26 de mayo de 2014

CORREGIR PROYECTOS



La “corrección de proyectos” es un extraño y maravilloso fenómeno del aprendizaje de la Arquitectura. Se trata de un ritual que se repite prácticamente inalterado desde tiempos inmemoriales y en el que nada, maravillosamente, es lo que parece.
En el taller, la expectación por mostrar el trabajo, el esfuerzo acumulado sobre el papel y el deseo de exponerlo públicamente anima a efectuar cambios a los participantes, aunque de un modo diferente al esperado. ¿Quiénes forman parte de esa conversación?, ¿de qué trata en realidad?.
Quien ha realizado el proyecto espera allí ver mejorado su trabajo. Dejando aparte el hecho de que “la corrección” es una tarea del propio alumno, y que la tarea del docente las más de las veces consiste simplemente en acompañar en la coherencia al proyecto en voz alta, en realidad lo verdaderamente anómalo de todo este ritual es un desplazamiento del sujeto de la corrección.
Porque en realidad en “la corrección” el que “corrige” es el proyecto al alumno.
Entre líneas, modelos y maquetas, es el proyecto, sea bueno o malo, quien sirve de recipiente al vertido del esfuerzo capaz de transformar ojos que aun no ven y manos inexpertas. Es el proyecto el que rectifica al alumno y quien hace las veces de vasija de una forma de ver diferente.
Mientras, el profesor, con su técnica o saber convoca todo el entusiasmo posible en torno a ese instante, para que nada de ese esfuerzo se derrame o desperdicie.

19 de mayo de 2014

“LA RAMPA UNE, LA ESCALERA SEPARA”


Frente a lo que generalmente se cree, la primera ocasión en que Le Corbusier empleó una rampa en su arquitectura no fue en ninguno de sus más blancos y modernos proyectos, sino en un temprano matadero para la Société Nouvelle du Froid Industriel. Y aunque con tales antecedentes cabía hacer perder algo de glamour a todas las rampas que vinieron después, no fue así. Sobre tan admirable invento revivificado para la causa moderna recayó la posibilidad de ser la costura espacial por antonomasia (sin contar con la mecánica artificial del ascensor). Tras la rampa vino su corolario: la “promenade architecturale”. Tal llegó a ser la fe en la rampa como mecanismo de unión pura que, por oposición, Le Corbusier declaró la escalera como su contrario dialéctico.
Pasados casi cien años de esa primera rampa hay quien ha dado su invento como algo obsoleto, caduco. La rampa y su sobrino bastardo, la escalera mecánica, se han empleado de hecho como arma para cometer algunos de los mayores asesinatos espaciales del siglo XX. Cualquier arquitecto moderno llegó a colgarse una rampa de su arquitectura, como un militar una medalla. Fuese o no necesaria. La rampa en el pasado resultó de utilidad a la arquitectura por motivos variados: desde los ceremoniales, para el ascenso de animales, para vencer una topografía inhóspita o por motivos de pura construcción. La rampa hoy, antes que todo aquello, se ha convertido en el costoso apéndice consumidor de espacio de las normativas de accesibilidad, en el paisaje natural del tránsito de vehículos en aparcamientos y en un símbolo de modernidad para los estudiantes más jóvenes (que no dejan de emplearlas, junto a la cubierta plana, como señal de su incipiente pertenencia gremial).
Esta decadencia de la rampa en los últimos tiempos ha encontrado una interesante salvación parcial, precisamente al ser llevadas al extremo contrario, a su exceso. Una vez que todo es rampa y continuidad, un suelo que se extiende sin fin ha sido la oportunidad de que aparecieran abundantes episodios oblicuos a finales de siglo. Sin embargo y sin llegar a tales extremos conviene recordar que el noble uso de la rampa sigue ofreciendo la posibilidad de paseos indecibles y verdaderamente continuos para ascender o descender desde un punto situado a diferente altura. Que la rampa es un colocar los ojos en una dirección y por tanto una ventana encubierta. Que la rampa es un suave espejo del cuerpo del habitante en movimiento.
Que la rampa es, a fin de cuentas, el último peldaño que quedaba por bajar al concepto de espacio moderno antes de ser aniquilado del vocabulario de la arquitectura de fin de siglo. Quizás el último resto arqueológico de la modernidad.

12 de mayo de 2014

CÓMO DESTRUIR LA ARQUITECTURA


Como todo el mundo sabe basta poco más que un pico, una pala y tiempo para destruir la forma de la arquitectura. Sin embargo esta destrucción, que sería una cuestión trivial, inmediata y punible por las sociedades civilizadas de no mediar una orden de demolición y unos kilos de dinamita, traza un límite entre todas las arquitecturas: las sensibles y las blindadas ante la aniquilación.
Este hecho, radical y amenazante en apariencia, pretendería más que animar a una revuelta aniquiladora de arquitecturas peligrosas, nefastas o feas, utilizar la destrucción de un modo propositivo. Del mismo modo que operar un cadáver ha supuesto una fuente irrenunciable de enseñanzas para generaciones enteras de matasanos, destruir la arquitectura puede producir exactos beneficios para un arquitecto. Porque seccionar cuerpos ya sin vida, destripar mecanismos y destrozar vehículos es, antes que un ejercicio de nigromancia, uno de aprendizaje.
Como puede imaginarse no son pues éstas cuestiones de pura destrucción sino que requieren un necesario grado de comprensión sobre la forma sobre la que se opera. Demoler un edificio supone saber de cálculo estructural al menos tanto como para construirlo.
¿Cómo destruir la arquitectura con un mínimo de elegantes movimientos?, ¿que partes recortar, demoler y derribar para que una obra pierda lo que de más profundo posee?. ¿Cómo destrozar el Pabellón de Barcelona?, ¿bastaría un par de kilos de pintura roja sobre sus pilares metálicos para aniquilar toda su dialéctica antigravitatoria?. ¿Cómo destruir el Panteon romano?, ¿sería suficiente permitir la entrada de luz desde uno de sus ábsides para provocar una pérdida de sentido?, ¿dejaría entonces de ser una obra de arquitectura para ser simplemente una ruina?... ¿Eliminando el orden salomónico del baldaquino de Bernini, la rampa de la villa Saboya o el lateral de las escaleras de la Biblioteca Laurenciana sería suficiente para destruir su maestría y su espíritu?
En este antiproyectar de la destrucción fingida hay un aprendizaje profundo. Sublimar ese especial modo de destrucción implica proyectar. El especial desandar el camino del arquitecto que parió la obra implica un mágico descubrimiento: el de su gestación.

5 de mayo de 2014

SIN LEVANTAR EL LAPICERO


Ante la tentación de proyectar de lejos, como tal vez lo haría una divinidad inalcanzable, la invitación a sumergirse en la punta del lapicero es un ejercicio de inteligencia espacial básica.
Ahondar en el paseo ficticio de un habitante convertido en tinta o grafito, imaginar ese recorrido y lo que ello conlleva, las implicaciones de uso, de la mirada, de su construcción, de la iluminación o de la sombra, del espacio, acarrea descubrir y anticipar el carácter concreto de lo proyectado. Igual que en los juegos infantiles el unir puntos numerados proveía de la satisfacción de ver aparecer figuras reconocibles gracias la simple exigencia de la continuidad.
Frente a ese dibujar doblemente lejano de las computadoras que interponen ceros y unos, a los que añaden su propia y siempre indeterminada distancia a lo dibujado, el paseo sobre la superficie del papel de ese habitante afilado provee mil gratificaciones al aprender a proyectar. El descenso del pensamiento sobre la superficie del papel, pero sin levantar el lapicero, es exacta a la que sentía el flâneur a cuyo paso se abrían los espacios de la ciudad recién iluminada del siglo XIX.
Es como paseante imaginario que no se desvanece a voluntad como se intuye de modo inmejorable la continuidad del espacio y el tiempo en la futura arquitectura, y desde donde el dibujo se muestra como una auténtica máquina de aprender a proyectar, liberándolo del lastre amenazante de la mera artisticidad.
No levantar el lapicero representa por tanto, si no la mejor al menos la primera y más económica simulación del habitar ajeno. Desde ahí se puede llegar a ser arquitecto. (Como de tantos otros paisajes no siempre tan accesibles).

28 de abril de 2014

PROYECTAR DE MEMORIA


Al menos para un arquitecto, nada es imaginable que no sea por medio de la deformación o transformación de un recuerdo. En estos terrenos todo nace de la alteración de ese material bruto que es la memoria. Si eso es un hecho incontestable, aun más en arquitectura. 
El haber asimilado, bien a través del uso prolongado de la mirada y de la mano, un paisaje, unos árboles y su movimiento permitía los artistas de oriente dibujarlos con mayor fidelidad que copiando del natural. Les permitía recrearlos mágicamente. En Europa algo semejante cabe decir de aquel conocido rinoceronte de Durero, dibujado por medio de una memoria prestada. 
La creación es recreación, (y eso en el mejor de los casos). Se proyecta de memoria, por eso no se puede proyectar sin ser habitante, sin estudio o sin la experiencia directa de la arquitectura. No es posible proyectar sin ser consciente de lo vividero, de lo vivible y, por encima de todo, de lo vivido. 
¿De dónde sacar material para hacer arquitectura sino es de esa suave bolsa negra que es la memoria?. Se puede ser arquitecto de mal gusto, a fin de cuentas el mal gusto no es otra cosa que el buen gusto a destiempo; se puede ser un arquitecto incapaz de apreciar los matices del color, se puede incluso ser medio ciego, como Le Corbusier, y desambiguar el espacio por medidas interpuestas. Pero ser arquitecto desmemoriado, no. No es posible. Porque sin memoria se elude el tiempo (y la arquitectura es la huella del tiempo). Porque sin memoria no puede construirse el terreno sobre el que proyectar. Porque sin memoria caminamos solos y lo máximo a lo que podemos aspirar es a erigir un menhir. En este sentido el dibujo siempre fue el modo eficaz de empujar el recuerdo hacia el fondo de esa particular bolsa de viaje.
La primera construcción que todo arquitecto debe erigir es la de su propia y monumental memoria. Luego la compleja gestión de lo que conviene olvidar para poder operar con viveza.
Eso conviene no olvidarlo.

21 de abril de 2014

EL MUSEO COMO ESTRATEGIA


Desde el punto de vista urbano, el siglo XX puede ser resumido mediante dos imágenes en cada una de sus mitades. La primera podría condensarse en torno a las posibilidades de configuración de la vivienda como espacio urbano; la segunda toma cuerpo en el objeto arquitectónico como generador de ciudad. La tosquedad de esta simplificación no le resta veracidad. Más si cabe si se identifica al museo como el mecanismo arquitectónico paradigmático de ese tipo de "urbanismo objetual". 
Sin embargo con el comienzo del siglo XXI el museo como última posibilidad de producir ciudad ha quedado tan obsoleto como inhabitada aquella casa de las musas de dónde procedía. De hecho las musas hace tiempo que emigraron de esos cuidados aposentos hoy llenos de todo menos de elevación, elegancia y entusiasmo.
El museo, como tipología, (o si se quiere como forma en búsqueda de mejora desde el Renacimiento), ha mostrado una de las mayores paradojas de la arquitectura occidental: si en un origen no tenía forma y era más bien solo un lugar de depósito de la memoria y de la rapiña de antigüedades, con el paso de los siglos se ha convertido en el lugar del depósito de la forma de su época. Un repaso a los objetos-museos del siglo XX basta para contemplar una historia de la forma de una manera exponencial. 
En el diseño del museo se han volcado gran parte de los esfuerzos formales pero también ideológicos de esa segunda mitad del siglo XX. No así los meramente funcionales. La Galería Nacional de Berlín, de Mies Van der Rohe es un lugar de mal funcionamiento pero es una exquisita idea de lo que idea de pureza miesiana podía aspirar a lograr. El Museo Guggenheim de Frank Lloyd Wright, supone un absurdo en cuanto a la disposición de sus cuadros en una pared y un suelo doblemente inclinado, pero es un dechado de poderosa espacialidad moderna. Otro tanto cabe hacer de Kahn, Venturi, Stirling, Piano o Gehry. 
Después de los maestros, la tematización de los contenidos del museo ha acabado por trivializarlo sin remisión. Apenas es posible ya tener un encuentro con la verdadera cara de las musas en espacios en los que el imprescindible acto de la contemplación es negado por el ritmo de visitas, o la disolución de todo individuo en una masa burbujeante y voraz. Las Meninas no son ya las Meninas, como la Gioconda no es ya ese cuadro pintado por Leonardo al no poder ser contempladas sin un contexto de suficiente calma. 
El museo, inundado de formas exuberantes, de turismo y de un mercado ocioso, vacío de musas, ya es solo la imagen del urbanismo del pasado: el museo se ha vuelto objeto de museo. 
Aunque precisamente por eso y pensado con más precisión: tal vez sea la ciudad el último museo vivo posible.

14 de abril de 2014

EL RIGOR Y LA LIBERTAD


Dado que el rigor es adusto, antipático, excesivo y severo; dado que un clima riguroso es un clima inhabitable, decir que “la mayor libertad nace del mayor rigor”(1) es tanto como decir que para pasar verdadero calor nada hay mejor que sumergirse feliz en puro hielo.
Esa sentencia de Paul Valéry, que tiene el peso de un imperativo moral, persigue el quehacer de aquellos aun dedicados a un oficio sujeto ya de por sí a otro tipo de rigores. Aunque ahondando en dicho enunciado queda claro que la libertad de la arquitectura se conquista, no es un don gratuito y tiene un origen reconocible; en su reverso, el rigor parece ser el único instrumento para lograrlo. Igual que una escalera sirve para recoger fruta de un árbol, o un puente se emplea para cruzar un paso infranqueable, el rigor parece ser el peaje inevitable para lograr la conquista de la ansiada libertad.
Sin embargo y frente a otras disciplinas, en arquitectura el rigor no arranca de iguales limitaciones que la poesía cuando ésta se decanta por el verso alejandrino entre todos los versos posibles, o de la restricción autoimpuesta del pintor cuando se decide a trabajar sobre un lienzo de tela y no sobre un muro. En arquitectura las restricciones vienen dictadas desde el territorio de la pura realidad: si el rigor se refiere a la realidad de la economía, la obra podrá ser libre gracias a su austeridad; si lo es por las condiciones del lugar, podrá gozar de la libertad de recibir de ella sentido para su forma; si es del programa, podrá nacer una obra con la esencial libertad que provee la función bien dispuesta, etcétera... (Lo cual no es ninguna garantía de éxito). Puede concluirse, pues, diciendo que el enunciado de Valéry no representa en realidad los términos de una ocurrente oposición, que es el modo en que habitualmente se interpreta, sino que establece las partes de una maravillosa e invisible continuidad y equivalencia: la prórroga del rigor es la libertad.
El rigor es el abrigo de la libertad y su primer resguardo. Si libertad y rigor son equivalentes, aun en estadios distintos de desarrollo de la arquitectura, cabe entonces entender el último con menor antipatía: a fin de cuentas se soporta al gusano por la futura crisálida. A fin de cuentas el arquitecto tiene depositadas las esperanzas de la arquitectura en un tiempo futuro y por eso mismo es capaz de proyectar. A fin de cuentas, asumir, interiorizar y disfrutar con ello supone pertenecer a una cada vez más rara casta de arquitectos. (2)

(1) De las millares de palabras que juntó Paul Valéry en su vida resulta llamativo que emplease precisamente esa ocurrencia para referirse a la arquitectura.
(2) Para el resto “el orden y el rigor conducen a la banalidad, cuando no a la superchería; que el gran campo de cultivo está en lo azaroso, en lo impensado, en lo sorprendente”, en BENET GOITIA, Juan, Del pozo y del Numa. Editorial La Gaya Ciencia, Barcelona, 1978

7 de abril de 2014

LA BELLEZA OCULTA DE LA ARQUITECTURA


La obra de la central lechera de Clesa, de Alejandro de la Sota se encuentra tan amenazada por la presión inmobiliaria como por los fieles defensores de tan mítico arquitecto.
Tal vez el culpable de la mística de Alejandro la Sota fuera el propio de la Sota, que bien se cuidó de comparar la imagen de unas botellas de leche en ese espacio con la belleza de la pintura de Fra Angélico. O de una manera más depurada y popular, cuando asemejó esta obra con los equipajes de los coches de los toreros, con estoque y botijo de remate. Respecto a su feligresía, flaco favor se le hace a un arquitecto o a su obra si para su defensa se alude como argumento a que por sus barandillas circulaba la leche para que una sutil vibración hiciese temblar las manos de los usuarios al deslizar sus manos sobre ellas…(sic)
El caso es que en Clesa los matices selectos hoy quedan tan lejos como la leche y la mantequilla salvíficas. La belleza de una obra industrial no libra sus batallas en el territorio de una cuidadosa materialidad, ni en una composición o unos acabados exquisitos, al menos en la España pobre de solemnidad de los años cincuenta. Atosigada por el contexto siempre extraurbano, con un trasiego incesante de palés y camiones entre ruidos sin viso de musicalidad, esta obra de la industria esconde su belleza en las sutilezas del puro oficio de arquitecto, en matices que lejos quedan de la ironía y de lo cursi.
La belleza en la fábrica de Clesa arranca del puro ingenio estructural, (también presente en el coetáneo Gimnasio del Colegio Maravillas). Arranca de preguntarse sobre el problema fundamental de cubrir una gran superficie con un mínimo de soportes, ya que a mayor número de éstos existe menor libertad para disponer recorridos y cambios en sus variables procesos industriales. La belleza de Clesa arranca de saber, en absoluto, lo que es un momento flector y de dividir en un preciso álgebra estructural dos “voladizos que hacen las veces de empotramientos” y un leve arco intermedio por donde se derrama la luz, ahora si, como pura leche…
Dibujar el diagrama de esos esfuerzos donde los tensores y las vigas que manan de los soportes evitan apoyos y como el “arco” central, ligerísimo, desplaza su centro para iluminar el interior con garbo, es una alegría intelectual semejante descubrir la belleza de una jugada maestra de ajedrez.
La belleza oculta de Clesa arranca en esa capacidad de convertir un trabajo de ingeniería en otro de pura y profunda arquitectura. Después se puede hablar de lo demás. Porque allí hay matices de otro orden, juegos de apariencia y de peso, citas… Pero lo magro, lo esencial, encuentra una belleza oculta bajo la necesidad. Si merece conservarse viva la arquitectura de Alejandro de la Sota no es por su mística sino por un raro, profundo y rico ingenio esencial de la arquitectura.

31 de marzo de 2014

GENÉTICA DE LA FORMA


Este conjunto de piezas infantiles no son muebles, ni edificios, ni ciudades, ni arquitectura siquiera, pero algo contienen que son capaces de arrastrar la imaginación e incitar a su juego. Desplegadas como piezas intercambiables, como un mecano, son representantes de ideas que basan su energía en una potencialidad: la potencialidad genética de la forma.
Aunque en determinados momentos de la historia se oculte, en arquitectura es importante, costoso y satisfactorio descubrir la existencia de mecanismos del despliegue coherente de la forma. (Decir que éstos se aproximan a una filosofía de la forma o a una genética no hacen sino subrayar su inmensa distancia a la pura estética). En el interior del proyecto algo empuja, una especie de inteligencia con sentido propio, que parece avivar su crecimiento. La arquitectura incipiente es semejante a una "caja negra" que impulsa desde su centro sin dejarnos ver su contenido. Esa carga la lleva a desarrollarse con un sentido que se ve alterado por las condiciones de su arraigo, del mismo modo como una semilla se ve condicionada por la dureza del suelo, por una piedra o por la falta de agua. Aunque hay que subrayar que en esa genética de la arquitectura no importa la componente “biológica” como tal sino más bien su carga energética, su propensión. Porque las formas están condicionadas no solo por su desarrollo y crecimiento, sino más bien por sus propias polaridades, afinidades y repulsas.
La imagen de Superstudio muestra uno de estos estados primarios donde nada parece más que un juego infantil: son modelos elementales que encuentran su particularidad inicial en estar proporcionados, tener torres, abombamientos, huecos y resaltos… No son proyectos aun, pero si un conjunto de formas básica con significación que se comportan como un histograma ya que “ofrecen una visión en grupo permitiendo observar una preferencia, o tendencia”. No son arquitectura pero si la representación de una dirección de desarrollo. No son arquitectura puesto que entre sus piezas no se forman plazas, ni lugares. No son arquitectura, pero casi, puesto que muestran un sistema formal incipiente.
Como si la cuestión profunda del oficio de arquitecto fuese la de conducir con arte la querencia de esa genética.

24 de marzo de 2014

EN LO MENSURABLE ESTÁ LA ARQUITECTURA


Un buen amigo, seguramente uno de los profesores más perspicaces con quien he tenido el privilegio de cruzarme, gusta señalar frente a la pura tendencia a la teoría, que si bien parece que el esfuerzo en el aprendizaje se centra en dotar al trabajo de lo inconmensurable, solo en lo mensurable está lo más hermoso, enorme y práctico de la arquitectura: ”El hombre es siempre más grande que sus obras porque nunca puede expresar completamente sus aspiraciones. Para expresarse a través de la arquitectura debe recurrir a medios mensurables como la composición y el diseño. La primera línea sobre un papel es ya una medida de lo que puede ser expresado cabalmente. La primera línea sobre el papel es ya una limitación”(1).
La arquitectura es esclava, sirviente, de lo concreto, de la medida precisa. Esa medida exacta debe resguardarse en la totalidad de la obra y en ella encuentra su libertad, su realidad. En esa primera línea empieza la arquitectura porque toma cuerpo, porque deja de ser inconmensurable, (para más tarde poder volver a serlo, aunque entonces en su verdadero y profundo sentido). En esa primera línea las distancias se entienden aproximativas, progresivas, pero en cada uno de esos tanteos se avanza hacia la medida real.
Hoy cada medida de la arquitectura parece dictada tan solo por una norma. Sin embargo que un salón tenga de principal habitante un círculo de 3 metros de radio, que todo automóvil se haya convertido en un rectángulo abstracto de 450 cm de lado mayor, o que deba colocarse una escalera a un máximo de 5000 centímetros de una postrera puerta, no alcanza a significar lo mismo que la medida del grosor de un muro para el monje Hans Van der Laan, que la proporción en todas sus dimensiones de cada una de sus estancias para Palladio, o que una altura de techos de 3200 milímetros en el Pabellón de Barcelona para Mies Van der Rohe.
En los territorios de la medida solo existe una zona franca para la arquitectura: la que se encuentra entre la proporción y lo esotérico. En esa franja, la medida es trascendente porque relaciona el cuerpo y el mundo por medio del número. Ciertamente hoy el “modulor” o el “número plástico”, (u otros tantos intentos), son contemplados como una reliquia por millares de jóvenes, sin embargo su verdadero juego encubierto nunca desaparecerá por completo por la simple razón de que la arquitectura aspira a ordenar el mundo a través de la medida. Por la mera razón de que la arquitectura necesita de la medida, de lo concreto, para existir.
“Omnia in numero, pondere et mensura”, dice El Libro de Sabiduría (Sab 11:20). También la arquitectura está en el peso y la medida concreta. Sin el peso y la medida exactos no hay arquitectura que valga. Solo en lo mensurable aparece lo inconmensurable.

(1) Jesús Bermejo, buen amigo y arquitecto del número, acaba de publicar una réplica a un texto de este espacio que ha llamado "de lo mensurable y de lo incomensubrable" donde recoge la continuación de este texto de Louis Khan: Kahn, Louis I. Forma y diseño. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1965.

17 de marzo de 2014

LA HABITACIÓN EXTERIOR


Existe en toda obra de arquitectura una habitación que no se encarga, una parte del programa que apenas algún cliente solicitaba, pero que todos ellos pagan, aun sin saberlo, aun sin estar incluida en partida alguna del presupuesto: la habitación exterior.
La habitación exterior es la causante de que se produzca la progresiva ligazón del aire, sea de la ciudad o del paisaje, con la materia de la arquitectura. Es el lugar donde comienza la condensación del espacio; es el lugar que en propiedad podemos denominar ya “espacio” de una obra.
Esa habitación contiene lo necesario para que se produzca lo que en al sur de España se conoce como “salir a la fresca”. Se sale “a la fresca” en una habitación exterior que no necesariamente coincide con el espacio de la propia calle, pero si con la capacidad de los muros de una casa de resguardar en su extradós. Alvar Aalto hizo de su patio de Muraatsalo un habitación exterior donde se atrevió a poner la chimenea de la casa para significarla. La habitación exterior de la que hablamos es el fondo sobre el que Fra Angélico supo representar la belleza de su Anunciación.
En la habitación exterior suele haber dos puertas, una invisible, con forma de sombra o aire, y otra, tangible, que coincide con la puerta de entrada a la arquitectura. Esta habitación en ocasiones se identifica con el umbral de la casa, en otras se asemeja a un jardín, en otras a un patio, a una terraza, o a una azotea, como en la casa Malaparte.
No tengo noticia -y seguramente se deba más a mi desconocimiento que a la realidad- de que nunca la ingeniería erigiera conscientemente una habitación exterior de este calado, (el espacio “debajo de un puente” no es más que una habitación precaria y casualmente exterior, pero no un habitación exterior como tal).
La habitación exterior es universal porque en ella se da mucho de lo que un habitante identifica con “la buena vida” de una casa.

10 de marzo de 2014

CÓMO SER MODERNO SIN MODERNIDAD


Coleridge había dejado dicho que todo hombre tenía una esencia platónica o aristotélica. Nieztche, más allá, había forjado una dicotomía semejante aun desde más alto: “lo apolíneo y lo dionisiaco”. Clasificados como “zorros o erizos”, Isaiah Berlin, logró encajar en la imagen de una fábula a la totalidad de los hombres. Umberto Eco dio el espaldarazo al instante posmoderno con sus “apocalípticos e integrados”…
Dada la belleza simétrica de esas taxonomías no es de extrañar que hayan sido empleadas con tanto gusto no solo por literatos de calibre sino por los estudiosos de la arquitectura. Tratar de desbrozar el carácter de obras y arquitectos por pares opuestos es una tentación de una fuerza avasalladora. Sin embargo y por útiles que hayan resultado esos cajones, en arquitectura siempre ha existido una estirpe de arquitectos cuya resistencia a este juego provoca el nacimiento de un incómodo pero necesario tercer grupo: los inclasificables. A ese tercer e innumerable conjunto pertenecen Antonio Gaudí, Bruce Goff y Frank Furness. También Jože Plečnik.
Jože Plečnik, arquitecto y sin embargo gloria nacional de Eslovenia, y de un modo semejante a Gaudí, sigue siendo una atracción turística de primer orden en su país. De un modo semejante a Gaudí, su obra se ha restaurado como monumento aun antes de necesitar ser restaurada. Y como a Gaudí, se le ha intentado canonizar, literalmente, aun sin éxito. Sin embargo esas coincidencias, que no se detienen ahí, no permiten fabricar un cajón compartido de suficiente entidad para ambos. Ni siquiera clasificar a Jože Plečnik como el primer arquitecto posmoderno parece satisfactorio. Carlos Flores dejó dicho hace tiempo que para que fuese un verdadero antecedente de lo posmoderno tendría que atesorar cualidades que le son muy remotas: “frivolidad, ligereza, afán de exhibicionismo, y sentido oportunista”.
Jože Plečnik fue discípulo querido de Otto Wagner. Se educó como carpintero y luego como brillante alumno de la escuela de Bellas Artes de Viena. Viajó becado a Roma y, como tantos, allí tuvo una conversión que le hizo desde entonces medirse con la eternidad antes que con sus contemporáneos. Fue profesor y un declarado beligerante contra la incipiente modernidad en los términos puramente funcionalistas de Le Corbusier y Perret. Tanto que llegó a negarse a ir a la Exposición Universal de París de 1925 donde se expusieron muchos de los descubrimientos de la nueva arquitectura. Sin embargo si la acusación a la modernidad era de simplismo, la suya no es, en absoluto, una obra ni sencilla ni evidente.
Jože Plečnik no estuvo cercano a nada, ni siquiera a sus contemporáneos, en quienes veía, en los mejores casos, un estilo lánguido o cuanto menos imitativo. Solo le atrajo lo semejante a sí mismo, y de eso, claro, prácticamente apenas había. Tras visitar el la Bolsa de Amsterdam dijo, “me gustó mucho Berlage, especialmente por el hecho de que se parece a mí.”…
Su obra está plagada de anormalidades y belleza más allá de la lógica de lo evidente y del tiempo. Igual que Frank Furness pero al otro lado del mundo, la explosión del vocabulario clásico bajo sus manos trasciende lo que logró nunca el barroco y el manierismo. Plečnik ve más posibilidades de encontrar belleza en los conflictos entre las formas que en las propias formas, por muy depuradas y exquisitas que estas sean. Eso le abrió puertas inéditas.
Entre sus obras más preciadas se cuenta la temprana casa Zacherl, toda una demostración de lo que la arquitectura puede lograr en una calle sabiendo de ritmos, escorzos y esquinas; el Cementerio de Žale, donde solo el pensamiento de los ritos de la muerte son asimilados a una sucesión de puertas y pasos dignos; también puede contarse la Iglesia del Sagrado Corazón de Praga, homenajeada por tantos posmodernos, y el collage de la Biblioteca Nacional de Eslovenia, obra venerada por tantos modernos; ambas con razón.
Esta última resume perfectamente su carácter: conflictos, sobreabundancia de materia, brutalidad e inconformismo. Todo en ella merece atención debido a la cuidadosa elección de sus bordes materiales y la constante anormalidad de la jerarquía entre sus partes. La "ruina" de la fachada, con sus ventanas que como quillas de barco se asoman buscando ser cristales en si mismas, los cambios de materia y de textura, el aire de reconstrucción y de historia ya iniciada que tiene la obra es un prodigio de materialidad y de fortaleza. Aunque si hubiese que encontrar una palabra para Plečnik  más que hablar de fortaleza tendríamos que hacerlo en términos de musculatura. Su obra es muscular en cuanto que todas sus piezas están cargadas, tensas, arqueadas y dispuestas a desafiar la atención.
El trabajo de Plečnik está entre lo nórdico y lo mediterráneo se ha dicho, como había clasificado Worringer el arte de todos los tiempos. Es falso, o cuanto menos inútil, Jože Plečnik continúa inclasificable: un clásico sin apenas clasicismo. Un moderno sin modernidad.

3 de marzo de 2014

EL VALOR DEL CENTRO


Podría hacerse una historia de la arquitectura solo enfocada desde el valor del punto central. De hecho, en parte, esa tarea ya ha sido realizada con persistencia en determinados momentos de la cultura y con primor durante el Renacimiento. Allí, la arquitectura de cruz griega, la del templo circular y las construcciones simétricas, al menos doblemente, eran ejemplos y metáforas irrenunciables del orden del cosmos. El ejemplo de Bramante en el pequeño templo de San Pedro supone una exaltación a un punto, a una geometría, antes incluso que al martirio de un santo. 
El valor del punto central es el culmen de las aspiraciones del equilibrio ya que se trata de una simetría disparada al infinito. Esa es la razón por la que los arquitectos han cuidado ese punto como los primitivos el fuego sagrado. Saber dónde debe estar el centro es una tarea de cada proyecto. Responder a las cuestiones relativas a su movilidad, a su permanencia, su extensión o incluso su intrascendencia, ayudan al arquitecto al desarrollo de la obra igual que a un ciego un bastón. 
El centro siempre es un lugar anómalo de la arquitectura. Solo en raras ocasiones ha sido ocupado por la divinidad. (Y no sobra decir que para la arquitectura el centro no necesariamente es el centro en su sentido literal). Cuando se detecta qué debe ocupar el centro, el proyecto se vuelve evidente. Tanto que en ocasiones basta colocar allí algo inesperado para triunfar. Ese es el caso de tantas y tantas obras modernas y antiguas, donde se han depositado en ese punto cuestiones y objetos impensables: rampas, óculos, altares, cúpulas, cocinas, fuentes y monumentos. Hasta la nada misma.
También a un director de orquesta, brazos alzados y solitario, como en el caso de la Filarmonía de Berlín, de Scharoun. Entonces el centro toma cuerpo y se hace imposible no verlo allí organizando todo el sonido y las miradas a su alrededor, y convirtiéndose -a pesar de que hasta ese instante siempre fue un humilde oficio-, en un dios temporal.

24 de febrero de 2014

SOBRE EL CERDO DE ERSKINE


“Aunque la gacela es un animal eficaz que corre a sorprendente velocidad”, decía Erskine, ”Dios también creó al cerdo con un hocico que parece un enchufe con ojos, de color de rosa, aunque al mismo tiempo con un encantador rabo en espiral. Los edificios también pueden ser pesados y poco elegantes aunque eficaces, siempre que cuenten con el equivalente a ese rabo de cerdo para granjearse las simpatías de los habitantes" (1). A raíz de eso se entiende mucha de la arquitectura de los años cincuenta y sesenta. En realidad el "brutalismo" con su rechazo consciente a todo aquello que resultara exquisitamente pulido y hermoso, no tenía en su programa más que la renuncia a hacer arquitectura como algo extraordinario, a aceptar las limitaciones de la vida. A mancharse de barro.
A la búsqueda de ese rabo de cerdo se pasó toda aquella generación. ¿Cómo hacer de las instalaciones algo con lo que acercarse a los habitantes?. ¿Cómo extirpar de los materiales todo atisbo de dulzura a cambio de que ellos pudiesen hacerlos suyos?. Ante esas preguntas puede considerarse la exhibición del hormigón en bruto, la desproporción de gárgolas y la exposición impúdica de los conductos de climatización como la única conmiseración hacia el habitante verdaderamente genuina en todo el pasado siglo. 
Ese rabo del cerdo de Erskine es la metáfora de una arquitectura posible, vital. La que suplicaba ser habitada a costa de soportar un peso y una falta de elegancia insufrible a la vista de algunos de los más puristas y estirados padres de lo moderno.
Ese rabo de cerdo era y sigue siendo el símbolo de la arquitectura mendicante. De la arquitectura necesaria. 

 (1) COLLYMORE, Peter, Ralf Erskine, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 1983, Título original, The Architecure of Ralf Erskine, 1982. pp 41

17 de febrero de 2014

LA CALIGRAFIA DE LA ARQUITECTURA

Dada la tendencia a la escritura de temática predominantemente futbolística o sexual que existe sobre las paredes de cualquier obra, aquellos trazos ilegibles de cal sobre las ventanas que dan a la rampa de la villa Saboya, de Le Corbusier, no dejan de ser un gesto realizado con exceso de celo.
Sobre aquellos vidrios se extienden manchas como los signos de una vieja costumbre de la arquitectura. Cualquiera que haya vivido lo suficiente sabe que se trata de las marcas de cal que se emplearon durante años para dar cuerpo a los vidrios de una obra y saber de su presencia. Hoy, dada su trabajosa limpieza, han sido sustituidas por signos de otro orden, desde cinta adhesiva a marcas de cera aun más leves. Sin embargo, en la imagen, esos bucles blancos son una forma de texto, pautado y firme. No son trazos enigmáticos ya que no esconden un secreto. Simplemente son trazos vagos y conservan maravillosamente el gesto de la caligrafía aunque sin su sentido práctico. Un garrapateo vulgar que hace alusión al campo de la escritura sin serlo.
No hay nada escrito sobre esos vidrios, sin embargo el propio ventanal y la propia Villa Saboya aparecen como un receptáculo perfecto del acto de la escritura. Aquella villa era el soporte óptimo de un graffiti, también de todo lo que se pudiese decir de la modernidad.
En la imagen y a medio camino de la rampa aparecía Christian Zervos, impulsor de la revista Cahiers d’art y editor de muchos de los libros de Le Corbusier, de Picasso y de Lacan. Allí el mecenas y entendido en arte se retrata como si considerase inconscientemente el acto de aquella escritura un logro mayor que la propia arquitectura que visitaba. Claro que todo esto es llevar demasiado lejos una simple fotografía que ya de por sí y sin malicia es rica.
Sin más explicaciones se trata de una obra sobre la que generaciones escribieron y seguirán escribiendo. Y esa imagen quizá sea la mejor metáfora que se pueda encontrar sobre ello.