16 de diciembre de 2009

EL PROFESOR



El vocablo griego que designa la educación es el mismo que se emplea para hablar de la juventud: paideia, paidos. Teniendo eso presente, la tarea del profesor sería sencilla: solo debería ser un fiel intermediario entre esos dos sentidos de la palabra.
El profesor es pues alguien que se interpone, un dique frente a lo inmediato y superfluo. Una figura que debe ayudar a elevar la mirada y a afirmarse por alteridad, por oposición, para que el alumno sea capaz de comprenderse mejor a si mismo. También alguien que despierta en él la codicia por saber, con el escepticismo necesario hacia lo que eso significa. Decía el ilustre Juan de Mairena, que un profesor no es solo el que enseña, sino el que enseña a dudar de lo que enseña.
El aprender es un acto individual, pero el enseñar requiere de oficio y método. Quetglas dice que la arquitectura se enseña en-señando, es decir, dando señas que hagan ver: “Escoge. Deserta las aulas. No vayas a clase. Que queden vacías. Ve a la biblioteca –ellos [los profesores de verdad] te esperan”.(1)
Ahí tenemos al profesor Louis Kahn para enseñarnos una última lección. En un aula se pueden decir muchas cosas, pero no es fácil imaginar el clima adecuado para formular la arquitectura como el transito del silencio a la luz. Seguramente se trata de lo más importante que puede aportar: más que persuasión o entusiasmo,  ser capaz de favorecer una temperatura, una atmósfera auténtica, donde esas palabras inflamen el aire, como fuego sobre las cabezas de los oyentes.
Más que pedagogía, hay profesores que solo necesitan esa meteorología.

 (1). QUETGLAS, Josep, Pasado a limpio II, Ed. Pretextos, Valencia, 1999, pp. 172

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