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13 de mayo de 2019

UN POCO DE SILENCIO


Dice Álvaro Siza que todas las bibliotecas debieran tener, a su salida, grandes escaleras donde poder pensar en lo aprendido, en lo leído en su interior. En la biblioteca, los libros y la lectura crean una atmósfera de intimidad que no es sencillo conciliar con lo cotidiano. Toda biblioteca debe ofrecer, por tanto, una especie de cámara de descompresión.
Miguel Ángel nos legó, ya lo sabemos, una de esas cámaras anecoicas perfectas. El recinto de entrada a la Biblioteca Laurenciana, en Florencia, podría interpretarse de ese modo. E incluso la escalera que allí se desborda, podría ser leída como ese tipo de mecanismos de silencio reclamados por Siza.
Sin embargo la escalera de Miguel Ángel no es en absoluto un escenario para meditar con tranquilidad antes de salir. Más bien al contrario, ante ella sentimos en la cara la fuerza del chorro de un cohete a propulsión que proviene de arriba, de la sala de lectura. Buonarroti nos reserva el necesario momento de silencio, pero en otro lugar y de otro modo: mediante un mecanismo inapreciable desde la entrada, porque queda a nuestras espaldas, allí se ofrece, al que sale, la vista de un paño ciego, mudo. Sin nichos, ni decoración. Un paño vacío, de silencio. Es la alternativa al espacio de esas gradas que requería Siza a toda biblioteca antes de salir al mundo. Un lugar en blanco donde ver a través. También de ver a través de nosotros mismos.(1)

(1) Sobre este paño en blanco palabras más precisas pueden ser leídas en la tesis doctoral de Colmenares Vilata, Silvia (2015). Ni lo uno, ni lo otro: posibilidad de lo neutro en arquitectura. Tesis (Doctoral), E.T.S. Arquitectura (UPM).   

25 de marzo de 2019

PUERTAS VELOCES


En 1970, Marina Abramović y James Franco se plantaron en pelota picada, cara a cara, entre las jambas de una puerta. Dada la estrechez del paso, no había manera de pasar entre ellos sin rozarlos. Una situación incómoda de verdad. Los visitantes de la instalación “Imponderabilia” seguían un patrón de comportamiento semejante al que sentimos al llegar tarde al cine o a un concierto. Pedir perdón y pasar conteniendo la respiración. Tratando de molestar o mínimo y sin saber a quién dar la espalda. 
La performance no solo era una experiencia artística. Ponía de manifiesto que por las puertas, además de pasar, se nos sugiere un tempo. Generalmente lento. Aunque en este caso se jugase precisamente a lo contrario. 
Verdaderamente no somos consciente del natural retardo que se produce en las puertas. Para ello a veces no solo se ornamentan, sino que se incluyen educados traspiés, obstáculos y hasta se juega con bajar la altura de sus dinteles invitándonos con ello a realizar genuflexiones inconscientes. Todo vale con tal de hacernos pasar por ese umbral con mayor parsimonia. (Y parsimonia es una buena palabra para hablar de las puertas habituales porque remite a ahorro y a lentitud). 
El caso es que a veces en las puertas hay quien se empeña en lo contrario. Y que pasemos por ellas a toda velocidad. Pero solo en tiempos tan retorcidos como los que impulsaron a Abramović y a Franco a ventilar su desnudez en público. 
Una de esas puertas veloces, quizás una de las mejores, es la que se inventó Giulio Romano, el gamberro arquitecto y pintor del barroco en el Palazzo de Te de Mantua. Allí, que hay todo tipo de sorpresas, existe una sala donde Romano colocó unos hermosos frescos de unos caballos por las que la sala recibe su nombre. Pero no los dispuso sobre el suelo, como correspondería al sentido común, sino en alto. Sobre la línea del dintel de la puerta de paso. Y sobra decir que nadie en su sano juicio se detiene bajo un caballo. Ni en el siglo XVI ni hoy. Como para no cruzar rápido. 
Por cierto, al otro lado de esa puerta, y de frente, nos espera un titán con un garrote en la mano. Como para aminorar la marcha.
A veces es mejor una puerta veloz que alguien detrás atosigando al personal con el consabido "¡No se detengan!, ¡no se detengan!"

11 de marzo de 2019

MEJOR QUE EL ÓCULO DEL PANTEÓN


Cualquiera sumergido en esa pelota de aire y luz que es el Panteón de Roma, no es de extrañar que se sienta sobrepasado. Porque es lo más cercano en arquitectura al sentimiento de enfrentarse al mar. 
Aunque a veces, como también sucede con el mar, el clima de los tiempos invite a no fijarse solamente en su grandeza. Hay generaciones, de hecho, para las que el Panteón resulta un espacio extraordinario, pero no tanto por su inmensa redondez, sino por cuestiones que suelen pasar desapercibidas. Así, y aunque doloroso esos mismos tiempos se verían capaces de prescindir de ese descomunal ojo cenital en caso de extrema necesidad. Pero serían incapaces de tapiar su puerta. 
En la puerta del Panteón se ve entonces un mecanismo de una maravillosa delicadeza, no solo formal y simbólica. Sin embargo, cuando se prefiere la puerta al resto de sus misterios, como si hubiera que elegir, podemos ver un cambio en la sensibilidad de lo más significativo. 
Está claro que la puerta, toda puerta, es la muestra de una contradicción no resuelta. Pero poner allí la atención es subrayar la contradicción mayúscula del acto de entrar. Por supuesto que no solo está el problema de penetrar en un espacio central, sino porque en el caso del Panteón, la puerta da sentido a toda la obra, incluso vale para iluminar por si misma todo su interior. (Como también sucede en el Tesoro de Atreo sin ir más lejos). 
En ese sentido las puertas del Panteón contribuyen a la construcción de una penumbra casi inapreciable que resulta muy atractiva para los tiempos que aprecian los matices de lo secundario. En esa puerta se roza un tipo de luz que acompaña al visitante antes de enfrentarle a la sorpresa del rayo de luz interior. La puerta invita a la sorpresa antes que constituirse en la sorpresa misma y he ahí su fuerza invisible. En la puerta percibimos el peso frio del bronce y la masa que rodea al que penetra al interior. Allí, las treinta y dos columnas de casi metro y medio en la base y catorce metros de altura, ocupan más de quinientos metros cuadrados. La luz de norte que entra a través del granito gris y rojo es hermosa y tan necesaria como invisible. A este derroche inapreciable se añade el volumen pesado del pronaos. Es decir, en la puerta se concentra un lujo material desmedido y sin embargo es un lujo que se pasa de largo, que se considera instrumental. 
Esa puerta, quizás como todas, ha nacido para ser dejadas atrás. Y a pesar de su tamaño, es insuficiente para epatar a quien entra por ella. Pero su insignificante papel de guía invisible es hoy quien llama nuestra atención contemporánea. Solo una vez al año, durante unas pocas horas, en abril, el óculo rinde homenaje a esa puerta y la ilumina. Como justo pago a su cotidiana invisibilidad. 
El resto del tiempo, la puerta del Panteón, con su tenue luz del norte, tímida pero cierta, solo acompaña, como un suave fantasma al interior. Luego nos despide con su contraluz de vuelta al bullicio de Roma. Pero ya distintos.

25 de febrero de 2019

LA DECADENCIA DEL PASILLO


Aunque vivimos rodeados de ellos, poco a poco, los pasillos se han ido relegando al catálogo de las habitaciones del pasado. ¿Quién añora los sustos y sorpresas que escondían? ¿Acaso el mercado inmobiliario es capaz de preservar un espacio que no aloja más que puertas? 
Si el pasillo fue un invento muy apreciado en el pasado para separar el maremagnun social que deambulaba por casas donde invitados, niños, habitantes y servicio se cruzaban sin orden ni concierto, llegados al siglo XIX tuvo su momento de mayor esplendor(1). Fue entonces cuando en los pasillos se empezaron a guardar los objetos de la casa desplazados de las habitaciones, funcionando casi como almacenes, a la vez que los cuartos empezaron a ser “habitaciones para uno mismo”. Gracias a esos tubos con puertas, durante mucho tiempo las habitaciones se enganchaban al resto de la casa como hacen las ramas de un árbol con su tronco. Tras esas puertas se escondían ya no antecámaras y alcobas, sino dormitorios, despachos, baños y adolescentes. 
Sin embargo y desde entonces el pasillo ha sufrido una lenta pero evidente regresión. Cada vez más estrechos, cada vez más oscuros, al final se han vuelto incapaces de ofrecer experiencias sustanciosas para un habitar doméstico irremediablemente empequeñecido. Por eso, desde mediados del siglo XX, en casas cada vez más pequeñas, ese lugar, desproporcionado como un apéndice, parecía destinado a extinguirse. O al menos, a evolucionar hacia nuevas formas. 
Georg Simmel dejó alguna de las claves para descubrirnos su esencia y por tanto su posible futuro. En su texto "puentes y puertas" distinguía en éstas últimas la misteriosa multidirecionalidad que contenían. Tras cada puerta se abría un abanico de direcciones a seguir. Sin embargo y si bien con el pasillo ocurría algo semejante, durante mucho tiempo se ha obviado esa evidente relación de consanguineidad entre ambos elementos. Solo ante los rescoldos del pasillo hemos descubierto que no pertenecen al mundo de las habitaciones, sino al de las puertas
El pasillo, en su ensoñación, es hoy una puerta alargada y profunda; una puerta a cámara lenta. Y ahí precisamente tenemos una señal de su posible evolución. Imagino que el cuello de las jirafas o los picos de algunas aves comenzaron en algún momento a cambiar de forma por motivos parecidos. Lo cual es otra prueba más de la destacable pero poco atendida ciencia del darwinismo espacial. 

(1) Robin Evans, “Figures, Doors and Passages”, en Architectural Design, vol. 48, 4 abril de 1978. (Ahora en Evans. Traducciones. Valencia: Editorial Pre-Textos, 2005).

31 de diciembre de 2018

LA MAGIA DE ABRIR


Las llaves sirven para dejarnos entrar o salir, para abrir o cerrar cualquier cosa. La arquitectura ha mostrado siempre cuidado y placer por las llaves, porque de ellas pende el misterio de toda habitación y la magia del umbral. Las llaves, por eso mismo, evocan una tensión, entre el dejar o no pasar, la de prohibir o admitir, que obliga a diseñarlas como un símbolo. Porque quien sabe cómo acceder a un lugar, se convierte en el guardián de todo su misterio. 
Por eso me gusta tanto la llave que representa esta imagen. 
Aparentemente cuesta distinguir su forma y su sentido. Pero se trata de una llave maestra, sin muescas ni aparente forma de llave. Es el acceso a una conocida y mítica casa a la que, en origen, solo se podía acceder por barco. 
Si se fijan, esa cerradura está construida y dibujada con un cariño infinito. Aunque con forma de embarcadero, esa cerradura tiene todos los matices de un hueco dispuesto para que su encaje con la llave sea limpio y sin ruido. Las rocas, el lugar del amarre, las líneas de la vegetación y los peldaños hacen las veces de ese milimétrico ojo de la cerradura por el que la barca “Nemo propheta in patria” debía deslizarse.
Alvar Aalto abría su casa de Muuratsalo con esta llave mágica. Igual que lo hacía la vieja diosa Cibeles con su llave enterrada desde el invierno, Aalto abría la tierra cada primavera, para que todo rebrotase y floreciera gracias a esa llave.

3 de diciembre de 2018

CONFORMARSE CON LAS PAREDES


Nos conformamos con las paredes. Y sin embargo, ¡son tan poca cosa! 
Las paredes son como los muros, pero no llegan a serlo. Son, de hecho, sus parientes pobres. Su versión low cost. En realidad las paredes no soportan nada, porque han perdido su masa y su capacidad portante. Las paredes solo separan y, la verdad sea dicha, no lo hacen bien del todo. Gracias a la pérdida de materia, inevitablemente dejan pasar algo de la vida del otro lado. Es decir, son una especie de membranas osmóticas de la privacidad. Una membrana imperfecta pero tolerable. 
Desde que el movimiento moderno tuvo la sagacidad y la capacidad técnica de exfoliar el muro en sus diversos componentes, dejando que la estructura se convirtiese en pilares y el cierre se decapara en aislamientos de todo tipo, cámaras de aire, cierres, barreras de vapor y filtros varios, lo cierto es que su antigua capacidad unitaria se ha perdido irremediablemente. Pero no hay nostalgia posible hacia el muro como elemento separador integral. Entre otros motivos porque ya no hay quien pague uno o porque ha adquirido connotaciones nada positivas. Sin embargo, junto con la desaparición del muro se ha dado la desaparición de una de sus fuerzas psicológicas más poderosas que lo sostenían: su capacidad de construir un “fuera”, de excluir lo que quedaba al otro lado. Los únicos muros que se erigen hoy en día se refuerzan miserablemente con alambradas de espino, soldadesca y cámaras de vigilancia. Porque los muros hoy son fronteras, y principalmente contra la pobreza. Ajena, me refiero. El muro representa lo infranqueable y traspasarlo es saltar a otro universo psicológicamente diferente.  
Por eso mismo y si tradicionalmente el muro era una estructura fuerte, la pared, como decíamos, se ha convertido en un filtro menor. Las paredes no aíslan completamente, y solo sirven para separar algo las cosas. Al otro lado de la pared se escuchan conversaciones y gemidos. Al otro lado de la pared no está, pues, un enemigo, sino alguien molesto, que da fiestas hasta altas horas de la madrugada, que se pelea a gritos con su futura expareja, pero que hay que saludar en el ascensor como si no hubiésemos sido testigos ciegos de su vida. Las paredes, por tanto, permiten la convivencia entre animales humanizados sin que el otro sea un enemigo declarado. 
Sabemos que existen los vecinos, les oímos, pero al menos nos queda el consuelo de no verles. Su olor no nos llega completamente, sino solo de modo ocasional, cuando los guisos se cuelan por las rendijas de las puertas o entran por el patio. Pero mientras y al menos, la pared impide la amenaza de que nos rocen o nos toquen. Por todo ello, la pared es el emblema de la ciudad y el símbolo de la civilización: vivimos juntos gracias a las paredes, no a los muros
Hasta que encontremos como reconstruir la intimidad perdida, las paredes son su bandera. La divisa de una intimidad amenazada, pero no hundida.

19 de noviembre de 2018

FABRICANTES DE RINCONES



Ni filósofos, psicólogos ni la mayoría de los arquitectos aman los rincones, porque en ellos solo se percibe la simpleza conceptual de lo reservado, de lo cejijunto y de un primitivismo insustancial. Sin embargo Bacherlard, su gran teórico, ya recordaba que pensar en esos lugares no es una tarea inútil porque “el rincón es el casillero del ser”(1). La casilla de salida. 
Hoy, en la sociedad de sobreexposición y del mercadeo extremo del espacio, ya no es posible encontrar buenos rincones. Cuando no hay sombras donde protegernos de la red wifi que todo conecta, cuando nuestros gustos más profundos permanecen inevitablemente a la vista, cuando todo rincón tiene que ser optimizado para alquilar, el fabricar un nuevo tipo de rincones se ha vuelto necesario. Y un difícil deber profesional. Es cierto que el rincón se ha entendido a menudo de un modo negativo y algo pobre: el rincón vivido reniega del afuera, del universo, reclama la soledad y solo parece construir una dialéctica del dentro y del afuera. Sin embargo “los rincones están encantados.”(2) 
La primera dificultad para el arquitecto fabricante de rincones es que aparentemente éstos no se hacen, sino que se encuentran. Es el habitante el que los produce: “se construye una cámara imaginaria alrededor de nuestro cuerpo que se cree bien oculto cuando nos refugiamos en un rincón. Las sombras son ya muros, un mueble es una barrera, una cortina es un techo”(3). Hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX, para encontrar la generación de los grandes fabricantes de rincones de la arquitectura moderna, (En la primera mitad del siglo los maestros solo fueron grandes fabricantes de esquinas): Aldo Van Eyck fue muy sensible a esos mediocuartos y tal vez el gran maestro de ellos. Indudablemente existen tipologías donde es necesario trabajar el rincón como elemento constitutivo fundamental. Principalmente donde los habitantes sean seres frágiles o estén, de algún modo, quebrados. Refugios, lugares de acogida, orfanatos, colegios o residencias, deben atender a los rincones como si fuesen sus altares. 
Para un arquitecto detectar rincones a veces requiere de una especial perspicacia, pero existe un método infalible para encontrarlos: miren donde se refugia un niño triste o enfadado. Porque nadie ama los rincones tanto como los niños.
Laugier contó un chiste cuando dijo que la arquitectura nació en una cabaña primitiva hecha de palos, porque cualquier ser humano, hasta el niño más inocente, sabe, que la arquitectura comienza en un rincón. Y digo bien, la arquitectura “comienza” en un rincón, y no “comenzó”, porque en cada rincón empleado como tal, ésta se actualiza y rejuvenece.


(1) Bachelard, Gaston. La poética del espacio. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1992, pp. 173. (Ed. Or. La poétique de l´espace, París, 1957), (2) Ibídem, pp. 175, (3) Ibídem, pp. 175.


25 de junio de 2018

SIN VENTANAS NI PUERTAS, NO HAY HABITACIONES

Cada ventana son siempre mil ventanas. Porque por ellas atraviesan las luces del amanecer y del crepúsculo, porque por ellas aparece la primavera y la bruma exterior y porque por ellas cambia cada día la habitación a la que pertenecen. 
Del mismo modo, cada puerta son siempre mil puertas. Porque cada puerta es una bienvenida diferente y un lugar que conecta con un exterior siempre cambiante. Porque tras cada puerta nos espera una rutina ligeramente deformada y porque gracias a ellas cambia la habitación a las que pertenecen. 
Por eso, cada habitación son mil veces mil habitaciones. Desde esa perspectiva, no todo depende de sus habitantes, sino del ligero cambio que suponen sus agujeros. De ese modo se puede comprender que no haya una verdadera habitación que no disponga de estos dos elementos esenciales. Como no hay una cara sin ojos ni boca que logre expresar algo.
Cuando Louis Kahn decía, “No hay una habitación que no tenga luz natural” se refería de un modo indirecto a la necesidad de su apertura y su fuga. Porque una habitación sin puerta ni ventana puede ser un cuarto, pero nada más. Tal vez esa interdependencia se deba a que gracias a la ventana sabemos de la forma de la habitación, (y no simplemente porque deje pasar la luz para verla, sino por su lógica esencial); y gracias a esa puerta conocemos su tamaño (y no sólo porque sepamos que las puertas son un eco de las personas). Así visto, puertas y ventanas conllevan habitaciones tras de sí. Y viceversa.  
Aparentemente las habitaciones son sólo los espacios entre tabiques destinados a un uso. Pero debido a esos huecos que superan lo epitelial de los tatuajes o lo extraño de los injertos, puesto que son parte de sus entrañas - pero que paradójicamente no incluye ninguna definición del diccionario - las habitaciones son un delicado mecanismo del ser: estamos en el mundo gracias a las “estancias”, del mismo modo a que somos gracias a tener “esencias”.

18 de junio de 2018

UN ACTO DE BIENVENIDA ELEMENTAL: EL FELPUDO


Como todo el mundo sabe, el felpudo es esa alfombra generalmente raída y algo descuadrada respecto a la puerta de la casa, cuya función primordial es la limpieza de los pies antes de entrar. Sin embargo sabemos, por el habitual convivir con esos rectángulos de fibra de coco, que sobre ellos reflexionamos fugazmente algunas cuestiones de nuestra más íntima existencia: allí buscamos las llaves y sobre ellos dudamos dónde hemos aparcado el coche o si nos habrán perdonado los habitantes del interior el último descuido o enfado. 
Pero además el felpudo es un signo de cómo se construyen las sociedades en relación a la propiedad privada. Son un signo de la confianza en el prójimo, puesto que es el único objeto privado de la casa que se deja al exterior, a pesar del riesgo de dejar de serlo. También es el único signo permanente de la singularidad de quien habita el interior: el felpudo es un retrato de los habitantes, que en este objeto horizontal, se muestran sociables, anónimos, juveniles o descuidados. Y todo ello aunque en primera instancia, conviene insistir, el felpudo sólo cumple con la función de la limpieza antes de cruzar el umbral de la casa y es, por tanto, la encarnación del gesto de entrar. (Y solo de entrar, porque al salir salimos purificados del hogar y con las suelas de los zapatos limpias). 
La historia del felpudo es la de un trozo de “felpa”, es decir, de un tejido. Pero coincide en su función con la del primer escalón, de piedra o de madera, dispuesto como umbral antes de acceder al interior. Así pues, su misión no está vinculada a la ligereza y a lo provisional del tejido sino a la simple necesidad purificadora que requiere entrar a cualquier hogar. Porque antes de entrar se debe limpieza a los habitantes o, mejor dicho, se debe limpieza al “interior”. En todos sus sentidos. El felpudo reúne, por tanto, una misión simbólica y una práctica sobre las intenciones de quien entra, por mucho que mensajes como “welcome”, “cuidado con el perro“, “o bienvenido a la república independiente de tu casa” lo banalicen como objeto…

4 de junio de 2018

TERRAZAS DESDE DONDE SALTAR


Las terrazas sí que son un invento, (y no los pobres balcones). En las terrazas se nos da la oportunidad de tomar el sol, de leer y hasta de saltar por ellas sin perder el glamour. Saltar desde un balcón es cutre y de mal gusto, incluso como deporte de adolescentes borrachos. Pero hacerlo desde una terraza es otra cosa. Es más que una cuestión de estilo. 
La casa con terraza tiene, psicológicamente al menos, una habitación de más. La terraza es una habitación suplementaria que hace de toda la casa algo aéreo. Porque las terrazas, como las plataformas de despegue de los portaviones, casi parece que permiten a la casa volar por si misma. Las terrazas disparan y proyectan el hogar hacia el cielo y convierten casi cualquier casa en un ático. 
Las terrazas pueden construir la fachada de un edificio, cosa que los balcones no pueden ni soñar hacer. Las terrazas pueden incluso dar razón de ser a un edificio, y si no, basta recordar las Marina City Towers, donde solo la terraza es capaz, ella solita, de dar sentido, profundidad y riqueza a las dos torres gracias a esos pétalos hormigonados. 
Aunque lo más hermoso de las terrazas es que son un muestrario de la vida de las personas que las habitan. En el mobiliario de las terrazas triunfa tanto el plástico como todos los complementos que pondríamos encontrar en un exterior, incluyendo gnomos de cerámica, farolillos y césped artificial. Pero aun así las terrazas no pierden su aura y los matices de quien busca en ellas un jardín o una azotea. 
Esos planos aéreos, como el techo descapotable de los coches, es un “extra”. No sólo son una habitación “extra”, sino una extra-habitación. Un “extra” que es en si mismo un artículo de lujo y ni te cuento si se combina con la palabra “vistas”. Entonces constituyen el lujo supremo: la “terraza con vistas”. 
Quien pillara una, en lugar de un casoplón en la sierra.

28 de mayo de 2018

EL BALCÓN SATURADO



En teoría los balcones, o son extensiones de las habitaciones o prolongación de las ventanas, (a veces de la calle misma). Pero está claro que son espacios incompletos, porque no se sabe si crecen de dentro a fuera, o al revés, y necesitan entenderse como prolongación de algo. A veces son como hernias que les salen a las casas y otras como escenarios donde la calle se mete por ellos. 
El balcón es el lugar del pregón, de la recogida de los trofeos deportivos y del lucimiento de banderas en los edificios públicos, pero los de las casas son tan distintos que puede decirse que no pertenecen a la misma categoría de objetos. Porque los balcones en las casas no son símbolos de casi nada. Si tradicionalmente en España los balcones eran un lugar de exhibición y de cortejo, hoy, cuando no están llenos de tiestos, lo están de bicicletas. O son el último refugio de los fumadores domésticos, que encuentran en ese espacio el único lugar para no atufar al resto de los habitantes de sus malos hedores. 
En la práctica el balcón es, pues, un lugar convertido mayoritariamente en un armario sin trasera, y en un desecho hacia la calle. (Un proceso que, si estudia con atención, antes sufrieron los tendederos). En el balcón se acumula siempre y antes de nada un primer objeto: la polución. Es cuando nos asomamos a ellos cuando descubrimos lo sucias que están las ciudades y es entonces cuando nos preguntamos por la mugre que debe contener cada uno de nuestros pulmones. En el balcón descubrimos, consecuentemente, una aspereza adicional del habitar la ciudad: mirando a la ciudad desde allí nos vemos a nosotros mismos, por dentro, un poco engrisecidos. 
Puede que por eso el balcón se haya ido convirtiendo en un cuarto solamente perteneciente al exterior, un almacén de las cosas que no queremos ver a diario en la casa. El siguiente paso en su escala evolutiva es perpetuarlos como armarios o llenarlos de aparatos de aire acondicionado, pero sin preocuparse mucho del aspecto de los balcones del resto de los vecinos. Lo cual es un signo de la individualidad de sus habitantes, pero de una individualidad de sus trastos, una individualidad no voluntaria y sin sentido estético alguno. 
Es importante señalar aquí que el balcón no ofrece la misma cantidad de cosas que su pariente rica, la terraza. Entre ambas piezas, de hecho, hay un abismo de posibilidades y de diferencias a pesar de que se ocupan del mismo espacio intermedio. Porque en las terrazas se dan fiestas y se puede cenar o tomar el sol, y en los balcones nada de eso. En realidad los balcones siempre van a peor. Y no es por ser negativos. Pero es que los balcones son un asco. O mejor dicho, están siempre hechos un asco.
Puede que por eso se produzca la trasferencia de significado.

26 de marzo de 2018

LA CASA CEBOLLA


Cada casa es una cebolla. 
Sucesivas capas se acumulan sobre ella encerrándola y encerrándonos, a la vez que nos proveen de un cierto sentido de la privacidad. Las primeras capas son las más visibles y están constituidas por la propia arquitectura y sus límites. El umbral es responsable de introducir pieles densas y poderosas. Bajo el término umbral, la casa acumula las veladuras que suponen, el limpiarse los pies en un felpudo, sacar las llaves del bolsillo, dejar un paraguas o el abrigo, y saludar. Las capas del umbral por supuesto contienen también ese objeto que llamamos puerta y nuestras queridas cortinas cercanas a las ventanas. 
Luego se construyen y solapan otros estratos menos visibles, como son el paso a paso desde el recibidor, los pasillos, hasta llegar al armario de la ropa ante el que nos desvestimos, la cama, y finalmente un lugar casi sin conexión wifi. 
El encontrar el centro de esa cebolla puede ser variable pero está en función de cada habitante. Porque esas capas crecen y crecen hacia dentro como matrioskas. Ese centro sin hueso de la casa supone un hueco que cada persona sigue pelando dentro de si mismo. De ese modo, la casa cebolla se extiende hasta nuestro interior y se completa en algún lugar dentro de cada uno. O dicho de otro modo, la casa cebolla devora a sus habitantes, los engulle en las tripas de sí misma. Las recubre con un vestido invisible tras otro, hasta que el habitante deja de serlo para ser habitado. 
La casa cebolla es, en una imagen, la mera tensión hacia el interior que ejerce toda casa. Una tensión introspectiva, casi hipnótica, semejante a la que debe sufrir la materia en su interior debido a la fuerza de la gravedad. 
La casa cebolla, como esos cuadros de Frank Stella, se construye como un eco sucesivo de un marco, desde una intangible primera capa, pero hacia dentro, como en abismo. Y nos descubre eso precisamente, que hay una intimidad abismal que la sustenta.

19 de marzo de 2018

LA CASA CORTINA


Es hermoso pensar en las cortinas de una casa como sus unidades mínimas de privacidad. Unos velos que se dejan mecer por el viento y por el habitante, en una reciprocidad y movilidad nada despreciable. Un tipo de objeto que se sitúa en el límite de todo. Son parte de la arquitectura y a la vez de nosotros mismos.
O dicho con otras palabras, el visillo, al igual que la cortina, se asemejan a los párpados y son los primeros vestidos de la casa. La cortina comparte algo del contacto con la piel que tiene también la ropa interior. Por eso cuando una casa carece de esa veladura se ve amenazada por el puritanismo, sea o no religioso. Una casa sin cortinas presume de una pureza fundada en lo trasparente, y con ella, de la intachable moralidad de sus habitantes. Aunque no puede olvidarse que si en la casa todo está a la vista, el sótano está sobrecargado de misterios y traumas.
Hablando de estos ropajes primordiales de la casa es interesante hacer notar que generalmente no se ofrecen con la arquitectura acabada, sino que son parte de las primeras tareas del habitante cuando ocupa la arquitectura. Junto con el instalar lámparas y montar muebles, un primer habitar exige la colocación de estos filtros de la intimidad. Y por eso, cuando la casa se hace cortina o cuando la cortina es el primer recurso para lograr privacidad en una situación extrema, como ha descubierto el arquitecto japonés Shigeru Ban, puede entenderse la propia arquitectura como algo que es cuestión de intimidad y no de otras cosas, y que la arquitectura emana del vestido antes que de ninguna otra necesidad.
En este sentido, la cortina es esa sustancia que protege el roce de nuestra piel y de nuestra mirada con la del otro. O cuanto menos, la simboliza. Sin esa ropa interior no habría erótica, tampoco en el habitar.
Las casas sin cortinas son unas descocadas de las que no cabe esperar nada profundo.

12 de febrero de 2018

ESCALERAS QUE SEPARAN


Si por lo general el uso más importante de las escaleras es unir dos espacios, existe una excepción particular a ese objetivo. Porque existen escaleras que han nacido para separar y crear división antes que para comunicar. 
Estas escaleras excepcionales tratan, con sus pocos peldaños, de impedir el normal flujo de circulaciones. Es decir, hacen las veces de tuberías o de carriles donde se pretende aislar recorridos o distanciar tráficos diferentes. Generalmente a esas escaleras de un solo peldaño que se extienden por las calles se las denomina con el insustancial nombre de aceras. 
Las aceras son un caso particular de las escaleras porque, a pesar de gozar de una pisa y una tabica, como el resto de esos verticales mecanismos, no aspiran a elevarse sino que permanecen apegadas al suelo, como esos pájaros pesados y de alas cortas o como las domésticas gallinas. Escalera sin verticalidad, el peldaño de las aceras es un obstáculo, un leve pliegue del suelo, casi invisible y que sin embargo, al revés de lo que sucede con el solitario peldaño de interiores, no hace tropezar. Ese peldaño nos protege de atropellos y del posible agua que corra por la calzada, delimita los usos del suelo y hasta fabrica un tipo especial de ciudadanos: los peatones. El peatón pertenece a la subespecie de los ciudadanos que caminan por la ciudad, pero que lo hacen protegidos de la feroz brutalidad del tráfico por medio del escudo que son sus aceras. 
Las aceras son parte de esa armadura invisible no portátil que ofrece la ciudad a sus moradores y sus peldaños son, por tanto, un burladero y un signo de civilización. Por eso no verán nunca una utopía que dedique una palabra a esos peldaños solitarios, pero su colocación y anchura nos invita a un ejercicio de silenciosa caballerosidad diaria. No está mal para un solo peldaño.

22 de enero de 2018

EL DESCANSILLO NECESARIO


La palabra “descansillo”, empleada en castellano para referirse a esas breves superficies horizontales que interrumpen las escaleras y que proveen cierto sosiego entre las extenuantes subidas y bajadas, difieren en fondo y espíritu de las empleadas en Inglés, donde se denominan “landing”. Curiosamente la palabra castellana habla de las consecuencias que provocan las escaleras en relación cansancio que producen. Las escaleras agotan, y por eso necesitan tramos horizontales, más amplios que los peldaños, donde aminorar la marcha, a veces cambiar de dirección, y permitir a la musculatura que el ejercicio repetitivo de subir o bajar no acabe convertido en un tropiezo
Sin embargo la palabra británica habla de su relación con el suelo, con el terreno: “land”. Para el mundo anglosajón nuestro descansillo es innecesario, se da por supuesto. O dicho de otro modo, como es evidente que por las escaleras la gente cae, debe ofrecerse un lugar de aterrizaje preferentemente antes de llegar al suelo. Aunque también, y puestos a especular, puede que se deba a algo más prosaico: para cada escalera inglesa existe la obligación de ofrecer una porción de territorio digno de ser contemplado a medio camino de su recorrido, un “landscape”, es decir, un “paisaje”. 
Es cierto que también existe en español otra palabra para denominar ese espacio plano “in media res” de las escaleras, “rellano”, que en catalán se denomina “replà”. Ambos términos hacen referencia a porciones horizontales de terreno, pero no de territorio. Aunque ambos poseen la doble connotación de planitud, no llegan a asociarse a un espacio capaz de formar un paisaje, sino más bien remiten a su geometría y al acto de redoblar un plano. El rellano, como el relleno, es una acción doble, que insiste en su reiteración de lo horizontal. 
Así pues, y detenidos brevemente en este descansillo, peculiar órgano de la anatomía de lo vertical, pensemos en lo que aún queda por bajar y en el paisaje que nos queda por delante en torno a las escaleras.

15 de enero de 2018

LA ESCALERA DEL FILÓSOFO


Un anciano medita apenas iluminado por la amarilla luz de una ventana. Sin embargo la protagonista de la escena está a su derecha: una escalera que se enrosca voluminosa sobre sí misma como una brutal serpiente opaca. 
La escena aparentemente doméstica por su tamaño, habla de un rincón abuhardillado y tranquilo, pero los ingredientes que acompañan el cuadro hablan del poder de la escalera para sugerir más que ella misma como objeto físico y llenar el conjunto con una extraña sensación de vertical intranquilidad. Porque la escalera sube pero no lo hace hacia la luz, sino hacia un lugar oscuro y desconocido. Y ese subir se contradice con la imagen de las escaleras bíblicas y herméticas que prometían luz y conocimiento en su ascenso. Por lo visto el conocimiento no es nada luminoso. 
La escalera de ese filósofo es la escalera de la luz y de la sombra, pero simultáneamente. La luz que entra por la ventana alumbra los primeros peldaños de subida y el envés del siguiente piso, pero el resto es un agujero que se contrapone a la luz dorada de la ventana e incluso a la de la chimenea. La escalera del cuadro de Rembrandt es un personaje que podría ser del mismísimo Caravaggio. O dicho todo lo anterior de otro modo: la luz en esa escalera es una luz que sabe que también es sombra. 
El filósofo medita sobre cosas para nosotros imposibles de averiguar si no fuese por ese símbolo de lo vertical. Una escalera que parece decir que todo contiene todo. El anciano habita, de ese modo, en dos mundos: el arriba de esa escalera y el abajo, el error y la sabiduría, la luz y la oscuridad. Pero lo hace a la vez. Y la escalera es una brutal metáfora de esa condición. La escalera mientras, se enrosca sobre un centro que simboliza aquello que se quiera: dios, un principio, el amor, el arte, la conciencia o el propio ser. Como la serpiente que es, se trata de algo vivo y en movimiento, algo que nos mira y que anuda ambos mundos y resume el drama entero de lo vertical.

25 de septiembre de 2017

EL PROFUNDO ESPACIO DE LOS NICHOS


Como ya todo se ha vuelto funcional, como ya nadie desperdicia nada, hemos visto desaparecer de la arquitectura ese reducto cóncavo y oscuro que era el hermoso espacio del nicho. 
Sin embargo habría que reivindicar para la arquitectura esa lujosa oquedad porque sería un modo de reclamar algo de misterio en un mundo en que ya todo está a la vista
En la historia de la arquitectura el nicho era un elemento importante porque permitía articular compositivamente el grueso del muro junto con sus parientes ricas, las ventanas. Sin embargo las ventanas se abrían, permanecían como un ojo abierto al mundo, mientras que los pobres nichos eran agujeros opacos y glaucos como lo son los ojos de los ciegos. 
Así pues el nicho fue siempre un modesto cobijo de estatuas y palomas en las fachadas medievales y renacentistas, con una función principalmente decorativa. Gracias a eso llegaron a convertirse en el marco de contemplación más digno para aquello que se colocase en su interior. El nicho llegó a ser el perfecto elemento conectivo entre la arquitectura y otras artes. Tal vez por eso las esculturas de santos estuvieron siempre íntimamente agradecidos a los nichos, porque eran esa especie de media casa que les libraba de la intemperie completa de la eternidad. 
Últimamente las escuelas de negocios se han apropiado de la palabra nicho para hablar de “nichos de mercado” o de “nichos de negocio”. Pero en realidad no puede olvidarse que su etimología proviene del latino “nidicare” que es anidar. Y es que cada nicho es un refugio primordial y que todo lo contenido en ellos se vuelve, de alguna manera, sagrado. Por eso mismo, el mihrab de las mezquitas es un nicho, y nichos son llamados los lugares donde nos enterramos en los cementerios. 
El nicho es pues y en esencia, un espacio de la concavidad y por tanto incesantemente receptivo. Es siempre un espacio a la espera, como una cucharada de aire. Es un lugar de sombra, como el de la cueva, pero sin su peso telúrico. Por todo ello el nicho representa al espacio de la profundidad real. Un hueco que recibe la luz pero no la proyecta y desde donde uno se mide y contacta con la arquitectura, como si allí nos ofreciera, antes que sus ojos y boca, su ombligo.

5 de junio de 2017

UN PELDAÑO MÁGICO


Un peldaño irregular de piedra, y aparentemente poco más, da acceso al interior del Upper Lawn Pavilion, de Alison y Peter Smithson. La puerta, de vulgar chapa galvanizada, se recorta sobre el muro que hace de cierre de la finca. 
El peldaño de acceso pertenece a dos mundos: tiene algo de la puerta y algo del muro. Está a medio camino entre ser un viejo dintel derribado y de esos ancianos peldaños de acceso de la arquitectura japonesa
En esa puerta y todo lo que le sucede alrededor no hay mucha forma. Los cantos rodados hacen las veces de felpudo para el barro y la humedad, una piedra lisa sirve de apoyo a paraguas u otros enseres, el peldaño de piedra aproxima a la puerta y eleva el paso. Sin embargo la diferencia de dureza y la textura de esas superficies, primero la arena compacta del camino, después la blandura de la hierba, el incómodo abultamiento de esos cantos rodados y por fin la superficie nivelada pero no lisa de ese peldaño, son un mapa de texturas sobre las que pisar. En definitiva, los pies sienten esa puerta más que lo que lo hace la vista. 
Y sumado a eso, y por si no se han fijado, también allí hay un habitante: delante del peldaño, representado por dos piedras semejantes y paralelas que, como piececitos de niño, se colocan ante la puerta esperando que alguien abra. Como a los que cantaba Gabriela Mistral: 

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!

Solo con lo que ocurre en las inmediaciones de ese peldaño se podría aventurar el placer de los Smithson por los suelos y el andar y los habitantes como fundamento de su arquitectura.

8 de mayo de 2017

SOBRE CÓMO LAS PUERTAS PUEDEN SALVAR VIDAS O PROPINAR COCES


Esos seres pacíficos y aparentemente inofensivos que son las puertas esconden en su alma un espíritu animal. Y se dice esto de las generalmente pacíficas puertas porque a veces se abalanzan sobre los habitantes, propinando coces a quien pasa cerca descuidado. 
En la previsibilidad de su apertura descansa el que las puertas sean tratadas como seres domésticos y mansos. Su correcta apertura puede salvar tantas vidas como uno de esos perros entrenados para las catástrofes. Las puertas abren hacia afuera en previsión de las indeseables y contadas ocasiones en que la gente sale despavorida ante una emergencia o cuando se corre el riesgo de quedar atrapado, sea en una sala de conciertos o en un cuarto trastero. El resto de las veces, que sepamos, las puertas abren hacia dentro para evitar ese mal gesto que es un portazo en la cara
Sin embargo hay instantes donde la dirección de apertura de la puerta supone un reto superior, casi moral, porque ese sentido de apertura puede ser leído como un acto invasivo, casi violento. Hace muchos años Quetglas dijo que ese era el principal problema a resolver por Le Corbusier cuando tuvo que proyectar las puertas de un espacio sagrado. ¿Cómo debe abrir la puerta de un santuario? ¿Hacia dentro o hacia fuera? Si fuese hacia el interior, el fiel entraría sin aviso, casi con arrogancia, en el espacio de la divinidad. Por el contrario si abriese hacia fuera, el visitante debiera permanecer a la espera de esa revelación del interior, pasivo, aguardando el permiso de un dios inaccesible. ¿Cómo hacer una puerta que abriera en las dos direcciones a la vez? Le Corbusier responde con una puerta pivotante sobre un eje central. 
Una puerta abierta simultáneamente hacia dentro y hacia fuera es una solución de compromiso, como también tratan de hacerlo esas puertas de los restaurantes que baten en dos direcciones con una ventana que evite el desastre de los platos volando, y como la puerta abierta y cerrada de Duchamp… Una sabia, correcta y magnífica solución de compromiso.
Verdaderamente, la puerta pivotante es una puerta contradictoria y esquizofrénica, pero como esos animales extraños, se hace necesario recordarla, no solo por amor a la diversidad de esa imperceptible y maravillosa fauna, sino porque demuestra que es tarea de la arquitectura resolver los imposibles con esa elegante insatisfacción.

27 de marzo de 2017

ENTRAR, DEJARSE SEDUCIR


Un oficinista empuja la puerta para acceder al recibidor de su diario lugar de trabajo. Aunque la entrada a la torre donde acude se produce desde más lejos. La plaza previa al edificio de oficinas, espacio regalado a la ciudad, constituía ya el verdadero primer paso. Para conquistar el mismo plano de suelo de la torre, había ascendido tres peldaños desde las calles de Nueva York y luego había cruzado entre dos estanques rotos por chorros de agua, que como esculturas, le habían escoltado hacia la entrada. 
Justo antes de ese suave empujar la puerta, una pérgola le había ofrecido un techo que no era el de la propia torre, puesto que era más oscuro, grueso y pesado de lo imaginable, aunque le permitía plegar el paraguas los días de lluvia. En ese instante, bajo el voladizo de la entrada, podía verse como la fachada de vidrio del hall había reducido sus proporciones hasta convertirse en la pequeña puerta giratoria que ahora empuja. 
El empleado se aproxima cada día a ese paño de vidrio bajo la torre por su eje, sin embargo, aunque lo intente, nunca puede atravesarlo. La puerta giratoria aun siendo de vidrio no le regala siquiera la posibilidad de un último reflejo donde acicalarse antes de entrar al trabajo debido a su curvatura deformante. Tendrá que posponer ese gesto, como poco, al interior del ascensor
Hay arquitecturas a las que se llega arreglado desde casa. 
Mies Van der Rohe sigue ofreciendo en el acceso del Seagram Building una lección inagotada sobre lo que es una puerta y sobre el sentido que toda entrada tiene como mecanismo de seducción. Cada entrada en la arquitectura de Mies ofrece la misma atracción que un ritual de flirteo. Todo está dispuesto sobre un eje que no permite nunca que sea accesible, que no se puede cruzar. Disminuye y acerca el tamaño de la arquitectura hasta hacerla tangible, sin embargo, y siempre en el último momento, no deja a nadie penetrar por el mismísimo eje. Aquí, a modo de parteluz, se encuentra el eje de rotación de la puerta. Tal vez, porque como en las antiguas iglesias, el eje para Mies se dedica a algo sagrado. E innombrable.