25 de enero de 2016

CUARTOS SUELTOS


La totalidad de la arquitectura universal se podría clasificar por el modo en que se produce la unión de sus estancias: sueltas, encadenadas o levemente unidas… Esas conexiones son siempre un motivo para que aparezcan curiosas y productivas mutaciones que dan lugar a su vez a nuevas variantes formales. El caso es que cuando la arquitectura tiene más de un cuarto, el simple pensamiento de esta costura puede dar lugar a una idea poderosa porque la unión de estancias requiere de un pegamento particular: puede ser, desde un espacio de transición, una puerta o una leve contigüidad lograda por habilidad en la colocación…
Sin embargo hay que subrayar que no se trata de un problema de estética.
Cada época parece gozar del favor de una familia de esas costuras. (Y ni que decir tiene, cada arquitecto). Cada unión habla de un sistema de relaciones entre las partes de la arquitectura que trasciende los problemas de mera composición, porque bajo él, hay un problema de relación de las personas que habitan esas formas. Así pues, no se trata de un problema de simple forma, sino de sociología.
Kahn acumulaba sus habitaciones como piezas de un dominó monumental y antiguo; Ghery ha empleado la separación de las estancias en cuanto a los usos asociados a ellas como una subversión de la forma libre; en ocasiones Sanaa ha dispersado cada habitación no sólo en planta sino hasta en la propia sección… Puede pensarse así en casi la totalidad de la arquitectura que uno imagine, (menos en Mies que, por simplificar, siempre se encarga de hacer arquitecturas de un sola estancia). Pienso en las habitaciones independientes pero contiguas de Palladio… Pienso que en tiempos de escasez cada estancia no se ha podido independizar de sus vecinas porque tal vez así la obra, sin más, se encarecía…
Tal vez por eso haya detrás de estos sistemas de coser habitaciones un problema no solo sociológico, sino de pura economía.
Tal vez hasta de política.

18 de enero de 2016

PUENTE DE CASAS


En la trayectoria de todo arquitecto hay un proyecto iluminador. Un proyecto que es capaz de alumbrar mucho del camino por recorrer, y que a lo largo de las numerosas zonas en sombra que debe atravesar toda profesión, sirve como una luz al final de un túnel. Localizar ese proyecto es trascendente para entender el trabajo de un arquitecto. En Mies van der Rohe puede hablarse de sus torres de vidrio o en Palladio de la villa Valmarana como proyectos de esa trascendencia vital… No es necesario que sea el primer encargo, tampoco importa que sea el de mayor tamaño. Simplemente debe cumplir con un extraño entretejido entre lo biográfico y lo profesional en cuanto a madurez, dificultades afrontadas y nivel de autoconsciencia. 
En el caso de Steven Holl ese proyecto tal vez sea un olvidado puente de casas…
Un puente de casas no era una idea nueva ni siquiera hace treinta y tantos años. El viejo puente de Londres, el Ponte Vecchio de Florencia eran inmediatos y conocidos antecedentes a este otro que proyectara para Nueva York, un Steven Holl recién licenciado con 32 años. 
Ni siquiera un puente de casas era una propuesta nueva para la propia ciudad de Nueva York: Raimond Hood había zurcido Manhattan con decenas de puentes edificados como rascacielos en forma de catenaria, allá por los años treinta, hasta transformar la ciudad por completo, hasta dejar que Manhattan dejase de ser una isla. 
La propuesta de Steven Holl se emplazaba sobre las vías por entonces recién abandonadas del highline en Chelsea, en Manhattan. Fue publicada en un número 7 de la revista Pamphlet a cargo del propio Holl, e iba precedido por toda esa genealogía de puentes edificados y proyectados de que éste tenía conocimiento. (Incluyendo además el puente edificado de Kreuznachy en Alemania y el de un concurso realizado por el mismo en Australia). 
Como se sabe, su proyecto nunca se realizó. Sin embargo además de proporcionarle algo de fama, algunos de los descubrimientos llevados allí a cabo le situaron en el andén de salida de sí mismo. 
En 1979, Steven Holl vivía cerca del ferrocarril que recorría el highline: “Yo estaba allí cuando pasó sobre sus vías el último tren lleno de cajas de pavo congelado”(1). El proyecto de sus casas situadas sobre las vías partía, por tanto, de una observación de su realidad cotidiana. Dibujadas en un cortante blanco y negro, cada una de esas casas heterogéneas era un puente que dejaba pasar en su base a las antiguas vías. Las siete casas parecían estar enfrentadas por carácter y por forma. Se fingía para cada una de ellas una historia diferente, incluso contrapuesta: estaba la casa de quien decide; la casa del incrédulo; la casa para un hombre sin criterio; la del enigma; la casa ideal; la casa de las cuatro torres, la de la materia y la memoria… 
Sobre el proyecto pesa la evidente influencia de John Hejduk. “Hejduk fue una enorme influencia - era un gran hombre-. La poesía está en el corazón de la arquitectura. Yo estaba fascinado por John.”(1). Desde entonces Holl incorporó a su arquitectura algo semejante a una función poética a la que nunca ha renunciado
El otro aprendizaje que extrajo de este proyecto se produjo en la construcción de la maqueta donde dio comienzo a una aproximación a la materia cercana a lo háptico que tiene toda su obra posterior: “Ese fue el comienzo de hacer los modelos de los materiales que pudieran ser los construidos. Estuve probando todas las pátinas que ahora utilizo. Probé pátinas verdes, amarillas, rojas, rosas, azules. Probé diferentes aleaciones en el acabado de bronce y con diferentes ácidos para extraer sus colores. Este modelo del puente de casas aun influye en mi trabajo actual.”(2) 
Es sorprendente como un proyecto, como un solo gesto, puede resumir la idea de arquitectura de toda una carrera. Desde luego eso simplifica mucho la tarea de hacer unas obras completas y hasta de explicarse a uno mismo. Claro que a veces descubrir esa obra clave se produce, fastidiosamente, de manera retrospectiva. 

(2) Steven Holl, GA Document Extra, número 6, Edición a cargo de Yukio Futagawa. Tokio, 1996, p.18

11 de enero de 2016

ACOSTUMBRARSE


De tanto admirar la casa Farnsworth, obra maestra de la ligereza y de Mies van der Rohe, encumbrada por encima del suelo y de si misma, hemos dejado de ver su colector. Pero ahí está, disimulado a pesar de ser grueso y excesivo. 
Ese tubo habita en la oscuridad de la casa, bajo la plataforma, como un ser deforme, como un atlante contrahecho. Ese tubo vigila sin descanso y con una sonrisa sin dientes a todo el que se acostumbra a las incongruencias que las obras maestras parecen tener que soportar. 
No se cuál es el mecanismo por el que uno se acostumbra a esas cosas y de pronto deja de percibir sus dolorosas incorrecciones. La fuerza de la costumbre aniquila ciertas faltas, las hace desaparecer, tal vez por la mera repetición de la mirada sobre ellas. Sin embargo, la mierda sigue allí. 
Por mucho que nos pese, por el interior de ese tubo invisible, bajan las aguas fecales de la señora Farnsworth. Mientras, en paralelo a esa heces, asciende el agua limpia y el resto de los suministros de la casa. Aunque invisible, esa proximidad es una guarrería doble. Aunque sea prácticamente teológica, (más que escatológica). 
¿Cómo hemos llegado a no verlo? ¿cómo se lo hemos perdonado a Mies? ¿por qué nos hemos olvidado de ese tubo vigilante en sombra?. 
Puestos a presumir de transparencia y de ligereza, y puestos a enfadar a la ya enfadada señora Farnsworth, ¿no hubiese sido mejor obviar incluso la necesidad del baño y de cocina de su casa?... Aunque duela plantearlo, ¿acaso no era una mejora la casa de vidrio que hiciera Philip Johnson sobre la idea de Mies?... 
Decía Jardiel Poncela que lo peor del infierno son los tres primeros días, es decir, hasta que uno se acostumbra. No, el problema del infierno es que aunque te acostumbres, no puedes olvidarte de que estás en el infierno. El problema es que una vez que percibes ese tubo maldito ya nunca te olvidas de su presencia. La pérdida de la inocencia es el peaje que toda obra maestra debe poder soportar.

4 de enero de 2016

LA CARCOMA DE LA ARQUITECTURA

El tiempo, como una carcoma insaciable, va minando sin cesar toda edificación. Nada hay que garantice la pervivencia de la arquitectura, sea eso la forma, la simbología, la materia o la institución que la sustenta. La carcoma del tiempo hace su trabajo, y orada y demuele y derriba y reconfigura su forma hasta exterminarla o trasmutarla en algo muy distinto.
Esa lenta podredumbre comienza con lo que los japoneses, dados a los matices, llaman “saba”, que significa literalmente “roña”. El “saba” es la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello del tiempo sobre las cosas.
El tiempo corroe la arquitectura del mismo modo que el hierro se desmigaja cerca del mar, sin embargo y al igual que hace la carcoma, hay un aprovechamiento de la materia como una especifica forma de alimento de algo superior. De lo viejo perviven inexplicablemente algunas geometrías, algunas líneas de fuerza, algunos bastiones, apenas algunas puertas... Pero la mayor parte de las formas construidas y de los espacios intermedios se canibalizan y se rellenan de una amalgama informe, como un ser vivo que envejece pero da cabida a lo nuevo.
Como los arrecifes de coral.
Esos arrecifes crecidos sobre las raspas de la antigua arquitectura es precisamente lo que conocemos por ciudad: la historia pública y privada traducida a forma, la historia impersonal y la encarnada en individuos, grupos y multitudes. Porque el espíritu plural y único que mueve la ciudad, la fuerza que la anima y la que un día, inevitablemente la destruirá, es el tiempo, encarnado en la historia. Ella es nuestra madre y nuestra asesina: nos engendra y nos devora.
Esa transformación que sufre cada particular pieza de arquitectura hasta extinguirse es el retrato parcial de una ciudad, en perpetua construcción y destrucción, novedad de hoy y ruina de pasado mañana. La ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica. Porque las ciudades son el recipiente óptimo del paso del tiempo.
La ciudad carcomida permite que seamos conscientes del transcurrir de tiempo en una dimensión mayor que la que percibimos en nuestro propio envejecer. La ciudad, en cada esquina, permite contemplarnos injertados en una historia mayor que nuestra propia y particular historia diaria. Por eso la ciudad que habitamos es lo que somos, lo que fuimos y lo que seremos.