28 de febrero de 2011

ESCALERAS PARA BAJAR


La escalera de Miguel Ángel en la Biblioteca Laurenciana es de un tamaño importante. Tanto, que apenas cabe dentro del vestíbulo.
Esta obviedad y la escalera, bien conocidas ambas y pertenecientes a ese incierto repertorio de imágenes y comentarios de la cultura universal, (que tan poco tienen de universal), sostienen a lo largo de los siglos, gracias, una a su repetición, y otra, a la incertidumbre de su forma, una fuente permanente de preguntas sobre su sentido.
Sin entrar en el propio vestíbulo y su musculatura, - que ya, de por si, merece un comentario, algunos libros y un par de cientos de tesis doctorales-, los problemas de volumen, de dimensiones y lenguaje son de una fuerza tal, que justifican el conjunto como algo inagotable.
Pocos ejemplos hay mejores que esta escalera para comprender que, en arquitectura y a pesar de la evidente paradoja, hay escaleras para subir y escaleras para bajar.
Esta escalera se derrama como una cascada hacia el que intenta disfrutarla por el eje. Casi infranqueable, los peldaños se vierten desde la larguísima sala de la Biblioteca y desbordan el vestíbulo arrasando con aquel valiente que intente ascender al conocimiento de la sala. Subir ese tramo central es como nadar contracorriente por un río espeso de lava fría, sabia y pesada.
Esta sensación no es lograda en exclusiva por la mera forma de los peldaños, con sus bucles y revoltijos, también lo es por medio de la geometría. Que el tramo central posea un peldaño más que los laterales, uno nueve y los laterales diez, aumenta la pendiente y fuerza el paso para que así sea percibido.
Sin embargo ese peldaño de más produce un problema añadido en las barandas de separación entre los tramos. Dos escaleras en paralelo con diferente pendiente son una dificultad en el pasamanos. Esa separación debe correr paralela al tramo protagonista, como de hecho sucede con el tramo central, lo que refuerza de nuevo la sensación de torrente de piedra. Parece claro que la desidia o el olvido de Miguel Ángel, o los cambios de criterio de Ammanati en la ejecución de la obra, no justifican estos desacuerdos entre el número de peldaños entre los tramos.
Bajo un lenguaje que hoy resulta incomprensible para la mayoría, los problemas de proporción de los objetos en relación al cuerpo, de paso y de tacto, de escala y de orden visual, permanecen a los pies de esa escalera que Miguel Ángel tardó en ejecutar solo 40 años.

21 de febrero de 2011

HEJDUK: ÁNGELES Y DEMONIOS


De John Hejduk, suele hacerse una historia tan apasionada como irreal. Parte de la culpa es suya. Para trazar someramente su perfil no debieran dejarse al menos tres elementos clave en su hacer como arquitecto: su pertenencia al grupo de los “Five architects” allá por los años en que ser grupo significaba algo. Una trayectoria docente vinculada a la Cooper Unión que de tan imbricada, apenas es posible diferenciar entre la ideología de la universidad o la suya propia. Y por último, y quizás la más intangible pero más trascendente, su escasa obra pero su enorme y secreta influencia.
De todos los “Five”, el más poeta era, sin duda, Hejduk. Eso le ha supuesto, con el tiempo, convertirse en el más influyente, - muy a pesar de Eisenman-. En su trayectoria como arquitecto, el inicial rigor matemático se desliza pronto hacia un personal sentido de lo colectivo. Del descubrimiento del muro como hecho trascendente y plagado de significados, emana con el tiempo, una larga lista de personajes de arquitectura, picudos, afilados y extraños, que resumen bien toda su poética. Una arquitectura de máscaras y carnaval, y más tarde de martirologio y de ángeles custodios.
El específico sentido de lo colectivo hace de Hejduk el más medieval de los arquitectos de la modernidad. Y esto debe entenderse en todos sus sentidos. Incluyendo el iconológico. Sobre Hejduk han escrito las personalidades más influyentes de la arquitectura de su tiempo y sin embargo parece que no se ha dicho apenas nada que llegue hasta su médula. Sobre la superficie de su producción patinan los comentarios críticos como si estuviese protegido bajo una coraza de grasa y bronce.
Puede comprenderse con facilidad que ser un arquitecto de peso sin apenas obra, solo puede conseguirse gracias al dibujo. Todos los suyos pertenecen a los límites de la disciplina, a punto de convertirse en los documentos de un entomólogo o de un escenógrafo. Dibujos peludos de naturalista aficionado a descubrir seres mágicos.
Pensar hoy en Hejduk es pensar una arquitectura como huella y eco del hombre: arquitectura con ojos, brazos y piernas en sabia hibridación con los arquetipos del laberinto, la puerta y la cubierta... Como profecías, sus trazos se han desperdigado por el mundo y una pléyade de admiradores o discípulos aun hoy tratan de erigirlos como monumentos a la poesía.
Otros le rinden culto privado en secretos altares donde crecen, bajo cientos de capas de dibujo, seres como paraguas, teatrales y sostenibles como ofrenda a su recuerdo.

14 de febrero de 2011

EXTERIORES



Cuenta Jua nNavarro Baldeweg que al mostrar su “Estudio Rojo”, Henry Matisse fue duramente reprochado sobre su radical falta de veracidad. Sabemos que su estudio desde luego no era ni mucho menos de ese fantástico rojo cadmio que aparecía en el cuadro de 1911.
Sin embargo ese color era necesario. El estudio de Henri Matisse daba a un querido jardín de un verde inenarrable, y la manera de incorporarlo, de representarlo verazmente, era mediante el uso de su color complementario. El rojo que teñía la habitación hablaba de lo invisible pero de un modo tan pleno, que se hace imposible hoy no pensar en él y sus cambios de estación y sus flores y su luz.
Los cuadros de su estudio, como colecciones miniaturizadas y festivas se vuelven objetos secundarios de ese color rojo. Porque el verdadero tema de ese cuadro es un paisaje del que solo queda un rastro descuidado en un florero sobre la mesa. Y en ese rojo inolvidable. Si hubiese de explicar a alguien lo que significa el contexto en arquitectura, sin rebajas ni erudiciones oscuras, difícilmente podría encontrarse una explicación y una sensibilidad mejor que de la de Matisse y ese jardín invisible para explicarlo.

7 de febrero de 2011

LOS RUIDOS DE LA CIUDAD

La orquesta “intonarumori” (entonaruidos) de Luigi Russolo y Ugo Piatti, producen el mismo pasmo que los inventos voladores de Leonardo, las primeras bicicletas, o las cometas de Alexander Graham Bell.
Los dos músicos, ante esas cajas parlantes capaces de generar una música que nadie estaba preparado para oír hace casi cien años, se asemejan a dos artilleros capaces de lanzar al mundo silbidos, gorgoteos, zumbidos, crepitaciones y estruendos inauditos.
La forma de esos objetos les da la apariencia de funcionar de un modo reversible. Son como bocas y antenas, capaces de emitir y recibir. En principio nada que ver con el mundo de la música como era entendida por entonces, y menos aun con la arquitectura.
Sin embargo aquello era una orquesta en toda regla, y por si fuera poco una orquesta de arquitectura. Los ruidos emitidos por esas cajas son los ruidos de las cañerías, de los desagües, son los zumbidos del tráfico y de los automóviles, las voces apagadas tras las paredes. Son los ruidos de una ciudad. Son los murmullos de la arquitectura.
También ésta tiene perfumistas de sus sonidos.
Gusta pensar a uno que eso es prueba de que, tanto en el pasado como en el futuro, con o sin arquitectos, la Ciudad y la Arquitectura seguirán teniendo amantes.