27 de febrero de 2017

ESOS PLACENTEROS MOMENTOS EN LOS QUE ALGUNOS CIERRAN LOS OJOS, (Y OTROS NO…)


Hay tres tipos de arquitectos. Los primeros son los que ante un papel o la pantalla de ordenador permanecen horas sin término a la espera del momento de inspiración. Aquel que proyecta así lo hace desde la nada. No es un erudito, no parte de citas, ni de referencias, ni de sesudos análisis de arquitecturas del pasado. Está sentado delante de un papel en blanco o de una pantalla con los ojos cerrados. Como un ser a la espera de un mensaje, como un médium, o como una antena apuntado a la inmensidad cósmica. Ese arquitecto se halla más cerca de la desdichada Eco y de la astrología que de la arquitectura. A éstos, a veces se les mira con cierta superioridad indulgente desde la universidad o desde el implacable mundo de la promoción inmobiliaria. Ese arquitecto se entrega a entusiasmos sospechosos, a veces fruto de alegrías intempestivas, otras de llantos inconsolables, a veces ríe o canta, indiferente al afuera, encerrado en su cuarto. 
Los del segundo tipo no hacen eso. Estos no cierran los ojos ante el papel o la pantalla. Al contrario, los tienen bien abiertos. De hecho casi no pestañean hasta tenerlos inyectados en sangre o al menos algo enrojecidos. Como Sísifos inagotados, permanecen ante el papel o el ordenador, armados de un lapicero o al menos algo afilado, que mueven y mueven como si en el batir esa sopa de trazos esperasen que todo se condensase en un proyecto. 
Y luego están los últimos, unos poquísimos, de un secreto y extraño tercer grupo, que proyectan con razones dichas con los ojos cerrados. Que cuando los cierran, son sus manos las que miran y cuando los abren no miran el papel sino más allá… Esos, tengan los ojos cerrados o abiertos, parece que miran hacia dentro, como a través del proyectar mismo...
De la Sota, Bryggman, Navarro Baldeweg, Jujol, Borromini, Serlio, Venturi, Rafael Moneo, Kahn, Giulio Romano, Boullée...Y Francisco Javier Sáenz de Oiza

20 de febrero de 2017

IRRESISTIBLE RESISTENCIA


La arquitectura resiste hasta que deja de hacerlo. Hasta que sus entrañas se rompen por alcanzar un límite elástico fruto del cansancio que todo lo desmigaja. Algo semejante a la fatiga destruye los lazos internos que mantenían la integridad de las partes. Con una lenta deformación o con un repentino chasquido, todo se desmorona. La imagen de puentes y edificios cayendo bruscamente resulta inolvidable. Y atractiva, por apocalíptica. Sin embargo la mayor parte de las desapariciones de la arquitectura se producen de una manera más silenciosa e invisible. Como un anticipo de lo inevitable, cada vez que una obra deviene en ruina es el simple aperitivo de la frágil eternidad de todas ellas. 
A largo plazo, la vocación de permanencia de toda edificación se anula. Entre la fuerza de la gravedad y el inapreciable transcurrir del tiempo que todo lo desgasta, nada está destinado a permanecer en pie. La arquitectura actual, para más inri, trabaja con un horizonte no mayor de la centena de años. Con lo que ya solamente puede resistir más allá del siglo una idea de arquitectura, o si se quiere, incluso su propia representación
Así pues, ¿Por qué el hombre continúa aun empeñado en erigir todo tipo de construcciones para preservar su memoria, representarse u ofrecer una idea de la civilización, si todo va a acabar derruido bajo metros de lodo, arena o entre vegetación? ¿Por qué todavía se atribuye la arquitectura el heroico, simbólico e inútil empeño de resistir? 
Quizás porque la arquitectura es la única que se sumerge en ese río del tiempo con un placer inigualado. Y chapotea como un niño, feliz a pesar de todo. Porque esa sustancia en la que salpica es purificadora y la despojará todo de lo innecesario y lo superfluo. Empezando por la función o sus significados.
Y principalmente porque no hay mayor espejo inventado para tomar consciencia de nuestra frágil individualidad que la existencia más prolongada y mansa de la arquitectura.

13 de febrero de 2017

LA IDEOLOGIA OCULTA EN UNA CASA CON GARAJE



I

Mies van der Rohe, tras el cierre de la Bauhaus por los nazis en 1933, dedicó sus años posteriores a diseñar un conjunto de casas patio que resultaron clave para su futuro. 
Entre todas aquellas casas y sus variantes, una nació con una extraña anomalía. Llena de inhabituales direcciones oblicuas entre sus tabiques, todo su interior parecía estar provocado por los ecos del giro del coche en su acceso al garaje. Nada trascendente parecía estar anclado a lo ortogonal de la retícula, salvo una arrinconada chimenea y un tabique en la entrada. 
Hoy que sabemos que todas las casas de Mies poseen un habitante oculto, nos preguntamos si acaso no era aquel coche quien se constituía en el secreto morador de aquella casa (1). 
No obstante si se quiere entrar en el juego no es posible hablar de un habitante genérico en el caso de la arquitectura de Mies. Es trascendente saber qué viste, cómo se mueve o cuáles son sus señoriales costumbres, incluso si se trata de un coche. Es necesario saber qué coche en concreto descansaba en aquel garaje. De su marca y de su modelo específico depende mucho del carácter de la propia casa y de las expectativas de Mies con la vivienda. 
En esos años previos a la segunda guerra mundial, el año 1935 en que se dibuja esta casa, el coche más vendido en Alemania fue el modelo Kadett de la firma Opel. Por entonces Opel era la marca que copaba el cuarenta por ciento de la cuota del mercado germano. Sin embargo aquel popular modelo que llegó a vender más de cien mil unidades en nada se asemejaba al dibujo en planta de aquella casa de Mies. Con el morro oblicuo y tendido, su parabrisas inclinado para ganar en aerodinamismo y su techo ligeramente abombado, estaba muy lejos de ser aquella caja motorizada y más voluminosa aparcada en el dibujo. 
Así pues la representación del coche ideal de Mies está muy lejos de ser un modelo popular. Aunque esquemático, guarda mayor similitud con un modelo ya empleado para retratar su propia arquitectura unos años antes.
En Stuttgart, en 1928, ante el bloque de viviendas de la Weissenhofsiedlung, una señorita apoyaba su pie en el guardabarros del por entonces recién lanzado modelo Mercedes Benz 8/38 ty Stuttgart (W02), como una declaración de la más irrefrenable, elitista y selecta modernidad. Aquel modelo de Mercedes y sus variantes no dejaron de producirse en diferentes versiones hasta años después. Y no es posible obviar su semejanza, incluso su longitud de cuatro metros treinta y siete centímetros se aproxima mucho, con el dibujado en la casa patio. Tampoco es posible pasar por alto que aquel modelo en concreto representaba no solamente a una marca exclusiva y tremendamente cara, sino una idea sobre la propia nación alemana.
El periodo en que esas casas patio se diseñan, el momento en que esa casa se articulaba en torno a aquel flamante modelo de Mercedes Benz, Hitler había lanzado una política de motorización de toda Alemania. Superada la crisis de la primera guerra mundial que había reducido el número de marcas de automóviles en aquel país de ochenta y nueve a tan solo doce, ese año 1935 se inauguró la primera autopista y se habían multiplicado la venta de vehículos, dando cabida a un nuevo modo de comunicar el país. En esa política de la “Motorisierung”, la idea de una motorización global era clave no solo a nivel económico o social, sino también ideológico.
La motorización nazi era una idea tan expansiva como amenazante. Por eso mismo, incluir un coche como principal habitante de una casa, un habitante selecto y exclusivo, quizás no era una operación inocente, sino otra paradójica alineación de Mies con la política antes que con la modernidad que representaba el automóvil.

II

Aquellas casas patio, muchas solo abocetadas en dibujos provisionales, fueron pasadas a limpio para posteriores publicaciones y exposiciones cuando Mies desembarcó en América. El estudiante encargado de la delineación del dibujo alemán fue George Danforth, cuando ya Mies estaba impartiendo clases en el IIT, en 1940. Dicho dibujo se conserva en el MOMA de Nueva York.
Entre el boceto original de Mies trazado con muros rojos en su cerramiento y el de su delineante existen pocas diferencias. Ninguna aparentemente sustancial. La geometría entre esas versiones no cambió ni un ápice en el acto de pasar a limpio, pero si apareció delineado en la versión americana ese habitante del garaje: el Mercedes Benz Stuttgart… El habitante debía hacerse explícito, debió decidir Mies en ese momento. Fue más importante eso que verificar el radio de giro del coche en la entrada y trastocar la geometría de todo.
Literalmente, la casa se debía construir con el coche en el centro...(2)

III

Con la Bauhaus clausurada en Abril de 1933, sabemos que Mies van der Rohe, se dedicó de manera clandestina a impartir clases a un selecto puñado de estudiantes. Durante esas clases Mies puso a sus alumnos a dibujar casas patio como ejercicio de curso, como extensión de su propio estudio. El ejercicio de uno de ellos, Michel van Beuren, conservado en el archivo de la Bauhaus, da fe de la extrema similitud formal con ese garaje de Mies. Pero ¿quién copiaba a quién? ¿Qué extraño tipo de pedagógica influencia ejercía Mies sobre sus alumnos que todos, sin excepción acababan proyectando lo mismo que hacía Mies mismo?
Solo podían desprenderse de modo autorizado de la influencia de Mies los estudiantes que planteaban un proyecto final de grado. Claro que acababa siendo siempre y sistemáticamente un proyecto Miesiano…

(1) Así lo aventuraba Iñigo García la semana pasada en “LA CASA DEL AUTOMÓVIL”
(2) Miguel Barahona decía,"La casa debe construirse literalmente alrededor del automóvil. Una vez dentro, no hay quien lo saque"

6 de febrero de 2017

UNA PATADA EN LA CARA


Imaginen caminar por una ciudad de lo más civilizada y que, de improviso, un pie salga al encuentro de sus ojos. Semejante puntapie supone un susto y una broma de lo más inapropiados. Tanto que cabe elucubrar si no fue alguien cansado del respingo cotidiano que provocaba ese pie en la cara quien lo destrozó a mazazos. 
Cualquiera que pasee hoy al norte de Roma por la via Bruno Buozzi, puede contemplar el resto de la pierna en el zócalo piranesiano del edificio Girasol, del italiano Luigi Moretti. Atractiva para toda la crítica, desde Rowe hasta Tafuri, esa obra es un dechado de ilusiones relacionadas con la materia de la arquitectura, pero dislocadas de su uso natural. Verdadera obra maestra de la modernidad y de la posmodernidad, inexplicablemente lo es a la vez. Explorar todas las ramificaciones de lo clásico en relación a la modernidad hizo que Venturi tuviera siempre auténtica veneración por ella: un frontón roto, un zócalo que es un puro collage capaz de representar la ciudad de Roma misma, un patio que no es más que medio patio, ventanas oblicuas que se abren en las plantas altas como las branquias de un enorme pez... 
Sin embargo para comprender el mecanismo de su secreta complejidad basta con mirar con detenimiento la anomalía de esa pierna de mármol para intuir que el modo de hacer de Moretti es el un consumado trilero. 
Si lo pensamos, la pierna en cuestión no pertenece a la familia de las cariátides o de los viejos atlantes clásicos. Las Cariátides, desafortunadas esclavas convertidas en columnas para rememorar aquella derrota militar narrada por Vitruvio, poseían una integridad y dignidad que no posee este trozo de pierna masculina pero cadavérica y ruinosa. Ese fragmento es por tanto un signo del pasado de Roma, un pedazo de carnaza historicista para las feroces mandíbulas de la crítica.
Por otro lado la pierna sostiene una sola jamba y con eso anula todo posible sentido estructural. Una pierna que no sujeta a nada. Una cojera que se convierte en una sorpresa solo en una dirección de la calle... Aunque tal vez lo más importante de esa pierna es lo que logra hacernos pasar desapercibido: Supongamos que ese trozo de mármol tuviese como función principal distraernos de la vulgaridad del resto del hueco. 
Moretti sugiere que, como sucede con los trucos de los magos, hacer arquitectura no consiste en explicarlo y diseñarlo todo, sino en la habilidad de desplazar y pastorear la mirada. La única solución cuando no se quiere dar la solución es el ilusionismo.