26 de mayo de 2014

CORREGIR PROYECTOS



La “corrección de proyectos” es un extraño y maravilloso fenómeno del aprendizaje de la Arquitectura. Se trata de un ritual que se repite prácticamente inalterado desde tiempos inmemoriales y en el que nada, maravillosamente, es lo que parece.
En el taller, la expectación por mostrar el trabajo, el esfuerzo acumulado sobre el papel y el deseo de exponerlo públicamente anima a efectuar cambios a los participantes, aunque de un modo diferente al esperado. ¿Quiénes forman parte de esa conversación?, ¿de qué trata en realidad?.
Quien ha realizado el proyecto espera allí ver mejorado su trabajo. Dejando aparte el hecho de que “la corrección” es una tarea del propio alumno, y que la tarea del docente las más de las veces consiste simplemente en acompañar en la coherencia al proyecto en voz alta, en realidad lo verdaderamente anómalo de todo este ritual es un desplazamiento del sujeto de la corrección.
Porque en realidad en “la corrección” el que “corrige” es el proyecto al alumno.
Entre líneas, modelos y maquetas, es el proyecto, sea bueno o malo, quien sirve de recipiente al vertido del esfuerzo capaz de transformar ojos que aun no ven y manos inexpertas. Es el proyecto el que rectifica al alumno y quien hace las veces de vasija de una forma de ver diferente.
Mientras, el profesor, con su técnica o saber convoca todo el entusiasmo posible en torno a ese instante, para que nada de ese esfuerzo se derrame o desperdicie.

19 de mayo de 2014

“LA RAMPA UNE, LA ESCALERA SEPARA”


Frente a lo que generalmente se cree, la primera ocasión en que Le Corbusier empleó una rampa en su arquitectura no fue en ninguno de sus más blancos y modernos proyectos, sino en un temprano matadero para la Société Nouvelle du Froid Industriel. Y aunque con tales antecedentes cabía hacer perder algo de glamour a todas las rampas que vinieron después, no fue así. Sobre tan admirable invento revivificado para la causa moderna recayó la posibilidad de ser la costura espacial por antonomasia (sin contar con la mecánica artificial del ascensor). Tras la rampa vino su corolario: la “promenade architecturale”. Tal llegó a ser la fe en la rampa como mecanismo de unión pura que, por oposición, Le Corbusier declaró la escalera como su contrario dialéctico.
Pasados casi cien años de esa primera rampa hay quien ha dado su invento como algo obsoleto, caduco. La rampa y su sobrino bastardo, la escalera mecánica, se han empleado de hecho como arma para cometer algunos de los mayores asesinatos espaciales del siglo XX. Cualquier arquitecto moderno llegó a colgarse una rampa de su arquitectura, como un militar una medalla. Fuese o no necesaria. La rampa en el pasado resultó de utilidad a la arquitectura por motivos variados: desde los ceremoniales, para el ascenso de animales, para vencer una topografía inhóspita o por motivos de pura construcción. La rampa hoy, antes que todo aquello, se ha convertido en el costoso apéndice consumidor de espacio de las normativas de accesibilidad, en el paisaje natural del tránsito de vehículos en aparcamientos y en un símbolo de modernidad para los estudiantes más jóvenes (que no dejan de emplearlas, junto a la cubierta plana, como señal de su incipiente pertenencia gremial).
Esta decadencia de la rampa en los últimos tiempos ha encontrado una interesante salvación parcial, precisamente al ser llevadas al extremo contrario, a su exceso. Una vez que todo es rampa y continuidad, un suelo que se extiende sin fin ha sido la oportunidad de que aparecieran abundantes episodios oblicuos a finales de siglo. Sin embargo y sin llegar a tales extremos conviene recordar que el noble uso de la rampa sigue ofreciendo la posibilidad de paseos indecibles y verdaderamente continuos para ascender o descender desde un punto situado a diferente altura. Que la rampa es un colocar los ojos en una dirección y por tanto una ventana encubierta. Que la rampa es un suave espejo del cuerpo del habitante en movimiento.
Que la rampa es, a fin de cuentas, el último peldaño que quedaba por bajar al concepto de espacio moderno antes de ser aniquilado del vocabulario de la arquitectura de fin de siglo. Quizás el último resto arqueológico de la modernidad.

12 de mayo de 2014

CÓMO DESTRUIR LA ARQUITECTURA


Como todo el mundo sabe basta poco más que un pico, una pala y tiempo para destruir la forma de la arquitectura. Sin embargo esta destrucción, que sería una cuestión trivial, inmediata y punible por las sociedades civilizadas de no mediar una orden de demolición y unos kilos de dinamita, traza un límite entre todas las arquitecturas: las sensibles y las blindadas ante la aniquilación.
Este hecho, radical y amenazante en apariencia, pretendería más que animar a una revuelta aniquiladora de arquitecturas peligrosas, nefastas o feas, utilizar la destrucción de un modo propositivo. Del mismo modo que operar un cadáver ha supuesto una fuente irrenunciable de enseñanzas para generaciones enteras de matasanos, destruir la arquitectura puede producir exactos beneficios para un arquitecto. Porque seccionar cuerpos ya sin vida, destripar mecanismos y destrozar vehículos es, antes que un ejercicio de nigromancia, uno de aprendizaje.
Como puede imaginarse no son pues éstas cuestiones de pura destrucción sino que requieren un necesario grado de comprensión sobre la forma sobre la que se opera. Demoler un edificio supone saber de cálculo estructural al menos tanto como para construirlo.
¿Cómo destruir la arquitectura con un mínimo de elegantes movimientos?, ¿que partes recortar, demoler y derribar para que una obra pierda lo que de más profundo posee?. ¿Cómo destrozar el Pabellón de Barcelona?, ¿bastaría un par de kilos de pintura roja sobre sus pilares metálicos para aniquilar toda su dialéctica antigravitatoria?. ¿Cómo destruir el Panteon romano?, ¿sería suficiente permitir la entrada de luz desde uno de sus ábsides para provocar una pérdida de sentido?, ¿dejaría entonces de ser una obra de arquitectura para ser simplemente una ruina?... ¿Eliminando el orden salomónico del baldaquino de Bernini, la rampa de la villa Saboya o el lateral de las escaleras de la Biblioteca Laurenciana sería suficiente para destruir su maestría y su espíritu?
En este antiproyectar de la destrucción fingida hay un aprendizaje profundo. Sublimar ese especial modo de destrucción implica proyectar. El especial desandar el camino del arquitecto que parió la obra implica un mágico descubrimiento: el de su gestación.

5 de mayo de 2014

SIN LEVANTAR EL LAPICERO


Ante la tentación de proyectar de lejos, como tal vez lo haría una divinidad inalcanzable, la invitación a sumergirse en la punta del lapicero es un ejercicio de inteligencia espacial básica.
Ahondar en el paseo ficticio de un habitante convertido en tinta o grafito, imaginar ese recorrido y lo que ello conlleva, las implicaciones de uso, de la mirada, de su construcción, de la iluminación o de la sombra, del espacio, acarrea descubrir y anticipar el carácter concreto de lo proyectado. Igual que en los juegos infantiles el unir puntos numerados proveía de la satisfacción de ver aparecer figuras reconocibles gracias la simple exigencia de la continuidad.
Frente a ese dibujar doblemente lejano de las computadoras que interponen ceros y unos, a los que añaden su propia y siempre indeterminada distancia a lo dibujado, el paseo sobre la superficie del papel de ese habitante afilado provee mil gratificaciones al aprender a proyectar. El descenso del pensamiento sobre la superficie del papel, pero sin levantar el lapicero, es exacta a la que sentía el flâneur a cuyo paso se abrían los espacios de la ciudad recién iluminada del siglo XIX.
Es como paseante imaginario que no se desvanece a voluntad como se intuye de modo inmejorable la continuidad del espacio y el tiempo en la futura arquitectura, y desde donde el dibujo se muestra como una auténtica máquina de aprender a proyectar, liberándolo del lastre amenazante de la mera artisticidad.
No levantar el lapicero representa por tanto, si no la mejor al menos la primera y más económica simulación del habitar ajeno. Desde ahí se puede llegar a ser arquitecto. (Como de tantos otros paisajes no siempre tan accesibles).