partido político o una obra teatral. Haría plantas y secciones de un balance bancario y un detalle constructivo de un campeonato de atletismo… Porque lo contrario, parece claro, no aporta beneficios.
Las herramientas del arquitecto, empleadas con imaginación y sentido histórico, permiten visualizar y entender muchos de los factores invisibles de la compleja realidad. Imaginen obtener una topografía de un ser animado, el despiece constructivo de un programa radiofónico, o erigir una axonometría de una cita a ciegas. A la vuelta de la esquina espera un universo al alcance de un lápiz y una mirada entrenada.
Porque el arquitecto, conviene no olvidarlo, antes que otra cosa, dibuja. Dibuja siempre. Incluso cuando construye se limita a dibujar con otros materiales. Al arquitecto le basta dibujar sin descanso, sin pausa, para comprender la realidad; para empujar las cosas hacia el fondo de la memoria; para hacerse con el pasado; para iluminar zonas oscuras. Le basta dibujar con manos siderales, con tacto y delicadeza, antes que con virtuosismo.
Porque la arquitectura exige una especial perfección en el uso del dibujo hasta la disolución del dibujo.