30 de marzo de 2015

HÁGALO CON UN ARQUITECTO


“Hágalo con un arquitecto” reza la camiseta ochentera que oculta momentáneamente la barriga inglesa y el impecable nudo de la corbata de Cedric Price. Algo de gamberro e irredento sigue teniendo alguien que fuma puros como Mies pero que no desprende su seriedad esclerotizante. 
El caso es que en cierto sentido Cedric Price es el reverso de Mies. Efectivamente existe en ambos un mismo tema central: lo ligero. El aviario del Zoo de Londres, el Fun Palace, o Potteries Thinkbelt son obras miesianas como pocas otras en la modernidad. Aunque, eso si, sin su rictus circunspecto ni su artrosis.
La falta de materia, el anhelo aéreo y el amor por el acero y lo prefabricado son un palpable denominador común. La radical diferencia entre ambos está, no sólo en la ironía de la que es capaz el inglés, sino en su desprecio por el ritmo y la composición en el sentido que esos conceptos tienen para Mies. 
Para el Mies de pocas palabras y gesto adusto, el arquitecto sin la armadura de la seriedad es poca cosa. Si Mies sabe bien que hay una íntima satisfacción en el trabajo de la arquitectura, para Price este trabajo es un puro juego, y por tanto, algo inherente y gloriosamente divertido. Aunque sea por momentos.
En fin, ahí está Cedric Price, que descarado les suplica a todos ustedes, que aquello que sea, lo hagan con un arquitecto. Incluso arquitectura. No se arrepentirán.

23 de marzo de 2015

NOVEDADES


Les presento esta novedad en blanco y negro. Se trata de una obra construida con toneladas de hormigón proyectado in-situ sobre una estructura de acero de geometría poliédrica y multifacetada. El interior conforma una extraordinaria sucesión de espacios sin jerarquía aparente, en la que se logra confundir la orientación del visitante y la percepción de la diminuta escala real del proyecto. 
Una obra actual, sin paliativos. Un signo de los tiempos, de nuestro tiempo. 
Salvo por lo incómodo que es saber que esta novedad tiene más de cincuenta años… 
Contemplar esta obra del notable arquitecto indio, Charles Correa, el pabellón Hindustan, construido en Nueva Delhi allá por 1961 resulta todo un ejemplo de cuanto este asunto de las novedades y de la presión a que nos somete la actualidad por conocer lo último, no es más que una cuestión de desmemoria, y que algo de tranquilidad merece todo lo noticioso, al menos en arquitectura. 
Porque aquí, en el fondo, apenas existen auténticas novedades. Y porque lo verdaderamente último y vanguardista puede adquirirse, más que entre el brillo a cuatricromía de las revistas o la inundación anoréxica de la red, entre polvorientos anaqueles. (El departamento de novedades tal vez sea mejor instrumento de los centros comerciales y del prêt-à-porter. A la arquitectura siempre le ha sido más sencillo recuperar energías en los puestos “de viejo”). 
Así pues no hay cosa más sencilla para encontrar la vanguardia más puntera que esperar a que llegue, mientras se mira el presente con los ojos estrábicos del que contempla simultáneamente el pasado y el porvenir. 
Precisamente, (y no me digan que no es hilar fino), como hacen los ojos-ventana que parecen asomar por esa obra, magnífica y perdida, de Charles Correa.

16 de marzo de 2015

CONTACTOS


“Tu hogar se hará contigo y tú con tu hogar” decía Adolf Loos. Lo que habitamos nos construye, y a raíz de lo retratado por Gabriele Basilico, acaba incluso como parte de nuestro propio cuerpo.
Las marcas de los espacios que hemos vivido permanecen en nosotros de un modo que puede ser físico o psicológico. Innegablemente, la arquitectura nos habita tanto como nosotros a ella.
Cuando alguien se despierta sobresaltado a media noche y sabe, sin pensar, el lugar que ocupa la ventana y la puerta de esa estancia; cuando a oscuras caminamos en una casa o somos capaces de recordar el recorrido de los cuartos y pasillos que habitamos en la infancia; cuando sin mirar sabemos de la altura de pomos, interruptores y cerrojos, se hacen palpables esas huellas.
La arquitectura deja huellas, decimos, y deja impreso en nosotros algo de su buen o mal humor y carácter. Somos lo que habitamos, pero más aún, somos, junto con las huellas de lo que habitamos. Tanto que llegados a un punto no se distingue si los pliegues que una almohada deja en nuestro rostro nocturno son las marcas de nuestro propio rostro. Se podría decir de otro modo: la arquitectura es un tatuaje. Un tatuaje que marca sin tinturas, que ahonda en nuestra piel, con calor, frio, aristas o humedades. Es un tatuaje que cala, que profundiza en nosotros y llega a tocar los huesos e instalarse en ellos.
Como un reuma. La arquitectura, en fin, deja huellas más profundas que esas que luego, con el paso del día, se nos borrarán del rostro.
A cambio, en perfecta simetría, la arquitectura guarda las huellas de sus habitantes: “Me recuerda esta rosa de granito / algo que me habitaba o que habité, /(…) y sé que aquí quedaron grietas mías, /arrugadas sustancias que subieron / desde profundidades hasta mi alma, / y piedra fui, piedra seré, por eso / toco esta piedra y para mí no ha muerto”.(1)

(1) Neruda, Pablo, “Casa”

9 de marzo de 2015

LA VISITA DE OBRA


Retratar a Fidias de paseo por las obras del Partenón, enseñando los frisos coloreados a sus amistades, supone un notable ejercicio de imaginación histórica. Hoy lo victoriano y excesivo de su pintor, Lawrence Alma-Tadema, queda lejos del gusto moderno. No obstante, con todo el cargante pintoresquismo de sus escenas se salva por un raro sentido de lo cotidiano.
La imagen pervive no por soñar con un hecho intrascendente sino por mostrar lo consuetudinario y ancestral de una simple visita de obra: imaginar a Fidias expuesto a la mirada crítica de sus amigos, verle discutir la composición, el color y los detalles del Partenón, posee algo encantador. 
Fidias aparece sin aparente grandeza, interpuesto entre la obra y la mirada de sus visitantes. Y es que el arquitecto ha tratado más a menudo de lo necesario de explicarse, intercalado en la visión del espectador, de espaldas a la obra. Un poco molesto. Porque la obra reclama algo de soledad. Ser ella misma la que dé sus propias explicaciones, las reales. 
Con todo, esa visita de obra, los andamios y esos antiguos griegos son todavía cercanos, por mucho que hayan pasado siglos, polvo y pólvora por sus piedras. O dicho de otro modo, existen ciertas empatías a cultivar por aquel dedicado al noble oficio de la arquitectura: la empatía con los temas, la materia, los lugares o los habitantes, y luego una empatía no menor: la empatía con la historia.
Ponerse en la piel del tiempo, - y no tanto en la piel de quienes han proyectado la obra - es una tarea enriquecedora que dinamita la edulcorada distinción entre modernidad, vanguardia y pasado. Porque así entendido, todo está al alcance. Así, toda visita a una obra de arquitectura continúa siendo una “visita de obra”. Así, ponerse en el pellejo de la historia resulta más productivo que ponerse en la piel de Fidias, (que es tarea de historiadores y biógrafos). ¿A quién le importan los desvelos de aquel griego con su obra, sus amantes o la frecuencia de su menú a base de aceitunas?. 
Eso es lo que nos recuerda esta pintura sobre aquellos griegos de cogotes demasiado tiesos, paseando sobre frágiles tablones: “todo pasa y una sola cosa te será contada, y es tu obra bien hecha”.

2 de marzo de 2015

APROVECHAR


Del mismo modo que los buenos sastres no desaprovechan la tela disponible para la confección de sus prendas, los arquitectos no debieran desperdician, ni acaso ligeramente, ninguno de los medios puestos a su alcance.
El arquitecto de casta tiene una mentalidad de pobre familia ahorradora porque nada le sobra. Nada se deja en el plato del proyectar. Porque se trabaja con bienes que son valiosos y no son propios.
La materia es un bien precioso por caro y por irrepetible. Porque ha pasado por las manos de otros hombres que han puesto sudor y esfuerzo en ella. La materia no se puede desaprovechar porque está llamada a ser algo mayor después de ser colocada en su preciso sitio. (En culturas arcaicas el arquitecto “respondía con su vida de que la tala no significaría derrochar la vida del árbol sino darle la «vida de la belleza”)(1).
El territorio, el suelo y el paisaje son recursos escasos. Millones de años y energías, geológicas, históricas y culturales lo conforman. Hombres y construcciones han dejado sus huellas sobre ese reducto de tierra dispuesta ahora a ser edificada.
Incluso las energías de una propiedad y el entusiasmo con que se aborda una nueva construcción son limitados.
Por todo ello, el aprovechar hasta la última posibilidad que ofrece cada recurso es una obligación económica - acaso moral - pero por encima de lo anterior, puramente disciplinar. Y para dar ejemplo, el arquitecto debe ser el primero en aprovechar los medios de su propia producción y no cometer un uso desmesurado de líneas, tinta y papel. 
Aprovechar para no abordar siquiera obras innecesarias. (Por aprovechar, debe hacerlo hasta con el tiempo. El propio y el ajeno). Es un hermoso esfuerzo, éste. Un juego en el que todo, finalmente, encaja.

(1), Krasznahorkai, László, Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río. Barcelona: El Acantilado, 2005, pp. 42.