25 de mayo de 2015

LA CASA DE LA CASCADA ES LA CASA DE LA CASCADA...


No es casualidad que la casa Kaufmann, la casa de la Cascada, de Frank Lloyd Wright, sea una obra clásica, es decir, inagotada. 
La historia es bien conocida. No merece ser recordada, sin embargo si la casa es imperecedera, además de por lo evidente de su calidad y la eternidad de que goza ya su autor, también lo es porque es capaz de emitir un mensaje con una consistencia infrecuente. Y con un nivel de reincidencia en su sentido, agotador. 
La casa de la Cascada lo es a todos los niveles. Y lo consigue apelando incluso al inconsciente. 
Esta imagen del interior en el contraluz del salón es capaz de mostrarnos una de estas nimiedades. La imagen está tomada en el instante en que se penetra en el salón. Desde la entrada a ese espacio inesperadamente bajo, durante apenas una centésima de segundo, el solado provoca el leve desconcierto que se siente al pisar un charco. El desconcierto apenas dura una centésima de segundo. Un lapso del que nadie es consciente y que se dirige como un mensaje directo al fondo del cerebro.
Momentáneamente, en ese salón los muebles parecen flotar casi arrastrados por una corriente. El efecto, solo visual, se produce gracias a la insignificancia del detalle de la pizarra barnizada y sus irregulares brillos, semejantes a los del agua de la cascada que pasa bajo su plataforma en vuelo. Es el efecto breve del agua remansada después de un salto y cuyas ondas van en mil direcciones en conflicto. 
Entonces al pasear por ese salón nos sentimos obligados a llevar botas de agua, a caminar despacio, a sentir de nuevo, y como una necesidad, la presencia de la cascada aun antes de volverla a ver desde la terraza, aun antes de volverla a escuchar, y de manera reiterada. Como un salmo incansable que queda atrapado en el inconsciente: la casa de la cascada es la casa de la cascada, es la casa de la cascada... 
Como hace la publicidad subliminal machaconamente con nuestros inadvertidos cerebros. 
La Casa de la Cascada es, además de una obra maestra, una pura tautología.

18 de mayo de 2015

LA ARQUITECTURA MAJESTUOSA


La arquitectura majestuosa requiere cualidades, esfuerzos y personas inhabituales - entre ellas, majestades-, sin embargo lo majestuoso se acaba encontrando con sencillez lejos de palacios y sus oropeles.
Rilke advirtió a los jóvenes poetas que los temas majestuosos eran difíciles y que exigían una gran madurez artística. Les aconsejó escribir sobre lo que veían a diario su alrededor; sobre lo que habían perdido y lo que se habían encontrado. Los animaba a utilizar lo que estaba próximo a ellos como herramienta para desarrollar su talento: imágenes de sus sueños, objetos de su niñez, minucias despreciables que el mundo ponía ante su mirada. “Si la vida diaria te parece pobre –escribió–, no la culpes. La culpa es tuya. No eres tan buen poeta como para percatarte de su riqueza”.
Gracias a las cosas ordinarias de la arquitectura se puede evitar, si es que se puede, rapiñar una biblioteca o ansiar una novedad en internet. La arquitectura majestuosa crece desde el sustrato de lo habitual.
De ese lugar, precisamente, brotan las ideas majestuosas: una mano áspera sostiene una maqueta de cartón en cuyo lateral apenas se lee Sonsbeek… Una mano que parece haber soportado muchas astillas, suciedad y serrín antes que esa minucia. Sin embargo la mano sostiene estos cartones como una pequeña ofrenda, como una mariposa recién capturada. Es la mano del carpintero Rietveld, sosteniendo lo que será el pabellón Sonsbeek, hecho de apenas bloque de hormigón e ingenio.
“Este consejo puede parecer superfluo y estúpido”, hablando de las fuentes de inspiración ordinarias decía Wislawa Szymborska, “por eso sustentamos nuestro argumento con uno de los poetas más esotéricos del mundo de la literatura”. Por eso lo ordinario coincide con lo majestuoso cuando se trata con el especial talento que imprime la modestia.

11 de mayo de 2015

MIRAR HACIA LOS LADOS


Hay un tipo de arquitectos preocupados por ser de su tiempo como tarea prioritaria. Antes que por lo demás, antes incluso que por producir una obra propia. Y que sistemáticamente, como los corredores de fondo, o los ciclistas antes de cruzar la meta, no cesan de mirar hacia los lados por si algún rival pudiera amenazar su producción.
Sin embargo la mirada hacia los lados del arquitecto no es una mirada que cruce ninguna línea visible. Todos se vigilan, en una sala demasiado a oscuras en la que entran y salen invitados sin previo aviso. En esa sala algunos han estado siempre pendientes de ser más contemporáneos que el resto: Alberti luchaba por ser más moderno que Brunelleschi, Scamozzi que Palladio y que Sansovino, Le Corbusier que Leonidov (o que el Team X en algún otro momento), Mies que Mendelsoh, luego Philip Johnson luchó por ser más moderno que Mies y, ya puestos, que todos los demás…
Mientras, esa mirada de lado, de reojo, esa mirada vigilante ha producido proyectos cuyo objetivo prioritario era demostrar la pura prevalencia, la pura superioridad, aunque no por simple orgullo o petulancia. Así, en estos arquitectos siempre está la obra extraña, el concurso perdido, el proyecto que se dirige a unos rivales invisibles y que emite un mensaje territorial en su sentido más rudo y primitivo.
Rastrear esos proyectos da pie a descubrir los signos de esos tiempos, los intereses, lo que latía en una época como lo más moderno o más puntero. En fin, la vanguardia.
En esos proyectos se vislumbra, como en la radiación que emiten las estrellas una vez desaparecidas, lo que fue su momento y su composición íntima. Aunque sean ya los fulgores de un cadáver extinto.
Sólo en esos casos aparece algo que palpita y desaparece, un retrato de las relaciones humanas y de los focos de interés que ya no están. Porque esos proyectos que miran de lado, no pueden repetirse mucho en la carrera de un arquitecto. De lo contrario aparece la tortícolis paralizante del que es incapaz de producir nada con una voz propia.

4 de mayo de 2015

ESPACIO, ORUGAS Y ARQUITECTURA


Ya nadie habla del espacio. Si ese era uno de los temas de lo que fue ser moderno en arquitectura, hablar hoy de esa invisibilidad es un signo de pertenencia a una generación próxima al retiro o la ultratumbra. Ya nadie habla del espacio porque el espacio no vende, o tal vez porque el espacio remite a un tiempo demasiado lejano. 
El espacio no está de moda. Pero lo estuvo. 
Por entonces hasta existió una revista con su nombre: Spazio. Allí Luigi Moretti, como una procesionaria, como una oruga lenta y urticante, mostró varios modelos en negativo de esa nada invisible. El espacio podía representarse como un modelo vaciado, es decir, como una forma. Precisamente la progresiva sustitución del término “espacio” por “forma” fue la principal causa de su decadencia según Roger Scruton. ¿Acaso el espacio no es eso que se extiende más allá de nuestras ventanas?, ¿acaso no es el espacio de Moretti una forma más?, ¿puede traducirse la intimidad a escayola?, se preguntaba Robin Evans sobre aquella maqueta (1). 
En el ensayo “Strutture sequenze di spazi” publicado en el número siete de la revista Spazio, Moretti mismo se había dedicado a postular lo que significaba el “espacio” desde cuatro facetas insatisfactorias incluso para él: como una representación mensurable de secuencias volumétricas, como cajas abstractas formadas por la densidad de la luz, como una forma estructural y, finalmente, a través de una interrelación sucesiva de recorridos expansivos o comprimidos. Por entonces Bruno Zevi estaba culminando una pedagogía del espacio moderno: “Saber ver la arquitectura”. En realidad tanto Moretti como él estaban invitándonos a dar un paseo por el mágico zoo de los espacios invisibles antes de su inesperada extinción. 
Hoy, aunque no hablemos de ellos, esos seres indomables que son los espacios cotidianos se posan en las ciudades, sus calles y sus escaleras; aparecen en estaciones de ferrocarril y en los rincones de ciertas casas; moran donde se acurrucan los gatos y donde uno dormita con una falsa seguridad entre muros o emparrados. Generalmente el espacio es considerado como una sustancia invisible y vacua, sin embargo para una generación tuvo el extraño aspecto de un ser vivo, una sustancia latente. Había entonces quienes trabajaban el espacio como domadores de fieras maravillosas. 
Hoy ha pasado a ser tarea de escultores. Del espacio apenas se ocupa la obra de la artista Rachel Whiteread con sus moldes de yeso en vetustas formas fantasmagóricas. Sin embargo se avecina una nueva era del espacio recobrado. Todo lo viejo vuelve. Ya verán. 

(1) Evans, Robin. The Projective Cast: Architecture and Its Three Geometries. Cambridge, Mass: MIT Press, 1995, p. 364