26 de octubre de 2015

SOBRE LOS GRANDES ARQUITECTOS Y LOS QUE NO LO SON


Uno se conforma repanchingado de su sillón, al pensar que la historia de la arquitectura depende simplemente de la aparición de los grandes arquitectos. Sabiendo que los genios no pueden parirse a voluntad y que al aparecer, lo más probable es que rompan todas las reglas. Consecuentemente, que cualquier sistema de educación puede formarlo, así como ningún sistema de educación puede estropear su genio.  
Si consideramos la historia de la arquitectura como un encadenamiento de grandes nombres, en lugar de considerarlo como un magma, digamos, occidental, como algo que forma un conglomerado con significación propia que es una parte importante de un círculo aun más amplio ocupado por las artes y ciencias europeas, esa será la opinión que más probablemente adoptaremos. 
Mirado desde esa perspectiva cada arquitecto genial deberá ser contemplado aisladamente, y al verlos así, en ese aislamiento, será difícil pensar que una educación superior o inferior a la que recibió le hubiese malogrado o encumbrado más. Las taras de formación de un gran arquitecto quedan confundidos inextricablemente con sus virtudes. ¿Podemos lamentar, por ejemplo, que Le Corbusier no recibiese una formación académica reglada en arquitectura, o que Adolf Loos no decidiera frecuentar menos burdeles que a Wittgenstein?. La vida de un arquitecto de genio, vista su relación con la obra construida asume una dimensión de inevitabilidad, de manera que hasta las deficiencias lo han situado en un buen lugar. 
Sin embargo esa manera de ver al arquitecto de genio es la mitad de la verdad. Eso es al menos lo que descubrimos cuando consideramos a un arquitecto tras otro, sin equilibrar ese enfoque con un esfuerzo de imaginación del panorama de su tiempo, en su totalidad. 
Y es en ese panorama desde donde es preciso contemplar también no solo a esas grandes figuras sino a los arquitectos de segunda o tercera fila, pues son ellos los que contribuyen en diversos grados a formar el ecosistema en que se mueve el arquitecto de genio. Y a ese panorama habría que sumar sus críticos e incluso sus clubs de fans. 
La continuidad de la arquitectura es esencial para su grandeza, y en una gran medida es función de los arquitectos de segunda fila preservar esa continuidad y formar un cuerpo de obra escrita que aunque no haya de influir en la lectura de la posteridad, desempeña un papel como eslabón entre los arquitectos que forman parte de la historia. Esta continuidad es en gran medida inconsciente, y solamente es visible desde una mirada histórica retrospectiva. 
Al mirar las obras de una época de esa manera y dentro de esa continuidad, es donde hay que considerar a cada uno de los grandes arquitectos como inmersos en las energías contra las que se revelaron o sobre las que supieron extraer y destilar las esencias. Sería fácil, de este modo, hacer desfilar un ejército de grandes nombres rodeados de esas figuras contra las que reaccionaron o a quienes se esforzaron en borrar o superar. Podría hablarse de Koolhaas en relación a la rivalidad mantenida con sus compañeros en la AA o en el paralelo que mantuvo una década frente a las obras de Herzog y de Meuron para comprender de dónde salen muchas de las divergencias y sus mayores fuerzas. 
Y así con tantos y tantos de los grandes nombres. La conclusión a estas ideas es sencilla y debería, quizás ser contemplada para superar la artificiosa y falsa dicotomía del genio y de la pléyade de obras de segunda y tercera categoría que les han impulsado a sacar su genio adelante.

19 de octubre de 2015

EL VIEJO Y EL VISILLO


La historia tiene su aquel. Un arquitecto vive cuarenta y cinco años bajo arresto domiciliario en una cápsula que le protege de la amenaza del totalitarismo. Sin ningún género de duda era considerado dentro y fuera de su país el mejor arquitecto ruso de su tiempo. 
El lugar de su exilio, su casa, formada por dos extraños cilindros intersecados, aún hoy no encaja con el vecindario. En su exterior, como en el frontispicio de un templo romano, un friso se encargaba de anunciar su contenido: “Konstantin Melnikov Arquitecto”. Arquitecto sin posibilidad de construir nunca más arquitectura. Debido a esa reclusión, quizás incluso debido a la propia forma de la casa, como un molusco, aquella obra se convirtió en un interior puro. 
Por entonces, cerca de aquel 1929 cuando se finalizó la casa, si la arquitectura se mezclaba con la política se podía volver una cosa seria. Y peligrosa. En esta obra Melnikov permaneció enclaustrado por el único motivo de ser un arquitecto moderno en un país donde, llegado un momento, la modernidad se persiguió como se persigue una plaga, si no estaba declaradamente al servicio de un ideario político. El problema es que Melnikov no había teorizado por escrito suficiente como para ser purgado de un modo, digamos, más radical. Sus obras por ser “formalistas teñidas de individualismo burgués y de idealismo radical” fueron las que le condujeron hacia ese lugar inesperado pero próximo. “El sello distintivo de las formas arquitectónicas de Melnikov es su tensión interna”, ha dicho sin ironía a pesar de serlo el historiador Selim O. Kahn-Magomedov. (1). 
Melnikov permaneció allí pintando, a duras penas ganándose el sustento, mientras esos cilindros perforados hexagonalmente se conformaron como una membrana contra el exterior cargada y tensa. Fuera imperaba la seriedad del totalitarismo, pero dentro reinaba una extraña combinación de humor y hambre. 
Toda la casa es un muestrario de ese exilio y de un extraño dislocamiento. En la imagen, un viejo busto de Homero, a pie de escalera, mira a través de una ventana hexagonal, mira por encima de un velo que descuelga como agitado por la propia geometría del hueco. Nadie puede asomarse con más ganas a ese afuera dictatorial y opresor que ese viejo Homero. Salvo porque Homero era ciego. Tal vez esa escultura de Homero no sea más que un símbolo, “objeto cuyo significado es compartido y que incorporamos a nuestro ajuar para reconocernos como parte de una comunidad”(4), pero da la sensación de que todo en esa casa es mucho más. 
Sin esa carcasa de cilindros y sus ventanas repetitivas y monótonas, el busto que parece asomarse, el teléfono sobre el tapete de ganchillo serían vulgaridades. Sin embargo en ese contexto todo objeto falto de cuidadoso diseño se vuelve algo tan levemente pintoresco que uno no puede dejar de sonreir. Existe una extraña humorada en esa vulgaridad de tapetes y muebles viejos. Como si ante la pregunta de “¿cómo estás?” de cada visita, Melnikov diese con cada mueble y con cada gesto una respuesta plena en su doble sentido “N-o  m-e  p-u-e-d-o  q-u-e-j-a-r”.
Por la cuenta que le traía. 

(1) Las citas corresponden sucesivamente a GARRIDO, Ginés, “Específico, distante, extraño”, Arquitectos, Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España, 2001, nº 159, pp. 54. Kahn-Magomedov, Selim O., Pioneros de la Arquitectura Soviética, 1983, citado en Arquitectura Viva, 2000, nº 70, pp. 66. Sigue siendo una referencia insustituible a la hora de hablar de Melnikov el libro de Starr: STARR, S. Frederick. Melnikov: Solo Architect in a Mass Society. Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1978.
(2) Es recomendable la inteligente y sensible lectura de ese espacio concreto ofrecida por GALMÉS, Álvaro. Morar: arte y experiencia de la condición doméstica. Madrid, Ediciones Asimétricas, 2014, pp. 76

13 de octubre de 2015

LOS RESQUICIOS


En la ciudad hay entidades que no vemos, pero nos rodean, abrazan y acarician cuando pasamos a su través con la misma voluptuosidad que los fantasmas y las corrientes de aire: son los resquicios. Espacios a los que no prestamos suficiente atención porque se encuentran a medio camino entre la arquitectura y la ciudad, pero que no llegan a pertenecer a ninguno de los dos mundos. Los resquicios no son arquitectura puesto que no se habitan, pero tampoco son urbanismo porque no entran en ningún plan de ordenación que se precie de tener algo de seriedad institucional. Por no ser, ni siquiera son dignos de aparecer entre los monumentos históricos ni en las guías turísticas. Los resquicios no se visitan, no se fotografían, ni siquiera se nombran, simplemente están ahí, como agazapados, sin un cuerpo cierto que los soporte.
Aunque el resquicio es literalmente el lugar que queda entre la puerta y su hueco, en la vida diaria de la ciudad ocupan lugares aún más variados, aunque no gozan de buena fama. Porque el resquicio es el espacio donde se esconden las sorpresas desagradables y los malhechores. El resquicio es amenazante cuando por él se cuela el viento frío, las alimañas o la humedad. En los resquicios huele a orines y podredumbre. Por eso se podría decir que el resquicio es en esencia un espacio malformado. O mejor dicho, la parte sobrante de la ciudad, en fin, un espacio incompleto: media calle. (Curiosamente esa connotación poco positiva del resquicio es sin embargo algo inexplicable, puesto que el este término también acarrea un significado diferente: los resquicios legales son actos de fe en poder lograr un noble objetivo. El resquicio para la esperanza aparece en momentos desesperados…)
 Aun así los resquicios son necesarios. Los resquicios ponen el valor la propia arquitectura, que de ese modo puede ser contemplada con algo de aire alrededor. El resquicio es el primer paso para lograr una edificación exenta. Los resquicios son las callejuelas, los espacios de menor dimensión que rodean los monumentos. Son los espacios que quedan a las espaldas de las catedrales medievales, los espacios que construyen Venecia por completo, los soportales, los bajos de las urbanizaciones de las periferias urbanas… Desde esos resquicios no percibimos aun la forma de la arquitectura pero si su presencia, su aliento.
Esos espacios son casi habitantes, seres con carácter propio que imprimen el tono de toda una ciudad. Son un híbrido entre los guardianes y los serenos.
Tras los resquicios las plazas y las calles si poseen la dignidad que cabe esperar de una ciudad que se precie de serlo. Pero sin los resquicios las ciudades no tendrían gatos, ni sombras ni pesadillas. Es decir nada que simbolizara la dureza de ser ciudadano, su reverso.

5 de octubre de 2015

"LA ARQUITECTURA ES UNA MIERDA"


Dado que, como dice Álvaro Siza, “la arquitectura es una mierda”(1), ¿cómo seguir produciéndola sin permanecer asqueado, sin sucumbir en el lodazal de sufrimientos que conlleva su realización? Solo de dos formas: o manteniendo un descomunal sentido del cinismo, o alimentando la inocencia. (La opción de ser un ignorante de esos suplicios solo cabe para la opera prima). De ambas maneras, como el cínico o como el inocente, se puede pensar la arquitectura, pero ambos caminos conducen a arquitecturas absolutamente extremas en cuanto a su profunda esencia.
Misteriosamente, el cinismo acaba arraigado en el tono de cada obra. Por ese camino aparece lo resabiado, el desencanto, la vacua erudición, el guiño y, en el mejor de los casos, el signo de la caída que acompaña a todo acto humano. Una voz desesperanzada resuena entre la materia de la arquitectura que produce el arquitecto descreído de su propia disciplina. Lo cual no quita que desde allí sea posible vislumbrar obras poderosas y de energías inigualables: obras de esencia bramante. (El último Le Corbusier, el Mies de las grandes salas, todo el trabajo de Stirling y de Kahn, y desde luego toda la posmodernidad, incluyendo a Eisenman y a Koolhaas, son ejemplos de ello).
El camino de la inocencia es aun más duro y menos transitado. En cada ocasión el arquitecto debe esforzarse por olvidar, por pensar que se equivoca y que, esta vez, quizás, la arquitectura no sea una bazofia. El estado de inocencia que supone este desvarío es el que permite trabajar con un mínimo de esperanza. Si no se logra, si existe la duda, es fácil caer del otro lado de la balanza.
Ese estado de inocencia debe ser conquistado, porque uno debe perdonar a todos los arquitectos que tuvieron el valor de hacer arquitectura antes que uno y explorar caminos que parecen ya agotados, perdonarse a sí mismo y a sus propios fracasos. Perdonarse incluso los éxitos. Uno debe olvidar y empezar con energías renovadas. Esa es una tarea al alcance de pocos: Hejduk, Mies en su juventud, Brunelleschi, todo Alvar Aalto y Van Eyck, Miralles...
Siza puede decir que la arquitectura es una mierda porque su vejez, su experiencia y su conocimiento profundo de lo que es el esfuerzo de producir arquitectura ocasiona un sufrimiento sin retorno que lo compense. Sin embargo bendita la inocencia conquistada en cada una de sus obras que muestra un lado infantil y gozoso. Es la inocencia la que le permite llegar a hacer volar la arquitectura como el que vuela algo imposible, como un juego absoluto. Hay que perdonarse mucho a uno mismo para producir arquitectura desde este lugar recién inaugurado. Con cada obra de Álvaro Siza, sólo en ese estado de costosa inocencia, se dice en realidad y contradiciendo a Siza mismo, que la arquitectura no es una mierda.

(1) “He estado pensando de veras sobre tus dibujos. Ya sabes, yo soy arquitecto, pero la arquitectura es una mierda”. Entrevista a William Curtis por Pedro Torrijos, Jot Down Magazine, nº 12.

28 de septiembre de 2015

TODA OBRA ES UN AUTORRETRATO


“Toda obra – sea literatura o música o pintura o arquitectura o cualquier otra cosa- siempre es un autorretrato”, dijo Samuel Butler. Tal vez. Aunque en el caso de la arquitectura es mucho presuponer: ¿autorretrato de quién? ¿del promotor, de la sociedad, acaso del arquitecto?
Incluso en su estado más evidente, en la casa construida para el arquitecto mismo, hasta esa posibilidad puede ser cuestionada. Por lo general, en arquitectura intervienen demasiadas manos como para que el resultado de la obra sea el fruto de una solitaria biografía. Cada obra resulta algo múltiple y en ella quedan también la huella de los constructores, operarios, consultores, ingenieros, empleados...
El ejercicio de narcisismo que pueda ocultar toda obra de arquitectura diluye su interés precisamente como autorretrato en cuanto que ofrece una imagen aun de mayor dimensión: un paisaje. Lo sorprendente, lo vertiginoso, lo mágico es que la obra de arquitectura se ha mostrado como el más eficaz invento humano para representar fielmente su tiempo. Porque por mucho que el arquitecto se reconozca en la obra con su personal huella, quien construye con sus obsesiones o sus intereses trata en realidad de los intereses de todo el mundo y de todos los tiempos, y consecuentemente habla con su construcción de todas las arquitecturas. Por muy personal que resulte una obra, de ella se puede extraer una lectura de su tiempo como lo más valioso que ésta puede legar.
Por eso mismo,sobra decir que no todos los retratos poseen igual valor. Serán de más trascendencia cuanto más sea capaz de reconocerse en ellos un tiempo en profundidad. La arquitectura se vuelve algo serio cuando nos da una la información sobre nosotros mismos que necesitamos para comprendernos.
Gracias a ciertas obras hemos sido más conscientes del mundo roto y hecho jirones en el que habitamos. Como también hemos sido sabedores de participar del universo ornamental de la industria o de la ciudad como un amenazante contexto en el que pasear ya despreocupados…
Por eso el valor de la obra concreta de arquitectura está en cómo, a partir de su aparición, obliga a pensar de otro modo la disciplina a los que vienen después.

21 de septiembre de 2015

SOBRE LA AVARICIOSA MIRADA DEL ARQUITECTO


Todo arquitecto es un obseso de los puntos de vista porque sabe que su oficio es un arte del mirar avaricioso. 
Esta codicia del mirar - en realidad basada en una codicia inconfesable de la forma - nace de contemplar la realidad como el que visita una almoneda incesante, donde se ofrecen posibilidades sin fin para la adquisición de gangas. Por eso el arquitecto visita secretamente los sitios con el hambre del usurero o del cazador de recompensas. En los sitios, baja la cabeza o la ladea para ver la perspectiva más pura o más transgresora, busca, extrañamente, otra mirada y trata de colarse a ver hasta el último rincón de todo. Esa es la explicación de su anómalo y hasta inexplicable comportamiento social cuando se viaja con ellos. 
Esta deformación, esta intrínseca tara profesional, tiene su origen en que una ligerísima variación en el punto de vista trasforma el objeto y le añade la posibilidad de ser otra cosa. Se trata de una obviedad, sin embargo el arquitecto lo usa como un instrumento profesional tan útil para él como un lápiz o una papelera. Por supuesto esto no conlleva que en arquitectura todo dependa del punto de vista, sino más bien que la arquitectura se despliega en cada nuevo punto de vista, como una posibilidad de pensar arquitectura. 
Desde luego no todos los puntos de vista pueden ser preparados en la arquitectura, por eso las visiones accidentales, capaces de hacer soñar al arquitecto con algo muy distinto, son responsabilidad del propio mirón. El punto de vista cuerpo a tierra, el punto de vista que hace desaparecer el sustento de la forma, el punto de vista del aeroplano, el punto de vista en forzado escorzo, el punto de vista en un reflejo, etc… Cada punto de vista es una posibilidad de la forma para abrirse a otros desarrollos. En este sentido, cada punto de vista vertido sobre la arquitectura que encontramos en cada esquina es una prospección a un territorio virgen. 
Siendo más precisos, estos puntos de vista escondidos, tendenciosos sin llegar a ofrecer una lectura clara de una obra se fundan en la simbiosis del objeto y la mirada, y construyen un conjunto indisociable. Puede que por eso mismo, para un arquitecto son las únicas imágenes que quizás merezca la pena venerar, porque son las únicas que son imágenes-puerta a otros espacios y recodos de su hacer. 
Fachadas que son paisajes, plantas convertidas en secciones, puertas convertidas en edificio… Escaleras maravillosas y delicadas, como estas de Carlo Scarpa, que gracias a un punto de vista alterado florecen en la imaginación como una posible torre…

14 de septiembre de 2015

CONCENTRACIÓN


De espaldas, el arquitecto parece muy solo y pequeño para la blancura y el tamaño de semejante escenario. El brazo articulado del tecnígrafo y de las numerosas lámparas se asemejan a ampliaciones robóticas de su cuerpo. Puede que por eso el arquitecto, en esa segunda mirada, quizá no esté tan solo sino que se encuentra allí con la naturalidad del que comanda el espacio necesario para manejar esos cacharros, igual que el capitán de un submarino cuando ordena una inmersión. 
Dibuja en solitario y sin que nada parezca distraerle. La imagen resume un estado de soledad productiva donde late cierta concentración invisible. El arquitecto sigue de espaldas a todo lo que no sea el fondo de ese tablero que está a pocos centímetros de sus narices. La pequeña figura negra permanece surcando con su pensamiento un paisaje intangible, algo a construir en el futuro. Por eso la figura parece sumergida en algo espeso, en un líquido difícil de surcar si no fuese por la solidez de esos aparatajes, de ese tablero blanco y esas ortopedias que son las reglas, los lápices y la papelera. 
Un papel en ángulo asoma tras su cabeza, como la aureola que luciría un santo geómetra. 
No cabe imaginar nada que pueda distraerle
Seguro que José Antonio Corrales no se volvió ni siquiera con el ruido metálico y sordo del clic de la cámara al retratarlo.

7 de septiembre de 2015

ARQUITECTURA, EN REALIDAD


Hoy que contemplamos ediciones sin fin de realities televisivos en ediciones y formatos impensables, hoy que nos relacionamos con más seres humanos que nunca antes gracias a la tecnología social, hoy que parece que la virtualidad está cobrándose el mayor número de víctimas posibles en almas sin cuerpo, reclamamos la realidad como el ansia del que reclama una pausa en un descenso sin frenos.
Si T. S. Elliot dijo en el siglo pasado que los seres humanos no pueden soportar demasiada realidad, le faltó vivir este tiempo. En el siglo XXI parece que la necesidad de recobrar ese contacto con la realidad-real es cada vez más acuciante.
Pocos "bocados de realidad" pueden ser saboreados a lo largo de un día pero aun conservamos la necesidad de volver a casa tras largas jornadas delante de trillones de unos y ceros retroiluminados a sesenta herzios. Sin embargo ese necesario espacio de la realidad es la que ofrecen nuestros hogares, también el suelo que pisamos a cada paso de regreso. La antipática presencia de la ciudad con su aire y sus calles contaminadas nos acoge por primera vez con un sentido distinto al que tuvo en el pasado. Nos sentimos tan reconfortados e incómodos en ese escenario como el que camina con un diminuto y casi imperceptible guijarro en un zapato que nos recuerda que tenemos pies. O como con el excesivo ancho de un charco que nos fuerza el paso y nos obliga con algo de fastidio a saltarlo sin éxito. La realidad nos espera y estimula como vivencia y la arquitectura y la ciudad parece que se han convertido en el penúltimo refugio de lo real. En el único reducto para sentirse vivo.
Ni siquiera el arte parece ser suficientemente real: “Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad”, decía Theodor Adorno ya en los años 70. Hasta el arte ha perdido ya su capacidad para despertarnos de ese aletargamiento que nos impide sentirnos simples seres humanos.
Por dura que sea la realidad de la arquitectura, ésta resulta reconfortante porque, para bien o para mal, es un espejo de la vida. En este nuevo siglo la arquitectura se muestra más capaz que nunca de hacernos tomar consciencia de nuestra relación con el mundo. Quizás sea uno de los pocos recursos eficaces al alcance de todos para poder saciar ese innegable hambre de realidad. Por eso su papel mediador se ha vuelto hoy especialmente trascendente y necesario.
No se trata de una arquitectura preocupada por recuperar su dimensión fenomenológica, ni acaso que aspire a tomar partido en un debate sobre la primacía del sentido del tacto sobre la vista o viceversa, sino una arquitectura capaz de aportar una dimensión sensible a la vida. Sin más. Una arquitectura capaz de hacer sensible la dimensión de lo real.
Lo dicho tiene algo de manifiesto, qué se le va a hacer. Es la vida misma quien lo reclama.

31 de agosto de 2015

SOSTENER EL PESO, SOSTENER LA MIRADA


Cuenta la leyenda recogida por Vitruvio que los habitantes de la ciudad griega de Caria fueron exterminados durante las Guerras Médicas por una mala alianza con los Persas, y sus mujeres convertidas en esclavas y condenadas a llevar pesadas cargas. Desde ese instante se las representó como tales en las columnas de los edificios… Desde entonces las cariátides han servido para sujetar con gracia arquitrabes y servir de ornamento a las obras más dispares, a pesar de la poca gracia que supone representar una esclavitud. 
A su lado Charlotte Perriand, arquitecta y diseñadora de renombre, firme colaboradora de Le Corbusier, con su espalda al aire, libre de cargas por aquellos años treinta, juvenil, se muestra exhibiéndose ante el paisaje como una cariátide moderna, aunque de modo mucho más ligero que aquellos pedazos de mármol antiguo. 
Soportar un peso y representarlo es un hecho trascendente para la arquitectura. Mostrarse dependiente de esa carga o sustentarla en mármol es significante porque la libertad, a primera vista, parece un concepto filosófico, político y ético, más que arquitectónico. (Curiosamente libertad y peso en arquitectura son conceptos más vinculados hoy que lo son la libertad y la forma). 
En relación a la múltiple direccionalidad que muestra el soporte dórico, o a los dos ejes que marcan los órdenes jónico y el corintio, esas columnas o el topless de la jovencita Perriand marcan una única dirección arquitectónica. Como la quilla de un barco, esas espaldas nos obligan a mirar perpetuamente hacia el frente. En el Erecteion de la Acrópolis griega esas columnas se perpetúan mirando hacia adelante sin otras expectativas que la del mirar hacia adelante mismo. Hasta las cariátides que permanecen en los laterales de esa terraza miran hacia la misma dirección que sus compañeras contraviniendo la lógica de ese espacio. 
Curiosamente la belleza de esas dos situaciones paralelas está en el mirar con una energía que nos mira en dos direcciones: la dirección vertical de la fuerza de la gravedad y la horizontal de esas espaldas que son espaldas-ojo. Unas imágenes que confrontan pesos y miradas. Espaldas que dicen que deben ser vistas porque marcan direcciones, sea hacia el Partenón o el paisaje infinito. Porque toda mirada es directriz de un horizonte y toda figura vertical se refiere a un peso invisible. Para la arquitectura éstas no son enseñanzas menores. 
Quien así entienda esto puede sentir que la dirección forzosa de la vista puede resultar tan dolorosa como la del peso. Y que la esclavitud real de todas esas damas antiguas estaba tanto en soportar cargas como en mantener una mirada sin descanso.

24 de agosto de 2015

SOBRE LO FEO EN ARQUITECTURA...


“¿Qué tenía aquella obra que por muy fea y fracasada que era no permitía reírse de ella, ni de su arquitecto?”. Esta pregunta, formulada por un amigo italiano de José Antonio Coderch cuando la visitaban juntos, no deja de contener una dosis de optimismo y un tormento. Algo había quedado del esfuerzo de quienes hicieron aquel edificio, también del arquitecto, que hacía que aquello, por muy feo que resultase, no pudiese sino mirarse con cierto respeto. La obra era fea, quizás insignificante, pero no risible. El único motivo que encontraba Coderch para esta falta de ridículo estaba en que el trabajo acumulado y el esfuerzo habían quedado arraigados, misteriosa e inexplicablemente, en las paredes de lo edificado.
Tan costosa resulta la arquitectura en términos de esfuerzo humano que aunque el resultado sea frustrado, aunque todo resulte anodino y sin gracia, aunque no aparezca ni un rincón con garbo o buen gusto, se hace difícil no ver latir el esfuerzo de los artesanos, obreros y capataces que lo realizaron. Por mucha desgana que haya en una obra, siempre, al menos, existirá el sudor y esfuerzo de quienes la hicieron. Lo que quizás dignifica el resultado.
Pero todo tiene un límite.
Porque es un hecho que la arquitectura puede también resultar ridícula.
Lograr que una obra resulte verdaderamente fea es algo costoso. Tal vez resulte incluso meritorio. El “brutalismo” de los años 70, no era, a fin de cuentas, sino el esfuerzo por magnificar lo desahuciado: fueran eso las instalaciones, el baboso hormigón o los churretes de suciedad deslizando por una fachada siempre demasiado gris.
En el extremo contrario, por mucho exceso de decoración, por mucha vulgaridad que contenga una barandilla o un enrejado, el contemplar las energías puestas en ese punto hace que todo pueda ser mirado con ojos diferentes. Porque allí hay, sin más, tiempo irrecuperable, depositado directamente por la vida de otro ser humano.
Pienso maliciosamente, por eso, y una vez desaparecida toda posibilidad de ver el tiempo invertido por un hombre en un tema o una obra gracias a la industria, a la computación o la técnica, si se ha vuelto hacer posible una arquitectura donde lo feo y lo risible encuentren un espacio de coincidencia…

17 de agosto de 2015

LA TRAMOYA DE LA FORMA


La escultura de Frédéric Auguste Bartholdi, señora descomunal y serena que representa la libertad iluminando al mundo, fue un regalo que atravesó por piezas el atlántico y encontró sustento en la estructura diseñada por Gustave Eiffel. La historia contenida en la estatua son las historias de cómo hacer diplomacia con un regalo, de cómo conseguir financiación para algo sin un uso, y de cómo sustentar una forma fuera de su tamaño natural. 
De hecho el sacar las cosas de su tamaño natural es un viejo problema para la escultura. La mitológica figura de Coloso de Rodas como faro, o del Caballo de Troya como residencia temporal de Odiseo y otros guerreros griegos, son obras con idénticas aspiraciones y funciones que las atribuidas tradicionalmente a la arquitectura, y consecuentemente, con idénticos problemas por mucho que fuesen consideradas esculturas. 
En realidad en el problema del tamaño y de la necesidad de un andamiaje entra en juego el rigor disciplinar de la arquitectura. La estructura interna se convierte en un espacio ligero pero necesario para sustentar la forma antes que para dar cobijo a turistas. No es solamente una metáfora que lo que sustenta la libertad no sean las treinta y una toneladas de cobre sino las ciento veinticinco de acero que sirven de andamiaje. O ni siquiera eso. Es el aire entre esos travesaños y tirantes de acero roblonado lo que sustenta la libertad. 
Por eso el contemplar esa tramoya, lo que no se ve, los intersticios de la forma, tiene un raro encanto que supera con creces el de asomarse por las ventanas en su coronación cuando aquello era posible. Es el encanto del mirón de interiores, del vouyeur pertrechado con rayos X. 
Mirar esas entretelas resulta igual de indecoroso que ver las enaguas de una dama, y sin embargo en ese aire interpuesto es donde se sustenta la verdadera libertad, y no sólo la libertad de la forma. Porque la verdadera estatua a la libertad es el aire invisible que queda entre las cosas.

10 de agosto de 2015

DEFORMAR


El edificio de Luigi Moretti en el Corso Italia, en Milán, con su quilla blanca en vuelo, asomando sobre la calle como una piedra, afilada y pesada es una buena muestra de lo que significa "deformar" en arquitectura. 
Esa deformación se muestra con elocuencia en el peso ciego sobre el débil zócalo de vidrio que al recibir su carga se eleva, se desplaza y se vuelve dinámico y expresivo. Algo que establece un fuerte vínculo con el talento barroco de la carne violentada en la escultura, digamos, de un Bernini en el “Rapto de Proserpina". Allí la presión sobre la musculatura y la piel hacen que no sólo el terror del rapto se haga presente en esa deformación, sino que de pronto el conjunto adquiera vitalidad y muestre un instante de lucha congelado. 
Del mismo modo, la obra de Moretti es el retrato de un momento semejante. Durante un segundo se ha depositado una carga brutal sobre una pieza de exquisita arquitectura y ésta se ha modificado, se ha deformado salvajemente por el peso de la pieza superior. A punto de que lleguen a aparecer fisuras y grietas sobre la materia, a punto de que los vidrios estallen debido al peso, todo se detiene en el ese instante que retrata la tensión de una forma. 
Ese gesto, sumado al buen diseño del conjunto, es una rareza, incluso para el propio Moretti, porque enseña un particular reverso escultórico de su arquitectura en relación al tiempo. Una cualidad paradójica porque ya por definición la arquitectura es de por si, el retrato del tiempo, aunque de un tiempo más amplio, casi histórico. Sin embargo aquí es capaz de mostrarse, además, como la descripción de un instante mismo. Ese recipiente de dos tiempos, el tiempo de 1956 sumado por un tiempo congelado de la forma es un descubrimiento, luego apenas empleado por Moretti
Como esos relojes que se detuvieron en catástrofes apocalípticas del pasado, y que simultáneamente muestran la historia y el minuto en que todo se detuvo, esta obra contiene, en esa deformación, algo atemporal.

3 de agosto de 2015

LA ARQUITECTURA ES UN JUEGO DE NIÑOS


Los niños, desde que la humanidad lo es, juegan a la arquitectura con una pasión descomunal. La sucesión de construcciones, de torres, de cabañas y de cuevas hacen de los seres humanos unos arquitectos y constructores antes de llegar a su madurez. Y sin embargo algo de ese disfrute se pierde por el camino. Algo de la potencialidad de esos juegos se desperdicia y malogra cuando, luego, de adultos, las casas que habitamos con sudorosas hipotecas y créditos sin fin, no contemplan nada de aquellos aprendizajes impúberes.
Y esto da que pensar.
El sentido de la construcción, intuitivo, donde unas piezas y materiales se cosen sin una estricta necesidad funcional o sin el rigor que la gravedad impondría a los mayores tamaños que debe soportar la arquitectura "adulta", se hace presente en los juegos infantiles. Pero el sentido de lo interior, de un “dentro”, de la protección de un muro, de las entradas y los techos estaba ya presente, y basta con ahondar en la consciencia, técnica y oficio de esos descubrimientos para ser prácticamente arquitecto. Eso y saber lo que es, en absoluto, la arquitectura.
Debe exigirse a cada obra, por tanto, un lugar para esa función olvidada de los juegos de construcción: cada arquitectura debe poder recordar a sus habitantes ese divertimento, ese aprendizaje olvidado, arrinconado en la memoria. Cada obra está obligada a apelar en algún lugar a esos juegos de construcción aparentemente superados con el tiempo. Porque el juego de la arquitectura sirve también para recordarnos a nosotros mismos jugando a la arquitectura, y a veces esto es otra manera de dar cobijo. En la manera cómo recordamos la casa de la infancia y sus olores, o el aroma de una magdalena, puede encontrarse renovados sentidos a lo que habitualmente esperamos de la simple arquitectura diaria.

27 de julio de 2015

LO QUE NO ES RONCHAMP


Edificada por Le Corbusier en 1954, la iglesia de Ronchamp desborda lo que es propiamente la iglesia de Ronchamp. La capilla está construida sobre mucho más que la materia desechada de la anterior iglesia y las ruinas del propio Le Corbusier blanco e inmaculado de sus cinco puntos. Tal vez por eso el proyecto de Ronchamp es lo que es gracias a lo que perdió por el camino, su pasado y sus momentos invisibles y olvidados. O dicho de una vez: todo lo que es Ronchamp lo es, sobre todo, por una especie de molde perdido... 
El mismo proyecto de Le Corbusier para esta capilla es algo incompleto ya que no construyó el podio con forma de media luna que hubiese servido de grada a los peregrinos, (pero que también habría aislado la iglesia visualmente desde el ascenso a la colina donde se asienta). Aquella grada es parte de eso que no es Ronchamp, y sin embargo la conforma indirectamente como un vaciado.
De igual modo, lo que no es Ronchamp es la pirámide de la paz, una mano abierta de ruinas, construida con los restos de la iglesia previa sobre la que se edificó. (En realidad esa pirámide es un resto de un resto, puesto que en los muros de la obra de Le Corbusier sólo se reciclaron parte de sus escombros). 
Lo que no es Ronchamp son las tres campanas sin campanario que sobre un andamio de acero diseñó ese herrero notable que era Jean Prouvé que se encuentran en un lateral poco visible. 
Lo que no es Ronchamp es también la casa del peregrino, sede de encuentros y ruina prematura de hormigón olvidado en la base de la colina. 
Lo que no es Ronchamp es ese “objeto de reacción poética” que era el caparazón sobre la mesa del arquitecto que presumía de haber servido para su inspiración. 
Lo que no es Ronchamp son los andamios, los agujeros que a modo de estrellas crean ese manto para la escultura de la virgen de su fachada.
Lo que no es Ronchamp es el pino que permaneció plantado en la cubierta durante gran parte de la obra y que luego misteriosamente desapareció.
Lo que no es Ronchamp es ese lucernario de villa Adriana que Le Corbusier dibujo y admiró un octubre de 1910 y que mágicamente rescató en esta obra cincuenta años después. 
Lo que no es Ronchamp es el pequeño monasterio de monjas que, soterradas, se erige en una ladera en un proyecto invisible de Renzo Piano. 
La iglesia de Ronchamp es algo construido doblemente en negativo, porque no es más que un profundo vacío, molde de esa montaña enterrada que parece rodearla. Porque Ronchamp no deja de ser una cueva por mucho que lo que esté en su exterior no sean millones de toneladas de piedra, como hubiese sido el inicial deseo de Le Corbusier para una capilla dedicada a la maternidad.
Ronchamp es precisamente lo que es, gracias a lo que no es Ronchamp.

20 de julio de 2015

DISFRUTAR LA ARQUITECTURA


Hay que ser muy gamberro, algo irreverente y bastante libre de prejuicios para deslizarse con esquíes por las pendientes inmaculadas de la obra del Rolex Center de los arquitectos Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa. 
Ahí tienen ustedes, a estos esquiadores ocasionales, disfrutando de esas pendientes interiores, dilapidando felizmente todo lo que de seriedad esclerotizante y mal entendida tiene la arquitectura. Ahí tienen a estos jóvenes, ejerciendo de críticos de arquitectura con mayor eficacia que la lograda por unas cuantas decenas de miles de sesudas palabras en los congresos y revistas indexadas más prestigiosas del planeta.
Resulta refrescante poder ver las posibilidades de la arquitectura, así, con algo de ingenio y sin exceso de aparato (1). 
Podría hablarse de la importancia de esa obra de Sanaa para evitar semejante herejía. Se podría argüir sobre la necesidad de las pendientes que sirven de separación entre los usos sin tabiques y no para semejante cachondeo. Se podría argumentar incluso a favor de esos esquiadores y su buena compresión de la obra en cuanto a la relación existente con el “factor lúdico” de los suelos inclinados y la función oblicua propuesta por Parent y Virilio en el siglo pasado. Se podría mencionar esa progenie de los suelos en pendiente rescatada para la arquitectura de mano de Rem Koolhaas en su influyente proyecto para la biblioteca de Jussieu. Se podría hacer una historia de los suelos en pendiente, hasta una enciclopedia, y todo sería largo y tal vez hasta tedioso... Pero, ¡ay de estos esquiadores!, que parecen decir, sin más, que la arquitectura está abierta a ser empleada como los habitantes gusten: con plena y completa libertad, incluso hasta violentarla. Y que ya la arquitectura se cuida sola, como esos animales domésticos, grandes y tranquilos, que dejan que sobre ellos se encaramen los niños sin inmutarse. Y que no se necesitan airados arquitectos guardianes, cancerberos, que espanten a los habitantes blandiendo argumentos para asustarles con el consabido “eso no se toca”, “eso no se pisa”, "eso no se hace"… 
Bendita la soledad de los edificios sin la presencia de quienes los hicieron. 

(1) Estas imágenes de Johann Watzke, Anne-Fanny Cotting & Aurélie Mindel, son parte de un proyecto sobre los usos de éste edificio promovido por EPFL y el propio Rolex Center.